NUEVO ORDEN MUNDIAL CON RISAS

NUEVO ORDEN MUNDIAL CON RISAS

domingo, 21 de agosto de 2016

LIBROS GRATIS: Illuminati PAUL H. KOCH










            Illuminati




    Los secretos de la secta más temida por la Iglesia

                                      católica



                              PAUL H. KOCH




























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                ¿Cuántos  adeptos  habría,  viviendo  disfrazados  entre  la

              normal  humanidad,  ocultando  cuidadosamente  su  avanzado

              estado  tras  una  mascarada  de  urbanidad  vulgar,  estupidez  o

                conformidad?  [...]  Un  verdadero  adepto  podría  interpretar

                cualquier papel o padecer cualquier humillación para cumplir

              su especial obra.


                                                    ROBERT ANTON WILSON, 


                      Escritor norteamericano, Las máscaras de los Illuminati







                Como  puedes  ver,  mi  querido  Coningsby,  el  mundo  está

                gobernado por personajes muy distintos a los que se imaginan

              aquellos que no están detrás del telón.


                                                          BENJAMÍN DISRAELI,


                                                    Político británico, Coningsby







                Perdónenme  si  los  llamo  caballeros,  pero  es  que  no les

                conozco muy bien.


                                                                GROUCHO MARX,


                                                        Humorista estadounidense 







                  Prólogo a la edición española



El  historiador  Richard  Hofstadter,  en  su  ensayo  El Estilo  Paranoico  en  la

Política Americana, argumenta que muchos de sus colegas «imaginan muy

a  menudo  la  existencia  de  una  vasta  o  gigantesca  conspiración  como  la

fuerza motivadora de fondo en los acontecimientos históricos. ¡La realidad

es que la historia misma es una conspiración!».

  Durante muchos años, la teoría de la conspiración ha sido sistemáticamente

  despreciada  por  gran  parte  de  los  historiadores  norteamericanos  de  cierta

  relevancia  y,  desde  luego,  por  la  práctica  totalidad  de  los  europeos.  Para

estas mentes analíticas y eruditas, la existencia de uno o varios grupos de

seres humanos empeñados en trabajar en la sombra, durante largos períodos

de tiempo y siguiendo planes cuidadosamente trazados, para hacerse con el

poder es poco menos que un argumento de una novela fantástica o de una

serie  televisiva  de  entretenimiento.  Por  supuesto, la  primera  labor  de

cualquier conspiración es convencer al resto de la sociedad de que no existe

  conspiración alguna.

El  caso  es  que,  con  su  actitud,  contagiaron  a  la  mayoría  de  la  sociedad

  persuadiéndola de que los villanos de película que pretenden convertirse en

una especie de reyes del planeta (sin explicar nunca para qué) eran simple

fruto  de  la  imaginación  de  guionistas  y  escritores.  Además,  siempre

quedaría  en  alguna  parte  el  agente  007  o  el  Indiana  Jones  de  turno  para

  desbaratar  sus  planes.  Conspiración  no  es  una  palabra  políticamente

  correcta,  sobre  todo  en  España,  donde  hasta  hace  poco  se  asociaba  a  la

  coletilla judeomasónica, tan utilizada durante el franquismo. 

Sin embargo, los brutales atentados del 11 de septiembre de 2001 y del 11

de marzo de 2004 han conmocionado muchas conciencias, porque, pese a

las investigaciones políticas, judiciales y periodísticas, quedan demasiados

puntos  oscuros.  Los  ciudadanos  de  todo  el  mundo  han  podido  comprobar

que  las  redes  conspiratorias  son  mucho  más  sucias, complejas  e

  inquietantes  de  lo  que  creían.  Y  que  al  frente  de  las  mismas  no  hay  un

Señor del Mal, tirando de todos los hilos, sino que las responsabilidades se
  difuminan,  se  pierden,  se  deshacen  en  una  maraña  de  datos  y  apuntes

  contradictorios  que  parece  sugerir  la  existencia  de  grupos  más  o  menos

amplios de conjurados.

  Internet,  el  único  medio  de  comunicación  del  planeta  donde  todavía

cualquier  persona  puede  publicar  lo  que  desee,  se  ha  convertido  en  los

  últimos  tiempos  en  un  hervidero  de  opiniones,  informaciones  y

  desinformaciones  que  demuestra  la  cada  vez  mayor  desconfianza  del

  ciudadano  común  en  las  instituciones  oficiales,  así  como  su  creciente

interés por conocer qué hay de cierto detrás de las teorías conspiratorias. En

un reciente artículo, el historiador británico Timothy Garton Ash narraba su

  experiencia en California durante la última convención demócrata, que dio

el  espaldarazo  a  la  candidatura  de  John  F.  Kerry  como  aspirante  a  la

  presidencia  en  las  elecciones  de  2004  en  Estados  Unidos.  Garton  Ash

  confirmaba que la cultura de la sospecha ha echado raíces en ese país, cada

día más militarizado: «El ejército es con mucho la institución en la que más

confían los estadounidenses; cuatro de cada cinco ciudadanos dicen confiar

en los militares frente a sólo uno de cada cinco que confía en el Congreso.

En la campaña presidencial predominan las imágenes de guerra. Es como si

Bush  y  Kerry  se  presentaran, sobre todo,  para  el  cargo de  comandante en

jefe.»  El  mismo  se  dejó  llevar  por  cierta  alarma  «al  ver  lo  fáciles  de

manipular  que  eran  mis  propias  emociones,  porque  la  convención

  demócrata estaba dirigida como una película de Hollywood». Lo cierto es

que el conocido director de cine Steven Spielberg contribuyó al rodaje del

  documental  de  presentación  de  Kerry  Quizá,  precisamente,  esa  sensación

de  verse  manipulado  esté  en  la  raíz  de  la  desconfianza  de  los

  norteamericanos  hacia  sus  instituciones  y  de  su  propensión  a  la  búsqueda

de conspiraciones.

Y si es verdad que existe un grupo de personas confabuladas para dominar

el  mundo,  ¿quiénes  son,  exactamente?  Según  a  quién se  la  hagamos,

  obtendremos  respuestas  diferentes  a  esta  pregunta. Algunas  de  ellas  de  lo

más pintoresco, como las que achacan la conjura a distintos grupos, desde

los judíos hasta los neonazis pasando por la CIA, el Vaticano, la Mafia, la

ONU,  la  masonería,  las  multinacionales  y  hasta  los extraterrestres.  Sin

embargo,  muchas  de  las  investigaciones  más  serias  llevadas  a  cabo  en

  Estados  Unidos  durante  los  últimos  años  han  hecho  tomar  cuerpo  a  una

teoría  específica  que  acaba  señalando  siempre  en  la  misma  dirección:  los

  Illuminati.
Los  Illuminati  o  Iluminados  de  Baviera,  dirigidos  por  Adam  Weishaupt,

nacieron como sociedad secreta a finales del siglo XVIII en Ingolstadt, al

sur de Alemania y, oficialmente, no sobrevivieron a ese siglo como grupo

  organizado.  Como  veremos,  un  grupo  cada  vez  mayor  de  estudiosos

  disiente  y  recuerda  que  los  principales  líderes  de los  Illuminati  nunca

fueron  detenidos.  Creen  que  desde  entonces  siguieron  maquinando  en  la

sombra  y  cedieron  el  testigo  a  sus  sucesores,  que  operaron  a  través  de

  organizaciones similares con nuevos nombres. El canadiense William Guy

Carr, autor del clásico La niebla roja sobre América., resume así los planes

de los Illuminati: la destrucción del mundo tal y como hoy lo entendemos,

  aniquilando  la  cultura  occidental  y  el  cristianismo,  así  como  las  naciones

  clásicas.  A  cambio,  apoyarían la  fundación de un  gobierno planetario que

  instauraría  un  culto  mundial  a  Lucifer  y  reinaría  sobre  una  masa

  homogénea de seres humanos desprovistos de cualquier diferencia de raza,

  cultura,  nacionalidad  o  religión,  y  cuya  única  función  sería  trabajar

  esclavizados  al  servicio  de  sus  amos.  Para  forzar  el  éxito  definitivo,  los

  Illuminati  se  habrían  infiltrado  en  sociedades  internacionales,  partidos

  políticos,  logias  masónicas,  bancos  y  grandes  empresas,  religiones

  organizadas... impulsando desde estas instancias todo tipo de movimientos

  subversivos,  crisis  financieras  y  políticas,  guerras  y  conflictos  hasta  crear

una  inestabilidad  mundial  insoportable.  En  ese  momento,  «cuando  las

masas,  desesperadas  por  el  caos  que  las  rodea,  busquen  a  alguien  que  las

saque  del  estupor,  los  Illuminati  presentarán  a  su rey,  que  será  aclamado

por todos en todas partes y se hará así con el poder».

El propio Carr reconoce que cualquiera que oiga semejante argumento por

  primera vez puede pensar que su fantasía no tiene límites. En una sociedad

cada  vez  más  materialista  y  escéptica  como  la  occidental,  donde  para

muchas personas palabras como ángeles, demonios, Dios o Lucifer suenan

a  ajadas  supersticiones  propias  de  la  Edad  Media,  es  un  error  habitual

pensar que lo que no concebimos o que nos parece irracional será también

  inconcebible e irracional para otros.

Si  una  conspiración  como  la  de  los  Illuminati  fuera  cierta,  suele

  argumentarse, se sabría de alguna forma y alguien habría tomado medidas

al respecto. Lo más notable del caso es que se sabe, y desde hace mucho,

pero  el  ser  humano  tiene  muy  mala  memoria.  Sus  planes  se  hicieron

  públicos en el siglo XVIII (por ello se les persiguió ya entonces) y la mayor

parte de los datos que aparecen en este libro ya han sido publicados antes.
Pero  no  se  ha  tratado  de  relacionarlos  entre  sí,  de  encajar  las  piezas  unas

con  otras,  debido,  según  algunos,  a  los  múltiples  entretenimientos  que

  distribuyen  los  agentes  Illuminati  en  forma  de  fútbol,  programas  de

  telebasura, revistas del corazón, juegos informáticos, etcétera, que absorben

el  tiempo  y  la  mente  de  los  ciudadanos.  ¡Si  hasta  se  permiten  el  lujo  de

  parodiarse  a  sí  mismos  apareciendo  como  los  villanos  en  películas  como

Tomb Raider, la primera adaptación al cine del personaje de video juegos

Lara Croft!

En  las  páginas  siguientes  trataré  de  organizar  y  exponer  toda  esa

  información,  describiendo  los  últimos  e  intensos  trescientos  años  de  la

  historia  de  la  humanidad  como  posiblemente  nadie  la  contó  nunca.

  Veremos  cómo  se  repiten  las  «casualidades»,  cómo  el  mes  de  mayo

aparece una y otra vez en distintos hechos históricos, cómo ciertos grupos

de poder de distintas partes del mundo comparten los mismos e inesperados

socios, cómo lo que formalmente no tiene ninguna explicación la adquiere

en  cuanto  se  cambia  de  lugar  el  foco  que  ilumina  los  hechos.  Veremos

entrar y salir constantemente de escena a los Illuminati y a sus asociados.

Y  hablando  de  casualidades,  recientemente  la  revista  española  Época

publicaba  su  número  1015,  ilustrado  en  portada  con una  fotografía  de  un

  envejecido  Henry  Kissinger  bajo  un  sorprendente  titular:  «El  club

  Bilderberg. Los amos del mundo.»

En  el  interior  se  incluía  un  reportaje  sobre  la  última  conferencia  anual  de

este exclusivo club, uno de los más influyentes y poderosos del planeta, del

cual hablaremos también en este libro. Es uno de los escasísimos reportajes

de  este  tipo  que  han  aparecido  en  un  medio  de  comunicación,  una

  circunstancia  curiosa  teniendo  en  cuenta  que  los  bilderbergers  incluyen

entre  sus  filas  a  los  más  importantes  ejecutivos  y directores  de  prensa  y

medios audiovisuales de todo el mundo.

Por cierto, esa conferencia se organizó el mes de junio de 2004 en Stresa,

Italia. Pocas semanas después se producía una grave crisis del petróleo que

afectaba a toda la economía mundial y que, según los propios expertos de

la  OPEP,  «no  tiene  ningún  sentido  ni  base  racional».  Se  han  buscado

  explicaciones en la guerra de Irak o en el aumento de consumo de potencias

  emergentes  como  China  y  la  India,  pero  ninguna  de  ellas  ha  resultado

  satisfactoria. ¿Casualidad?

                                                                      PAULH. KOCH

                                  Finales de agosto de 2004, Oberhausen, Viena 







                                  Introducción



                            No se nos puede buscar con apariencias nada más. 

                                Nosotros somos la luz que alumbra las tinieblas. 

                                                              Up patriots to arms!



                                                                FRANCO BATTIATO, 

                                                                    músico italiano



En el principio


Dice  la  leyenda  que  grande  fue  la  sabiduría  del  rey  Salomón,  pero  más

grande la de ciertos maestros cuyos nombres ignoran los mortales. Uno de

ellos  fue  Hiram  Abiff,  el  arquitecto  del  templo  sagrado  que  mandó

construir  el  propio  Salomón  en  Jerusalén.  Gérard  de  Nerval,  el  autor

francés y francmasón del siglo XIX relató su historia con singular belleza.

  Comoquiera que la obra requería un auténtico enjambre de obreros, Hiram

los  organizó  como  un  ejército,  instituyendo  una  jerarquía  de  tres  grados:

  aprendiz,  compañero  y  maestro.  Cada  uno  de  ellos  tenía  sus  propias

funciones y su recompensa económica, y disponía de una serie de palabras,

signos y toques para reconocer a los de su mismo grado. La única forma de

subir de categoría era mediante la demostración del mérito personal.

Tres  compañeros,  irritados  por  no  haber  sido  todavía  promovidos  a

  maestros,  decidieron  confabularse  para  conseguir  la  palabra  exacta  que

permitía acceder al salario del grado superior. Se escondieron dentro de las

obras  y  esperaron  a  que  terminara  la  jornada  y  todos  los  obreros  se

  retiraran. De acuerdo con su costumbre, Hiram recorría cada noche la obra

para  comprobar  si  se  cumplían  sus  previsiones.  Cuando  iba  a  salir  por  la

puerta del Mediodía se encontró con uno de los conjurados, que le amenazó

con  golpearlo  si  no  le  revelaba  de  inmediato  la  palabra  secreta.  El

  arquitecto  se  negó  y  le  reprochó  su  actitud,  por  lo  que  el  frustrado

  compañero  le  dio  un  golpe  en  la  cabeza.  Herido,  Hiram  corrió  hacia  la
puerta de Septentrión, donde se encontró con el segundo conspirador, que

repitió  la  exigencia.  Obtuvo  la  misma  respuesta  y  también  atacó  a  Hiram

que, casi arrastrándose, aún tuvo fuerzas para intentar huir por la puerta de

  Oriente.  Pero  allí  se  agazapaba  el  tercero  de  los  compañeros,  que,  al

  cosechar  idéntico  resultado  que  los  anteriores,  propinó  el  golpe  mortal  a

Hiram. Al darse cuenta de lo que habían hecho, los tres asesinos recogieron

el cadáver, lo trasladaron a las montañas cercanas y allí lo enterraron. Para

  reconocer  el  lugar,  cortaron  una  rama  de  acacia  y  la  plantaron  sobre  la

  tumba improvisada.

  Cuando Salomón descubrió que Hiram había desaparecido y nadie sabía de

él,  mandó  a nueve  maestros en su busca. Tras diversas peripecias,  tres de

ellos llegaron junto a la rama de acacia, donde se pararon a descansar. Uno

se  apoyó  en  ella  pensando  que  era  lo  bastante  sólida  para  sujetarle;  sin

embargo,  la  rama  cedió  bajo  su  peso,  y  se  fijaron  en  que  el  terreno  había

sido removido recientemente. Los tres maestros escarbaron y desenterraron

el cuerpo de Hiram. Tras llorar su pérdida, decidieron llevar el cadáver ante

  Salomón,  pero  al  intentar  levantarlo  comprobaron  cómo  la  carne  se

  desprendía  de  los  huesos.  En  el  idioma  que  utilizaban,  la  expresión  «la

carne deja el hueso» se decía con una sola palabra, así que los tres maestros

  decidieron que, a partir de entonces, ésa sería la palabra de paso a su grado.



  Tradición y Antitradición


La  mayor  parte  de  los  expertos  en  literatura  asegura  que,  a  pesar  de  la

  aparente variedad de argumentos manejados por el hombre en sus relatos,

en  realidad  éstos  pueden  reducirse  a  uno  solo:  la  eterna  lucha  del  Bien

contra el Mal. Incluso en la más desechable de las obras actuales, donde la

  ambigüedad,  la  confusión  y  la  extravagancia  suelen poseer  mayor

  importancia que la calidad, la belleza o el ejemplo moral, el sentido último

de las narraciones es el mismo. Se entiende el Bien como todo aquello que

  beneficia  al  protagonista,  por  más  que  éste  sea  un ladrón,  un  farsante  o

incluso un asesino, frente al Mal, que le perjudica. 

Se  trata  de  una  influencia  evidente  de  la  religión y  la  espiritualidad  que

durante  miles  de  años  dotó  de  sentido  la  vida  de  nuestros  antepasados  a

través de diversas creencias. Con el triunfo de la razón en el siglo XVIII, la

  sociedad  occidental  comenzó  un  proceso  de  progresiva  laicización,  que

poco a poco ha ido despojando a millones de personas de todo interés más
allá  de  la  ganancia  económica  y  el  incremento  de  las  comodidades

  materiales.  Sin  embargo,  en  la  actualidad,  es  en  los  países  más

  desarrollados  donde  paradójicamente  se  producen  mayor  número  de

suicidios  y  enfermedades  mentales  con  cuadros  depresivos,  en  la

  actualidad.  La  inversión  en  solidaridad  (a  través  de  las  ONG)  o  en

  superstición  (presuntos  brujos  y  astrólogos)  ha  intentado  llenar  el  hueco

dejado por esa carencia de religiosidad.

  Estudiosos  modernos  como  René  Guenon  o  Julius  Evola  coinciden  con

autores  de  la  antigüedad  griega  y  egipcia  a  la  hora  de  afirmar  en  sus

escritos que existe una guerra secreta entre la Tradición y la Antitradición

desde  el  principio  de  los  tiempos,  lo  que  en  el  fondo  no  es  más  que  otra

faceta  del  enfrentamiento  entre  el  Bien  y  el  Mal.  Esa  guerra  es,  en  su

opinión,  el  verdadero  motor  de  los  acontecimientos,  y  acaba  dotando  de

sentido  a  cualquier  época  o  personaje  de  la  historia  si  somos  capaces  de

superar  los  prejuicios,  ir  más  allá  de  las  explicaciones  convencionales  y

sacar  a  la  luz  el  tenue  rastro  que  da  sentido  a  diferentes  sucesos  en

  apariencia sin conexión. 

La Tradición abarca una serie de verdades de origen no humano reveladas a

los iniciados, hombres y mujeres más desarrollados espiritual mente que el

resto de la humanidad, que se agrupan en pequeñas sociedades discretas. Su

misión consiste en guardar y transmitir esas verdades, además de ponerlas

en  práctica  en  beneficio  de  todos  los  seres  humanos.  Esos  iniciados

  disponen de capacidades desconocidas para las personas corrientes, aunque

viven  en  el  anonimato  porque  no  buscan  honores  materiales  ni  tienen

interés en mostrar su identidad en público. Su poder es espiritual y su reino,

  ciertamente,  «no  es  de  este  mundo».  Uno  de  sus  símbolos  sagrados  es  la

  espiral, una forma de la naturaleza que se encuentra por todas partes, desde

lo más sublime a lo más vulgar: desde la forma de algunas galaxias hasta la

cadena del ADN. Equivale al principio de la evolución.

La Antitradición utiliza las mismas verdades, pero, en lugar de respetarlas

tal  y  como  son,  las  prostituye  para  aprovecharse  de  ellas  y  aplicarlas  en

  exclusivo  beneficio  de  los  miembros  de  sus  propias sociedades  secretas.

Éstos tienen como objetivo principal la acumulación de riquezas y bienes,

el reconocimiento social y la práctica del poder personal sobre los demás.

Para ello no dudan en manipular, explotar, traicionar e incluso sacrificar a

los  demás  seres  humanos  en  su  afán  por  alcanzar  y  mantenerse  en  la

cúspide de la hegemonía mundial. Uno de sus símbolos más característicos
es el círculo, considerado como el símbolo geométrico perfecto porque no

tiene en apariencia ni principio ni fin. Significa que lo que ahora está arriba

pasará  con  el  tiempo  a  estar  abajo  y  viceversa,  aunque  el  círculo

  permanezca  siempre  en  el  mismo  lugar.  Equivale  al  principio  de  la

  revolución.

El fin de la Tradición, en suma, va más allá de la simple existencia física y

  presupone la certeza de un espíritu inmortal como verdadero Yo. El de la

  Antitradición  busca  la  satisfacción  inmediata  de  un  yo  con  minúscula  o,

mejor,  de  una  serie  de  yoes  de  carácter  personalista  y  cuyos  intereses  se

  circunscriben únicamente al plano material. Por lógica, ambas fuerzas están

  abocadas a un pulso en el que cada una de ellas utilizará sus propias armas. 

En  el  caso  de  la  Antitradición,  uno  de  sus  instrumentos  favoritos  es  la

mentira. No sólo el engaño defendido con vehemencia, sino, sobre todo, la

  inducción  al  error  a  partir  de  todo  tipo  de  especulaciones  y  la  mezcla  de

  medias  verdades  con  falsedades.  El  hecho  de  que  ambos  bandos  utilicen

  algunos  símbolos  similares  (como  la  pirámide  o  el  triángulo,  su

  representación  en  dos  dimensiones)  tampoco  ayuda  a la  hora  de

  diferenciarlos.  De  hecho,  en  cierto  momento  histórico,  la  Antitradición

descubrió  que,  en  lugar  de  enfrentarse  abiertamente  a  la  Tradición,  le

  resultaba más rentable crear sociedades secretas y escuelas de pensamiento

y filosofía, que, bajo la apariencia formal de pertenecer a la segunda, fueran

en  realidad  tributarios  de  la  primera.  De  esta  manera,  desviaban  de  su

camino a genuinos buscadores del conocimiento que ingresaban en sus filas

y trabajaban sin saberlo para sus fines ocultos. Otra de sus tácticas consistió

en infiltrarse en las sociedades defensoras de la Tradición para ir escalando

  puestos  en  ellas  hasta  el  punto  de  tomar  el  mando  y  apartarlas  de  sus

  objetivos originales.



La Rosa y la Cruz


Las  primeras  referencias  históricas  de  las  que  disponemos  acerca  de  este

  combate  entre  Tradición  y  Antitradición  se  remontan  al  antiguo  Egipto.

Entre la pléyade de grandes reyes y guerreros protagonistas de formidables

hazañas  de  esta  impresionante  cultura  hay  un  pequeño  espacio  reservado

para  un  faraón.  Tan  pequeño,  que  hasta  hace  pocos  años  ni  siquiera  le

  conocíamos.  Sin  embargo  hoy  sabemos  que  fue  el  artífice  de  la  primera

gran revolución religiosa de la Antigüedad. Su personalidad, y buena parte
de su biografía, sigue siendo un auténtico enigma para los egiptólogos. Se

trata del faraón Aknatón o Ajnatón, cuyo nombre significa «El que place a

Atón».  Este  era  la  representación  del  espíritu  solar,  un  dios  único  y  por

encima  de  la  miríada  de  divinidades  que  hasta  entonces  habían  sido

adoradas por la mayoría de los egipcios.

A  este  espíritu  dedicó  Ajnatón  su  famoso  Himno  a  Atón,  una  de  las  más

  hermosas  alabanzas  sagradas  jamás  compuesta,  que  el  propio  faraón

cantaba  cada  mañana  cuando  aparecía  el  disco  solar.  El  himno  comienza

con las siguientes palabras: «Bello es tu amanecer en el horizonte del cielo,

¡oh,  Atón  vivo,  principio  de  la  vida!  Cuando  tú  te alzas  por  el  oriente

lejano, llenas todo los países con tu belleza. Grande y brillante te ven todos

en las alturas. Tus rayos abarcan toda tu creación.» Cérés Wissa Wasef, una

experta  de  la  Escuela  de  Altos  Estudios  de  París,  describió  con  acierto  a

este  faraón  como  «un  rey  ebrio de  Dios»,  el primer conductor  de pueblos

que intentó «introducir en los sucesos políticos un soplo de espiritualidad y

veracidad religiosa destinada a transformar la humanidad». 

  Según  la  concepción  de  Ajnatón,  que  incluso  había  cambiado  su  nombre

  original  de  Amenofis  IV  (traducido  como  «Amón  está satisfecho»)  en

honor  de  la  divinidad  única,  consideraba  que  todos los  hombres  eran

  iguales en deberes y derechos y que en consecuencia serían recompensados

por su justicia según se hubieran comportado en la tierra. Para dejar claro el

cambio  de  orientación  religiosa  que  deseaba  imponer,  Ajnatón  cambió  la

capital  desde  Tebas,  donde  se  levantaban  los  principales  templos  a  los

viejos dioses, a la nueva ciudad de Aketatón, hoy Tell El Amarna, que hizo

construir  en  medio  de  la  nada  en  un  tiempo  récord. Los  templos  tebanos

  celebraban sus rituales en lo más profundo y oscuro de su interior, mientras

que los templos a Atón estaban a cielo abierto para que el Sol pudiera bañar

y bendecir con sus rayos todas y cada una de las ceremonias sagradas.

El reinado de Ajnatón y su esposa, la deslumbrante Nefertiti, se caracterizó

por un pacifismo  insólito  en  comparación  con  etapas precedentes,  aunque

su  herencia  pública  se  esfumó  a  su  muerte.  Las  oligarquías  religiosa  y

militar  nunca  le  perdonaron  su  revolución  religiosa  y,  cuando  falleció,

  trataron  de  hacerlo  desaparecer  también  de  la  historia,  destruyendo  los

templos  a  Atón  y  restaurando  los  antiguos  cultos.  Incluso  borraron  los

  cartuchos jeroglíficos con su nombre en todos los edificios levantados con

su  aquiescencia.  Precisamente  por  eso  conocemos  tan  poco  acerca  de  la

vida  de  este  curioso  faraón,  en  comparación  con  otros  más  populares  en
Occidente como Ramsés II, Seti I, la reina Hatsepsut, o incluso su propio

hijo, el joven Tutankamón. 

Varios especialistas señalan, sin embargo, que su herencia es más profunda

de  lo  que  parece  y  que  su  trayectoria  pública  no  es  más  que  la  lógica

  proyección de la privada, ya que Ajnatón fue, según ellos, uno de los más

  importantes  dirigentes  de  la  más  arcana  sociedad  secreta  de  la  Tradición.

Una  sociedad  que  según  recoge  Ángel  Luis  Encinas  en  sus  Cartas

  Rosacruces  habría  sido  regulada  por  el  faraón  Tutmosis  III,  cuyo  nombre

iniciático  habría sido  Mene,  y  de  la  que se  sabe  muy  poco,  aparte de  que

  empezó  a  reunirse  en  una  sala  del  templo  de  Karnak,  puesto  que  nunca

salió  a  la  luz  públicamente  ni  se  explicaron  sus  objetivos.  Sólo  tenían

acceso  a  ella  y  a  sus  enseñanzas  «las  personas  cuyos  valores  humanos  y

  espirituales  atraían  el  interés  de  los  miembros  de la  fraternidad».  Según

este  autor,  cuando  Ajnatón  fue  nombrado  maestro  del  grupo  secreto,  éste

  contaba ya con algo más de trescientos miembros. A su muerte, el puesto

de  maestro  pasó  a  manos  de  su  sucesor,  el  misterioso  Hermes.  Según

algunas  fuentes,  se  trata  del  mismo  Hermes  conocido  como  Trismegisto

(Tres  veces  grande)  por  los  griegos  y,  según  otras,  sería  una  persona

diferente que habría heredado el mismo apelativo. En todo caso, los libros

de  Hermes,  que  sí  recogió  por  escrito  parte  del  conocimiento  de  la

  fraternidad,  se  difundieron  más  tarde  por  el  Mediterráneo  oriental  e

  impregnaron  de  sabiduría  y  misticismo  todo  el  pensamiento  y  la  filosofía

del  mundo  antiguo,  por  lo  menos  hasta  el  advenimiento  del  cristianismo.

Sus leyes e ideales, conocidos con el calificativo global de hermetismo (de

Hermes)  u  ocultismo  (porque  su  enseñanza  era  lo  bastante  críptica  para

  permanecer  a  salvo  de  malos  usos),  permitieron  fundar  un  linaje  de

escuelas  secretas  en  las  que,  según  las  fuentes,  han  bebido  personajes  tan

conocidos como Solón, Pitágoras, Manetón, Sócrates, Platón, Jesús, Dante,

Bacon, Newton y otros integrantes de la «aristocracia» del espíritu.

En  el  siglo  XVII,  este  linaje  afloró  de  nuevo  a  la luz  con  el  nombre  de

Orden  Rosacruz.  El  nombre  hacía  referencia  a  dos  de  los  principales

  símbolos  utilizados  desde  siempre  por  diversas  organizaciones  discretas.

Por un lado, la rosa roja, considerada como la «reina entre las flores», de la

misma forma que el iniciado era un «rey entre los hombres» al disponer de

unos conocimientos y capacidades (y por tanto unas responsabilidades) por

encima  de  lo  común.  Por  otro  lado,  la  cruz,  signo  solar  repleto  de

  simbolismos  y  utilizado  por  todas  las  culturas  de  la  Antigüedad,  desde  el
Ankh  o  cruz  ansada  egipcia  hasta  la  Tau  o  cruz  en  forma  de  T  griega,

pasando  por  la  esvástica  indoaria  o  la  misma  cruz  en  la  que  fue  clavado

Jesús.

En Los brujos hablan, uno de los principales expertos en la materia, John

Baines,  mantiene  que  esta  fraternidad  existía  «desde  hace  miles  de  años»

con el propósito de salvaguardar «en toda su pureza original» una ciencia

«cuyas  verdaderas  enseñanzas  se  mantienen  secretas y  de  las  que  han

  trascendido  al  vulgo  solamente  interpretaciones  personales  de  individuos

que han llegado a vislumbrar una pequeña parte del secreto». La necesidad

de ocultar esta enseñanza se debe a que sólo se puede confiar en «aquellos

seres  humanos  que  presenten  cierto  grado  de  evolución»,  de  la  misma

forma  que  los  derechos  legales  y  políticos  se  reservan  a  los  mayores  de

edad  y  no  pueden  ser  aplicados  por  los  niños.  Un  viejo  refrán  hermetista

resume esta idea aseverando que «la carne es para los hombres y la leche

para  los  niños».  Baines  también  señala  que  los  rosacruces  aparecen  y

  desaparecen  públicamente  en  épocas  históricas  diferentes  de  acuerdo  con

ciertos  ciclos  prefijados  y  reconoce  que  «se  hicieron  especialmente

conocidos  entre  los  siglos  XV  y  XVII  ganando  fama  de  magos,  sabios  y

  alquimistas».  Luego  se  desvanecieron  de  nuevo  para seguir  trabajando  en

  secreto  por  el  bien  de  la  humanidad,  aunque  dejaron  a  algunos  de  sus

  representantes para explicar su ciencia «a los que su estado de conciencia

los hace acreedores de ser instruidos».

Las  obras  más  conocidas,  pero  no  por  ello  más  inteligibles,  de  la  Orden

Rosacruz son las que integran la trilogía que se publicó de forma anónima

en  Europa  central  entre  1614  y  1616.  El  primero  de los  libros,  Fama

  Fraternitatis, estaba dirigido a la atención «de los reyes, órdenes y hombres

de  ciencia»  de  toda  Europa.  Se  narraba  en  él  la  vida  del  enigmático

  fundador  de  la  fraternidad,  un  tal  C.  R.,  que  entre  otras  cosas  defendía

  principios cristianos más fieles al Jesucristo original que los que por aquel

  entonces  ponían  en  práctica  los  papas  de  Roma.  En  su  discurso,  abundan

las  referencias  herméticas  y  simbólicas  y  además  se  acusa  a  los  poderes

  establecidos  poco  menos  que  de  prostituir  la  alquimia.  Este  arte,

  inicialmente destinado a la evolución interior que convierte el plomo de las

pasiones en oro espiritual a través de un largo y esforzado trabajo personal,

había  sido  convertido  en  una  mera  búsqueda  materialista  destinada  a

conseguir la transformación del plomo en oro. 
El  segundo  libro,  Confessio  Fraternitatis,  contiene  ya  el  nombre  real  del

presunto  jefe  de  la  orden,  así  como  algunos  detalles  sobre  sus  supuestas

  andanzas.  Según  éste,  Christian  Rosenkreutz  (Cristiano  RosaCruz,

  traducido  textualmente  del  alemán;  un  nombre  a  todas  luces  simbólico  o

alegórico  de  toda  la  organización)  nació  en  1378  a orillas  del  Rin  y  fue

  internado  a  los  cuatro  años  de  edad  en  un  extraño  monasterio  donde

  «aprendió diversas lenguas y artes mágicas». Con 16 años, marchó a Tierra

Santa  en  compañía  de  un  monje  que  murió  en  Chipre, lo  que  le  obligó  a

  continuar en solitario un auténtico viaje iniciático que le llevó por tierras de

Arabia,  Líbano,  Siria  y  finalmente  Marruecos,  donde  recibió  el  más  alto

grado del conocimiento, así como la misión de fundar una sociedad secreta

para transmitirlo. En el mismo libro se refuerza la oposición a la autoridad

del  Papa,  a  quien  se  califica  de  «engañador,  víbora  y  anticristo»,  y  se

afirma  que  los  poderes  de  la  orden  permiten  a  sus  miembros  conocer  «la

  naturaleza de todas las cosas». El tercer y último libro se titula Las bodas

  químicas  de  Christian  Rosenkreutz  y  es  otro  texto  saturado  de  símbolos

  especialmente alquímicos. Siete años después, en agosto de 1623, diversos

  rincones de París aparecieron empapelados con unos carteles en los que la

Orden  Rosacruz  se  presentaba  al  mundo  exponiendo  sus  principios,

  verdaderamente  revolucionarios  para  la  época  y  contrarios  a  la  autoridad

papal.

La  mayoría  de  las  hipótesis  que  se  han  barajado  para  explicar  quién

escribió  los  libros  y  pegó  los  carteles  apuntan  a  Alemania.  Se  sabía  que

desde  finales  del  siglo  XVI  existía  allí  una  anónima  fraternidad

  denominada precisamente Hermanos de la Rosa Cruz de Oro. También se

conocen  las  investigaciones,  en  la  misma  época,  del  hermetista  luterano

  Johann Valentín Andreae y de un grupo de estudiosos de la Universidad de

Tubinga,  dedicados  a  actividades  bastante  heterodoxas.  Incluso  se  ha

llegado  a  invocar  la  autoría  del  extraordinario  Theophrastus  Phillippus

Aureo  lus  Bombastus  von  Hohenheim,  popularmente  conocido  como

Paracelso. 

No obstante, nadie fue capaz de averiguar la identidad de los enigmáticos

  rosacruces,  salvo,  naturalmente,  aquellos  que  lograron  entrar  en  contacto

  personal  con  ellos  y  que,  tras  ser  aceptados,  se  colocaron  desde  entonces

bajo su dirección. Pero éstos tampoco revelaron más detalles. Lo único que

  trascendió  durante  los  siglos  siguientes  es  que,  de  alguna  forma,  la  orden

seguía  trabajando  en  silencio  de  acuerdo  con  las  directrices  de  un
  denominado  Colegio  Invisible,  también  llamado  en  ocasiones  Los

Superiores  Desconocidos,  compuesto  por  seres  elevados  espiritualmente,

cuyo  único  interés  radicaba  en  el  crecimiento  interior  de  cada  uno  de  los

  miembros de la fraternidad, despreciando las pompas y laureles sociales y

sin  aspiraciones  de  fama  o  poder,  a  no  ser  con  carácter  impersonal  y

  temporal, con el único objetivo de ayudar al ser humano.

Con el paso del tiempo, diversas organizaciones modernas como la Golden

Dawn  Order  (La  Orden  de  la  Aurora  Dorada)  británica  o  la  AMORC

(Antigua  y  Mística  Orden  Rosa  Cruz)  norteamericana han  proclamado  a

gritos  ser  los  «auténticos  herederos»  de  la  antigua  Orden  Rosacruz,  pero

sus  méritos  para  reclamar  semejante  privilegio  parecen,  cuando  menos,

  escuetos. Los verdaderos rosacruces parecen continuar detrás del telón, por

el momento.



La sinarquía blanca y la sinarquía negra


En  el  año  510a.  J.C.,  cuando  la  tiranía  se  desmoronó  en  Atenas,  los

  miembros  de  la  aristocracia  en  la  más  famosa  de  las  ciudades  estado

griegas  volvieron  a  enfrentarse  entre  sí  por  el  poder.  Para  evitar  que  esta

lucha condujera a males mayores, el político Clisteneo, abuelo del popular

Pericles,  se  encargó  de  reformar  la  constitución  vigente  e  instaurar  un

gobierno  colegiado.  Esto  es,  no  elegido  por  los  ciudadanos,  sino  formado

por  un  grupo  de  sabios  y  místicos  reconocidos.  Lo  llamó  sinarquía  y

funcionó bastante bien durante decenios.

¿Quién  fue  el  promotor  real  de  la  sinarquía?  Durante  la  tiranía  e  incluso

antes, los antiguos griegos habían aprendido a diferenciar a los plutócratas

  (originalmente,  los  plutos  o  dueños  de  la  riqueza) del  resto  de  los

ciudadanos porque la filosofía que aplicaban los primeros era la pleonexia

o  deseo  desmedido  de  poseer.  De  poseerlo  todo:  mercancías,  esclavos,

tierras, influencia social y ciudadana... Con semejante actitud, destruyeron

la  antigua  sociedad  pastoril  e  igualitaria,  que  duraba  desde  tiempo

  inmemorial  (y  que  las  crónicas  posteriores  recordarían  como  un  mundo

feliz, una auténtica Edad de Oro, con el nombre de Arcadia), y dieron lugar

a  otra  época  en  la  que  la  desigualdad  se  convirtió en  la  norma  común,

  generando continuas guerras y hechos violentos.
  Entonces  apareció  una  clase  de  filósofos  presocráticos  llamada  mesoi  o

  conciliadores,  que  abogaban  por  recuperar  el  espíritu  de  la  era  antigua  y

para  ello  promocionaban  su  teoría  del  equilibrio,  resumida  en  sentencias

populares como «la virtud siempre se halla en el justo medio» o «de nada,

  demasiado».  Para  encontrar  la  virtud  de  nuevo  era  necesario  crear

  instituciones que regularan las prácticas comerciales desleales, la esclavitud

y  el  caos  social,  impidiendo que los  más  poderosos pudieran imponer  sus

  condiciones a los demás. De esta forma aparece también la filosofía de la

arkhé o armonía, según la cual, los ciudadanos (los habitantes de la polis)

sólo  podían  disfrutar  de  equidad  (eumonía)  si  los  acuerdos  tomados  entre

ellos  libremente  son  respetados  por  todos.  Según  los  filósofos,  ésta  era  la

  situación de los hombres al principio de los tiempos, cuando su armonía en

la tierra reflejaba la del universo entero.

La  influencia  de  los  mesoi  fue  inmensa  en  una  sociedad  en  la  que  los

  plutócratas  eran  apenas  un  puñado  pero  concentraban  en  sus  manos  el

poder real. Su propuesta de una sociedad syn arkhé (es decir, con armonía o

  también  con  orden)  pasó  a  convertirse  en  un  ideal  al  que  podía  aspirarse

con esperanzas de materializarlo. Arkhé representaba la correcta evolución

de  todo  cuanto  existe,  un  avance  paulatino  hacia  la  divinidad,  que

  idealmente  debía  extenderse  en  todos  los  ámbitos,  no  sólo  en  el  de  las

relaciones  políticas  y  sociales,  sino  en  la  vida  personal.  Para  vigilar  su

  correcta aplicación, se nombrarían los arkhontes o magistrados, encargados

de mantener el orden y la armonía: los verdaderos guardianes del demos o

pueblo.

  Clisteneo aplicó estas ideas creando su gobierno de sabios aconsejado por

los filósofos, que además tenían la misión de instruir al pueblo a través de

las  academias  o  centros  de  aprendizaje.  Así  se  pusieron  las  bases  de  la

Grecia  clásica,  en  la  que  su  nieto  Pericles  instauraría  la  democracia  o

gobierno  del  pueblo  (aunque  una  democracia  limitada,  puesto  que  no

podían participar en ella ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros).

  Algunos autores señalan que el actual momento de nuestra civilización se

parece  mucho  al  descrito  unos  párrafos  atrás:  el  deseo  desmedido  de

  posesión  de  una  minoría  ha  destruido  la  convivencia  social,  la  armonía

entre  el  hombre  y  la  mujer,  el  equilibrio  entre  la naturaleza  y  el  ser

  humano.  ¿Estamos  en  puertas  de  que  aparezcan  los  modernos  mesoi,  así

como un nuevo Clisteneo?, se preguntan éstos.
No está claro de dónde surgieron los filósofos conciliadores, los auténticos

  impulsores  de  aquel  cambio,  pero  resulta  muy  fuerte  la  tentación  de

  relacionarlos  directamente  con  las  sociedades  secretas  instruidas  en  el

  antiguo Egipto y descendientes de cultos solares como los de Ajnatón. En

cuanto  a  los  plutócratas,  el  número  de  ciudadanos  que  apoyaron  la

  sinarquía  los  forzó  a  retirarse  a  un  segundo  plano,  pero  su  frustración  no

hizo más que alimentar sus ansias de poder militar, económico y religioso y

los  llevó  a  reflexionar  que  si  un  número  de  ciudadanos,  aun  siendo

  mayoritario,  podía  agruparse  y  organizarse  para  defender  sus  intereses

  comunes, ellos también podían superar sus diferencias internas y construir

su  propia  sinarquía.  Conocemos  la  existencia  de  los  mesoi,  pero  también

  podemos sospechar la de otro grupo de filósofos rivales y consejeros de los

  plutócratas. Unos filósofos, digamos, influidos por los descendientes de los

cultos al terrible dios Seth, enemigos por antonomasia de los primeros.

Tal  vez  en  aquel  momento  nacieron  la  sinarquía  blanca  y  la  sinarquía

negra.  La  primera,  decidida  a  ayudar  al  ser  humano a  caminar  hacia  un

reino de paz y felicidad. La segunda, dispuesta a apoderarse del reino, de la

paz  y  de  la  felicidad  pero  sólo  para  sus  socios,  condenando  a  los  demás

hombres a la esclavitud. 




                                    Si  faltase  lo  más  mínimo  a  mi  juramento,

                                    que  me  corten  el  cuello,  me  arranquen  el

                                    corazón, los dientes y las entrañas y que los

                                    arrojen  al  fondo  del mar.  Sea  quemado  mi

                                    cuerpo y mis cenizas esparcidas por el aire,

                                    para que no quede nada de mí, ni siquiera

                                    el  recuerdo  entre  los  hombres  y  entre  mis

                                    hermanos masones.


                                                        Juramento masónico, 1869



La masonería


Se cuenta que, en la Edad Media, un joven quiso iniciarse en la masonería

  constructora,  pues  había  oído  hablar  de  que  los  miembros  de  esta

  organización no sólo se ayudaban entre sí en cualquier circunstancia, sino

que además disponían de conocimientos vedados al común de los mortales.

El  joven  sabía  que  los  masones  no  revelaban  su  condición  con  facilidad,

pero  un  conocido  le  había  dicho  que  uno  de  los  tres  obreros  que  estaban

  trabajando  en  ese  momento  en  las  obras  de  la  catedral  de  su  ciudad

  pertenecía a la fraternidad. Así que se dirigió allí de inmediato pensando en

cómo  podría  descubrir  quién  era  para  solicitarle  el  ingreso.  Debía  actuar

con  astucia,  pues  sabía  que  si  preguntaba  directamente  obtendría  tres

  negativas.

  Cuando llegó a las obras vio, en efecto, a tres obreros ocupados todos en la

misma  labor  aunque  cada  uno  instalado  en  un  sitio  distinto.  Se  acercó  a

ellos y, uno por uno, les hizo la misma pregunta: «¿Qué estás haciendo?»

El  primero  respondió:  «Estoy  trabajando  la  piedra.»  El  segundo  dijo:

«Estoy ganándome el jornal.» El tercero replicó: «Estoy construyendo una

  catedral.»

  Entonces el joven supo a ciencia cierta que el tercero era el masón.

La Camaradería francesa

Una de las catedrales más famosas del mundo es la de Chartres, en Francia.

Entre  los  muchos  atractivos  de  esta  maravilla  de  la  arquitectura  religiosa

figura  un  truco  de  iluminación  muy  querido  por  los constructores  del
mundo antiguo: justo al mediodía de cada solsticio, tanto en verano como

en invierno, un rayo de Sol atraviesa un pequeño agujero en el vitral de san

Apolinar (un santo de resonancias obvias, puesto que Apolo era el principal

dios solar de la mitología grecorromana) y señala una muesca en el suelo

con forma de pluma. Un mensaje secreto que todavía hoy se desconoce qué

quiere decir.

Muchas  sociedades  secretas  nacieron  alrededor  de  la  construcción.  En  la

misma  Francia,  la  Compagnonnage  o  Camaradería  surgió  en  un  primer

  momento  para  hacer  frente  al  poder  de  los  patronos,  que  controlaban  el

  aprendizaje de los oficios, los empleos y sus ascensos. La Seguridad Social

es  un  invento  muy  moderno  en  términos  históricos:  hay  que  esperar  al

canciller  alemán  Otto  von  Bismarck,  que  fue  el  primero  en  poner  en

marcha durante el siglo XIX una institución similar posteriormente imitada

por  otras  naciones  occidentales.  Antes  de  eso,  el  que  no  era  rico  o

  pertenecía al clero debía ganarse el sustento cada día y no podía permitirse

el  lujo  de  estar  enfermo  o  perder  un  trabajo.  De  ahí  el  éxito  de  la

  Camaradería  francesa,  porque  llegó  a  funcionar  como  una  especie  de

  sindicato que, además de trabajo, garantizaba la recepción de ayuda de todo

tipo  a  sus  afiliados:  alojamiento,  comida  e  incluso  ropa.  Ingresar  en  la

  organización se convirtió en sinónimo de una vida más segura y digna, por

lo que sus miembros adoptaron una serie de gestos y signos secretos para

  reconocerse  entre  ellos  y  evitar  que  los  desconocidos  pudieran

  aprovecharse de las ventajas de su fraternidad y la desvirtuaran. 

Se  cree  que  la  Camaradería  funcionaba  al  menos  ya  desde  el  siglo  XI  y,

aunque  hoy  se  la  considera  como  una  organización  exclusivamente

orientada a atender a los constructores, desde el principio demostró atesorar

otro  tipo  de  conocimientos  sorprendentes.  Fueron  camaradas  los  que

  levantaron, entre los siglos XII y XIII, las catedrales de Chartres, Bayeaux,

Reims,  Amiens  y  Évreux,  un  conjunto  de  templos  que imitan,  sobre  el

suelo  de  Francia,  la  disposición  de  la  constelación  de  Virgo  en  el  cielo.

Para las sociedades ocultistas, Virgo equivale a la gran diosa madre de los

cultos  antiguos,  la  Isis  egipcia.  Otro  ejemplo,  los  camaradas  erigieron  a

  principios del  siglo XII  la  basílica  de  la Magdalena  de  Vézelay,  punto  de

partida del Camino de Santiago francés y considerada como cuna del arte

gótico.  En  el  tímpano  de  la  puerta  principal  una  imagen  de  Jesucristo  en

majestad  separa  a  los  hombres  «buenos»  elegidos  para  ir  al  Cielo  de  los

hombres  «malos»  condenados  al  Infierno.  Estos  últimos  tienen  que
  someterse  al  pesaje  de  su  alma  en  una  balanza  sujeta  por  un  ángel  que

  confirma la magnitud de sus pecados y luego los encamina hacia la horrible

boca  de  un  monstruo  gigantesco  que  los  devora.  Exactamente,  la  misma

imagen que los iniciados egipcios describieron, dibujada y por escrito, en el

Libro de los Muertos, donde el dios Anubis sustituye al ángel en el pesaje

de  la  balanza  y  la  diosa  de  voradora  Ammit  se  encarga  de  tragar  a  los

malvados.

Los  obreros  de  la  Camaradería  francesa  pertenecían a  cuatro  oficios

  concretos:  talladores  de  piedra,  carpinteros,  ebanistas  y  cerrajeros.  Cada

uno  de  ellos  se  dividía  en  grados  de  experiencia,  casi  siempre  tres:

  aprendices,  compañeros  (los  compañeros  recibidos  eran  los  que

  comenzaban la obra, que a veces duraba siglos, y los compañeros fraguados

eran los que la daban por terminada) y maestros o iluminados. Un adjetivo

místico este último puesto que los maestros llegaban a serlo por una doble

  condición:  la  de  expertos  profesionales  y  la  de  inspirados  por  la  luz  de

Dios. Parece evidente que la Masonería no es otra cosa que la rama de la

  Camaradería específicamente destinada a la construcción, ya que la palabra

francesa  maçon  significa  albañil.  Francmaçon  significa  «albañil  libre»  y

suele  utilizarse  como  sinónimo,  aunque  en  realidad es  una  expresión  más

exacta  porque  masones  eran  todos  los  albañiles  medievales  pero  sólo  los

  pertenecientes a la organización o iniciados en ella eran francmasones.

  Durante  la  Edad  Media,  la  Camaradería  entró  en  crisis,  probablemente

porque  entraron  en  ella  muchos  obreros  deseosos  de aplicar  el  viejo

  principio  de  beneficiarse  de  las  ventajas  del  sistema  sin  asumir  las

  equivalentes responsabilidades. Sólo los cama radas encargados de trabajar

la piedra lograron compactarse sin fisuras, y a partir de entonces reforzaron

su secreto y la firmeza de sus responsabilidades. Así consiguieron mantener

algún  tiempo  más  su  organización,  aunque  tampoco  pudieron  eludir  su

declive: a medida que la época de las catedrales se iba apagando, con ella

  desaparecían los maestros constructores. Para evitar caer en el declive por

  completo, la masonería se vio forzada entonces a abrir las puertas a nuevos

  miembros  que  nada  tenían que  ver  con  la  labor  constructora. El  hecho de

que muchos profanos en el trabajo de la piedra no sólo pudieran sino que

  desearan  ingresar  en  la  organización  hasta  el  punto  de  salvarla  de  su

  definitiva extinción sugiere con bastante claridad que lo que se aprendía en

ella no se limitaba al trabajo físico de los obreros. Un indicio de ello es el

nombre de sus salas de reunión, las logias. Aunque se han planteado varios
  orígenes  para  la  palabra  logia,  resulta  curioso  que  en  griego  signifique

  precisamente «ciencia».

La  masonería  del  siglo  XXI  afirma  que  su  interés  no  es  otro  que  el  de

  «conseguir la perfección del hombre y su felicidad, despojándole de vicios

sociales como el fanatismo, la ignorancia y la superstición, perfeccionando

sus  costumbres,  glorificando  la  justicia,  la  verdad  y  la  igualdad,

  combatiendo la tiranía y los prejuicios», así como estableciendo «la ayuda

  mutua entre sus miembros». Sin embargo, presenta fuertes contradicciones,

como  los  enfrentamientos  entre  diversos  tipos  de  masonería  para  ver  cuál

de ellas es «la verdadera», o el hecho incuestionable de que la mayoría de

sus logias prohíba expresamente la iniciación de las mujeres.



La masonería moderna


A  principios  del  siglo  XVI,  un  grupo  de  maestros  alemanes  se  trasladó  a

Inglaterra para abrir las primeras logias de constructores del Reino Unido.

Los  aprendices  ingleses  redactaron  la  primera  ley  masónica  de  la  que

tenemos noticia, la llamada Constitución de York, a la vez que fundaban la

Orden de la Fraternidad de los

Masones  Libres.  Igual  que  sucedió  en  el  continente,  la  organización

  británica  declinó  poco  a  poco  hasta  que  se  vio  obligada  a  aceptar  a

  profesionales  liberales  e  incluso  a  miembros  de  la nobleza.  A  los  nuevos

  iniciados  se  les  calificaba  de  «masones  aceptados».  En  seguida  surgió  la

  Fraternidad de  los  Masones  Libres  y  Aceptados, los que,  definitivamente,

habían  abandonado  la  construcción  y  por  tanto  pasaron  a  denominarse

  Masonería  Especulativa  en  lugar  de  Masonería  Operativa  como  hasta

entonces.

Este tipo de masonería tiene su carta de nacimiento en 1717, cuando cuatro

logias  londinenses  de  aceptados,  que  utilizaban  como  nombre  el  de  las

tabernas  en  cuyos  salones  sociales  se  reunían  (La  Corona,  La  Oca  y  la

Parrilla,  La  Copa  y  las  Uvas  y  El  Manzano),  se  fusionaron  con  una

  autodenominada Sociedad de Alquimistas Rosacrucianos y fundaron así la

Gran Logia Unida de Inglaterra. Seis años más tarde, uno de sus miembros,

James  Anderson,  recibió  el  encargo  de  reunir  toda  la  documentación

  disponible  sobre  la  sociedad  discreta  y  redactar  con  ella  lo  que  desde

  entonces  se  conoce  como  las  Constituciones  de  Anderson.  En  este

  manuscrito  se  incluye  una  historia  legendaria  de  la  orden,  los  deberes  u
  obligaciones,  un  reglamento  para  las  logias  y  los  cantos  para  los  grados

iniciales.  También  aparece  la  historia  de  Hiram  Abiff,  así  como  la

  obligación  de  creer  en  una  divinidad  suprema  descrita  como  el  GAU  o

Gran  Arquitecto  del  Universo,  pues  «un  masón  está  obligado  por  su

carácter a obedecer la ley moral y si entiende correctamente el Arte, jamás

será un estúpido ateo ni un libertino irreligioso».

La nueva Masonería Libre y Aceptada sustituyó pronto a lo que quedaba de

la  Masonería  Constructora  original,  por  lo  que  la  Gran  Logia  Unida  se

  convirtió en la referencia  masónica por excelencia, tanto en Europa como

en  las  colonias  americanas.  Desde  Inglaterra  saltó a  Bélgica  en  1721,  a

  Irlanda  en  1731,  Italia  y  el  norte  de  América  en  1733.  Después  a  Suecia,

  Portugal,  Suiza,  Francia,  Alemania,  Escocia,  Austria,  Dinamarca  y

Noruega y, finalmente, a mediados del XVIII, al resto de países europeos y

  americanos.

Sus  dos  variantes  más  importantes  fueron  el  Rito  Escocés  Antiguo  y

  Aceptado  —diseñado  por  Andrew  Michael  Ramsay,  el  preceptor  del  hijo

de Jacobo II Estuardo de Escocia, donde encontraron cobijo algunos de los

caballeros  templarios  que  huían  de  la  persecución  a  que  fue  sometida  su

orden tras ser desmantelada por el rey francés Felipe el Hermoso y el Papa

  Clemente  V—  y  el  Gran  Oriente  de  Francia,  que  se  declaró  «obediencia

atea»  y  se  volcó  en  intereses  sociales  y  políticos,  más  que  espirituales;

desde  entonces  se  la  conoce  como  Masonería  Irregular.  Uno  de  los

  miembros  del  Rito  Escocés  acabaría  influyendo  en  la  creación  de  la

llamada Estricta Observancia Templaria, rama que controlaría la masonería

alemana,  en  torno  a  la  cual  se  forjaría  la  Orden  de  los  Iluminados  de

  Baviera.

En 1738, el Papa Clemente XII condenó a la masonería a través de una bula

llamada In emminenti, que prohibía expresamente a los católicos iniciarse

como masones bajo pena de excomunión, puesto que «si no hiciesen nada

malo  no  odiarían  tanto  la  luz».  El  motivo  oficial  de  la  condena  era  el

carácter protestante de  la  Gran  Logia  Unida de  Inglaterra, pero  el  decreto

  terminaba con una frase enigmática: «[...] y (también les condenamos) por

otros  motivos  que  sólo  Nos  conocemos».  Varios  de  sus  sucesores,  como

Benedicto  XIV,  León  XIII  y  Pío  XII  entre  otros,  también  publicaron

severas condenas contra una sociedad que según las denuncias del Vaticano

«se ha mostrado anticatólica y antimonárquica de manera reiterada». Ya en

el siglo XX, el Concilio Vaticano II levantó un poco la mano al respecto,
pero  en  1983  el  Papa  Juan  Pablo  II  todavía  recordaba  públicamente  «la

  incompatibilidad de ser masón y católico». 

Lo cierto es que el llamado Siglo de la Razón marcó un punto de inflexión

en  la  masonería,  que  ya  no  volvería  a  ser  la  misma sociedad  hermética

orientada en exclusiva hacia sus miembros. A partir de entonces, la mayor

parte de sus intereses quedó fijada en el mundo material. Especialmente, en

lo  referente  a  la  posibilidad  de  crear  un  imperio  mundial  al  que  se

  someterían todas las administraciones nacionales. Un imperio dirigido por

una  minoría  «iluminada»  que,  basándose  en  el  progreso  de  la  ciencia,  la

  técnica y la producción, impulsara un mundo más lógico, racional y acorde

con los designios divinos del GAU. Quizá eso explique la proliferación de

la  masonería  en  los  salones  del  poder  mundano  de  hoy.  Todos  los  reyes

  ingleses  desde  el  siglo  XVIII  así  como  la  mayoría  de  sus  primeros

  ministros,  la  mayor  parte  de  presidentes  del  gobierno  y  de  la  República

francesa,  innumerables  políticos  en  Alemania  (excepto  en  la  época  del

  nacionalsocialismo),  Italia  (excepto  durante  el  fascismo)  y  en  todos  los

demás países europeos, así como muchos de los miembros de las actuales

  instituciones  de  la  Unión  Europea,  la  gran  mayoría de  los  presidentes  de

  Estados Unidos y muchos de los dirigentes de otros países americanos han

sido  o  son  masones.  En  algunos  casos,  los  símbolos masones  incluso  han

  ondeado en banderas oficiales como la de la extinta República Democrática

  Alemana, que lucía sobre las franjas negra, roja y amarilla un martillo y un

compás  orgullosamente  laureados,  y  no  una  hoz  como cabría  suponer

  tratándose de un régimen comunista.

En  España,  donde  la  masonería  estuvo  prohibida  y  perseguida  por  el

  franquismo,  casi  todos  los  prohombres  de  las  dos  repúblicas  pisaron  las

logias,  desde  Pi  i  Margall  hasta  Alcalá  Zamora,  pasando  por  Castelar,

  Negrín,  Lerroux  o  Azaña.  En  1979  consiguieron  legalizarse  de  nuevo  las

dos  obediencias  más  importantes  de  la  época,  enfrentadas  entre  sí:  el

Grande Oriente Español y el Grande Oriente Español Unido.

Contra el escaso poder real que en ocasiones se dice que tuvo la masonería

en  España,  consta  no  sólo  la  larga  lista  de  políticos  republicanos  que

  pertenecieron a sus filas, sino una extensa nómina de artistas y científicos

como el investigador Santiago Ramón y Cajal, el educador Francisco Ferrer

y  Guardia,  el  músico  Tomás  Bretón,  el  ingeniero  Arturo  Soria  o  el

  novelista  Vicente  Blasco  Ibáñez.  Por  otra  parte,  varios  estudios  de

  especialistas  en  masonería,  como  el  de  Pedro  Álvarez  Lázaro,  La
  Masonería.,  escuela  de  formación  del  ciudadano,  demuestra  la  influencia

que tuvo, entre otros asuntos, en el desarrollo de una sociedad laica. Se cree

que  la  época  de  mayor  expansión  fue  la  comprendida entre  1868  y  1898,

cuando llegó a contar con 70.000 miembros. Curiosamente, la época en la

que España perdió sus últimas colonias. 



El Iluminismo científico


Los Illuminati son los reales protagonistas de este libro, sin embargo, antes

de llegar a ellos, aún nos queda por conocer otra clase de «iluminados», a

los  que  algunos  autores  han  llegado  a  considerar  como  sus  precursores,

aunque  no  tuvieran  nada  que  ver,  los  científicos.  Rosacruces,  masones,

  templarios  y  el  resto  de  innumerables  organizaciones  secretas  nacidas

durante la interminable lucha entre la Tradición y la Antitradición basan el

origen último de su conocimiento y su poder, el origen de su iluminación,

en  una  revelación  mística  y  por  tanto  ajena  al  común  de  los  humanos,  ya

que  viene  de  la  divinidad.  Pero  durante  el  siglo  XVII  asistimos  al

  advenimiento  de  una  generación  de  hombres  que,  conectados  o  no  con  la

  religión u otro tipo de misticismo, tuvieron la osadía de buscar esa misma

  iluminación desde un punto de vista estrictamente científico. Para ellos, la

palabra razón ya no significaba pensar de acuerdo con la lógica aristotélica,

sino con datos matemáticos, precisos, concretos y demostrables.

Ellos redefinieron la razón como una «ley natural», que por supuesto podía

llegar a expresarse de forma exacta y que permitiría al hombre comprender

la  vida  y  lo  que  le  rodea  gracias  a  su  propio  esfuerzo,  sin  necesidad  de

esperar  a  que  Dios  se  tomara  la  molestia  de  señalarle  con  el  dedo.  El

  progreso  científico  empezó  a  ser  entendido  como  «una  progresiva

  iluminación  de  toda  la  humanidad  gracias  a  las  luces  de  la  razón  que

  despejan  las  tinieblas  de  la  superstición,  la  ignorancia  y  las  viejas

  costumbres».  Semejante  espíritu  fue  la  herencia  más  Importante  que  los

  científicos renacentistas dejarían a los «ilustrados» del siglo XVIII

Uno  de  ellos  fue el británico  Francis  Bacon,  político, científico  y  filósofo

que  llegó  a  ser  lord  del  Sello  Privado  de  la  reina Isabel  I  y  cuyas

  extraordinarias  capacidades  le  convirtieron  en  uno de  los  hombres  más

cultos e influyentes de su tiempo. E incluso del nuestro, porque una de las

más  polémicas  teorías  acerca  del  origen  real  de  las  obras  firmadas  por

William  Shakespeare  apuntan  hacia  su  ilustre  persona  como  el  verdadero
autor  de  las  mismas,  aunque  ésta  es,  como  dice  el  clásico,  otra  historia.

Bacon  escribió  y  firmó  varios  libros  de  interés,  si  bien  uno  de  ellos  le

conecta con la Tradición de manera directa. Se titula La Nueva Atlántida y

en él desarrolla la utopía de una ciudad de sabios que se organiza siguiendo

una ideología próxima a la Rosacruz.

De  su  aportación  puramente  científica,  merece  destacar  su  método  de

lógica  inductiva,  hoy  considerada  como  precedente del  empirismo.  Bacon

aboga por no limitarse a ordenar los hechos de la naturaleza, como hacían

hasta entonces la mayoría de los científicos, sino más bien por aprender a

  dominarla. Como «para gobernar a la naturaleza es preciso obedecerla», se

hacía  necesario  estudiarla  a  fondo,  conocerla,  para  poder  aprovechar  sus

recursos  sin  forzarla.  Eso  requiere  superar  los  obstáculos  para  alcanzar  el

  verdadero  saber  que,  en  su  opinión,  son  ido  la  o  ídolos,  prejuicios,  de

cuatro clases: los idola tribus, propios de la comunidad humana y basados

en  la  fantasía  y  la  suposición;  los  idola  specus,  pertenecientes  a  cada

hombre y fijados por la educación, las costumbres y los casos fortuitos; los

idola  fori,  procedentes  del  exterior  y  cuyo  responsable  es  el  carácter

  abstracto  del  lenguaje  y  la  falta  de  comunicación, y  los  idola  theatri,

generados  por  las  doctrinas  filosóficas  dogmáticas y  las  demostraciones

  erróneas.  Todo  el  trabajo  científico  de  Bacon  se  desarrolló  sobre  estas

bases  y,  de  hecho,  murió  ya  retirado  de  la  política  cuando  intentaba

  comprobar los efectos del frío en la conservación de los alimentos.

  Contemporáneos de Bacon son Federico Cesi, Francesco Stelluti, Johannes

van Heeck y Anastacio de Fillis. Los cuatro fueron grandes amantes de la

ciencia,  a  la  que  convirtieron  en  la  razón  de  su  vida.  En  agosto  de  1603,

reunidos  en  Roma  en  el  palacio  de  la  familia  Cesi, decidieron  fundar  un

grupo  dedicado  al  estudio  y  la  investigación  utilizando  para  ello  la

espléndida biblioteca del palacio, así como diversos equipos preparados al

efecto.  Se  llamaron  a  sí  mismos  la  Accademia  dei  Lincei  o  Academia  de

los Linces, simbolizando en la agudeza y agilidad de este felino las virtudes

que deseaban emular en sus trabajos. 

Cesi,  presidente  de  la  academia,  orientó  sus  inquietudes  preferentemente

hacia  la  astronomía,  lo  que  le  permitiría  diseñar  y  construir  el  primer

  astrolabio. De Fillis asumió la secretaría de la nueva institución y trabajó en

diversas  materias,  mientras  que  Stelluti,  aparte  de  asumir  las  tareas  de

  administración  de  la  recién  nacida  sociedad,  tomó  el  seudónimo  de

  Tardígrado  y  también  realizó  un  trabajo  multidisciplinar  como  geógrafo,
literato,  jurista  y  científico.  Van  Heeck,  el  único  de  ellos  nacido  en  los

  Países  Bajos,  era  sin  duda  el  más  preparado,  pues  había  realizado  las

carreras  de  medicina  y  filosofía  además  de  tener  estudios  de  teología,  y

  dominaba el latín y el griego, la astronomía y la astrología. En Praga, había

  conocido a Johannes Kepler y se hacía llamar a sí mismo el Iluminado.

En aquella época, ninguna academia de este tipo podía ponerse en marcha

sin el visto bueno papal. Al principio, Clemente VIII recibió los esfuerzos

de los linces con benevolencia y les instó a que trabajaran por el progreso

de  la  humanidad,  pero  sólo  siete  años  después  Federico  Cesi  tuvo  que

  marcharse a Nápoles debido a las continuas acusaciones de ejercer la magia

negra,  actuar  contra la  doctrina  de  la  Iglesia  y  mantener un estilo de vida

  escandaloso.  En  1611,  Cesi  contactó  con  el  astrónomo  y  físico  Galileo

Galilei,  al  que  invitó  a  incorporarse  a  la  academia,  convencido  de  que  el

nivel  de  sus  trabajos  elevaría  el  de  sus  colegas.  Galileo  fue  muy  bien

recibido  entre  los  linces  y  siempre  recibió  su  apoyo,  incluso  durante  la

mitificada disputa que mantuvo con las autoridades eclesiásticas en defensa

de la teoría heliocéntrica frente a la geocéntrica, formulada por Ptolomeo,

que entonces era la comúnmente aceptada.

  Según  una  reciente  encuesta  del  Consejo  de  Europa  elaborada  entre  los

  estudiantes  de  ciencias  de  la  UE,  casi  el  30  %  cree  que  Galileo  fue

  quemado  vivo  en  la  hoguera  por  la  Iglesia  por  defender  sus  teorías,

mientras que el 97 % piensa que fue sometido a torturas. El 100 % conoce

la  frase  «Eppur  si  muove!»  (¡Y  sin  embargo  se  mueve!)  que  había

susurrado con rabia después de la lectura de la sentencia condenatoria. Y,

sin embargo, todo lo anterior es rotundamente falso. 

Galileo  fue  un  gran  hombre  de  ciencia,  pero  no  infalible.  Según  relata

Vittorio Messori en Leyendas negras de la Iglesia, cuando el 22 de junio de

1633 escuchó la sentencia contra su tesis, se limitó a dar las gracias a los

diez cardenales autores de la misma, de los cuales tres habían votado por su

  absolución,  ante  la  moderada  pena  que  se  le  impuso.  El  científico  tenía

razón en su tesis heliocéntrica pero había intentado «tomar el pelo a estos

jueces,  entre  los  cuales  había  hombres  de  ciencia  de  su  misma

  envergadura», asegurando que sus teorías «publicadas en un libro impreso

con  una  aprobación  eclesiástica  arrebatada  con  engaño,  sostenían  lo

  contrario de lo que se podía leer». Es más, en los cuatro días de discusión

previos  a  la  sentencia,  «sólo  fue  capaz  de  presentar  un  argumento

  experimentable y comprobable a favor de que la Tierra giraba en torno al
Sol. Y era erróneo: decía que las mareas eran causadas por la sacudida de

las  aguas  a  causa  del  movimiento  de  la  Tierra».  Sus  jueces  y  colegas

  defendían que las mareas se debían a la atracción de la Luna, lo que, siendo

  correcto,  sólo  mereció  un  comentario  por  parte  de  Galileo:  que  esa  tesis

«era  de  imbéciles».  Llovía  sobre  mojado  porque,  años  antes,  ya  había

cometido  otro  grave  error  al  asegurar  que  unos  meteoritos  observados  en

1618  por  astrónomos  jesuítas  e  identificados  por  éstos  como  «objetos

  celestes reales» no eran según él más que «ilusiones ópticas».

  Respecto a la condena, Galileo 110 sufrió violencia física ni pasó un solo

día en los «sórdidos calabozos de la Inquisición»: en Roma, se alojó en una

residencia de cinco habitaciones con vistas a los jardines del Vaticano y un

servidor personal, todo a cuenta de la Santa Sede. Y, tras la sentencia, fue

alojado en la Villa Médici primero y luego en el palacio del arzobispo de

Siena, antes de regresar a su propia villa de Arcetri, que tenía el elocuente

nombre  de  La  Joya.  No  perdió  la  estima  ni  la  amistad  de  obispos  y

  científicos amigos suyos ni se le impidió continuar con sus trabajos. Lo que

por  cierto  le  permitiría  publicar  poco  después  sus Discursos  y

  demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, considerada como

su  obra  maestra.  Las  penas  impuestas  (prohibición  de  desplazarse

libremente alejándose a su antojo de su hogar y rezar una vez por semana

los siete salmos penitenciales) le fueron levantadas a los tres años. 

Galileo tuvo suerte: si hubiera sido juzgado por las autoridades de la Iglesia

  protestante  sí  hubiera  podido  acabar  en  la  hoguera como  otros  científicos

que  tuvieron  la  desgracia  de  caer  en  manos  de  los  líderes  religiosos

defensores de la Reforma. El pro pió Lutero consideraba a Copérnico como

«un astrónomo improvisado que intenta demostrar de cualquier  modo que

no gira el Cielo sino la Tierra», lo cual «es una locura»; fue Lutero también

quien advirtió de que «se colocará fuera del cristianismo quien ose afirmar

que  la  Tierra  tiene  más  de  seis  mil  años»  y  otras  amenazas  semejantes.

  Finalmente, «Eppur si mouve!» resulta en este contexto una frase valiente y

rebelde pero no la pronunció Galileo. Se la inventó el periodista Giuseppe

Baretti en 1757 en una descripción de la obra del astrónomo.

La  Academia  de  los  Linces  como  tal  sobrevivió  hasta  1651.  Desde

  entonces hasta 1847, desapareció y fue refundada en varias ocasiones, hasta

que  en  esta  última  fecha  se  renombró  como  Academia Pontificia  de  los

Nuevos Linces, ya sin el carácter privado que había mostrado al principio,

puesto  que  quedaba  bajo  el  patronato  del  Papa  Pío  IV.  Desde  1944  hasta
nuestros  días  recibe  el  nombre  oficial  de  Academia Pontificia  de  las

Ciencias  y,  hoy,  está  formada  por  ochenta  científicos  de  todo  el  mundo,

respaldada por el Vaticano. 






                    PRIMERA PARTE


                          El origen de los Illuminati 
 

                                              La verdad es lo que se hace creer.

                                          FRANÇOIS MARIE AROUET, VOLTAIRE,

                                                                    filósofo francés



Adam Weishaupt


La noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1776, la famosa y siniestra noche

de  Walpurgis,  un  grupo  de  hombres  decididos  se  reunía  en  un  bosque  de

  Baviera, en  el  sur  de  Alemania, para  juramentarse  entre sí la consecución

de  sus  objetivos  finales.  El  momento  escogido  no  fue  casual.  Hubo  que

esperar  a  que  se  produjeran  los  sucesos  de  los  Mártires  del  Movimiento

obrero de Chicago, en 1886, para que el mundo moderno instituyera en su

  recuerdo  el  primero  de  mayo  como  el  Día  Internacional  del  Trabajo,

  aunque,  en  realidad,  esta  fecha  ha  sido  sagrada  para  los  europeos  durante

  milenios, ya que constituía uno de los dos ejes del antiguo calendario celta,

que rigió en la mayor parte de Europa occidental, antes de la expansión del

Imperio Romano. En aquella época se la conocía como Beltaine o Beltené

y en ella se celebraba el final del invierno —que comenzaba con otra gran

  celebración céltica, la del Samhain, el 1 de noviembre, que conmemora en

la  actualidad  el  cristianismo  con  el  nombre  de  Todos  los  Santos,  y  el

  paganismo, con la fiesta de Halloween— con distintos rituales que incluían

  grandes  hogueras.  La  luz  de  esas  hogueras  alumbró  la  mística  de  los

  antiguos  europeos.  La  luz  de  las  que  tuvieron  que  encender  los

  congregados en la oscuridad del bosque bávaro a finales del siglo XVIII ha

  incendiado  a  partir  de  entonces  el  mundo  entero,  acercándole

  progresivamente al culto de un ser torturado aunque poderoso: Lucifer, el

ángel de la luz. 

Aquella fatídica noche nació la Orden de los Perfectibilis tas, más conocida

como la Orden de los Iluminados de Baviera o simplemente los Illuminati.

Con  el  tiempo  se  convertiría  en  la  más  poderosa  de las  sociedades  de  la

  Antitradición.

Mi reino es de este mundo

Adam  Weishaupt,  catedrático  de  Derecho  Canónico  de la  Universidad  de

  Ingolstadt, es el enigmático fundador de esta orden, una de las sociedades

secretas  con  peor  reputación  de  los  últimos  siglos porque  sus  planes

quedaron  al  descubierto  de  manera  accidental.  Nacido  el  7  de  febrero  de
1748,  su  padre  George  Weishaupt  era  catedrático  de Instituciones

  Imperiales  y  de  Derecho  Penal  en  el  mismo  centro  universitario,  y  su

  familia era de origen judío. A los cinco años de edad se quedó huérfano y

fue  acogido  por  su  abuelo  y  tutor,  el  barón  Johann Adam  Ickstatt.

  Convertido  al  cristianismo,  Adam  Weishaupt  ingresó en  el  colegio  de  los

  jesuítas, donde pronto destacó gracias a su gran memoria y su inteligencia

por  encima  de  la  media.  Luego  ingresó  en  la  Facultad  de  Derecho,  en  la

misma universidad donde había enseñado su padre.

En la biblioteca de su abuelo tomó contacto con las obras de los filósofos

franceses  y  empezó  a  interesarse  por  la  masonería  y  otras  organizaciones

  similares. Además, desarrolló un ideario personal que se vio reforzado por

su  gran  amistad  con  Maximilien  Robespierre,  al  que conoció  durante  un

viaje a Francia. Más tarde, tuvo ocasión de contactar con un místico danés

  llamado  Kolmer,  que  había  vivido  varios  años  en  Egipto  en  calidad  de

  comerciante y, a su regreso a Europa, había intentado poner en marcha una

  sociedad  secreta  de orden  maniqueo.  Durante  sus  viajes,  Kolmer  se  había

  entrevistado,  entre otros,  con  el  enigmático  conde de  Cagliostro  en la  isla

de  Malta.  El  joven  Weishaupt,  fascinado  por  su  personalidad  y  sus

  conocimientos,  le  pidió  que  le  iniciara  en  los  llamados  Misterios  de  los

Sabios de Memfis, sin descuidar sus estudios «normales». Con 25 años se

  convirtió  en  profesor  titulado  y  dos  años  después  ya  era  catedrático  en

  Ingolstadt.

La  capacidad  intelectual  y  personal  de  Weishaupt  no  había  pasado

inadvertida  para  sus  mentores  jesuítas,  que,  de  hecho,  le  orientaron  en  su

carrera  hasta  ordenarle  sacerdote  de  su  orden.  Pero  cuando  descubrieron

sus  actividades  heterodoxas  lo  expulsaron.  No  se  puede  decir  que  él  lo

sintiera mucho; para entonces ya estaba convencido de que el plan de Dios

para el desarrollo de su creación resultaba tan endeble como impracticable

en un mundo dominado por el materialismo, así que decidió cambiarse de

bando  y  buscar  otro  tipo  de  iluminación,  justo  el  contrario  del  prometido

por  el  cristianismo.  En  ese  sentido,  necesitaba  un grupo  de  trabajo  que  le

  permitiera  profundizar  en  SLIS  propios  anhelos  místicos  a  la  vez  que

aplicaba sus ideas sobre el mundo físico. Una organización parecida a la de

los jesuítas o la masonería, pero que fuera en una dirección muy diferente.

Al no encontrar nada parecido, decidió fundarla él mismo en aquella noche

de 1776, tras crear un reglamento a medio camino entre ambas sociedades

y  determinadas  corrientes  de  falso  rosacrucianismo.  Entre  los  símbolos
figuraba uno que pronto se haría célebre en el mundo entero: una pirámide

con un ojo abierto en su interior, El Ojo que Todo lo Ve.

Sus  primeros  adeptos  fueron  cuatro  alumnos  de  su  propia  cátedra,  que

  inicialmente se dedicaron al proselitismo de acuerdo con una norma básica:

sólo  aceptaban  la  adhesión  de  personas  bien  situadas  social  y/o

  económicamente. Nadie podía acceder a la orden por deseo propio, sino por

  consentimiento de sus miembros. «Pocos, pero bien situados», solía repetir

  Weishaupt,  que  no  deseaba  presidir  una  organización  numerosa  sino

  poderosa.  Por  ello  buscó  y  encontró  desde  el  primer  momento  el  apoyo

  económico  de  un  banquero  que  ha  pasado  a  la  historia  como  uno  de  los

hombres más ricos del planeta: Meyer Amschel Rothschild. La historia de

su clan estará muy presente en los sucesivos acontecimientos de este libro.

La  estrategia  de  crecimiento  selectivo  surtió  efecto  y  pronto  apareció  el

primer  adepto  de  rango  social  elevado,  un  barón  protestante  de  Hannover

  llamado  Adolph  Franz  Friedrich  Ludwig  von  Knigge,  que  ya  había  sido

  iniciado en la masonería regular y que introdujo a Weishatipt en la logia de

  Munich, Teodoro del Buen Consejo. La ambición personal y la capacidad

de  movilización  de  Von  Knigge  orientaron  al  grupo  hacia  un  rápido

  crecimiento,  multiplicando  por  diez  el  número  de  miembros  con  la

  incorporación  sucesiva  de  nobles  del  rango  del  príncipe  Ferdinand  de

  Brunswick,  el  duque  de  Saxe  Weimar,  el  de  Saxe  Gotha,  el  conde  de

  Stolberg, el barón de Dalberg y el príncipe Karl de Hesse, entre otros. En

poco tiempo, los Illuminati abrieron diversas logias en Alemania, Austria,

Suiza,  Hungría,  Francia  e  Italia.  Al  cabo  de  dos  años  entre  sus  miembros

apenas  había  una  veintena  de  estudiantes  universitarios,  todos  los  demás

  pertenecían a la nobleza y la política o ejercían profesiones liberales como

la  medicina,  la  abogacía  o  la  justicia.  Incluso  el muy  famoso  escritor

  Wolfgang Goethe se dejó seducir por los postulados de esa orden.

¿Cuáles eran estos? Según se revelaba a los nuevos miembros se trataba de

la sustitución del viejo orden reinante en el mundo por otro nuevo en el que

los  Illuminati  actuarían  como  mando  supremo  para  conducir  a  la

  humanidad hacia una era nunca antes vista de paz y prosperidad racional.

Eso  equivalía  a  un  gobierno  mundial  en  el  que  cada hombre  contara  lo

mismo que los demás, sin distinción de nacionalidad, oficio, credo o raza.

Todos,  excepto  los  propios  Iluminados,  encargados  de  regirlo.  El  propio

Weishaupt escribió: «¿Cuál es en resumen nuestra finalidad? ¡La felicidad

de  la  raza  humana!  Cuando  vemos  cómo  los  mezquinos,  que  son
  poderosos, luchan contra los buenos, que son débiles... cuando pensamos lo

inútil que resulta combatir en solitario contra la fuerte corriente del vicio...

acude a nosotros la más elemental de las ideas: debemos trabajar y luchar

todos  juntos,  estrechamente  unidos,  para  que  de  este  modo  la  fuerza  esté

del  lado  de  los  buenos.  Pues,  una  vez  unidos,  ya  nunca  volverán  a  ser

débiles.»

Dicho  así,  sus  intenciones  resultaban  incluso  loables.  Sin  embargo,  los

  objetivos finales sólo eran conocidos por Weishaupt y sus más inmediatos

  lugartenientes.  Nesta  Webster,  autora de Revolución Mundial.  El  complot

contra la civilización y profunda conocedora del tema, describe así las seis

metas a largo plazo de los Illuminati:

1.  Aniquilación  de  la  monarquía  y  de  todo  gobierno organizado

según el Antiguo Régimen. 

2. Abolición de la propiedad privada para individuos y sociedades.

3. Supresión de los derechos de herencia en todos los casos.

4.  Destrucción  del  concepto  de  patriotismo  y  sustitución  por  un

gobierno mundial.

5. Desprestigio y eliminación del concepto de familia clásica.

6. Prohibición de cualquier tipo de religión tradicional.

  Según  el  razonamiento  de  Weishaupt,  no  había  grandes  problemas  para

  conducir a los países de Oriente hacia esa unificación mundial, debido a la

  posibilidad  de  manipular  las  profundas  conexiones  de  su  cultura  con  el

  misticismo, el ritualismo y el eclecticismo. Sin embargo, el pensamiento de

Occidente  era  mucho  más  individualista,  nacionalista  y  aventurero  y

además  llevaba  mucho  tiempo  dominado  por  el  cristianismo.  En  especial,

por  la  Iglesia  católica,  cuya  obsesión  por  cortar  de  raíz  cualquier  mínima

desviación  del  dogma  convertía  cualquier  heterodoxia  espiritual  en  una

empresa arriesgada. Pero también por el movimiento protestante en ciernes,

que, en esencia, suponía una especie de catolicismo sin Papa.

En  consecuencia,  su  primer  objetivo  debía  orientarse  contra  la  cultura

  occidental. Y dado que tanto él como sus seguidores vivían en Occidente,

el  secreto  era  un  arma  imprescindible.  Según  él  mismo:  «Se  trata  de

infiltrar  a  nuestros  iniciados  en  la  Administración  del  Estado  bajo  la

  cobertura  del  secreto,  al  objeto  de  que  llegue  el  día  en  que,  aunque  las

apariencias  sean  las  mismas,  las  cosas  sean  diferentes.»  Sólo  de  esta

manera podría «establecer un régimen de dominación universal, una forma

de gobierno que se extienda por todo el planeta. Para ello es preciso reunir
una  legión  de  hombres  infatigables  en  torno  a  las  potencias  de  la  tierra,

para que extiendan por todas partes su labor, siguiendo el plan de la orden».



La infiltración en la masonería


Weishaupt  necesitaba  ampliar  su  organización  sin  perder  su  control.  Para

ello,  empezó  a  infiltrar  a  sus  miembros  en  la  masonería:  captaba  así  a

  personas acostumbradas al secreto y el ceremonial, a las que sus ideas les

  resultarían  familiares.  Como  algunas  de  las  viejas escuelas  de  la

  Antigüedad, los masones llevaban mucho tiempo predicando que el sentido

último de la existencia humana pasa por el perfeccionamiento espiritual y

  personal  hasta  el  punto  de  que,  en  algún  momento  del  futuro,  el  hombre

habría  evolucionado  lo  suficiente  para  no  necesitar  Estado,  ni  religión,  ni

  sociedad  según  los  parámetros  conocidos,  pues  todos  los  hombres  serían

  hermanos.  Este  sistema  global  llegaría  pacíficamente,  a  partir  de  una

  evolución  natural.  La  novedad  que  ofrecía  ~Weishau.pt  era  la  posibilidad

de  acortar  los  plazos  y  no  tener  que  esperar  cientos,  quizá  miles  de  años,

hasta que la utopía deviniera realidad. Él prometía materializarla en pocos

años,  quizá  en  el  curso  de  una  generación,  aunque  para  ello  hubiera  que

aplicar  la  violencia,  ya  que  el  viejo  orden  no  se  dejaría  descabalgar  con

facilidad.  A  cambio,  exigía  obediencia  ciega  a  su  dirección,  aunque  sus

  órdenes no se comprendieran en un primer momento. Su propuesta se hizo

tan  popular  que,  según  algunos  autores,  en  1789  controlaba  por  mano

  interpuesta la mayor parte de las logias masónicas, desde el norte de África

hasta Suecia, desde España e Irlanda hasta Rusia, y también en los nuevos

  Estados Unidos de América.

Lo  más  probable  es  que  la  gran  mayoría  de  Illuminati,  sobre  todo  los  de

filiación  masónica,  desconocieran  los  métodos  «mágicos»  que  pensaba

aplicar  Weishaupt  para  «traer  el  Cielo  a  la  Tierra»  en  tan  poco  tiempo  y

que si hubieran imaginado los horrores que conllevaría la aplicación de sus

ideas,  tal  vez  no  le  hubiesen  apoyado  como  lo  hicieron.  Como  todas  las

  organizaciones secretas de este tipo, aquí también se organizó el grupo de

acuerdo con la técnica de círculos concéntricos o capas de cebolla, donde

un iniciado  adquiría más  información  a medida  que  probaba su utilidad  y

su  fidelidad  y  en  consecuencia  ascendía  en  la  jerarquía,  pero  sólo  los

  máximos dirigentes de la orden estaban al corriente de todo el plan.

 
Con estos mimbres y con su propia experiencia adquirida en las ceremonias

  masónicas, Weishaupt elaboró en compañía de Von Knigge el llamado Rito

de  los  Iluminados  de  Baviera,  que  constaba  de  trece  grados  de  iniciación

  agrupados en una jerarquía de tres series sucesivas. Algunos de ellos jamás

fueron  practicados  y  sólo  llegaron  a  existir  sobre el  papel.  De  menor  a

mayor,  estos  grados  eran  los  siguientes:  1.°  preparatorio,  2.°  novicio,  3.°

  minerval,  4.°  iluminado  menor,  5.°  aprendiz,  6.°  compañero,  7.°  maestro,

8.° iluminado mayor, 9.° iluminado dirigente, 10.° sacerdote, 11.° regente,

12.°  mago  y  13.°  rey.  El  grado  de  iluminado  menor  marcaba  la  división

entre  los  llamados  Pequeños  Misterios  o  Edificio  Inferior,  basado  en  el

  dominio de las capacidades del hombre, y los Grandes Misterios o Edificio

  Superior,  el  dominio  de  las  capacidades  del  mundo, que  implicaba  poder

político real. Según el reglamento de la orden, si un miembro alcanzaba el

grado de sacerdote, no sólo estaba capacitado para asumir los poderes del

Estado de manera efectiva, sino que debía actuar en consecuencia.

  Además,  Weishaupt  dotó  de  un  nombre  simbólico  a  cada  uno  de  los

  miembros.  Von  Knigge,  por  ejemplo,  era
Philon.  Xavier  von  Zwack,  uno

de  sus  principales  hombres  de  confianza,  fue  rebautizado  como
Catón;  el

escritor Wolfgang Goethe recibió el apelativo de
Abaris. El filósofo Johann

  Gottfried  von  Herder  se  transformó  en
Damasus,  etcétera.  Él  se  reservó

para  sí  mismo  el  apelativo  de  Espartaco,  en  homenaje  al  gladiador  de

origen tracio que en el 73 a. J.C. lideró la mayor revuelta de esclavos jamás

  organizada en la antigua Roma. Se veía a sí mismo como un nuevo héroe

rebelde  en  contra  del  orden  establecido  tanto  a  nivel  material  como

  espiritual,  una  especie  de  Lucifer  humanizado.  «Cada  hombre  es  su  rey,

cada hombre es soberano de sí mismo», decía el juramento del grado 13.°,

el último, de los Illuminati. De igual forma, las logias adoptaron nombres

en  clave.  La  de  Munich  pasó  a  llamarse  Atenas;  la  de  Ingolstadt  era

  conocida como
Éfeso; la de Frankfurt, Tebas; la de Heidelberg, Útica; y la

de Ba viera,
Achaia

En  julio  de  1782,  diversas  obediencias  masónicas  se  reunieron  en  el

  convento  de  Wilhelmsbad.  Aprovechando  el  conocimiento  y  el  prestigio

  adquiridos  durante  los  últimos  años,  Adam  Weishaupt  intentó  dar  el

definitivo  golpe  de  mano  que  le  permitiera  unificar  y  controlar  todas  las

ramas europeas de la organización. Sólo consiguió parte de sus objetivos:

un acuerdo para refundir los tres primeros grados de todas las obediencias,

dejando  el  resto  al  libre  arbitrio  de  cada  una,  así  como  un  importante
  trasvase  de  miembros:  muchos  francmasones  de  otros grupos  decidieron

  ingresar  en  la  logia  iluminista  mientras  que  un  número  importante  de

  miembros  de  ésta  hacían  lo  propio  en  otras  logias, duplicando  así  su

filiación.  En  aquella  época  ya  defendía  abiertamente  una  iniciación  muy

lejana  de  las  influencias  judeo  cristianas  y  unos  planteamientos  políticos

que  implicaban  la  revolución  como  elemento  irrenunciable  en  el  camino

hacia  el  éxito.  Ni  la  Gran  Logia  de  Inglaterra,  que  a  partir  de  entonces

quedó  enfrentada  formalmente  a  los  Illuminati,  ni  el  Gran  Oriente  de

  Francia,  ni  los  iluminados  teósofos  del  místico  sueco  Swedenborg  le

  apoyaron, pero sí los demás grupos.

  Frustrado por los resultados del convento de Wilhelmsbad y pensando que

no  merecía  la  pena  seguir  luchando,  Von  Knig  ge  dimitió  y  terminó  sus

días  retirado  en  Bremen,  donde  falleció  en  1796  tras  publicar  sus  obras

completas  a  las  que  añadió  algunos  sermones  para  varios  templos

  protestantes.  Weishaupt  se  encontró  en  una  situación  delicada,  recibiendo

los  ataques  de  los  masones  ingleses  a  los  que  se  unieron  los  de  algunos

  martinistas  (discípulos  de  Martínez  de  Pasqually,  Louis  Claude  de  Saint

Martin  y  Jean  Baptiste  Willermoz,  impulsores  del  martinismo,  otra

  obediencia  de  índole  masónica),  aunque  el  peor  golpe  fue  la  traición  de

Joseph  Utzschneider,  quien, tras abandonar  la orden,  envió  un  documento

de advertencia a la gran duquesa María Anna de Baviera en el que advertía

de que «se da el nombre de Iluminados a estos hombres culpables que, en

nuestros  días,  han  osado  concebir  e  incluso  organizar,  mediante  la  más

criminal  asociación,  el  horroroso  proyecto  de  extinguir  de  Europa  el

  cristianismo y la monarquía».



El principio del fin... o el fin del principio


En junio de 1784, el elector de Baviera, duque Karl Teodoro Dalberg, ante

la  creciente  alarma  social  planteada  por  la  difusión  de  las  acusaciones

contra  los  Illuminati,  aprobó  un  edicto  por  el  cual  quedaba  estrictamente

  prohibida  la  constitución  de  cualquier  sociedad,  fraternidad  o  círculo

  secreto  no  autorizado  previamente  por  las  leyes  vigentes.  Un  comunicado

posterior identificaba a los Illuminati como una rama de la masonería y por

tanto  ordenaba  el  cierre  de  todas  las  logias  masónicas.  Poco  después,

Weishaupt  fue  destituido  de  su  cátedra  y  desterrado,  aunque  encontró

refugio en la corte de uno de sus adeptos, el duque de Saxe, que le nombró
  consejero oficial y le encargó la educación de su hijo. El resto de dirigentes

de  la  orden  se  puso  a  salvo,  refugiándose  en  la  actividad  de  las  logias

  masónicas  europeas  y  americanas,  antes  de  que  en  mayo  de  1785

  comenzaran  las  persecuciones,  detenciones  y  torturas  de  los  miembros

  inferiores de la organización.

Pero  aún  faltaba  lo  peor:  en  la  noche  del  10  de  julio  del  mismo  año,  un

enviado  de  Weishaupt,  el  abad  Lanz,  fue  alcanzado  por  un  rayo  cuando

  galopaba  en  medio  de  una  tormenta.  Su  cadáver  no  fue  recuperado  por

  miembros de la orden sino por gentes del lugar que, al ver sus hábitos, lo

recogieron con cuidado y lo trasladaron a la capilla de san Emmeran. Allí,

entre  sus  ropas,  encontraron  importantes  y  comprometedores  documentos

que  revelaban  los  planes  secretos  de  la  conquista  mundial.  Eso  selló

  definitivamente  el  destino  oficial  de  los  Illuminati,  que  a  partir  de  ese

  momento  se  convirtieron  en  una  organización  maldita.  La  policía  bávara

descubrió todos los detalles de la conspiración y el emperador Francisco de

Austria  conoció  así,  de  primera  mano,  lo  que  se  estaba  tramando  contra

todas  las  monarquías  y  en  especial  contra  la  francesa,  encabezada  por  su

yerno  Luis  XVI  y  su  hija  María  Antonieta.  Ambos  fueron  informados

  también  e  incluso  tuvieron  oportunidad  de  examinar Los  Protocolos  o

  Escritos  originales  de  la  orden  y  secta  de  los  Illuminati,  que  acabó  por

publicar el gobierno de Baviera para alertar a la nobleza y el clero de toda

  Europa. No obstante, la desaparición formal de los Illuminati, junto con el

  destierro  de  Weishaupt  y  la  detención  de  muchos  de sus  adeptos,  los

  convenció de que la trama había sido abortada por completo. 

Sin embargo, la llamada Revolución francesa estaba ya en puertas y nada

volvería a ser igual en el viejo continente a partir de 1789, empezando por

el hecho de que los reyes de Francia no sobrevivirían a la gran sublevación

del republicanismo. Adam Weishaupt murió mucho después, en noviembre

de 1830, a la edad de 82 años. Durante su largo exilio tuvo tiempo de sobra

para regodearse con los resultados de sus  maquinaciones. Sabía que él no

sería el encargado de culminar el gran proyecto de los Illuminati, pero ya

no  le  importaba,  otros  lo  terminarían  por  él  y,  cuando  lo  hicieran,  no

tendrían más remedio que rendir homenaje a su memoria. En realidad, ¿no

había estado predestinado a eso desde el mismo instante de su nacimiento

por su propio nombre? ¿Acaso Adam no significaba «Adán» o «El primer

  hombre»?  ¿Acaso  iveis  no  era  un  tiempo  verbal  del  alemán  wissen 

  «saber», y haupt se podía traducir como «líder» o «capitán»?
¿Acaso Adam Weishaupt no se podía interpretar como «el primer hombre

que lidera a aquellos que poseen la verdadera sabiduría?».

  Además, los Illuminati no habían desaparecido definitivamente. 


                                      Permitidme fabricar y controlar el dinero de una

                                        nación y ya no me importará quién la gobierne.

                                                  MEYER AMSCHEL ROTHSCHILD, 

                                                                  Banquero alemán



Los Rothschild


«No  hay  como  ser  rico  para  que  todo  el  mundo  se  crea  con  derecho  a

  criticarlo  a  uno.»  Eso  debieron  pensar  los  miembros  de  la  familia

  Rothschild  cuando  leyeron  en  enero  de  1991  la  entrevista  a  John  Todd

publicada por la revista norteamericana Progreso para todos. Miembro del

Consejo Masónico de los Trece, John Todd afirmaba que el famoso icono

de  la  pirámide  y  el  ojo  resplandeciente  con  el  que se  representa  por  lo

general a Dios significa en realidad algo muy distinto: la mirada vigilante

de Lucifer. Según sus palabras, la imagen fue creada por los Rothschild y

llevada  después  a  Estados  Unidos  por  dos  significados  masones  y  padres

  fundadores  de  la  nación,  Benjamín  Franklin  y  Alexander  Hamilton,  antes

de  que  comenzaran  la  revolución  y  la  guerra  de  independencia  de

  Inglaterra. «La familia Rothschild es la cabeza de la organización en la que

yo  entré  en  Colorado,  y  todas  las  hermandades  ocultas  forman  parte  de

ella»,  aseguraba,  «porque  en  realidad  todas  pertenecen  al  mismo  grupo

dirigido  por  Lucifer  para  instaurar  su  gobierno  a  nivel  mundial».  Añadía

aún más: «Dicen que los Rothschild tienen trato personal con el demonio.

Yo estuve en su villa y lo he vivido. Sé que es cierto.» 

Poderoso caballero...

La historia de los Rothschild, como la de todos los millonarios hechos a sí

  mismos,  resulta  apasionante  por  la  ambición,  el  riesgo,  la  falta  de

escrúpulos y la inteligencia que a nivel personal demuestran todos los que

están convencidos de que desean morir en una cama de oro, aunque hayan

nacido  en  una  de  barro.  Y  también  porque,  como  diría  el  refrán  francés,

enseña  la  forma  en  que  uno  puede  «pringar  en todas las  salsas  sin  que se

salpique la camisa».

  Conviene aclarar un concepto erróneo en relación con el poder y el dinero:

  estamos  acostumbrados  a pensar  que  la  mayoría  de  los grandes  dirigentes

históricos eran, sobre todo, personajes ricos. Tanto, que podían permitirse

todo  tipo  de  lujos  y  aventuras  gracias  a  sus  presuntas  inmensas  fortunas
  atesoradas  en  castillos  protegidos  por  multitud  de soldados.  Su

  divertimento favorito, pensamos, era hacerse la guerra unos a otros de vez

en cuando para ver quién se convertía en emperador. 

En  realidad,  esos  reyes,  desde  los  antiguos  mesopotámicos  hasta  los

  monarcas  ilustrados,  disponían  de  guardias  armados permanentes  más  o

menos numerosos, pero no de ejércitos formales que sólo se podían reunir

para ocasiones especiales porque la guerra ha sido siempre un vicio caro —

éste es uno de los motivos que obligó con el paso del tiempo a constituir los

  ejércitos nacionales, es decir el servicio militar obligatorio—. Con la mayor

parte  de  la  población  dedicada  a  la  producción  agrícola,  ganadera  y

  pesquera,  sólo  unos  pocos  se  podían  permitir  el  lujo  de  dedicarse  a  la

carrera  de  las  armas  desde  temprana  edad  y  éstos  solían  ser  los  que  ya

tenían la vida solucionada pues pertenecían a la clase dirigente. Aparte de

ellos,  el  rey  podía  contar  con  tantos  guardias  personales  en  función  del

dinero  que  tuviese  para  pagarlos  de  su  propio  bolsillo.  Si  se  aspiraba  a

  conquistar  un  territorio  vecino  o  simplemente  destronar  al  monarca  rival

para  instalar  a  otro  más  amistoso  hacía  falta  un  mayor  número  de

  combatientes.  Durante  mucho  tiempo,  el  método  más  común  para  formar

un ejército fue el de reclutarlo por la ley o a la fuerza entre los campesinos.

Mal  armados  y  entrenados,  los  integrantes  de  esta  soldadesca  carecían  de

  grandes  tácticas  y  su  forma  de  hacer  la  guerra  consistía  más  en  invadir  y

devastar el territorio enemigo que en afrontar choques directos contra otra

chusma, armada de la  misma  manera. Además, las guerras sólo se podían

llevar  a  cabo  en  determinadas  épocas  del  año:  cuando  las  labores  de

producción agrícola no requerían la presencia constante de los hombres en

el campo.

A  medida  que  los  reinos  fueron  creciendo  de  tamaño,  y  con  ellos  las

  ambiciones  de  sus  dirigentes,  se  hizo  necesario  replantear  el  concepto  de

ejército para contar con una fuerza verdaderamente eficaz, bien equipada y

mejor  entrenada,  que  pudiera  actuar  en  cualquier  época  del  año.  El

  problema seguía siendo el mismo: cómo pagarla. La solución fue el saqueo

de las ciudades, que para entonces ya eran núcleos de población importante

  provistos  de  insospechados  recursos.  Los  generales prometían  a  sus

hombres todo el botín que pudieran tomar durante el asalto a las ciudades

rivales  después  de  ganar  cada  batalla:  esclavos,  ganado,  joyas,  telas  o

cualquier  otra  cosa  que  no  quedara  fijada  de  antemano  como  objetivo

reservado  para  el  mando.  De  esta  manera,  además,  los  mercenarios  se
  entregaban con mayor entusiasmo a la lucha pues sabían que si no vencían,

tal  vez  pudieran  conservar  la  vida  y  el  empleo,  pero  se  quedarían  sin

cobrar. Durante la época de la antigua Roma, ésta consiguió desarrollar una

  magnífica  maquinaria  militar  gracias  a  las  riquezas  que  los  legionarios

  robaban  en  los  sucesivos  países  conquistados  (y  que  tan  rápidamente

perdían  en  el  juego o  el despilfarro),  pero  también  por  otros alicientes:  la

  promesa  de  la  ciudadanía  romana  y  de  concesión  de  tierras  al  final  de  su

servicio, y la propia y creciente disciplina impuesta por los veteranos.

Con todo, el número de hombres en armas nunca fue tan grande como las

  engañosas  imágenes  del  cine  intentan  hacernos  creer  hoy  en  día.  En

general, no hubo ejércitos de miles, decenas o cientos de miles de guerreros

  provistos de brillantes armaduras y luchando entre sí en las batallas de las

antiguas civilizaciones. En la Edad Media, por ejemplo, la guarnición de un

castillo importante podía contar con una docena de infantes y tres o cuatro

hombres a caballo, o poco más. Si eso parece poca defensa, hay que tener

en cuenta que tampoco solía haber muchos más atacantes. La posesión, el

  mantenimiento  y  el  entrenamiento  de  un  solo  caballo  costaba  mucho  en

aquella época. En la llamada Edad Oscura, si un monarca pretendía iniciar

una  guerra  en  serio  contra  otro  debía  consultarlo  antes  con  sus  señores

feudales.  La  mayor  parte  de  los  reyes  medievales  eran  poco  más  que

primus inter pares sostenidos por la  fuerza  y  el  respeto  de  sus  señores.  Si

perdía  su  liderazgo  ante  ellos  o  pretendía  retirarles  algún  privilegio,  los

  mismos leales vasallos podían organizar una rebelión con relativa rapidez y

  despojarle del trono y de la vida.

Por  lo  demás,  el  rey  era  tan  rico  como  lo  fuese  su reino.  Los  señores

feudales recaudaban de sus siervos una cantidad concreta —se ha calculado

que en torno a un tercio de la producción total final de cada siervo—, de la

cual  deducían  una  parte  para  su  soberano  y  se  quedaban  con  el  resto.  A

  menudo, el soberano tenía más problemas económicos que ellos, por culpa

de lo que hoy llamaríamos sus gastos de representación y, sobre todo, por

el afán de incrementar su reino para lo cual necesitaba armar un ejército de

vez  en  cuando  y  enviarlo  a  una  campaña  de  conquista.  Pero  si  ésta  no

  terminaba  con  victoria  o,  aun  siendo  un  triunfo,  no  arrojaba  el  botín

  esperado, el problema empeoraba. 

La  única  solución  era  el  banquero.  La  antigua  y  relativamente  misteriosa

  institución de la banca está documentada desde tiempos inmemoriales, pues

se ha encontrado una forma primitiva de ella en los templos de las antiguas
  civilizaciones  entre  el  Tigris  y  el  Éufrates.  El  prestamista  adquirió  pronto

un  papel  primordial  en  el  desarrollo  de  la  economía  de  los  pueblos,  pues

sus recursos permitían afrontar aventuras para las que de otra manera no se

podía reunir la financiación necesaria con relativa rapidez. No obstante, su

  prestigio económico aumentó en paralelo a su desprestigio social, tanto por

la envidia y el rencor del resto de la población como por la usura, que se

  convirtió casi desde el primer momento en la perversión favorita del sector.

  Además,  el  banquero  siempre  salía  ganando  en  su  negocio  con

  independencia  de  la  suerte  que  el  particular  corriera  con  la  suma

  adelantada, porque reclamaba garantías iguales o superiores a la misma. Si

en el momento del vencimiento de la deuda el particular podía subsanarla,

él  ganaba  el  interés.  Y  si  aquél  no  podía  hacer  frente  a  la  devolución

  económica,  el  banquero  se  quedaba  con  la  garantía: casa,  tierra,  ganado,

derechos mineros...

Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros cuando los primeros

reyes acudieron a ellos en busca de dinero para pagar a sus ejércitos no era

  desdeñable.  A un  particular se  le  puede  embargar  aplicándole la ley,  pero

¿a  un    monarca?  Lo  más  probable  era  que  si  un  prestamista  pretendía

presionar a un rey moroso se encontrase con que su deudor diera la orden

de que le cortaran la cabeza, como de hecho debió de suceder al principio.

Así que hubo que aguzar el ingenio para compensar sus riesgos, y así nació

una doble estrategia.

En primer lugar, el banquero exigía cierta cuota de poder real inmediato a

cambio  del  préstamo,  método  por  el  cual  accedía  a  títulos  nobiliarios  o

recibía  el  control  de  tierras  o  negocios  públicos  cuando  el  soberano  no

podía  compensarle  económicamente.  En  poco  tiempo,  todos  los  tronos

  europeos  contemplaron  así  el  nacimiento  de  una  nueva  e  influyente

  categoría de  cortesanos  y  consejeros  que no  provenía de la aristocracia ni

del clero, sino de la banca. En segundo lugar, se diversificaron las apuestas.

Es  decir,  se  apoyaba  públicamente  al  rey,  pero  también  de  forma  más

  discreta a uno de sus más directos enemigos, un aspirante al mismo trono,

un  monarca  rival  o  incluso  al  mismo  enemigo  al  que se  enfrentaba  en  la

lucha y para la que había pedido previamente el dinero. De esta manera, en

caso de que el primero no devolviera la cantidad adelantada y en el tiempo

  pactado,  se  podía  cortar  su  financiación  a  la  vez  que  se  incrementaba  la

línea  de  crédito  al segundo, dándole a  entender que dispondría  de todo lo

que  necesitara  para  destruir  a  su  rival.  De  paso,  se  fidelizaba  también  al
enemigo  del  rey.  En  ocasiones,  era  preciso  financiar  a  terceros  y  hasta

cuartos  elementos  factibles  de  entrar  en  el  juego  para  asegurarse  de  que

éste terminara con el deseado beneficio.

Esta doble estrategia se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de

  determinadas familias de banqueros. Durante el Siglo XIX, éstas adoptaron

además  una  pose  cosmopolita,  una  proyección  social y  un  interés

  exagerado en asumir las deudas de los distintos gobiernos, por lo que se les

acabó conociendo como «banqueros internacionales».



El color de la revolución


La  casa  Rothschild,  fundada  por  Meyer  Amschel,  apodado  Rothschild,

pionero de la saga, constituyó desde el principio el mejor ejemplo de este

tipo de banca. Meyer nació en 1743 e instaló su primer negocio financiero

en  la  ciudad  germana  de  Frankfurt  am  Main,  su  ciudad  natal.  Hijo  del

banquero  y  orfebre  judío  Moisés  Amschel  Bauer,  el  origen  de  su  famoso

  apellido hay que buscarlo en el sobrenombre por el que todo el mundo le

  conocía  en  la  ciudad,  debido  a  que  en  la  fachada  del  edificio  donde  tenía

  instalado  su  negocio  colgaba  un  escudo  de  color  rojo  (en  alemán,  rot  es

«rojo»  y  schild  significa  «escudo»).  La  tradición  considera  el  rojo  como

una tonalidad solar, vivificante, fortalecedora y de carácter positivo, pero, a

partir de la época del primer Rothschild y hasta la actualidad, el escudo o la

bandera  de  este  color  se  convirtió  en  el  emblema  de  las  sucesivas

  revoluciones de izquierdas que han sacudido el mundo.

Meyer se inició en el negocio bancario de su propio padre y más tarde viajó

a  Hannover  para  perfeccionar  su  oficio  con  la  familia  Oppenheimer.

Gracias  a  su  intensa  actividad,  su  visión  comercial  y  su  don  de  gentes,

entabló  amistad  con  el  general  Von  StorfF,  quien  lo  introdujo  en  la  corte

del  landgrave  de  Hesse  Kassel,  y  poco  después  empezó  a  trabajar  para  el

mismo  príncipe  Wilhelm  IX,  que  se  dedicaba  a  ganar dinero  de  todas  las

formas posibles y muy especialmente con la guerra. El príncipe reclutaba a

los  mercenarios  que  necesitaban  diversas  monarquías  europeas  para

  solventar  sus  rencillas  entre  sí,  multiplicadas  a  raíz  de  los  desequilibrios

generados  por  la  Revolución  francesa:  los  equipaba y  alojaba  hasta  que

partían  definitivamente  a  la  batalla,  y  cobraba  un porcentaje  por  cada

  operación. Meyer comprendió en seguida cómo funcionaba el negocio y se

aplicó a él con gran eficacia. La mejor prueba es que pronto adquirió una
pequeña  fortuna  personal,  que  incrementó  reinvirtiendo  en  todos  aquellos

negocios en los que pudiera ganar más, desde el comercio de vinos hasta la

venta  de  antigüedades,  sin  olvidarse  del  original  oficio  bancario  que

consolidó de regreso a su Frankfurt natal.

El  dinero  no  es  un  fin  en  sí  mismo,  sino  un  simple medio  de  pago  para

lograr  otros  objetivos  verdaderamente  importantes  en  la  vida.  Muchas

  personas  no  comprenden  lo  que  significa  exactamente  eso  hasta  que

cumplen  una  edad  avanzada  o  hasta  que,  en  casos  contados,  amasan  una

gran  fortuna  como  la  que  consiguió  reunir  Meyer  en un  tiempo  récord.

¿Cuáles eran los sueños personales del primero de los Rothschild? ¿En qué

deseaba utilizar sus elevados ingresos, en realidad? Muy probablemente, en

ganar poder. Al fin y al cabo ésta es la gran tentación de todos los hombres

que  consiguen  sobresalir  en  la  jerarquía  social.  Es  posible  que  Meyer

fantaseara  con  la  posibilidad  de  utilizar  su  riqueza  para  forzar  su

  coronación  en  alguna  parte  del  mundo,  aunque,  en  la  época  de  las

  monarquías absolutas ligadas a largas dinastías, el mero hecho de expresar

algo así en voz alta podría haberle costado la vida. Un puñado de espadas y

  mosquetes de un rey pobre podían acabar con facilidad con los sueños de

un  banquero  rico.  Y,  sin  embargo,  ¿por  qué  la  monarquía  tenía  que  ser

  hereditaria,  aunque  los  sucesores  de  un  hipotético buen  rey  fueran  unos

ineptos?  O  aunque  no  lo  fueran.  ¿Por  qué  no  se  podía  catapultar  a  los

  verdaderos  animadores  de  la  economía  y  la  sociedad,  como  él  mismo  se

  consideraba,  a  primera  fila?  ¿Es  que  no  había  ninguna  posibilidad  de

  cambiar el orden de las cosas?

En  este  escenario  aparecieron  los  Illuminati  de  Weishaupt,  y,  de  pronto,

Meyer entendió que existía otro medio de acceder al poder. Si no de frente,

actuaría entre bambalinas. 

Desde el primer momento, la familia Rothschild amparó y financió la trama

de los Iluminados de Baviera, hasta el punto de que Meyer los congregó en

su  propia  casa  de  Frankfurt  en  1786.  Según  diversos  expertos,  en  aquella

reunión el objetivo principal fue el estudio detallado de los preparativos de

la  Revolución  francesa,  que  sucedió  pocos  años  después.  Allí  se  acordó,

entre otras cosas, todo el proceso de agitación prerrevolucionaria, el juicio

y ejecución públicos del rey francés Luis XVI y la creación de la Guardia

  Nacional  Republicana  para  proteger  el  nuevo  régimen.  Algunos  años  más

tarde, el diputado y miembro del Comité de Salud Pública de la Asamblea

  Nacional,  Joseph  Cambrón,  llegó  a  denunciar  veladamente  estos  hechos,
recordando  que  a  partir  de  1789  «la  gran  Revolución  golpeó  a  todo  el

  mundo,  excepto  a  los  financieros».  Siguiendo  el  proyecto  original  de  los

  Illuminati,  también  se  diseñó  el  plan  para  extender  el  proceso

  revolucionario  al  resto  del  continente  europeo  y  provocar  un  cataclismo

social que beneficiara a los intereses de la sociedad secreta.

Dos  años  antes  de  morir  en  1812,  el  primero  de  los Rothschild  ya  había

  planeado  el  futuro  de  su  negocio  asociando  a  sus  cinco  hijos  varones  (y,

según  su  testamento,  excluyendo  de  manera  explícita  a  sus  hijas  de

cualquier participación accionarial) en la empresa que a partir de entonces

  pasaría a denominarse Meyer Amschel Rothschild e Hijos. Así constituyó

la primera red financiera europea de gran alcance, porque cada hermano se

instaló  en  una  ciudad  diferente  y  abrió  su  propio  establecimiento,  que

  representaba  una  quinta  parte  de  la  propiedad  general.  Amschel  hijo  se

quedó  en  Frankfurt,  Karl  se  marchó  a  Nápoles,  Natham  a  Londres  y

Salomón a París, donde al poco tiempo fue sustituido por James mientras él

abría  una  nueva  sucursal,  esta  vez  en  Viena.  Eran  las  ciudades  más

  importantes de la época, de modo que los cinco hermanos podían reunirse

  periódicamente  para  intercambiar  información  y  obtener  una  visión  de

  conjunto  bastante  veraz  acerca  del  desarrollo  político  y  económico  de

  Europa,  así  como  para  coordinar  sus  estrategias.  Los  hermanos  se  habían

  juramentado para proseguir la labor de su padre, con la ventaja de que cada

uno  de  ellos  podía  contar  con  el  apoyo  incondicional  de  los  demás,  y

  decidían así qué dirigentes de una u otra nación servían mejor a su causa y,

en consecuencia, les prestaban o no el dinero solicitado.

Su  enriquecimiento  económico  aumentó  junto  a  su  influencia  en  los

  distintos  gobiernos  europeos.  Buen  ejemplo  es  la  rama  francesa  presidida

  inicialmente  por  Salomón,  que,  en  poco  tiempo,  pasó  de  figurar  en  los

  archivos policiales por su actividad de contrabandista a ser una gran figura

de  la  corte  y  de  la alta  sociedad.  Fue  a partir de 1823  cuando el  rey  Luis

XVIII obtuvo de él un empréstito de 400 millones de francos, el primero de

una  interesante  serie.  Meses después,  el  banquero  era  condecorado  con  la

  Legión de Honor por «sus valiosos servicios a la causa de la Restauración».

Más  tarde,  Salomón  partió  a  Viena  donde  muy  pronto se  hizo  con  la

  amistad  personal  del  canciller  Metternich  y  con  las  simpatías  de  la  corte

imperial.  Sus  relaciones  con  la  curia  romana  también  fueron  viento  en

popa, hasta el punto de negociar un importante préstamo al mismo Estado

  Vaticano.
El  resultado  de  todas  esas  maniobras  fue  que  a  partir  de  entonces  la  casa

  Rothschild se convirtió en sinónimo de riqueza y poder sin fronteras.



Un ejercicio de estilo


Una de las armas principales de la familia para lograr el éxito constante en

sus  negocios  ha  sido  el  manejo  de  información  privilegiada  para

adelantarse a sus competidores. Una cualidad muy útil en lugares como la

Bolsa,  donde  se  puede  perder  o  ganar  una  enorme  cantidad  de  dinero  en

unos minutos. En teoría, el mercado bursátil es un sistema útil a la hora de

  facilitar  dinero  a  las  empresas  en  desarrollo.  En  la  práctica,  funciona  a

  menudo  como  una  especie  de  casino  especializado  en el  que  los

  especuladores llevan todas las de ganar y, de hecho, gustan de adornarse a

sí mismos con el título de «tiburones financieros».

  Durante  las  guerras  napoleónicas,  los  Rothschild  apoyaron  por  igual  a

  Bonaparte y a Wellington (siguiendo la vieja regla de apostar por el rey y

por el monarca rival al mismo tiempo), pero la jugada maestra se produjo a

raíz de la batalla de Waterloo. 

Para entonces, el Pequeño Corso ya había perdido el placer de los poderes

ocultos  que  le  habían  impulsado  a  lo  más  alto  de  SLI  carrera,  entre  ellos

algunas  poderosas  logias  masónicas,  pero  todavía  le  quedaban  fuerzas  y

ambición  para  un  último  intento  de  recuperar  su  vieja  gloria.  Así  lo  hizo

durante el período de los Cien Días, tras escapar de su primer exilio insular

en Elba. Ingleses, prusianos, austríacos y rusos organizaron en seguida un

  importante ejército para aplastarle definitivamente y se enfrentaron con los

franceses  en  la  planicie  belga  de  Waterloo  a  mediados  de  junio  de  1815.

Uno  de  los  Rothschild  fue  testigo  privilegiado  de  la  batalla  y,  cuando  se

  aseguró de que Marte, dios de la guerra, sonreía a los aliados comandados

por  el  británico  duque  de  Wellington  y  el  general  prusiano  Bliicher,  salió

del lugar al galope.

Llegó a la costa francesa reventando a sucesivas monturas, donde pagó un

dineral para cruzar con urgencia el canal de la Mancha y, una vez al otro

lado,  volvió  a galopar  hasta  llegar  a  Londres.  Una vez  allí irrumpió  en  el

English  Stock  Market  (Bolsa  de  Valores  Inglesa)  y, con  aire  agitado,

  empezó a vender acciones a cualquier precio hasta que se deshizo de todas

ellas.  El  resto de  agentes bursátiles  conocían el potencial informativo que

  manejaba  la  red  bancaria  de  los  Rothschild,  por  lo que  dedujeron  que
  semejante  actitud  sólo  podía  significar  una  cosa:  los  aliados  habían  sido

  derrotados  en  Waterloo,  Napoleón  y  Francia  volvían a  brillar  en  todo  su

  esplendor,  y  lo  más  probable  es  que  sólo  fuera  cuestión  de  tiempo  que

  intentaran  vengarse  de  Inglaterra,  cruzando  el  canal  de  la  Mancha  e

  invadiéndola. El pánico se apoderó del mercado, que cayó a mínimos nunca

vistos. En medio del caos, sólo un pequeño grupo de agentes anónimos se

dedicaba  a  comprar  acciones,  que  quemaban  en  las  manos  de  los

  vendedores, a un precio miserable.

Poco  después  llegaron  al  fin  noticias  fidedignas  de  la  victoria  de

  Wellington y Blücher. La Bolsa se recuperó con rapidez. La gran diferencia

era que las acciones más importantes estaban ahora en manos del banquero

que las había comprado a través de los agentes anónimos y que no era otro

que el mismo Rothschild. Nunca una cabalgada resultó más rentable.

Instalados en la respetabilidad que conceden las grandes fortunas, a partir

de ese momento los Rothschild no hicieron más que incrementar su poder

hasta que se quedaron sin rivales en Europa. Entonces se planteó un nuevo

reto:  la  conquista  financiera  de  América.  Un  grupo de  Illuminati  había

  escapado  allí  tras  la  persecución  desatada  en  1785 y  se  estaba

  reorganizando  con  rapidez,  a  salvo  del  largo  brazo de  las  fuerzas

  monárquicas  y  católicas.  En  consecuencia,  parte  de la  familia  hizo  las

maletas  y  cambió  los  elegantes  y  elitistas  salones de  té  europeos  por  los

más  rudimentarios  establecimientos  de  los  financieros  del este de  Estados

  Unidos.




                                        Una revuelta puede ser espontánea, una

                                                            revolución jamás lo es.



                                                                JACQUES BORDIOT,

                                                       periodista y escritor francés



La Revolución francesa


Entre las postales que hay a la venta en el Museo Carnavalet de París figura

una  reproducción  de  uno  de  los  cuadros  más  famosos que  se  pueden

  admirar  en  su  interior.  Se  trata  de  una  alegoría  de  finales  del  siglo  XVIII

que representa los derechos del hombre y el ciudadano, rubricados en 1789.

Como en otras obras del mismo estilo, el texto aparece impreso sobre una

especie  de  Tablas  de  la  Ley  rodeado  de  símbolos  de la  época.  Un  par  de

ángeles pintados en la parte superior certifican la bondad del contenido y,

en lo más alto del cuadro, presidiéndolo todo, hay un triángulo con un ojo

abierto en su interior irradiando luz. El emblema que desde entonces se ha

  utilizado  en  todo  el  mundo  para  representar  a  Dios...  y  también  el  signo

máximo de los Illuminati.

Curtís  B.  Dalí,  ex  yerno  del  presidente  norteamericano  Franklin  D.

  Roosevelt  y  declarado  masón,  es  uno  de  los  muchos  especialistas  que

aseguran  que  los  Iluminados de Baviera no  sólo  no desaparecieron  tras  la

  persecución y desmoronamiento de su organización en Alemania, sino que

se reconstituyeron en la clandestinidad y siguieron adelante con sus planes.

En  su  opinión,  participaron,  y  muy  activamente,  en el  desarrollo  de  la

  Revolución francesa. 



  Preparando la revolución


  Cualquier  libro  o  enciclopedia  de  historia  califica  la  Revolución  francesa

como  uno  de  los  hechos  fundamentales  de  la  civilización  moderna,  que,

entre  otras  cosas,  sirvió  como  precedente  para  definir  algunos  de  los

  estándares  ideológicos  que  desde  entonces  ha  lucido  la  democracia:  el

  concepto actual de ciudadano, los derechos civiles, el sufragio universal, el

  humanismo  y  la  libertad  de  pensamiento...  El  impacto  de  los  hechos  que
condujeron a la caída de la monarquía de Luis XVI y su sustitución por una

  república,  aboliendo  el  mito  de  invencibilidad  del absolutismo,  fue  de  tal

calibre que aún hoy los franceses celebran su fiesta nacional el 14 de julio,

  festejando la toma de La Bastilla y cantando La Marsellesa. En general, la

imagen  que  el  ciudadano  de  a  pie  posee  de  la  Revolución  francesa  suele

estar bastante idealizada; piensa en ella como una época llena de peligros y

aventuras, pero también hermosa y esforzada, que hubiera merecido la pena

vivir.

Hay  muchos  libros  escritos  sobre  los  aspectos  externos  y  visibles  de  los

hechos  de  1789  y  los  años  posteriores,  así  que  no  nos  extenderemos

demasiado  sobre  ellos,  sino  sobre  los  que  no  suelen  aparecer  en  primera

página porque los Iluminad se han especializado en disimular su presencia

en los documentos históricos. 

  Aquellos  que  justifican  el  desencadenamiento  del  proceso  revolucionario

en las pésimas condiciones generales de la población francesa, y sobre todo

en  las  sucesivas  hambrunas  de  las  clases  inferiores,  desconocen  la

  influencia de los Illuminati en los acontecimientos. Prácticamente todos los

  pueblos  europeos  han  atravesado  en  algún  momento  de  su  historia

  circunstancias  críticas  parecidas  o  peores  y  nunca hasta  finales  del  siglo

XVIII  se  había  producido  una  rebelión  organizada  como  la  que  padeció

Francia  en  aquella  época,  ni  una  convulsión  politicosocial  como  la  que

llevó  implícita.  Tampoco  el  crecimiento  de  la  burguesía,  ni  la  cacareada

«crisis  del  absolutismo»  o  razones  similares  que  se  han  aducido  para

justificar  los  acontecimientos  parecen  suficientes.  Ni  siquiera  la

  combinación de todas ellas. ¿Entonces? ¿Acaso los franceses son Lina raza

aparte respecto al resto de los europeos?, ¿los únicos capaces de cambiar de

arriba abajo en tan poco tiempo un orden social consolidado durante siglos?

La única gran diferencia entre 1789 y otros momentos parecidos de épocas

  anteriores  radica  en  la  preparación  consciente  del proceso  revolucionario,

que fue calculado al detalle durante varios años antes de su estallido. Nada

quedó  al  azar.  Cuando  saltó  la  primera  chispa  fue  porque  la  cadena  de

  acontecimientos que seguiría estaba perfectamente trabajada en ese sentido,

  aunque, al final, la violencia y la brutalidad de su desarrollo hizo que sus

  creadores perdieran las riendas de éste.

Los  expertos  en  la  materia  saben  que  para  que  se  produzca  un  proceso

  revolucionario  con  éxito  «es  imprescindible  disponer  de  una  situación

previa  de  grave  alteración  generalizada  que  fuerce a  la  población  no  ya  a
pedir, sino a exigir un cambio». Si éste no se produce, se multiplicarán los

motines y las revueltas, pero es casi imposible que se llegue a la revolución

en  sí  «a  no  ser  que  existan  dos  factores  muy  concretos»  que  canalicen  la

misma:  «un  clima  cultural  e  intelectual»  que  alimente  y  reconduzca  las

fuerzas  en  efervescencia,  y  «un  grupo  constituido» que  se  encargue  de

«organizar  y  movilizar  a  las  masas»  dirigiéndolas  hacia  los  diversos

  objetivos, aunque ellas o, mejor dicho, y sobre todo ellas «no se den cuenta

de que alguien las está manipulando».

El clima cultural que se necesitaba para la Revolución francesa se larvó en

los  años  previos  de  la  Ilustración  y  el  enciclopedismo,  y  sus  principales

  inspiradores  fueron  el  filósofo  Charles  Luis  de  Secondât,  barón  de

  Montesquieu,  el  teórico  de  la  división  de  poderes, que  fue  iniciado  en  la

  masonería  durante  una  estancia  en  Londres  v  por  ello,  según  cierta

tradición  masónica,  puede  ser  considerado  como  el  primer  masón  real  de

  Francia, y François de Salignac de la Mothe, más conocido como Fenelón,

arzobispo de Cambrai, cuyo secretario y ejecutor testamentario fue Andrew

M. Ramsay, uno de los artífices de la masonería moderna.

En cuanto al grupo constituido, es evidente que los masones llevaron desde

el principio la voz cantante, aunque da la impresión de que había al menos

dos  clases  de  masonería  actúan  do:  la  «normal»  y  la  infiltrada  por  los

  Illuminati.  Diversas  fuentes,  empezando  por  algunos  protagonistas  de  la

época como Marat o Rabaut Saint Étienne denunciaron en su momento la

  presencia de «agitadores extranjeros», sobre todo ingleses y prusianos, que

  dirigieron  al  populacho  en  los  principales  episodios,  como  la  toma  de  La

Bastilla o el asalto al palacio de las Tullerías. En las confesiones obtenidas

durante  el  posterior  proceso  a  la  fracción  extremista  aparecen,  entre  otros

  agentes, los de un banquero prusiano llamado Koch, los austríacos Junius y

  Emmanuel Frey, y un español apellidado Guzmán. Sin olvidar que una de

las  figuras  de  mayor  interés  al  inicio  de  los  acontecimientos,  Felipe  de

  Orleans,  posteriormente  rebautizado  como  Felipe  Igualdad,  que  llegaría  a

ocupar el cargo de maestre del Gran Oriente de Francia, había sido iniciado

en  la  Gran  Logia  Unida  de  Inglaterra  y,  por  tanto, podría  haber  actuado

  aconsejado por estos rivales de los Illuminati.

  Recordemos la reunión organizada por los Rothschild pocos años antes en

  Frankfurt,  en  la  que se  había  estudiado  el  desencadenamiento del proceso

  revolucionario.  Según  el  especialista  Alan  Stang,  uno  de  los  delegados

franceses  que  asistieron  a  ese  encuentro  fue  el  introductor  de  los
  Iluminados en Francia, el político, orador y escritor francés Honoré Gabriel

de  Riqueti,  más  conocido  como  conde  de  Mirabeau,  presidente  de  la

  Asamblea Nacional Francesa en fecha tan crítica como la de 1789, y cuyo

nombre simbólico era el de Leónidas. 

  Mirabeau había sido captado años atrás durante su visita a la corte prusiana

de Berlín como enviado del propio Luis XVI. Gracias a su influencia, los

  Illuminati  penetraron  en  la  logia  parisina  Los  Amigos  Reunidos,

  rebautizada  como  Philalethes  (Buscadores  de  la  Verdad).  Entre  los

  prohombres conducidos a la «iluminación» por su labor proselitista figuran

  Desmoulins,  Saint  Just,  Marat,  Chenier...  y  el  obispo  Charles  Maurice  de

  Talleyrand  Périgord,  de  trayectoria  tortuosa  pero  larga,  puesto  que

siguiendo  los  planes  de  Weishaupt  reorganizó  en  noviembre  de  1793  las

  iglesias en Francia, motivo por el cual fue formalmente excomulgado por el

Papa; más tarde fue el encargado de dar el visto bueno a la coronación de

Napoleón  como  emperador  y,  aún  después,  llegó  a  ser  ministro  de

  Negocios  Extranjeros  con  Luis  XVIII  durante  la  segunda  Restauración.

Una  de  las  obras  más  célebres  de  Mirabeau,  en  la  que  ya  se  esbozan

  algunos  de  los  ideales  revolucionarios,  es  su  Ensayo  sobre  el  despotismo,

que  había  redactado  durante  uno  de  los  encierros  a los  que  le  sometió  su

padre  en  su  juventud  para  intentar  frenar  sus  costumbres  libertinas.  En

  público,  siempre  defendió  la  monarquía  constitucional,  aunque  su  propia

ideología no podía estar más de acuerdo con los principios revolucionarios.

Además de los Illuminati, se ha hablado de la influencia de la orden de los

  Templarios o, más bien, de sus herederos. La leyenda afirma que, cuando la

cabeza de Luis XVI caía guillotinada ante la turba, una voz más alta que las

otras  gritó:  «¡Jacques  de  Molay,  estás  vengado!»  Recordemos  que  De

Molay fue el último de los maestres templarios, ejecutado por orden del rey

francés Felipe el Hermoso. Cierta tradición masónica liga a las logias con

el  linaje  templario,  cuando  un  puñado  de  caballeros  perseguidos  logró

embarcar  en  el  norte  de  Francia  en  un  buque  con  destino  a  Escocia.  Allí

  encontraron  refugio  en  las  hermandades  de  constructores,  con  las  que  se

fundieron y constituyeron el llamado Rito Escocés Antiguo y Aceptado. En

aquel momento nació la idea de «la venganza templaria», según la cual, los

  templarios  «masonizados»  asumirían  como  objetivo  político  no  sólo  el

  derrocamiento  de  los  herederos  de  Felipe  el  Hermoso,  sino  de  toda  la

  dinastía Capeta. En el ritual del grado 30 del rito escocés se puede leer: «La

  venganza templaria se abatió sobre Clemente V no el día en que sus huesos
fueron  entregados  al fuego por  los  calvinistas  de  Provenza,  sino  el día en

que  Lutero  levantó  a  media  Europa  contra  el  papado en  nombre  de  los

derechos de conciencia. Y la venganza se abatió sobre Felipe el Hermoso

no  el  día  en  que  sus  restos  fueron  arrojados  entre los  desechos  de  Saint

Denis  por  una  plebe  delirante  ni  tampoco  el  día  en que  su  último

  descendiente revestido del poder absoluto salió del Temple, convertido en

prisión del Estado para subir al patíbulo [en referencia a Luis XVI], sino el

día  en  que  la  Asamblea  Constituyente  francesa  proclamó  frente  a  los

tronos, los derechos del hornee y del ciudadano.»



La Gloriosa


En un principio, la masonería de Francia se definía como una «sociedad de

  pensamiento»  de  influencia  cristiana,  pero  pronto  renunció  a  este  origen

bajo la influencia de ideólogos ingleses, de los que heredó el racionalismo

  mecanicista  que  desembocó  en  las  teorías  de  Voltaire  y  su  círculo,  y

  alemanes, de los que asumió el fuerte misticismo germano y la orientación

del  martinismo.  La  primera  logia  masónica  había  sido  constituida  en

territorio  galo  en  1725  con  el  nombre  de  Santo  Tomás  de  París  y  fue

  reconocida por la masonería de Inglaterra siete años más tarde. Se extendió

con  rapidez  entre  la  nobleza:  el  duque  de  Villeroy,  amigo  íntimo  de  Luis

XV, fue uno de los primeros iniciados franceses y se cuenta que el mismo

  soberano llegó a ingresar en la logia de Versalles junto a sus dos hermanos.

Sin  embargo,  en  1737  fue  oficialmente  prohibida,  ya  que  británicos  y

franceses estaban en guerra y la monarquía de París temía que el secreto de

sus conciliábulos sirviera para albergar algún tipo de traición.

Fieles a su tradición de clandestinidad, los masones hicieron caso omiso de

la prohibición y prosiguieron sus reuniones aún con mayor discreción en un

hotel  ubicado precisamente  en  el  barrio de  La  Bastilla.  Un primo  del  rey,

Luis  de  Borbón  Conde,  asumió  la  responsabilidad  de gran  maestre  hasta

1771. De ese modo, la organización fue ganando peso e influencia mientras

se extendía por toda Francia y crecía el debate en su propio seno: ¿centrarse

en  el  trabajo  interno  o  volcarse  hacia  el  mundo  y, en  especial,  hacia  la

política?  Al  acceder  a  la  dirección  el  duque  de  Chartres  se  produjo  la

  fractura definitiva entre el Gran Oriente de Francia y el Oriente de Francia.

Unos apostaban por la indiferencia religiosa y la intervención activa en el

  ambiente  politicosocial  del  país,  mientras  que  otros  insistían  en  que  los
rituales masónicos se habían constituido originalmente para centrarse en el

  desarrollo espiritual.

Poco  antes  del  estallido  revolucionario,  existían  al  menos  629  logias  en

  Francia, de las que sólo París contaba con 63. Se calcula que el número de

  francmasones franceses no bajaba de los 75 000. Y otro dato elocuente: el

período  revolucionario  comenzó  con  la  convocatoria de  los  Estados

  Generales, representantes del clero, la nobleza y el pueblo llano; de los 578

  miembros  del  Tercer  Estado,  al  menos  477  habían  sido  iniciados  en

  diferentes logias masónicas, a los que hay que sumar los 90 masones de la

  aristocracia y un número todavía indeterminado en el clero.

No se conoce, si es que existe, un documento escrito en el que la masonería

definiera alguna directiva concreta para iniciar, dirigir, sostener o canalizar

  directamente  el  proceso  revolucionario,  pero  los  números  son  elocuentes.

  Todos  los  ideólogos  del  nuevo  régimen,  así  como  la totalidad  de  sus

  dirigentes  políticos  sin  ninguna  excepción  de  interés,  fueron  masones.

Desde  los  teóricos  y  propagandistas,  como  Montesquieu,  Rousseau,

  D'Alambert, Voltaire y Condorcet, hasta los activistas más destacados de la

  Revolución, el Terror, el Directorio e incluso el bonapartismo, como los ya

  citados  Mirabeau,  Desmoulins,  Marat  y  también  Robespierre,  Danton,

Fouché, Siéyés... hasta el propio Napoleón. El misterio reside en averiguar

cuáles de ellos militaban también en las filas de los Illuminati y cuáles eran

dirigidos  por  sus  propios  compañeros  sin darse cuenta,  aunque  podríamos

  encontrar  alguna  pista  en  los  boletines  de  los  clubes  jacobinos  que

  utilizaban masivamente el icono del Ojo que Todo lo Ve.

No  sólo  eso.  Los  ciudadanos  ignorantes  asumieron  como  originales  y

  propios  de  la  Revolución  una  serie  de  símbolos  que en  realidad  siempre

habían pertenecido  a  la  masonería,  como  el  gorro  frigio,  los  colores de  la

bandera  republicana  (azul,  blanco  y  rojo  eran  los  distintivos  de  los  tres

tipos de logia vigentes en la época) y la escarapela tricolor (inventada por

  Lafayette,  francmasón  y  carbonario),  la  divisa  «Libertad,  Igualdad,

  Fraternidad»  e  incluso  La  Marsellesa  (himno  compuesto  por  el  masón

Rouget  de  L'Isle  e  interpretado  por  vez  primera  en la  logia  de  los

Caballeros Francos de Estrasburgo, el actual himno nacional de Francia).

El mismo Felipe Igualdad (Felipe de Orleans), en 1793 y tras haber votado

a favor de guillotinar a su primo el monarca y a su mujer María Antonieta,

quiso terminar con la práctica del secreto en la masonería porque según sus

palabras «la república es ya un hecho» y «en una república no debe haber
ningún secreto ni misterio». Quizá porque temía que, al igual que él había

  conspirado contra Luis XVI, alguien podía conspirar contra él. Lo cierto es

que la masonería como tal desapareció del escenario poco después. Y que

  Felipe Igualdad fue guillotinado ese mismo año, después de que su espada

  ceremonial fue rota en la asamblea del Gran Oriente de Francia.

La  revista  Iíumanisme,  editada  por  la  Gran  Logia  de  Francia, sentenciaba

en  1975  con  gran  claridad  que  «es  conveniente  recordar  que  la

  francmasonería  está  en  el  origen  de  la  Revolución  francesa»,  ya  que

  «durante  los  años  que  precedieron  a  la  caída  de  la monarquía,  las

  declaraciones de los Derechos del Hombre y la Constitución Rieron larga y

  minuciosamente  elaboradas  en  las  logias.  Y,  naturalmente,  desde  que  fue

  proclamada  la  República  francesa  se  adopta  la  divisa  prestigiosa  que  los

  francmasones habían inscrito siempre en el oriente de su templo: "Libertad,

Igualdad, Fraternidad"».

En la actualidad, los masones siguen refiriéndose a la Revolución francesa

como La Gloriosa.



La toma de La Bastilla


  Algunos de los episodios de la revolución resultan tragicómicos cuando se

analizan en profundidad. Es el caso del famoso asalto a La Bastilla del 14

de julio que el imaginario colectivo suele retratar como la reacción popular

de  los  ciudadanos  franceses,  que,  enardecidos  contra  la  represión  de  las

  autoridades  monárquicas,  atacaron  la  famosa  cárcel y  la  destruyeron

después de poner en libertad a los muchos y agradecidos reos políticos que

se  hacinaban  en  sus  malsanos  calabozos.  La  realidad  es  mucho  menos

  romántica. 

  Muchos historiadores han demostrado hace tiempo que al populacho no se

le ocurrió tomar La Bastilla hasta que no fue incitado a ello por una serie de

  alborotadores  profesionales.  El  experto  Christian  Funck  Bretano  llega  a

  asegurar en Las leyendas y archivos de La Bastilla que esos agentes fueron

  contratados  por  los  Illuminati,  que  movilizaron  auténticas  bandas  de

  criminales reclutados en Alemania y Suiza para aumentar los desórdenes en

París en los días previos a la revolución. En todo caso, cuando la turba se

  presentó ante los muros de aquella auténtica fortaleza exigió sin más a su

  comandante gobernador, De Launay, que se rindiera y abriera las puertas.

  Lógicamente,  el  militar  se  negó  y  la  muchedumbre  inició  entonces  el
ataque que el batallón de Inválidos encargado de la custodia de la prisión

  rechazó  con  facilidad.  Este  batallón  estaba  compuesto  por  soldados

  veteranos  que  habían  sufrido  heridas  de  importancia  o  mutilaciones  en

actos de guerra; el propio De Launay era cojo por esta causa.

Tras  reflexionar  someramente,  los  asaltantes  comprendieron  que  no

  conseguirían  nada  por  la  fuerza  y  propusieron  un  trato:  prometieron

respetar la vida de todos los soldados y dejarlos ir si a cambio entregaban a

los  presos  y  abandonaban  pacíficamente  el  lugar.  De  esta  manera  se

evitaría un derramamiento de sangre inútil. Teniendo en cuenta la situación

general  en  Francia,  y  sobre  todo  en  París,  así  como  la  imposibilidad  para

De  Launay  de  pedir  ayuda,  éste  aceptó  el  trato.  Abrió  las  puertas  de  la

prisión y en ese momento la multitud irrumpió en su interior. Esta aplastó a

los soldados por la pura fuerza de su número, los degolló y descuartizó, y

paseó después sus restos clavados en bayonetas por las calles de la capital

francesa.  La  misma  cabeza  del  ingenuo  De  Launay  fue  pinchada  en  una

pica  y  llevada  a  Versalles  para  exhibirla  antes  las  ventanas  del  palacio,

donde la propia reina María Antonieta la contempló con horror.

Y  todo  para  liberar  a  los  «muchos  y  torturados  presos  políticos  que

  agonizaban» en La Bastilla. Según algunos historiadores, en el momento de

la  destrucción  de  la  cárcel  esos  reos  eran  exactamente  siete:  dos  locos

  llamados  Tabernier  y  Whyte,  que  fueron  recluidos  por  el  régimen

  republicano  poco  después  en  el  manicomio  de  Charenton;  el  conde  de

  Solages, un libertino juzgado y condenado por diversos crímenes, y cuatro

  defraudadores  llamados  Laroche,  Béchade,  Pujade  y  La  Corrége,  todos

ellos  encarcelados  por  falsificar  letras  de  cambio en  perjuicio  de  los

  banqueros parisinos. Según otros historiadores, había un octavo preso, otro

  libertino  llamado  Donatien  Alphonse  François,  más  conocido  como  el

  marqués de Sade, quien precisamente en La Bastilla escribió algunas de sus

más famosas obras como Aliñe y Valcour, Las 120 jornadas de Sodoma o

  Justine.

Poco  después,  un  constructor  probablemente  masón  e Illuminati  llamado

Pierre Francois Palloy propuso desmantelar la prisión para construir con los

  mismos  bloques  una  pirámide,  «a  imitación  de  las  construidas  por  los

egipcios».  Nunca  sabremos  si  este  monumento  habría incluido  un  ojo

abierto  en  su  fachada,  porque  el  proyecto  fue  desechado  ante  sus

  dificultades  técnicas.  En  los  meses  siguientes,  el gobierno  revolucionario

  encarceló  y  ejecuto  a  muchas  más  personas  que  en  el  Antiguo  Régimen.
Eso  sí,  su  propaganda  consagró  la  toma  de  La  Bastilla  como  un  heroico

suceso popular.



El irresistible ascenso de Napoleón Bonaparte


Uno  de  los  sectores  que  había  apoyado  todo  el  proceso  revolucionario

desde  el  principio  había  sido  el  financiero.  Obviando  a  los  Rothschild,  el

  historiador  Albert  Matiez  señala  a  Jacques  Necker, director  general  de

Finanzas  y  primer  ministro  con  Luis  XVI,  Étienne  Delessert,  fundador  y

  propietario de la Compañía Aseguradora Francesa, Nicolás Cindre, agente

de cambio y Bolsa, y Boscary, presidente de la Caisse D'Escompte y titular

de varios cargos políticos, como algunos de los más relevantes banqueros

  implicados. Agotado el periodo de la Convención, los hombres de negocios

ocuparon  la  práctica  totalidad  de  los  puestos  de  importancia  en  la

  Administración republicana. 

La Revolución francesa degeneró finalmente en uno de los momentos más

  dramáticos  de  la  historia  de  ese  país:  la  dictadura  impuesta  por  el  Terror

  jacobino,  consagrada  en  el  decreto  del  14  Primario o  diciembre  de  1793,

que  suspendía  la  Constitución,  la  división  de  poderes  y  los  derechos

  individuales. Todo ello, sumado a la creación de un tribunal revolucionario

  sumarísimo,  llevó  al  primer  ensayo  de  régimen  totalitario  en  la  Europa

moderna.  Pese  a  presumir  de  su  carácter  anticlerical  y  antimonárquico, lo

que  incluía  la  persecución  de  la  nobleza,  una  categoría  contraria  por

  naturaleza  al  ideal  de  igualdad,  se  calcula  que  el número  de  víctimas

mortales  durante  este  período  no  bajó  de  las  40  000  y,  de  ellas,  un  70  %

fueron trabajadores y otro 14 %, gentes de clase media. Sólo el 8 % de las

  víctimas  fueron  de  origen  noble  y  otro  6  %  pertenecía  al  clero.  Buen

  ejemplo del tratamiento que los líderes revolucionarios dieron a las mismas

masas  que  los  encumbraron  fueron  las  matanzas  de  La  Vendée  donde  la

  Convención  se  propuso  «exterminar  a  los  bandoleros para  purgar

  completamente  el  suelo  de  la  libertad  de  esa  raza  maldita».  La  palabra

  bandoleros era un eufemismo para referirse a toda la población.

En  un  primer  momento,  los  habitantes  de  La  Vendée  habían  apoyado  el

  levantamiento  siguiendo  la  inercia  general  y  creyendo  las  promesas  de

  prosperidad y felicidad que traería la caída de la monarquía. Sin embargo,

la  sucesión  de  calamidades,  miseria  y  arbitrariedades  políticas  que  se

  sucedieron  a  partir  del  triunfo  del  régimen  republicano  acabó  por
  desencadenar  una  insurrección  de  los  independientes  y  orgullosos

  pobladores de la región. La Convención no se podía permitir ningún tipo de

  reacción  que  pusiera  en  peligro  el  futuro  del  inestable  régimen,  así  que

envió  al  ejército  a  la  zona,  señalando  en  uno  de  sus  pronunciamientos

  públicos  que  «se  trata  de  despoblar  La  Vendée»  hasta  el  punto  de  que

  «durante un año ninguna persona, ningún animal, encuentre subsistencia en

ese suelo».

La  brutal  represión  y  las  consiguientes  matanzas  de  hombres,  mujeres  y

niños  se  extendieron  bastante  tiempo  después  de  que  la  rebelión  fuera

  formalmente  aplastada,  como  demuestra  la  masacre  de  Nantes,  en  la  que

  centenares  de  personas  fueron  ahogadas  después  de  ser  amarradas  a

  embarcaciones que posteriormente hundieron.

Al fin, y como suele suceder en estos casos, la Revolución francesa acabó

  devorando  a  sus  propios  hijos  y  el  ideal  de  fraternidad  estalló

  definitivamente  en  mil  pedazos  cuando  empezaron  a  sucederse  las

traiciones  entre  dirigentes.  Herbert,  por  ejemplo, fue  guillotinado  con  el

visto  bueno  de  Danton,  pero  éste  subió  al  patíbulo poco  más  tarde

  empujado  por  Saint  Just  y  Robespierre,  quien,  según  algunas

  investigaciones,  había  sido  designado  ^n  persona  por  Adam  Weishaupt

para conducir la revolución, al menos hasta entonces. Las cabezas de éstos

  también rodarían en la denominada Reacción de Termidor, que desembocó

en  el  Directorio,  constituido  por  masones  como  Joseph  Fouché  o  el

  vizconde  de  Barrás.  Este  último  también  aparece,  según  varias  fuentes,

como  miembro  de  los  Illuminati.  Fue  el  encargado  de  elegir  a  Bonaparte

para dirigir el ejército francés, pese a su juventud.

  Después  llegó  el  golpe  de  Estado  del  18  y  19  Brumario,  9  y  10  de

  noviembre, de 1799, en el que la figura más visible y gran protagonista fue

  Napoleón, en aquellos momentos un héroe popular tras sus victorias en las

  campañas  militares  contra  los  enemigos  europeos  de la  Revolución

francesa.  Napoleón  había  ingresado  durante  su  campaña  de  Italia  en  la

logia  Hermes  de  rito  egipcio,  aunque  según  otros  autores  ya  había  sido

  iniciado  en  una  logia  marsellesa  de  rito  escocés  cuando  era  un  oscuro

teniente  del  ejército.  Durante  su  mandato,  siempre se  rodeó  de  masones,

  algunos de ellos en contacto directo con los Illuminati. Su propio hermano

José, al que impuso como rey de España, donde recibió el apelativo popular

de Pepe Botella> llegó a ser gran maestre. En fecha tan simbólica como la

  Nochebuena  del  mismo  1799,  impulsó  la  nueva  Constitución,  que
  estableció el Consulado y permitió que una paz relativa se fuera instalando

en  el  interior  del  país.  A  cambio,  utilizó  las  energías  bélicas  aún  latentes

para  su  propio  beneficio,  construyendo  el  ejército más  poderoso  de  su

época y lanzándolo a la conquista de Europa. 

Al  principio,  el  emperador  sumó  una  victoria  tras  otra,  y  no  todas  ellas

fueron de índole militar. En 1810, por ejemplo, confiscó uno de los tesoros

  documentales  más  preciados  para  una  organización  como  la  de  los

  Illuminati, los Archivos Vaticanos, que fueron trasladados a París. Se habla

de varios miles de valijas con documentación de todo tipo. La mayor parte

fue  devuelta  tiempo  después,  pero  no  toda.  Finalmente  y  tras  haber

  derrotado a casi todos sus enemigos, las tropas napoleónicas fracasaron en

los  extremos  de  Europa:  en  España,  donde  la  guerrilla  y  la  resistencia

popular propiciaron las primeras derrotas de los hasta entonces invencibles

  granaderos y, sobre todo, en Rusia, cuya campaña concluyó en un desastre

  absoluto cuando los rusos incendiaron el Moscú recién conquistado y, con

la ayuda del «General Invierno», forzaron a la expedición francesa, carente

de pertrechos, a iniciar una agónica retirada. Se dice que algunos dirigentes

  Illuminati juraron odio y venganza contra el pueblo ruso y su zar por haber

dado al traste con sus planes.

Las  guerras  napoleónicas  reportaron  grandes  beneficios  al  entonces

  denominado  Sindicato  Financiero  Internacional,  en  el  que  figuraban

  prohombres  como  Rothschild,  Boyd,  Hope  o  Betham.  para  empezar,  sólo

dos meses después de la llegada de Bonaparte al poder nació el Banco de

  Francia. Esta institución privada cuyo presidente y administradores no eran

  nombrados  por  la  Asamblea  Nacional,  sino  por  los  accionistas

  mayoritarios,  recibió  desde  el  principio  un  trato  notable  de  la  nueva

  Administración:  ejerció  el  privilegio  de  recibir  en  axenta  corriente  los

fondos  de  la  Hacienda  Pública  y,  tres  años  más  tarde,  también  solicitó  y

obtuvo la facultad exclusiva de la emisión de papel moneda. Este sistema

de  control  financiero  y  por  tanto  económico  y  a  la larga  político  de  las

  naciones fue exportado en años sucesivos a otros países europeos.

El historiador británico McNair Wilson asegura que la verdadera razón de

la caída de Napoleón fueron las medidas que éste tomó contra los intereses

  comerciales  de  los  banqueros  al  organizar  un  bloqueo  total  contra

  Inglaterra,  a  la  que  siempre  consideró  la  principal  potencia  enemiga.  En

esto  coincide  con  el  análisis  de  otros  investigadores,  según  los  cuales,

  Bonaparte  no  fue  más  que  un  instrumento  en  manos  de  los  Illuminati.  Su
misión consistía en edificar una Europa unida bajo su autoridad, basada a

su  vez  en  los  principios  inspiradores  de  la  Revolución  francesa,  pero  fue

  retirado del juego cuando no sólo fracasó en la campaña de Rusia, sino que

  empezó a tomar sus propias decisiones en lugar de acatar las órdenes que

recibía  en  secreto.  Es  un  hecho  que  los  hermanos  Nathan  y  James

  Rothschild financiaron los ejércitos del duque de Wellington, a la postre el

gran vencedor de Napoleón en el campo de batalla. 

De  cualquier  manera,  durante  el  imperio  napoleónico  comenzó  un  nuevo

ciclo que permitió la expansión de los principios revolucionarios, y también

los de los Illuminati, hasta el último rincón del viejo continente. Aunque su

aventura  finalizara  de  forma  diferente  a  como  había  sido  diseñada  en  la

sombra, lo cierto es que, cuando el Pequeño Corso cayó definitivamente, el

  antiguo orden europeo había quedado destruido por completo.

Los  Illuminati  se  dieron  por  contentos  con  la  experiencia  adquirida  y

  permitieron una reordenación temporal del asolado continente europeo, en

el que se redistribuyeron los territorios conquistados a fin de conseguir un

  mínimo equilibrio de poder entre las potencias triunfantes. El Congreso de

Viena  sólo  fue  la  cara  visible  de  las  negociaciones  bajo  cuerda  que

sirvieron entre otras cosas para consolidar la restauración de la monarquía

en Francia con un débil Luis XVIII al frente de la institución y para señalar

a  Suiza  como  el  país  neutral  por  excelencia  a  fin  de  servir  mejor  a  los

  intereses financieros.

  Entretanto,  los  tres  monarcas  más  importantes  del  momento,  el  zar

  Alejandro  I  de  Rusia,  Francisco  II  de  Austria  y  Hungría  y  Federico

  Guillermo III de Prusia, firmaron en septiembre de 1815 la Santa Alianza,

un  pacto  por  el  cual  se  comprometían  a  ayudar  a  cualquier  rey  que  se

  comprometiera a defender los principios cristianos en todos los asuntos de

Estado,  haciendo  de  ellos  «una  hermandad  real  e  indisoluble».  Todos

  recordaban  muy  bien  lo  que  le  había  ocurrido  a  Luis  XVI  y  a  su  esposa

María  Antonieta  y  ninguno  deseaba  que  volviera  a  desatarse,  ni  en  sus

  respectivas naciones ni en el resto de Europa, otro proceso revolucionario

  similar.  Ninguno  sospechaba,  tampoco,  que  el  ministro  austríaco  de

  Exteriores, el príncipe Klemens Furst von Metternich, el llamado árbitro de

la paz en el Congreso de Viena, fuera un agente más de los Rothschild.

Los  intentos  posteriores  de  recomposición  política sólo  sirvieron  para

causar  sucesivas  convulsiones  y  nuevas  revoluciones  que  salpicaron
además  al  continente  americano  y  acabaron  conduciendo  a  la  tremenda

  hecatombe que comenzó aquel caluroso verano de 1914. 




                                        Hay dos historias, la oficial, embustera,

                                        que se enseña ad usum delfini, y la real,

                                          secreta, en la que están las verdaderas

                                    causas de los acontecimientos: una historia

                                                                          vergonzosa.

                                                              HONORÉ DE BALZAC, 

                                                                    escritor francés



La herencia de Weishaupt


  Estudiando  la  evolución  de  los  acontecimientos,  resulta  obvio  que  los

  Illuminati  no  desaparecieron  tras  su  «destrucción» oficial.  En  general,

todos sus dirigentes resultaron ilesos y la mayoría de ellos permanecieron

  activos  hasta  el  final  de  sus  vidas,  bien  a  través de  su  labor  en  las  logias

  masónicas  en  Europa  o  América,  influyendo  en  los  sucesivos

  acontecimientos  revolucionarios,  bien  organizando  nuevas  sociedades  de

las  que  apenas  nos  han  llegado  algunos  rumores  sordos.  Lo  que  parece

claro  es  que  si  alguno  de  ellos  todavía  no  había  comprendido  la

  importancia  del  secreto,  a  partir  de  entonces  éste se  transformó  en

  condición  sine  qua  non  para  todas  y  cada  una  de  sus  actividades.  Eso

  implicaba  ocultar  la  propia  pertenencia  a  la  orden a  todos  los  que  no

  estuvieran iniciados en la misma o a los que se quisiera reclutar, incluso a

los propios familiares. De esta forma, los Illuminati lamieron sus heridas en

la  oscuridad  mientras  reflexionaban  sobre  los  errores  cometidos  en  su

primer asalto al poder y perfeccionaban el plan para el segundo.



La fórmula de Hegel


Si  los  planes  de  conquista  mundial  de  Weishaupt  no se  habían  hecho

  realidad con la Revolución francesa, fue tal vez por dos motivos. Primero,

porque aún no contaba con el número suficiente de conjurados para abarcar

todos los frentes. El mundo conocido se hacía más y más grande cada día

que  pasaba,  a  medida  que  la  exploración  y  la  colonización  en  los  siglos

XVIII  y  XIX  extendían  las  fronteras  occidentales.  Es  probable,  por  otra
parte, que si el lugar de operaciones se hubiera limitado a Europa como en

siglos  precedentes,  se  habría  podido  alcanzar  el  objetivo  previsto.  Y

segundo,  porque  carecía  de  un  buen  plan  para  movilizar  a  las  masas

  ignorantes en apoyo de sus ideas.

En efecto, los Iluminados de Baviera comprendían que cuanto más grande

fuese  un  grupo  de  gente,  más  fácil  resultaba  manipularlo;  sobre  todo

cuando  sus  integrantes  están  convencidos  de  que  viven  en  un  régimen

  protector  de  sus  libertades  y  por  tanto  abdican  de su  individualidad  y  su

  responsabilidad en el Estado. Pero en su época no disponían de medios para

transmitir sus mensajes. No existía todavía el cine, la televisión o Internet...

y  la  lectura  de  periódicos  o  libros  se  limitaba  a  las  clases  altas  de  la

sociedad. Por tanto, la única forma de llegar a las masas para convencerlas

de las bondades del plan iluminista, y sobre todo para evitar que dejaran de

  apoyarlo por cansancio o por miedo, era a través de agentes instigadores en

los  partidos  políticos,  los  sindicatos  y  las  organizaciones  sociales.  Ahora

bien, resultaba harto difícil unificar la estrategia ante el elevado número de

  personas  que  debían  disponer  de  las  directrices,  que,  además,  cambiaban

con cierta frecuencia. 

En 1823, un profesor y filósofo alemán llamado Georg Wilhelm Friedrich

Hegel  solucionó  este  problema.  El  famoso  discípulo de  Emmanuel  Kant

  estudiaba  en  el  seminario  de  Tubinga  cuando  se  desató  la  Revolución

francesa. Desde el principio, Hegel se sintió entusiasmado por los valores y

el espíritu que transmitía ese acontecimiento sin precedentes en la historia

de  la  Europa  moderna.  Es  más,  durante  toda  su  vida celebró  el  día  de  la

toma de La Bastilla como si se tratara de su propio cumpleaños. El joven

Hegel  había  hecho  de  la  polis,  el  concepto  griego  de  ciudad,  su  ideal

  personal. En su opinión, el hombre no necesitaba pensar en el más allá o en

otros  mundos  para  ser  feliz,  porque  los  ideales  de belleza,  libertad  y

  felicidad  podían  materializarse  en  esa  misma  polis.  Las  primeras  noticias

  procedentes  de  París  le  hicieron  pensar  que  lo  que intentaban  los

  impulsores  de  la  revolución  era  construir  conscientemente  en  Francia  lo

que  los  antiguos  griegos  habían  disfrutado  simplemente  por  vivir  en  ese

  momento  histórico.  El  hombre  pasaba  a  ser  el  centro  definitivo  del

  universo, sin necesidad de utilizar la muleta de ninguna divinidad.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y quedaba claro que los bellos

ideales del principio se transformaban en una orgía de sangre y horror hasta

  desembocar  en una  auténtica dictadura, los  ánimos de  Hegel  se  enfriaron.
Al  final  de  su  vida  seguía  recordando  con  nostalgia  el  espíritu  de  la

revolución  y,  con  horror,  su  materialización.  Intentó  explicar  lo  ocurrido

  afirmando  la  contradicción  de  intentar  imponer  la  libertad.  Los

  revolucionarios, en nombre del ideal universal de libertad, «han negado las

  particularidades de los franceses comunes y en especial su fe cristiana. Al

negar  lo  particular,  por  lógica  lo  universal  termina  particularizándose

  también. Para mantener la totalidad no se puede negar algo, sino incluirlo.

Lo universal debe incluir todas las particularidades».

Hegel acabó elaborando un nuevo tipo de lógica, la dialéctica, que reúne a

los opuestos en una nueva síntesis que los abarca y los supera a ambos. En

su opinión, esta lógica regía tanto al pensamiento humano como a la propia

  naturaleza.

¿Cómo  se  podía  aplicar  semejante  razonamiento  en  el  caso  de  los

  Illuminati?  Según  Hegel,  la  existencia  de  un  tipo  concreto  de  gobierno  o

sociedad,  llamada  tesis,  acabaría  por  fuerza  provocando  la  aparición  del

  opuesto; es decir, una sociedad contraria llamada antítesis. Tesis y antítesis

  comenzarían a luchar entre sí en cuanto tuvieran el menor contacto, puesto

que  la  existencia  de  una  amenazaba  la  existencia  de  la  otra.  Si  ambas

  luchaban  durante  un  largo  período  sin  que  ninguna  de  ellas  consiguiera

aniquilar definitivamente a la otra, la batalla evolucionaría hacia un tercer

tipo de sociedad diferente constituida por una mezcla de las dos, un sistema

híbrido  llamado  síntesis,  que  acabaría  por  absorberlo  todo,  por

  universalizar la sociedad.

  Aplicando esta lógica a la historia de Europa, los Illuminati comprendieron

que,  en  efecto,  en  los  conflictos  entre  sus  pueblos  y  naciones  siempre  se

había  producido  el  triunfo  de  una  tesis  sobre  otra hasta  desembocar  en  la

  sociedad  de  su  época:  una  síntesis  que  abarcaba  las  sucesivas  herencias

  paganas,  grecorromanas  y  cristianas  acumuladas  durante  tantos  siglos  y

que,  dominada  por  el  cristianismo,  la  monarquía  y  la  libre  empresa,  se

  agrupaba genéricamente bajo el nombre de sociedad occidental.

Ahora  sí,  el  camino  a  seguir  estaba  meridianamente claro.  Era

  imprescindible  arrebatar  a  la  sociedad  occidental  su  carácter  de  síntesis  y

  convertirla en una nueva tesis. Eso sólo se podía hacer mediante la creación

y oposición de una nueva antítesis, es decir, una nueva sociedad contraria a

la occidental, lo suficientemente poderosa como para amenazar su lugar en

el  mundo,  aunque  no  tanto  como  para  destruirla.  Después,  bastaba  con

mantener  la  guerra  entre  ambas  durante  varias  generaciones  para  que,  al
fin, las masas humanas de uno y otro bando, agotadas, reclamaran a gritos

la  paz  y  el  entendimiento  entre  ambos  mundos.  Eso  desembocaría  en  la

  formación  de  una  nueva  síntesis,  una  sociedad  occidental  y  contraria  a  la

  occidental  al  mismo  tiempo,  que  globalizaría  a  la  humanidad,  y  cuyo

  advenimiento sólo sería posible gracias a los manejos en la sombra de los

  Iluminados.

El  proceso  sería  obviamente  más  largo  y  complejo  de  lo  que  en  un

  principio había imaginado Weishaupt, ya que a principios del siglo XIX no

existía  en  el  mundo  nada  parecido  a  la  nueva  antítesis  que  necesitaba  la

orden y tampoco interesaba sentarse a esperar a que surgiera por evolución

  natural.  Así  que  la  clave  definitiva  a  partir  de  ese  momento  fue  doble:

primero, construir esa nueva sociedad que sirviera de antítesis y, segundo,

  enfrentarla  a  la sociedad  occidental  de  acuerdo  con  el  concepto  de guerra

  permanente.  Como  decía  Hegel:  «El  conflicto  provoca  el  cambio  y  el

conflicto planificado provocará el cambio planificado.»

En  realidad,  todo  el  razonamiento  era  muy  similar  a  la  vieja  técnica

  bancaria  de  financiar  a  los  dos  bandos  a  la  vez,  con  la  diferencia  de  que

ninguno de los contendientes originales triunfaría en el combate final, sino

que lo haría un tercero por encima de ellos.

A  esas  alturas,  resulta  fácil  imaginar  cómo  se  sentaron  a  deliberar  los

  Illuminati sobre la mejor manera de crear una buena antítesis de la sociedad

  occidental.  Para  ello  bastaba  con  tomar  las  ideas  sobre  las  cuales  se

asentaba  ésta  e  invertirlos.  Si  la  tesis  estaba  basada  en  gobiernos

  monárquicos, cristianos y económicamente favorables a la libre empresa y

a la individualidad personal, la antítesis por fuerza debía construirse a partir

de  gobiernos  populares  (sólo  en  apariencia,  porque si  no  degenerarían  en

  anarquía), ateos y económicamente dirigidos por el Estado, en los que los

ciudadanos carecerían de autonomía personal.

Quizá,  sólo  quizá,  sea  una  coincidencia  que  Karl  Marx,  filósofo  alemán,

que estuvo viviendo en París en 1843, fundara poco después la Asociación

  Internacional de Trabajadores, también llamada la Primera Internacional, y

  algunos  años  más  tarde  publicara  una  de  las  obras  políticas  más

  importantes del  mundo, en  la  que  se  recogían punto por  punto  los ideales

de los Illuminati, El Capital.
La guerra permanente


Un  ex  agente  de  los  servicios  secretos  británicos, William  Guy  Carr,

  publicó  en  su  libro  Peones  en  el  juego  parte  de  la correspondencia

  mantenida entre 1870 y 1871 entre Giuseppe Mazzini y Albert S. Pike, que

hoy  se  conserva  en  los  archivos  de  la  biblioteca  del  British  Museum,  en

  Londres.  En  una  de  las  cartas,  fechada  el  15  de  agosto  de  1871,  Pike  le

comunica a Mazzini el plan a seguir por los Illuminati: «Fomentaremos tres

guerras  que  implicarán  al  mundo  entero.»  La  primera  de  ellas  permitiría

derrocar  el  poder  de  los  zares  en  Rusia  y  transformar  ese  país  en  la

  fortaleza  del  «comunismo  ateo»  necesaria  como  antítesis  de  la  sociedad

  occidental.  Los  agentes  de  la  orden  «provocarán  divergencias  entre  los

  imperios británico y alemán, a la vez que la lucha entre el pangermanismo

y el paneslavismo». Un mundo agotado tras el conflicto no interferiría en el

  proceso constituyente de la «nueva Rusia», que, una vez consolidada, sería

utilizada para «destruir otros gobiernos y debilitar las religiones». 

El  segundo  conflicto  se  desataría  aprovechando  las diferencias  entre  los

  fascistas  y  los  sionistas  políticos.  En  primer  lugar,  se  apoyaría  a  los

  regímenes  europeos  para  que  derivaran  hacia  dictaduras  férreas  que  se

opusieran  a las democracias  y  provocaran  una nueva convulsión  mundial,

cuyo fruto más importante sería «el establecimiento de un Estado soberano

de  Israel  en  Palestina»,  que  venía  siendo  reclamado  desde  tiempos

  inmemoriales  por  las  comunidades  judías,  cuyos  rezos  en  las  sinagogas

  incluían  siempre  la  famosa  muletilla,  «el  año  que  viene,  en  Jerusalén»,

  expresando así el anhelo de reconstituir el antiguo reino de David. Además,

esta  nueva  guerra  permitiría  consolidar  una  Internacional  Comunista  «lo

  suficientemente  robusta  para  equipararse  al  conjunto  cristiano».  Los

  Illuminati preveían que en ese momento podrían disponer así, por fin, de la

ansiada antítesis.

La  tercera  y  definitiva  guerra  se  desataría  a  partir  de  los  enfrentamientos

entre  sionistas  políticos  y  dirigentes  musulmanes. Este  conflicto  debía

  orientarse  «de  forma  tal  que  el  Islam  y  el  sionismo  político  se  destruyan

  mutuamente»  y  además  obligara  «a  otras  naciones  a  entrar  en  la  lucha,

hasta el punto de agotarse física, mental, espiritual y económicamente».

Al  final  de  la  tercera  guerra  mundial,  pronosticaba  Pike,  los  Illuminati

  desencadenarían  «el  mayor  cataclismo  social  jamás  conocido  en  el

  mundo»,  lanzando  una  oleada  revolucionaria  que,  por  comparación,

reduciría  la  época  del  Terror  en  Francia  a  un  simpático  juego  de  niños.
«Los  ciudadanos  serán  forzados  a  defenderse  contra una  minoría  de

  nihilistas  ateos»,  que  organizarán  «las  mayores  bestialidades  y  los

alborotos  más  sangrientos».  Las  masas,  decepcionadas  ante  la  nula

respuesta de las autoridades políticas y religiosas, serían llevadas a tal nivel

de  desesperación  que  «destruirán  al  mismo  tiempo  el  cristianismo  y  los

  ateísmos»  y  «vagarán  sin dirección  en  busca de  un  ideal».  Sólo  entonces,

según Pike, se revelaría «la luz verdadera con la manifestación universal de

la doctrina pura de Lucifer, que finalmente saldrá a la luz». Los Illuminati

  presentarían  al  mundo  a  un  nuevo  líder  capaz  de  devolver  la  paz  y  la

  normalidad al planeta (y que sería identificado como la nueva encarnación

de  Jesucristo  para  los  cristianos,  pero  al  mismo  tiempo  como  el  mesías

esperado por los judíos y el mahdi que aguardan los musulmanes) y todo el

  proceso desembocaría finalmente en la anhelada síntesis.

La  horrorosa  profecía  coincidía  con  las  ideas  de  Hegel  y,

  sorprendentemente,  se  ajusta  hasta  ahora  de  una  manera  bastante  fiel  a  la

  evolución  histórica  que  conocemos.  ¿Quién  era  este Albert  S.  Pike,  que

  hablaba con fría indiferencia de los mayores desastres de la humanidad?, ¿y

  Mazzini, que asentía silenciosamente ante esos planes?

Como  ya  se  ha  explicado  anteriormente,  en  Francia  los  Illuminati

  sobrevivieron a través de la infiltración de sus miembros en la masonería;

en  otros  países  europeos  y  americanos  sucedió  algo similar.  La  orden

  encontraba refugio donde podía y cada vez se extendía más en su seno la

creencia  de  que  los  nuevos  pasos  a  dar  se  tendrían que  enmarcar  en  un

  escenario diferente, fuera de Francia y de Alemania, donde habían actuado

  preferentemente.  Así  que,  según  diversos  autores,  el  italiano  Giuseppe

Mazzini  fue  designado  nuevo  jefe  de  la  orden  en  1834.  Mazzini  había

  alcanzado el grado 33 de la masonería italiana en la Universidad de Génova

y,  al  igual  que  habían  hecho  los  Illuminati  franceses,  promovió  a  los

  italianos  para  que  mantuvieran  una  doble  militancia  integrándose  en  la

  organización  de  Los  Carbonarios.  Esta  última  sociedad,  cuya  meta

  declarada en 1818 era «idéntica a la de Voltaire y la Revolución francesa:

la  aniquilación  del  catolicismo  en  primer  lugar  y, en  último  término,  de

todo  el  cristianismo»,  gozó  de  una  gran  popularidad  en  el  mundo  rural

francés e italiano durante los años siguientes.

El  origen  del  Carbonarismo  o  Masonería  Forestal  se encuentra  en  los

  bosques del Jura. Al igual que la masonería clásica nació entre los gremios

de constructores medievales, las sectas carbonarias fueron en un principio
grupos  de  trabajadores  y  artesanos  que  se  llamaban a  sí  mismos  la

  Hermandad  de  los  Buenos  Primos  y  que  se  dedicaban  en  su  mayoría  a

elaborar carbón vegetal A partir de la tala de árboles. SLI precedente más

  conocido fue la Orden de los Cortadores, cuyos ritos esotéricos, practicados

por  los  leñadores  del  Borbonesado,  fueron  trasladados  a  París  como  un

  exotismo  rural  por  un  caballero  francés  llamado  Beauchaine.  Durante  el

siglo XIX la infiltración en los carbonarios de diversos refugiados políticos,

entre  ellos  masones  e  Iluminados,  acabó  poniendo  también  esta

  organización en la órbita de las sociedades controladas por los herederos de

Adam Weishaupt.

Muchas de las ceremonias de los carbonarios, cuyas logias compuestas por

diez  miembros  se  llamaron  en  principio  Bosques  Jurásicos  y

  posteriormente pasaron a ser Ventas, se desarrollaban en el interior de los

  bosques, donde los asistentes se sentaban sobre troncos, y los instrumentos

del trabajo del leñador sustituían a los del constructor. En lugar de escuadra

y  compás,  los  carbonarios  utilizaban  el  hacha  y  la sierra,  pero,  por  lo

demás, las preguntas y respuestas rituales de sus ceremonias se asemejaban

mucho a las de la masonería. Si un neófito superaba la prueba de iniciación,

le sentaban en un tronco cortado sobre el que debía sostener un hacha con

la  mano  izquierda.  Con  un  puñal  apoyado  contra  el  pecho  debía  jurar

guardar  el  secreto  sobre  la  X,  es  decir,  sobre  la  Hermandad  Carbonaria,

cuyo nombre no se pronunciaba jamás. Los juramentos se realizaban con el

puño cerrado y alzado, una expresión de la unión fraternal de los iniciados.

Si  un  renegado  rompía  su  promesa  de  silencio  era  asesinado  sin

  misericordia. La obsesión por el secreto, heredada de la experiencia de los

  Illuminati, desarrolló una serie de gestos para reconocerse entre sí, ya que

en la jerarquía carbonaria, sólo el fundador de cada venta, conocido como

  diputado, tenía potestad para relacionarse con el nivel superior. Entre estos

  gestos figuraba una serie de golpes con el dedo (uno aislado, dos rápidos y

tres lentos, sucesivamente) sobre el brazo izquierdo de otro miembro o bien

un ademán con las manos, como si alguien subiera una escalera.

En  principio,  la  organización  se  había  fundado  para  ayudar  y  dar  soporte

entre sí a sus miembros, pero, tras caer en las manos de los Illuminati, éstos

  reorientaron sus fines y empezaron a trabajar en favor de un gran proyecto,

la unificación de Italia, para la que se barajó en un principio el nombre de

Ausonia.  El plan  pasaba por crear  una  república  moderna  y  federada, que
constara de 21 provincias y con una bandera triangular, como el sello de los

  Iluminados.

Para conseguir el mayor apoyo posible, Mazzini constituyó la Joven Italia,

un  grupo  político  que  pronto  fue  imitado  en  todos  los  países  donde  los

  carbonarios  habían  conseguido  presencia,  como  Alemania  (a  la  Joven

Alemania se afilió el poeta Heinrich Heine), Inglaterra (Benjamín Disraeli

  comenzó en la Joven Inglaterra la carrera que le condujo hasta el puesto de

primer ministro británico) o España, entre otros. El carbonarismo, por otra

parte,  había  desembarcado  en  España  en  1823,  junto con  un  grupo  de

  exiliados napolitanos que huían de la derrotada revolución liberal en Italia.

Uno  de  ellos,  llamado  Pecchio,  fundó  en  Madrid  la  versión  ibérica  de  la

  organización, que fue destruida con la llegada de los Cien Mil Hijos de San

Luis.  El  resultado  natural  de  la  idea  dio  lugar  a  una  Joven  Europa,  una

  federación que se constituyó en Berna sobre la base de los demás grupos y

que  ya  no  escondía  su  deseo  de  impulsar  a  los  países  europeos  hacia  una

unificación  política  real.  Sin  embargo,  las  rivalidades,  desconfianzas  y

planes particulares de las diferentes sociedades truncaron la unidad en muy

poco tiempo.

Los  carbonarios  estuvieron  detrás  de  diversas  insurrecciones  de  corte

liberal  en  varios  puntos  de  Europa,  como  en  la  revolución  de  1830  en

  Francia,  cuya  chispa  fue  la  actuación  de  uno  de  los  miembros  de  la

dirección  suprema  de  la  organización  llamado  Barthe,  que  instigó  a  un

grupo  de  patronos  para  que  despidieran  a  sus  obreros  sin  una  buena

  justificación y así aprovechar el descontento creado para lanzar las masas a

la  calle.  El  caos  social  y  político  resultante  acabó  por  llevar  al  poder  a

  Felipe  de  Orleans,  o  Felipe  Igualdad,  quien  en  agradecimiento  nombró  a

tres  ministros  carbonarios,  entre  ellos  al  propio  Barthe.  Otro  de  los

  carbonarios  más  conocidos  fue  Philippo Michele  Buonarrotti,  llamado  «el

primer  revolucionario  profesional»,  organizador  de diversas  sociedades

secretas  y,  según  diversos  estudiosos,  probable  modelo  para  el  personaje

del conde de Montecristo en la novela homónima de Dumas. A pesar de la

brutalidad  de  sus  métodos  y  su  carácter  revolucionario,  el  carbonarismo

dejó hondas secuelas en la historia del nacionalismo italiano, así como en

los  acontecimientos  políticos  de  otros  países,  como  Portugal,  donde  se  le

achaca ser uno de los probables responsables de la caída de la monarquía. 

Pero los carbonarios no fueron los únicos revolucionarios utilizados por los

  Illuminati.  En  una  época  minada  de  sociedades  conspirativas  y  de
  revoluciones de todo tipo, también es digna de contar la historia de Louis

Auguste Blanqui, un hombre violento e implacable pero de gran capacidad

  organizativa,  que  fundó  en  Francia  la  organización conocida  como  Las

  Familias, en cuya constitución y desarrollo participaron líderes carbonarios.

Diversos  expertos  afirman  que  Blanqui  fue  el  primero  en  plantear  el

  concepto  de  lucha  de  clases,  que  más  tarde  Karl  Marx  desarrollaría  con

mayor  detalle,  así  como  el  de  librepensador,  que  es  como  él  mismo  se

  autodefinía.  Cada  Familia  la  componían  doce  miembros  que  actuaban

como  un  compartimento  estanco  trabajando  por  los  mismos  fines  que  la

  Revolución  francesa.  En  1836  su  conspiración  fue  descubierta  y

  desarticulada, pero menos de un año después Blanqui había inventado una

nueva.  En  realidad  era  la  misma  pero  con otro nombre,  Las Estaciones,  y

había  sido  organizada  con  más  precauciones.  La  unidad  básica  de  la

  sociedad  era  la  Semana,  compuesta  por  seis  miembros  dirigidos  por  un

séptimo.  Cuatro  Semanas,  o,  mejor,  los  séptimos  de cuatro  Semanas,  se

reunían  y  formaban un  Mes.  Tres  Meses tenían una  Estación como  jefe  y

  organizador.  Cuatro  Estaciones  estaban  a  las  órdenes  de  un  agente

  revolucionario designado muy probablemente por los Illuminati. En mayo

de 1839, las Estaciones se sublevaron, aunque casi todos los obreros que se

  levantaron en armas tras la bandera roja enarbolada por Blanqui ignoraban

en  realidad  quiénes  eran  sus  superiores  últimos.  Esta  revolución  también

fracasó  y  Blanqui  acabó  en  la  cárcel.  Sin  embargo, aunque  había  sido

  condenado  inicialmente  a  muerte,  logró  permutar  el castigo  y  acabó

saliendo de prisión. Aún tuvo fuerzas para fundar una nueva organización

secreta llamada Los Cocodrilos que, como todas las anteriores, acabó en el

cubo de la historia. Murió en 1881.

  Volviendo  a  Mazzini,  durante  el  proceso  de  la  unificación  italiana  apoyó

sin  dudar  a  otros  líderes  revolucionarios  como  el  mítico  Giuseppe

  Garibaldi, cuyos partidarios fueron conocidos como «los camisas rojas», y

a  diversos  intelectuales,  entre  los  que  destacó  el famoso  compositor

  Giuseppe  Verdi,  cuyo  apellido  fue  utilizado  con  doble  sentido  en

numerosas  pintadas  patrióticas  en  las  que  «¡Viva  Verdi!»  significaba  en

  realidad «¡Viva Vittorio Emmanuelle, Rege D'Italia!». 

Tras largos años de guerras con sus respectivas derrotas y victorias, exilios

y regresos, en 1861 los revolucionarios lograron construir una Italia nueva

y unida, aunque no como república, como deseaba Mazzini, sino como una
monarquía  dirigida  por  Víctor  Manuel  II,  como  proponía  el  aristócrata  y

político Camilio Benso Cavour, artífice de la unificación de Italia.

El  modo  de  comportarse  de  Mazzini  generó  críticas  dentro  de  su  propia

  organización.  En  abril  de  1836,  bajo  el  apelativo  de  Nubius,  uno  de  los

  dirigentes de la Logia Alta Venta Romana, la principal de los carbonarios

en  aquel  momento,  escribió  a  otro  llamado  Beppo,  quejándose  de  la  pose

de  «conspirador  de  melodrama»  que  le  gustaba  adoptar  a  su  jefe  de  filas,

así  como  de  su  incontinencia  verbal:  «Le  gusta  hablar  de  muchas  cosas

[que  no  debería]  y,  por  encima  de  todas,  de  él  mismo.  Nunca  deja  de

proclamar  que  él  está  por  encima  de  todos los tronos  y  los altares,  que él

  fertiliza  [la  mente  de]  las  gentes,  que  es  el  profeta  del  humanitarismo.»

  Semejante  actitud,  sumada  a  las  oportunidades  de  expansión  de  la  orden

que  entonces  empezaban  a  presentarse  en  Estados  Unidos,  llevó

  probablemente  a  la  destitución  de  Mazzini  como  cabeza  más  o  menos

visible de los Illuminati.

En  1860,  todavía  fundó  otra  organización  llamada  la  Oblonica,  cuyo

  agresivo  significado,  «Cuento  con  un  puñal»,  ya  indicaba  el  tipo  de

actividades  que  podía  llevar  a  cabo.  El  círculo  de poder  interno  de  la

  Oblonica fue bautizado como Mafia, que, según todos los especialistas, no

es más que un acrónimo como el nombre de Verdi. Hay diversas propuestas

para  explicarlo,  aunque  la  más  curiosa  es la  de  «Mazzini  Autorizza  Furti,

Incendi  e  Awelegementi»  o,  lo  que  es  lo  mismo,  Mazzini  autoriza  a

  cometer  robos,  incendios  y  asesinatos.  Los  encargados  de  llevar  a  la

práctica  la  autorización  fueron  conocidos  como  los mafiosi  o  mafiosos.

Mazzini murió en Pisa en 1872.



Socios de Lucifer


En  los  últimos  años  de  SLI  vida,  como  antes  comentábamos,  Mazzini  se

carteó  con  Albert  S.  Pike,  abogado  y  general  sudista  durante  la  guerra  de

  Secesión. Pero sabemos que además fue Lino de los máximos dirigentes de

la masonería del rito escocés en el nuevo continente y un activo miembro,

con  el  cargo de  jefe  de  justicia, del  Ku  Klux  Klan o  Clan  del Círculo.  El

KKK  había  sido  fundado  por  otro  masón,  Nathan  Bedford  Forrest,  en

  principio con el objetivo declarado de defender a los blancos del sur de las

posibles  revanchas  de  la  hasta  entonces  esclavizada  población  negra,  así

como de los abusos que pudieran cometer las victoriosas tropas del norte.
De  la  importancia  de  Pike  entre  las  sociedades  secretas  del  siglo  XIX  en

  Estados  Unidos  dan  buena  cuenta  algunos  de  sus  títulos,  como  el  de

  Soberano  Pontífice  de  la  Masonería  Universal  o  Profeta  de  la

  Francmasonería,  así  como  el  manual  constitucional  Moral  y  Dogma.

  Especialmente  fascinado  por  la  posibilidad  de  ver  en  vida  un  gobierno

  mundial,  su intensa  actividad  y  su  eficacia  lo  llevaron  a  alcanzar  el  cargo

de responsable máximo de los Illuminati en 1859.

En otra de las cartas que Mazzini y Pike se escribieron, el europeo proponía

al  norteamericano  la creación  de  otro  círculo  dentro  de  los  círculos,  en el

que  se  desarrollase  «un  rito  que  sea  desconocido  y practicado  sólo  por

masones de altos grados», que «deben ser sometidos al más terminante de

los  secretos».  Gracias  a  este  nuevo  grupo  «cuya  presidencia  será

  desconocida» para los grados inferiores, «gobernaremos la francmasonería

entera». El control absoluto de todos los masones del planeta era el mismo

objetivo que Adam Weishaupt había intentado sin éxito en el convento de

  Wilhelmsbad,  pero  en  este  caso  parece  que  Pike  triunfó  donde  el  bávaro

había  fracasado.  Fundó  el  Nuevo  y  Reformado  Rito  del  Paladín,  creando

tres  consejos,  uno  en  Charleston,  Carolina  del  Sur;  otro  en  Roma,  y  el

tercero en Berlín. 

Un documento de junio de 1889 y titulado Asociación del Demonio y los

  Iluminados,  en  el  que  Pike  dirigía  unas  instrucciones  secretas  a  los

veintitrés  consejos  supremos  de  la  masonería  mundial,  aporta  algunos

detalles  de  ese  nuevo  rito,  partiendo  de  la  advertencia  primera  a  sus

miembros: «A vosotros, Instructores Soberanos del Grado 33, os decimos:

Tenéis que repetir a los hermanos de grados inferiores que veneramos a un

solo Dios, al que oramos sin superstición. Sólo nosotros, los iniciados del

Grado  Supremo,  debemos  conservar  la  verdadera  religión  masónica,

  preservando pura la doctrina de Lucifer.»

En el mismo documento, Pike hablaba como un sacerdote: «Él, sí, Lucifer,

es  Dios.  Desgraciadamente,  Adonai  [en  referencia  al  dios  judeocristiano]

  también  es  Dios,  porque,  según  la  ley  eterna,  no  hay  luz  sin  oscuridad,

  belleza sin fealdad, blanco sin negro. El Absoluto sólo puede existir en la

forma de dos divinidades diferentes, ya que la oscuridad sirve a la luz como

fondo,  la  estatua  requiere  una  base  y  la  locomotora  necesita  el  freno.»  Y

añadía: «La religión filosófica verdadera y pura es la fe en Lucifer, que está

en pie de igualdad con Adonai. Pero Lucifer es el Dios de la luz, es bueno,

él lucha a favor de la humanidad contra Adonai, el oscuro y el perverso.»
Las prometeicas reflexiones de Pike serían puestas a prueba a lo largo del

siglo siguiente, el XX, bautizado como el siglo de la violencia. 




                                      El gobierno de Estados Unidos no está en

                                        ningún sentido fundado sobre la religión

                                            cristiana. El gobierno no es razón ni

                                                              elocuencia, es fuerza.

                                                            GEORGE WASHINGTON, 

                                                        presidente estadounidense



La independencia de Estados Unidos


Sólo dos meses después de la fundación de la Orden de los Iluminados de

  Baviera  nació  un  nuevo  país,  que,  a  pesar  de  sus  modestos  comienzos,

estaba  destinado  a  convertirse  en  la  potencia  mundial  más  importante  del

  planeta.  El  4  de  julio  de  1776  los  delegados  de  los  trece  estados  —trece,

como  los  grados  del  ritual  Illuminati—  del  territorio  conocido  hasta

  entonces como Nueva Inglaterra proclamaron y rubricaron su Declaración

de Independencia y su constitución como nación con el nombre de Estados

Unidos de América.

Nueve  de  las  trece  firmas  pertenecían  a  francmasones:  Franklin,  Hooper,

Walton, Ellery, Hancock, Whipple, Hewes, Stock ton y Paine. Otros nueve

  firmantes de los artículos de la nueva confederación también pertenecían a

las logias masónicas: Adams, Dickinson, Laurens, Harnett, Bayard Smith,

  Roberdau,  Carroll  y,  de  nuevo,  Hancock  y  Ellery  En cuanto  a  los  trece

  delegados encargados de firmar la Constitución de Estados Unidos, la Carta

Magna  más  antigua  en  vigor  en  la  actualidad,  pese  a  los  numerosos

  remiendos  practicados  durante  los  últimos  poco  más de  dos  siglos,  todos

sus  avalistas,  absolutamente  todos,  eran  masones:  Washington,  Blair,

Dayton,  King,  Broom,  Gilman,  Bedford,  Paterson,  McHenry,  Brearley  y

otra vez Franklin, Carroll y Dickinson. 

Cincuenta  de  los  cincuenta  y  cinco  integrantes  de  la  Asamblea  Nacional

  Constituyente que ratificó los acuerdos, igual que casi todos los mandos del

ejército  republicano  que  derrotó  a  las  tropas  británicas  también  formaban

parte de la misma organización. ¿Cuántos de ellos eran, además, miembros

de los Illuminati?
  Construyendo el Nuevo Mundo


La  chispa  que  desató  la  revolución  de  las  colonias británicas  fue  el

  incidente  de  la  Fiesta  del  Té.  En  diciembre  de  1773,  el  gobierno  del  rey

Jorge  III  de  Inglaterra  aplicó  un  impuesto  a  todo  el  té  importado  por  las

colonias,  en  una  nueva  vuelta  de  tuerca  a  una  política  fiscal  que  los

  norteamericanos  consideraban  completamente  desproporcionada.  Las

protestas contra la metrópoli se generalizaron hasta el punto de que varias

  docenas  de  colonos  disfrazados  de  indios  aprovecharon  la  noche  para

abordar tres barcos que acaban de llegar al puerto de Boston, cargados con

la preciosa mercancía y arrojaron todos los fardos al agua. Las autoridades

locales culparon a los masones de haber provocado el incidente, y lo cierto

es  que  unos  cuantos  formaban  parte  del  grupo  de  abordaje.  La  taberna

Green  Dragón,  próxima  a  los  muelles  de  Boston,  era el  escenario  de  las

reuniones habituales de la logia Saint Andrews, pero la escasa asistencia en

la noche de los sucesos aconsejó posponer la reunión. La sala fue utilizada

  entonces por una extraña organización llamada Hijos de la Libertad, cuyos

  miembros,  algunos  de  ellos  masones  militantes,  fueron  los  que  se

disfrazaron de indios y procedieron a la acción.

Poco  después  se  produjo  la  famosa  cabalgada  de  Paul  Revere,  uno  de los

héroes  de  la  Revolución  americana,  que  a  las  diez  de  la  noche  salió  al

galope para avisar a las tropas independentistas agrupadas en Lexington de

que  el  ejército  realista  británico  estaba  a  punto  de  atacarlos.  Recibido  el

aviso,  los  milicianos  de  Massachusetts  se  adelantaron  y  empujaron  a  los

  británicos hacia la localidad de Concord, donde, enfrentados por una fuerza

rebelde aún mayor, se vieron obligados a retirarse hacia Boston. Cerca de

300  soldados  británicos  murieron  en  esa  batalla,  la  primera  y  simbólica

victoria de las tropas revolucionarias. Paul Revere era uno de los masones

de la logia Saint Andrews.


A  partir  de  ese  momento,  la  influencia  de  la  masonería,  no  sólo  en  la

génesis y fundación, sino en toda la historia de Estados Unidos, es bastante

obvia  y  reconocida  en  general.  La  mejor  prueba  de  ello  es  que  al  menos

quince  de  sus  presidentes  han  sido  francmasones,  desde  George

  Washington (que se inició en la logia Fredericksburg 4 de Virginia) hasta

George  Bush  padre  (grado  33  del  Supremo  Consejo),  pasando  por

  Theodore Roosevelt (maestre en la logia Matinecock 806 de Oyster Bay en

Nueva  York),  William  Howard  Taft  (gran  maestre  de  la  Masonería  de

Ohio),  Franklin  Delano  Roosevelt  (grado  32  del  Rito  Escocés)  o  Gerald
Ford  (inspector  general  honorario  del  Grado  33  y  miembro  de  la  logia

  Columbia 3).

La  misma  Casa  Blanca,  residencia  oficial  del  presidente  en  Washington,

fue  diseñada  por  el  masón  James  Hoban.  También  pertenecía  a  la  orden

  Frederick  A.  Bartholdi,  el  autor  de  la  tan  neoyorquina  como  simbólica

Estatua  de  la  Libertad.  Y  por  si  faltaba  algo,  el  monumento  más  grande

  erigido en honor a la masonería se encuentra en la localidad de Alexandria,

en Virginia, junto al río Potomac, el George Washington Masonic National

  Memorial  (Monumento  nacional  masónico  en  memoria  de  George

  Washington),  que  fue  inaugurado  en  mayo  de  1932  y  sufragado  por  las

  aportaciones de las logias norteamericanas. En su interior se puede visitar,

entre otros, una biblioteca con más de veinte mil libros sobre la masonería,

un museo dedicado a Washington y la réplica de una logia.

El movimiento de masones, e Illuminati, entre ambos lados del Atlántico se

concretó en casos como los del antiguo impresor norteamericano e inventor

del pararrayos Benjamín Franklin, que contactó con las sociedades secretas

de Londres y París, o el francés Marie Joseph Paul Yves Roch Gilbert du

Motier,  bastante  más  conocido  por  su  título  nobiliario  de  marqués  de

  Lafayette, que encabezó una expedición militar de voluntarios en ayuda de

los  colonos.  Este  es  el  mismo  Lafayette  masón  que  tomó  parte  en  los

sucesos  de  la  Revolución  francesa  y  que  ordenó  la  demolición  de  La

Bastilla,  Lina  vez  tomada,  para  después  enviar  sus llaves  como  regalo  a

George  Washington.  Es  de  suponer  que  éste  agradeció  la  ayuda  militar

prestada  en  su  momento,  pero,  una  vez  conseguida  la  independencia,  se

mostró  más  reacio  a  relacionarse  con  los  masones  franceses.  Temía  la

  infiltración  de  los  Illuminati,  como  refleja  la  carta  que  el  propio  primer

  presidente estadounidense escribió en 1798 a un pastor protestante llamado

G. W. Snyder y en la que decía: «No tengo la menor intención de poner en

duda que la doctrina de los Iluminados y los principios del jacobinismo se

han extendido en Estados Unidos. Al contrario, nadie está más convencido

que yo. Lo que pretendo exponeros es que no creo que las logias de nuestro

país  hayan  buscado,  en  tanto  que  asociaciones,  propagar  las  diabólicas

  doctrinas de los primeros y los perniciosos principios de los segundos, si es

que es posible separarlos», pero luego reconocía que «lo que hayan hecho

las individualidades [miembros de las mismas logias, al margen de ellas] es

demasiado evidente para permitir la duda».
Y  si  faltaba  algo  que  lo  demostrara,  ahí  están  los principales  símbolos  de

  Estados Unidos: la bandera y el gran sello. En junio de 1777, el Congreso

aprobó la primera ley que establecía una enseña oficial que representara a

la nueva nación. Los colores que se utilizaron fueron los mismos que los de

la  Revolución  francesa,  rojo,  blanco  y  azul,  y  los signos  insistían  en  el

número  trece,  trece  barras  y  trece  estrellas  «representando  a  una  nueva

  constelación».  Con  el  paso  del  tiempo,  el  campo  de estrellas  fue

  ampliándose a razón de una por cada nuevo estado que se fue integrando en

la unión. 

En cuanto al gran sello y escudo de Estados Unidos, el Congreso, reunido

en  Filadelfia,  encargó  a  John  Adams,  Benjamín  Franklin  y  Thomas

  Jefferson que elaboraran ese símbolo oficial, y cada uno de ellos sugirió su

propio diseño. Según las actas del comité correspondiente, Adams presentó

un tema  de  la  mitología  griega que  representaba  a  Heracles,  mientras que

  Jefferson  y  Franklin  echaron  mano  del  Antiguo  Testamento:  el  primero

sugirió una imagen de los israelitas marchando hacia la Tierra Prometida y

el  segundo  planteó  una  alegoría  con  Moisés  conduciendo  al  «pueblo

elegido» a través de las aguas del mar Rojo. A estos proyectos iniciales se

  añadieron otras versiones y propuestas hasta que se aprobó oficialmente el

diseño  presentado  por  el  entonces  secretario  del  Congreso,  Charles

  Thomson,  maestre  de  una  logia  masónica  de  Filadelfia  dirigida  por  el

propio Franklin. En otra parte del libro ya hemos recogido la denuncia de

un masón de alto grado acerca de la autoría real de ese diseño.

En  el  anverso  del  sello  aparece  un  águila  calva  americana  con  las  alas

  desplegadas que lleva sobre el pecho un escudo con el campo superior de

color azul y el inferior repartido en trece barras blancas y rojas. En una de

sus  garras  porta  Lina  rama  de  olivo  y  en  la  otra,  trece  flechas.  Sobre  ella

hay un dibujo circular en cuyo interior trece estrellas componen la «nueva

  constelación», insinuada en la bandera, que de nueva no tiene nada, porque

se puede reconocer con claridad una estrella de David. Finalmente, el ave

lleva en el pico una cinta en la que se inscribe la primera leyenda oficial de

  Estados  Unidos:  «
E  pluribus  unum»  («De  muchos  [se  formó]  uno»),  el

mismo  eslogan  de  Weishaupt.  En  cuanto  al  reverso  de  este  sello  es  muy

popular  en  todo  el  mundo,  puesto  que  se  puede  ver  en  los  billetes  de  un

dólar. Fue el presidente Franklin D. Roosevelt quien ordenó imprimirlo en

1945.
Lo  que  más  nos  interesa,  sin  embargo,  es  que  en  el reverso  aparece  un

icono  familiar:  un  triángulo  con  un  ojo  en  su  interior.  Y  que  incluye  la

  leyenda  «
Novus  Ordo  Seclorum»  o  «Nuevo  orden  de  los  siglos».  La

  inclusión de esta frase, en principio tomada de Virgilio, se interpreta como

la  intención  de  los  padres  de  la  nación  norteamericana  de  equiparar  a

  Estados  Unidos  nada  menos  que  con  la  Roma  clásica. En  realidad,  la

  comparación  se  puede  establecer  hoy  —y  de  hecho  aparece  a  menudo  en

prensa  y  en  ensayos  políticos,  donde  se  habla  del  imperio  «fáctico»  que

controla Washington, se compara a los norteamericanos con los romanos y

a los europeos con los griegos, se caracteriza a veces al presidente George

W.  Bush  como  Un  césar  del  Imperio  y  se  describe  a  los  marines  como

  analfabetos  pero  militarmente  eficaces  legionarios romanos—,  pero  en

1776, ¿quién podía pensar que una insignificante colonia de un rincón del

mundo  llegaría  a  convertirse  en  lo  que  es  hoy?  A  no  ser  que  alguien  lo

hubiera previsto así, naturalmente.

Martín  Lozano  asegura  en  El  nuevo  orden  mundial  que  el  verdadero

sentido de la leyenda está relacionado con un concepto astrológico propio

de la simbología iluminista: la nueva era de Acuario, que debe suceder a la

era de Piscis o era cristiana, abocada a desaparecer en el siglo XXL En su

opinión, 1776 marcaba el inicio de un periodo de 250 años durante el que

debía consumarse la transición entre una y otra era, y Estados Unidos sería

la nación encargada de desempeñar «un papel determinante» en ello.

Los  temores  expresados  por  George  Washington  en  la carta  antes

  mencionada  arrancan  probablemente  de  1785,  cuando  los  Illuminati

abrieron  su  primera  logia  formal  e  independiente  en  territorio

  estadounidense,  la  Columbia  de  Nueva  York.  Muchos  prohombres  de  la

época  se  afiliaron  entonces,  como  el  gobernador  De Witt,  Clinton

  Roosevelt,  antepasado  de  Franklin  Delano;  Horace  Greeley,  e  incluso  el

propio Thomas Jefferson, según algunas fuentes. En el siglo XX, el nombre

de la organización cambió por el de Gran Logia Rockefeller.



Más ricos que Rockefeller


Si  Europa  tuvo  a  los  Rothschild  como  genuinos  representantes  de  los

  llamados banqueros internacionales, América necesitaba su propia dinastía

de  millonarios,  y  la  encontró  en  el  clan  Rockefeller.  John  Davidson

  Rockefeller,  el  fundador  de  la  saga,  nació  en  1839 en  Richford,
  descendiente  de  una  familia  de  inmigrantes  judeoalemanes  que  había

llegado  a  Estados  Unidos  en  1733.  Sus  comienzos  fueron  bastante

  humildes, aunque desde el principio se decantó por el negocio del dinero,

  trabajando  como  contable  de  la  firma  Hewitt  &  Tuttle.  Sus  biógrafos  lo

  describen como una persona tan inteligente y ambiciosa como fría y austera

en  sus  necesidades  personales,  con  una  gran  visión de  futuro,  una  ansia

desmedida  por  la  riqueza  y  una  capacidad  de  trabajo  fuera  de  lo  normal.

Dicen  que  su  personalidad  sirvió  de  modelo  al  propio  Walt  Disney  para

crear uno de sus personajes, el tío Gilito (Scrooge, en el original, como el

nombre del avaro personaje de Cuento de Navidad, de Charles Dickens). 

  Asociado con un hombre de negocios inglés, fundó su primera compañía, la

Clark  &  Rockefeller,  que  multiplicó  su  volumen  comercial  a  raíz  de  la

guerra  de  Secesión  y  le  permitió  disfrutar  de  su  primer  éxito  económico.

Sin  embargo,  la  verdadera  carrera  hacia  la  cúspide comenzó  a  raíz  de  la

  fundación  de  su  propia  compañía  petrolera,  la  mítica  Standard  Oil,  y  la

South  Improvement  Company,  en  cuya  sociedad  atendió  a  los  petroleros

más importantes del sur de Estados Unidos.

  Durante  aquellos  años,  Rockefeller  utilizó  todos  los  medios  legales  y

menos  legales  para  ir  eliminando  uno  a  uno  a  sus  competidores  mientras

repetía  a  todo  el  mundo  una  de  sus  alabanzas  favoritas:  «God  bless  the

Standard Oil!» (¡Dios bendiga a la Standard Oil!). Su fama de depredador

de los negocios (incluyendo la coacción a los clientes de otras empresas, el

  soborno  a  los  propios  empleados  de  las  mismas  e  incluso  la  compra  de

  algunos parlamentarios  corruptos), unida a  la  complejidad  legal  y  jurídica

con  la  que  había  construido  su  compañía,  y  que  hacían  prácticamente

inútiles  las  leyes  antimonopolio  en  su  caso,  le  convirtieron  en  un

  negociante  temible,  hasta  el  punto  de  que  muchos  de  sus  competidores

  decidieron unirse a él en lugar de competir.

La producción de la Standard Oil, que en el año de su fundación, en 1870,

era  de  aproximadamente  el  4  %  del  mercado  petrolífero  americano,  se

  multiplicó  hasta  alcanzar,  sólo  seis  años  más  tarde,  el  95  %.  Y  por  si

  necesitaba  ayuda,  Rockefeller  empezó  a  trabajar  codo  con  codo  con  los

  Rothschild  a  partir  de  1880,  cuando  buscaba  la  manera  de  abaratar  el

  transporte de cada barril de petróleo que embarcaba en los ferrocarriles de

  Pennsylvania,  Baltimore  y  Ohio,  controlados  por  la banca  Kuhn,  Loeb  &

  Company.  A  partir  de  ese  momento,  su  compañía  quedó  definitivamente

  consolidada, aunque, hacia 1882, había crecido tanto que se vio obligada a
  adaptarse  y  transformarse  en  la  Standard  Oil  Trust,  el  primer  trust  de  la

  historia  de  la  economía:  el  sueño  de  Weishaupt,  hecho  realidad  en  el

  terreno industrial.

Esta posición de predominio no frenó la avalancha de demandas judiciales

contra su negocio petrolero, más bien al contrario. Pero de todas las que se

  presentaron en su momento sólo una pareció prosperar, en 1907, cuando un

juez  apellidado  Landis  le  condenó  nada  menos  que  por  1  642  casos  de

  extorsión.  La  sentencia  incluía  el  pago  de  indemnizaciones  por  valor  de

más de 29 millones de dólares de la época. Su reacción cuando tuvo noticia

del fallo fue sorprendente, puesto que se limitó a comentar: «El juez Landis

estará  muerto  mucho  antes  de  que  hayamos  saldado  esta  deuda.»  Los

hechos  le  dieron  la  razón  porque  la  condena  fue  recurrida  y  finalmente

  anulada varios años más tarde.

Aún  hubo  otra  tentativa  de  desmontar  su  monopolio  cuando  el  juzgado

federal  de  Missouri  emprendió  un  proceso  contra  él bajo  la  acusación  de

complot  contra  el  libre  comercio.  Después  de  sucesivos  recursos  y

  contrarrecursos, la causa llegó al Tribunal Supremo, que en 1911 decretó la

  desmembración de la Standard en 39 compañías diferentes, cada una de las

cuales  debía  operar  de  forma  independiente  y  en  competencia  unas  con

otras.  Legalmente  así  sucedió,  pues  el  trust  dejó  de  actuar  con  el  mismo

nombre.  Sin  embargo,  teniendo  en  cuenta  que  las  acciones  de  las  nuevas

empresas  seguían  estando  en  manos  de  los  mismos  accionistas  que

  controlaban la vieja empresa, empezando por el propio Rockefeller, que era

el accionista mayoritario, la situación tampoco cambió demasiado.

Con ánimo de eludir futuros problemas con la ley, Rockefeller se dedicó a

crear  varias  fundaciones  filantrópicas,  que,  aparte  de  mejorar  su  imagen

social,  sirvieron  para  poner  a  salvo  buena  parte  de  su  patrimonio,  previa

  transferencia. Las leyes norteamericanas eximen a las fundaciones de pagar

  impuestos, pero no les impide poseer, comprar o vender todo tipo de bienes

o  valores  bursátiles;  además,  los  fondos  transferidos  a  una  fundación  se

pueden deducir de la declaración de la renta, y todos los bienes que les son

  entregados están exentos también de derechos sucesorios. Buen ejemplo de

la  utilidad  de  las  fundaciones  es  el  artículo  aparecido  en  la  prensa

  norteamericana  en  agosto  de  1967  donde  se  denunciaba  la  cantidad

  «irrisoria»  que  pagaban  los  Rockefeller  en  concepto  de  impuesto  sobre  la

renta, a pesar de sus innumerables riquezas. Según este artículo, uno de los

  miembros  del  clan  llegó  a  pagar  la  cifra  de  685  dólares  en  impuestos,
cuando su fortuna personal incluía propiedades, mansiones, yates, aviones

  privados...  que  oficialmente  estaban  a  nombre  de  sus  fundaciones

  familiares «sin ánimo de lucro» aunque nadie más utilizara estos bienes.

Las  fundaciones  de  los  Rockefeller  permitieron  a  los  miembros  del  clan

  entablar un contacto directo y fluido con los personajes más importantes de

la  economía  y  la  política  mundiales,  y  también  de  la  religión.  John

  Davidson  Rockefeller  junior,  su  hijo,  siguió  la  estela  marcada  por  el

  fundador e introdujo mejoras en el sistema de la empresa familiar, creando

una  nueva  categoría de  colaboradores,  llamados  asociados,  cuyo  principal

objetivo  era  doble:  por  un  lado,  actuar  como  consultores  del  trast  y,  por

otro,  tejer  Lina  red  de  influencias  cada  vez  más  amplia  (preferiblemente

entre personas bien situadas), que apoyara el trabajo de las fundaciones.

  Rockefeller hijo también se convirtió en el principal promotor de un cierto

  ecumenismo protestantista, que promovía la incorporación de los principios

religiosos  a  las  tesis  del  capitalismo  expansivo  y progresista.  Para  ello

dedicó parte de su tiempo y de su dinero, en aportaciones considerables, a

  instituciones  como  el  Movimiento  Mundial  Interiglesias,  el  Consejo

Federal de Iglesias y el Instituto de Investigaciones Sociales y Religiosas.

Tal  vez  siguiera  el  viejo  esquema  Illuminati  de  unificar  no  sólo  los

  gobiernos  y  las  economías  sino  también  las  almas  de  todos  los  seres

  humanos.

En  el  siglo  XX,  la  actividad  de  los  Rockefeller  se centró  en  dos  líneas

básicas: la económica y la política, representada por los hermanos Nelson y

David,  y  entremezcladas  ambas  en  más  de  una  ocasión.  Otro  importante

paso  adelante  para  el  clan  fue  la  introducción  en  el  ámbito  bancario.  En

1930, el clan Rockefeller ya controlaba el Chase National Bank, convertido

en  la  primera  institución  financiera  del  país.  El  proceso  de  consolidación

  financiera culminaría en 1955 con la fusión con el Bank of the Manhattan

  Company,  ligado  al  grupo  Warburg,  de  donde  salió  el  Chase  Manhattan

Bank, que durante muchos años estuvo presidido por David Rockefeller.

En la actualidad es difícil encontrar un sector económico mundial en el que

no aparezca representado algún agente del clan. 






                    SEGUNDA PARTE


                      La expansión de los Illuminati 




                                            ¡Filadelfos de todos los países, uníos!



                                                            CONSTANTIN PEQUEUR, 

                                                      masón francés y presidente de la 

                                                                    Sociedad Filadelfa


La siembra...


El  12  de  julio  de  1842  un  conocido  poeta  del  Romanticismo  alemán,

  miembro secreto de los carbonarios, publicó un extraño texto con aires de

profecía en la revista Franzosische Züstade, de Hamburgo. En él se advertía

de  que  «el  comunismo,  que  aún  no  ha  aparecido  pero que  aparecerá

  poderoso  y  será  intrépido  y  desinteresado  como  el  pensamiento  [...]  se

  identificará  con  la  dictadura  del  proletariado»  y  «aunque  de  él  se  hable

ahora  muy  poco  [...]  será  el  héroe  tenebroso  al  que  se  reserva  un  magno

pero pasajero papel en la moderna tragedia. Sólo espera la orden para entrar

en escena». Vaticinaba además «la guerra entre Francia y Prusia, que será

sólo  el  primer  acto  del  gran  drama,  el  prólogo.  El segundo  acto  será  el

  europeo, la Revolución universal, el gran duelo de los desposeídos contra la

  aristocracia  de  la  propiedad.  Entonces  no  se  hablará  de  nación  ni  de

  religión. Sólo existirá una patria, la Tierra. Y una sola fe, la felicidad sobre

la Tierra» porque «existirá quizá tan sólo un pastor y un rebaño, un pastor

libre con un cayado de hierro, y un rebaño humano esquilado y balando de

modo uniforme».

El  autor  de  estas  líneas  en  las  que  se  augura  el  advenimiento  del

  comunismo,  la  guerra  franco  prusiana  de  1870  y  la  globalización,  que

además utiliza por vez primera la expresión dictadura del proletariado de la

que posteriormente se apoderó Lenin, fue el poeta Heinrich Heine. 

  Cualquier  enciclopedia  relata  los  hechos  más  conocidos  de  su  vida,  que

estudió  en  varias  universidades  alemanas  donde  se  doctoró  en  leyes,  que

viajó por diversos países europeos como Italia, Francia o el Reino Unido,

que  se  relacionó  con  personajes  populares  de  su  tiempo  como  Humboldt,

  Lasalle, Víctor Hugo, Wagner o Balzac y que ganó fama por el lirismo de

su obra poética, reflejada en títulos como sus Cuadernos de Viaje.
Otras  circunstancias  son  menos  conocidas  o  destacadas,  como  que  era

  sobrino del banquero Salomón Heine de Hamburgo, que en la Universidad

de  Berlín  tuvo  oportunidad  de  relacionarse  con  Hegel  (el  autor  de  los

  conceptos  de  tesis,  antítesis  y  síntesis),  que  trató  a  los  Rothschild  de

Londres  y  que  uno  de  sus  más  íntimos  amigos  fue  Karl  Marx.  De  hecho,

fue  gracias  a  Heine  que  Marx  consiguió  llegar  sano y  salvo  a  Inglaterra,

huyendo  de  la  persecución  de  las  policías  prusiana y  francesa.  En  aquel

  momento,  un  masón  británico  protegido  también  en  su  día  por  la  misma

casa  Rothschild  ocupaba  el  asiento  de  primer  ministro  del  Reino  Unido,

Benjamin Disraeli.



Los precedentes del socialismo


En el siglo XIX dos esoteristas franceses recuperaron y revitaliza ron para

el mundo moderno los ideales de la sinarquía desarrollados en la época de

la  antigua  Grecia.  El  primero  de  ellos  fue  el  erudito  Fabre  d'Olivet,  cuya

agitada vida estuvo repleta de contactos y aventuras con distintos grupos de

  masones,  teósofos  y  otras  sociedades  secretas.  Algún  autor  asegura  que

llegó a contactar con los Illuminati aunque no a militar en su organización.

En su afán por llegar hasta el significado original de las ceremonias de las

viejas  religiones  aprendió  latín,  hebreo  y  sánscrito  para  traducir

  directamente todos los textos que llegaran a sus manos. D'Olivet fundó una

curiosa  variante  de  la  masonería,  lejanamente  emparentada  con  las

primitivas  y  bucólicas  asociaciones  de  carbonarios,  y  que  se  basaba  en  la

  jardinería  y  la  agricultura.  Los  tres  grados  de  su organización  eran

  aspirante,  labrador  y  cultivador,  que  sustituían  a los  clásicos  aprendiz,

  compañero  y  maestro.  Sus  ideas  y  reflexiones  sobre el  bienestar  de  la

  humanidad  influyeron  mucho  en  algunos  socialistas  utópicos,  como

Charles Fourier o Claude Henry Rouvroy, conde de Saint Simón, así como

en literatos de la talla de Víctor Hugo, André Bretón y Rainer Maria Rilke.

El  segundo  esoterista  de  importancia  fue  un  conocido  de  D'Olivet,  su

principal  discípulo  y  amigo  Saint  Yves  d'Alveydre, que,  al  trabajo  de  su

maestro, añadió su propia aportación derivada de las influencias religiosas

y  mitológicas  hindúes,  así  como  de  su  conocimiento de  la  lengua  árabe.

  Además, contó con una ventaja inusual, la solvencia económica de por vida

que  le  dio  el  hecho  de  casarse  con  la  rica  condesa de  Keller,  con  lo  que

pudo dedicarse con tranquilidad a sus investigaciones.
Fue  él  quien  introdujo  en  Occidente  el  arquetipo  oriental  del  Rey  del

Mundo: un monarca tan enigmático como poderoso, verdadero dueño de la

Tierra,  y  que  dirigiría  los  destinos  de  todos  los  seres  humanos  desde  un

centro de poder oculto en Agartha, una ciudad mágica ubicada en un lugar

  indeterminado, próximo a los Himalaya o quizá en el interior de las mismas

montañas.  Por  otra  parte,  la  auténtica  tradición  oriental  nunca  ha  hablado

de Agartha sino de Shambala, por lo que no está claro si Saint Yves utilizó

el primer nombre como sinónimo del segundo, si creía en la existencia de

ambos  lugares  o  si  simplemente  mezcló  las  dos  versiones  de  manera

  arbitraria.  En  cualquier  caso,  Saint  Yves  elaboró  su  propia  teoría  sobre  la

  reorganización ideal de la sociedad, utilizando el concepto de Agartha de la

misma  forma  que  había  hecho  Platón  con  la  Atlántida  en  varios  de  sus

  diálogos.

Para Saint Yves, el ideal de la felicidad social pasaba por una teocracia en

la que se modificaran las relaciones del hombre con lo sagrado, de manera

que éste fuera lo más importante de la civilización. Este sistema precisaba

de  una  clase  sacerdotal  diferente  de  la  establecida  por  el  Vaticano  o  por

otras  confesiones  cristianas,  de  las  que  no  se  fiaba.  Así  llegó  a  la

  conclusión  de  que  los  nuevos  hierofantes  debían  ser  «los  miembros  de  la

  aristocracia  económica».  Debido  a  sus  contactos  diarios  con  los  ricos

  prohombres  europeos  con  los  que  trataba  gracias  a  su  esposa,  Saint  Yves

dedujo  que  sólo  esta  clase  social  estaba  dotada  de los  medios  suficientes

para modificar y mejorar la situación socioeconómica de la población una

vez asumido el poder político real. Creía que elevando ese nivel económico

se  elevaría  también  el  nivel  cultural  y,  de  esa  forma,  las  masas  podrían

  comprender mejor a la divinidad y ser más felices.

Es  obvio  que  si  hubiera  dispuesto  del  don  de  la  videncia  para  ver  cómo

  funciona el mundo actual, habría desechado sus ideales, puesto que, si algo

hemos aprendido en Occidente especialmente en los últimos cien años, es

que el incremento de las comodidades materiales y del tiempo de ocio no

parece generar precisamente una mayor inquietud espiritual, sino más bien

todo lo contrario. Pero el caso es que sus ideas impactaron en una serie de

  pensadores posteriores, como John Ruskin, que pertenecían a una corriente

  conocida como los socialistas utópicos.

El socialismo utópico había nacido del magma de influencias relacionadas

con  la  Industrialización,  el  enciclopedismo  y  ciertas  enseñanzas  de  la

  masonería,  el  martinismo  e  incluso  de  los  Iluminados  de  Baviera.  Estos
  primitivos  socialistas,  considerados  precursores  de  las  teorías  de  Karl

Marx,  pretendían  aplicar  el  espíritu  de  la  Revolución  francesa,  pero

  librándolo en lo posible de la sangría y la destrucción que había causado a

finales del siglo anterior.

Uno de sus principales ideólogos, el conde de Saint Simon, fundó una secta

a medio camino entre la política y el misticismo anticatólico. Se jactaba de

ser  descendiente  de  Carlomagno,  que,  según  él,  se  le  había  aparecido  en

sueños  durante  la  época  del  Terror  jacobino  mientras  aguardaba  en  un

calabozo  su  turno  para  ser  guillotinado.  El  rey  de los  francos  le  habría

  vaticinado que viviría para dedicarse a la filosofía y la política y, en efecto,

como  fue  indultado  a  última  hora,  achacó  lo  ocurrido  a  influencias

  sobrenaturales y se puso manos a la obra. En su concepción del mundo, la

Iglesia debía desaparecer y el científico sustituir al sacerdote en la cúspide

de  la  pirámide  social,  mientras  que  el  resto  de  la población  (excepto  los

  literatos  y  artistas,  que  ocuparían  el  papel  de  la nobleza  y  el  clero  en  el

Antiguo Régimen) se dedicaría al trabajo puro y duro. Gran admirador de

la  Edad  Media,  recomendaba  caminar  hacia  la  unidad del  continente

  europeo  basándola  en  un  vago  ecumenismo  medieval,  que,

  paradójicamente, fue posible precisamente gracias al cristianismo que tanto

le irritaba.

Sus  teorías  fueron  ampliadas  y  completadas  por  Charles  Fourier  y  Pierre

  Leroux,  que  explicaban  el  origen  de  las  desigualdades  sociales  como

  premios  o  castigos  a  existencias  anteriores,  en  una  chocante  amalgama

entre  política  y  reencarnación.  Fourier,  además,  tuvo  contactos  con  los

  Illuminati: había vivido en Lyon, una de las capitales del ocultismo de su

época y allí había colaborado con ellos en la edición del sugerente folletín

de Lyon. Allí también conoció a varios francmasones, y todo apunta a que

se inició con ellos en el Gran Oriente de Francia y posiblemente en la orden

  martinista. Entre sus ideas más conocidas figura el planteamiento de «una

  estructura social perfecta» (¿o tal vez quiso decir perfectibilista?) basada en

los  falansterios  o  comunidades  autónomas  en  cuanto a  producción  y

  consumo  de  los  productos  que  necesitaran  y  donde  se  practicaría  la

  poligamia. Una idea que no pudo llevar a la práctica en su tiempo, aunque

más tarde el movimiento hippy intentara materializarlo, más o  menos con

éxito, durante los años sesenta y setenta del siglo XX.

Entre las aportaciones más bizarras de Fourier figura su cosmogonía, en la

que  Dios  era  el  punto  de  partida  de  una  cadena  de  seres  que  incluía  la
  existencia en el universo de hasta 23 millones de sistemas solares como el

nuestro.  Cada  uno  de  los  planetas  de  estos  sistemas  poseería  vida  propia,

con  sus  instintos,  sus  pasiones,  sus  intereses...  e  incluso  su  propio  aroma,

que impregnaría a todos los seres que en él habitaran. Además, y según sus

  cálculos, el alma estaba obligada a migrar un total de 810 veces de uno a

otro  mundo:  sólo  45  de  esas  encarnaciones  serían  desgraciadas,  mientras

que  las  otras  756  serían  felices.  Este  dato  le  hizo  especialmente  popular

entre sus seguidores,  sobre  todo entre los  que no estaban  muy  satisfechos

con su vida actual.

El anticapitalismo místico y globalizador de la humanidad que desprendían

los escritos de los socialistas utópicos fue transformado por Karl Marx en

otro  de  carácter  materialista  y  científico,  pero  igualmente  destinado  a

  promocionar la idea de unión de todos los seres humanos sin que importara

su lugar de nacimiento ni SLI clase social. 

Pero  antes  de  la  irrupción  en  escena  del  creador  de  El  Capi  tal  aún  hubo

tiempo para los manejos de personajes como Graco Babeuf, fundador de la

llamada  Sociedad  de  los  Iguales  y  agitador  de  diversas  conspiraciones

  orquestadas por las sociedades secretas del primer tercio del siglo XIX en

  Francia,  y  considerado  por  los  marxistas  como  el  primer  líder  del

  movimiento  revolucionario  de  la  clase  obrera;  Esteban  Cabet,  uno  de  los

doce  miembros  de  la  dirección  suprema  de  los  carbonarios  y  fundador  de

varias  comunas,  y  el  inventor  español  del  submarino,  Narciso  Monturiol,

que perteneció a la órbita filosófica de Cabet. Finalmente, el último de los

  grandes socialistas utópicos sería el profesor de Oxford, John Ruskin, que

formó  un  círculo  de  pensamiento  con  los  más  notables  de  entre  sus

  alumnos,  como  el  historiador  Arnold  Toynbee,  el  economista  William

Morris  o  el  masón  lord  Alfred  Milner,  e  influyó  decisivamente  en  el

  nacimiento de la Sociedad Fabiana en 1883.

Los  fabianos  son  el  eslabón  entre  el  socialismo  utópico  y  el  laborismo

  británico,  precursor  a  su  vez  de  la  socialdemocracia,  tal  y  como  la

  entendemos  en  la  actualidad.  Tomaron  su  nombre  de  Quintus  Fabius

  Maximus,  el  general  romano  que  durante  las  guerras púnicas  rehuyó  con

gran  habilidad  un  choque  directo  entre  sus  legiones  y  las  tropas

  cartaginesas,  ante la superioridad  de  éstas.  En  lugar de acudir a  luchar  en

campo  abierto  de  acuerdo  con  las  leyes  del  honor  militar,  organizaba

  escaramuzas  por  sorpresa,  atacando  pequeños  objetivos  y  retirándose  en

seguida  o  escondiéndose  a  medida  que  avanzaban  los cartagineses.
  Mantuvo la táctica hasta que sus guerreros estuvieron preparados como él

deseaba;  además  se  conjugaron  una  serie  de  circunstancias  que  le  daban

todas las ventajas en la batalla. Entonces atacó y consiguió una importante

victoria que le dio la fama. La táctica de los socialistas fabianos respecto al

asalto  al  poder  imitaba  al  general  romano:  la  idea era  ir  introduciendo  un

  proceso gradual  de  reformas  sociales  que  evitara  enfrentamientos  directos

entre la clase obrera y los capitalistas, a la vez que se extendía la ideología

de igualdad y fraternidad entre los trabajadores de todos los sectores. 

Además  de  Toynbee,  el  alumno  de  Ruskin,  este  movimiento  contó  con

muchas  caras  famosas  de  la  intelectualidad  anglosajona,  entre  ellos  los

  escritores Virginia Wolff, H. G. Wells, George Bernard Shaw y el filósofo

  Bertrand  Russell,  y  también  mantuvo  intensos  contactos  con  la  Sociedad

  Teosófica.  La  Sociedad  Fabiana  fue  la  creadora  de  la  London  Economic

  School, donde en la actualidad continúan formándose las élites capitalistas

e internacionalistas. Según diversos autores, los fabianos apoyaron durante

un tiempo el marxismo, pero en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo

tras el congreso del Partido Socialdemócrata alemán de Bad Godesberg en

1959,  se  volcaron  en  apoyo  de  una  ideología  más  suave  basada  en  la

  Realpolitik,  o  política  realista,  en  la que  la  transformación  hacia  el nuevo

orden  mundial  —resucita  el  concepto  públicamente—  se  llevaría  a  cabo

  mediante  la  aceptación  del  liberalismo  y  la  economía  de  mercado,

  convenientemente  manejada  y  reconducida.  Y  así  con el paso de los  años

cualquier analista político ha podido comprobar, en efecto, que la política

  económica  de  los  partidos  socialdemócratas  se  ha  ido  aproximando  cada

vez más a la de las formaciones de carácter conservador hasta el punto de

llegar a ser, en muchas ocasiones, casi idéntica.



El profeta


En  1911,  el  comunismo  estaba  todavía  en  pañales  y  en  principio  nada

parecía augurar que fuera a llegar más lejos de lo que habían llegado hasta

  entonces otras teorías políticas más o menos similares, como las que habían

ido surgiendo a lo largo del siglo XIX De hecho, ni siquiera se llamaba así

todavía.  Sus  principales  promotores,  Karl  Marx  y  Friedrich  Engels,

  hablaban de socialismo sin más.

No obstante, aquel año, el diario norteamericano Saint Louis Post Dispatch

  publicó una llamativa  caricatura del dibujante  Robert  Minor, que  militaba
en el Partido Socialista de América. En ella se ve al propio Marx en medio

de  Wall  Street,  la  calle  neoyorquina  de  las  finanzas  por  excelencia,

  flanqueado por los rascacielos y rodeado por una muchedumbre entusiasta.

Lleva sus obras en la mano izquierda mientras con la derecha le da la mano

a  un  sonriente  George  Perkins,  socio  del  banquero  J.  P.  Morgan,  quien

figura al lado de ambos junto con Andrew Carnegie y John D. 

  Rockefeller, todos esperando su turno para estrechar la mano del autor de

El  Manifiesto  Comunista.  Al  fondo,  entre  Marx  y  Perkins,  está  el

  presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt.

¿El principal promotor de las ideas socialistas, agasajado y respaldado por

lo más granado del capital, al que tan severamente atacaba en sus obras?

La  teoría  oficial  que  encontramos  en  todos  los  libros  de  historia  de

cualquier  país  occidental  es  que  el  capitalismo  y  el  comunismo  fueron

desde  el  principio  sistemas  contradictorios  que  se combatieron  a  muerte,

  especialmente  a  raíz  de  la  constitución  de  la  Unión  Soviética  como

  encarnación de las ideas marxistas. Sin embargo...

Las metas planteadas por los Illuminati en su camino hacia la conquista del

mundo  que  ya  adelantamos  anteriormente  se  parecen  mucho  a  las  fijadas

por Marx, si es que no son las mismas. Donde la sociedad secreta pedía la

abolición  de  la  monarquía  y  de  cualquier  tipo  de  gobierno  organizado

según  el  Antiguo  Régimen,  el  filósofo  hablaba  del  poder  para  las  masas,

  representadas en un Estado carente de reyes o líderes unipersonales y en el

que  no  existieran  las  clases  sociales.  Donde  la  primera  especulaba  con  la

abolición  de  la  propiedad  privada  y  los  derechos  de  herencia,  el  segundo

exigía lo mismo. Donde se había planteado la destrucción del concepto del

  patriotismo  de  las  naciones,  ahora  se  impulsaba  exactamente  eso

  sustituyéndolo  por  un  difuso  sentimiento  de  internacionalismo,

  posteriormente  mutado  en  la  idea  de  globalización. Donde  los  Illuminati

querían la eliminación del concepto de familia tradicional y la prohibición

de  cualquier  religión,  se  postulaba  el  amor  libre  y  el  ateísmo  puro  y  duro

para terminar con «el opio del pueblo».

  ¿Escribió Marx El Capital y El Manifiesto Comunista bajo el influjo de los

  Illuminati?

Nacido  en  la  ciudad  alemana  de  Tréveris,  en  mayo  de  1818,  Karl  Marx

había sido partidario en su juventud de la llamada izquierda hegeliana y por

tanto  conocía  perfectamente  la  ecuación  Tesis  frente  a  antítesis  produce

síntesis.  Todos  los  investigadores  que  han  estudiado  el  caso  coinciden  en
afirmar  que  cuando  publicó  sus  libros  sabía  perfectamente  lo  que  se  traía

entre manos. 

Aquélla  era  la  anhelada  antítesis  por  la  que  habían  estado  suspirando  los

  sucesores de Adam Weishaupt para enfrentarla con la tesis de la sociedad

tradicional  y  mantener  el  pulso  durante  el  tiempo  suficiente  para

  transformar la mentalidad de las gentes en la dirección deseada y alcanzar

así la nueva síntesis bajo el control de los Illuminati.

Persona inteligente, astuta y polemista, periodista con facilidad de palabra

y  de  expresión,  auto  declarado  apátrida  y  revolucionario,  a  raíz  de  sus

  problemas  con  la  justicia  en  Prusia  y  Francia,  y  provisto  de  un  aspecto

físico  rotundo,  Marx,  que  a  los  17  años  había  culminado  sus  estudios

  graduándose  con  gran  brillantez  en  todas  las  asignaturas  excepto  una,

  religión, era un Moisés redivivo dispuesto a predicar su buena nueva a las

masas de los nuevos «israelitas»: los obreros oprimidos por los faraones del

  capitalismo, a los que prometía conducir a una nueva Tierra Prometida. El

objetivo final de sus prédicas literarias, periodísticas u oratorias (como las

que ofreció en la fundación de la Primera Internacional, que se vino abajo

porque  los  anarquistas,  que  participaron  en  ella,  querían  anarquía  y  la

querían ya, sin esperar a más) siempre fue el mismo, que el impacto de sus

ideas  provocara  un  maremoto  lo  suficientemente  potente  para  desatar  una

revolución  equivalente  a  la  francesa,  como  acabó  sucediendo  en  Rusia,

aunque él no llegara a verlo.

Todas  las  definiciones  al  uso  señalan  que  las  fuentes  del  pensamiento

marxista hay que buscarlas en tres circunstancias concretas: la filosofía de

Hegel, el socialismo francés y la escuela clásica de economistas británicos.

Las tres, como hemos visto antes, relacionadas de una u otra forma con los

manejos de los Illuminati. El dato que no suelen recoger las enciclopedias,

aunque  los  originales  se  guarden  en  las  colecciones  de  documentos  del

British Museum, es que fue Nathan Rothschild quien firmó los cheques de

la  llamada  Liga  de  los  Hombres  Justos,  con  los  que Marx  fue  gratificado

por la elaboración de sus famosas obras. 

Y  es  que  el  negocio  es  el  negocio,  y  los  representantes  del  capitalismo

  internacional  infiltrado  por  los  Illuminati  no  iban  a  desaprovechar  la

  oportunidad  de  seguir  enriqueciéndose  mientras  maduraba  la  lucha  entre

tesis  y  antítesis.  El  próximo  objetivo  era  la  Revolución  rusa,  que  se

  convertiría  en  breve  en  el  más  ambicioso  campo  de  inversiones  para  los

  millonarios del mundo. Ya en El Manifiesto Comunista,, Marx declaraba la
  necesidad de «centralizar el crédito en manos del Estado por medio de un

banco  nacional  con  capital  estatal  y  monopolio  exclusivo».  Esto  es,  un

banco central controlado, como los demás, por la banca privada. Rusia era

uno de los pocos países europeos que todavía no contaba con uno. Algunos

años más tarde, Lenin explicaría también por qué había que asumir el poder

financiero  igual  que  el  militar.  Según  sus  propias palabras,  el

  establecimiento de una institución de este tipo suponía «el 90 por ciento de

la comunicación de un país». La obsesión de los dirigentes comunistas por

  controlar  los  flujos  de  dinero  llegó  a  originar  un famoso  y  sarcástico

comentario  de  Mijail  Bakunin,  el  alma  del  anarquismo:  «Los  marxistas

tienen un pie en el movimiento socialista y otro en el banco.»

  Bakunin  todavía  no  sabía  que  un  movimiento  radical en  el  interior  de  un

país  concreto  sólo puede  alcanzar  el  éxito  definitivo  si  cuenta,  entre otras

cosas, con mucho dinero y un sólido apoyo del exterior. Como en el caso

de la Revolución francesa, es imposible explicar la rusa desde el punto de

vista de una revuelta de ciudadanos hambrientos contra el gobierno. Sobre

todo  en  un  país  como  Rusia,  cuyos  habitantes  tradicionalmente  habían

  soportado grandes penurias de todo tipo sin levantar la voz.

El escenario estaba dispuesto. Un nuevo acto de la tragedia iba a comenzar. 




                                          La humanidad se divide en buenas personas,

                                              personas a secas y malditos bolcheviques.

                                            PELHAM GRENVILLE WOODEHOUSE,

                                                                        escritor inglés


Y la cosecha


Un  diario  de  San  Petersburgo  llamado  Znamia  (Estandarte)  publicó  por

  capítulos,  entre  agosto  y  septiembre  del  año  1903  un  extravagante  texto

  anónimo  titulado  «Programa  judío  de  conquista  del  mundo».  Dos  años

después apareció una edición completa en un solo folleto bajo el nombre de

El origen de nuestros males.

Esta publicación causó un profundo malestar no sólo entre las autoridades

  locales, sino en la mayor parte de la población que tuvo acceso a su lectura,

porque  el  Testamento  de  Satanás,  como  fue  calificado  a  nivel  popular,

  contenía  reflexiones  de  este  porte:  «Aquellos  que  seducen  al  pueblo  con

ideas  políticas  y  sociales  están  sujetos  a  nuestro yugo.  Sus  utopías

  irrealizables están socavando el prestigio de los gobiernos nacionales y los

pilares de los actuales Estados de derecho. [...] Después de desprestigiar a

las  monarquías,  haremos  que  salgan  elegidos  como  presidentes  aquellas

  personas  que  puedan  servirnos  sumisamente.  Los  elegidos  deben  tener

algún  punto  oscuro  en  su  pasado  con  el  fin  de  tenerlos  amordazados,  por

temor a ser descubiertos por nosotros, a la vez que, atados a la posición de

poder  adquirido,  disfrutando  de  honores  y  privilegios,  se  sientan  ansiosos

de  cooperar  para  no  perderlos.  [...]  Cuando,  decepcionados  por  sus

  gobernantes,  los  pueblos  empiecen  a  clamar  por  un  gobierno  único  que

traiga paz y concordia, será el momento de entronizar a nuestro soberano.»

Sin  embargo,  la  difusión  masiva  de  estos  escritos  se  produjo  a  raíz  de  su

  inclusión  en  la  obra  de  Serge  Alexandrovitch  Nilus,  Lo  grande  en  lo

  pequeño: el Anticristo como posibilidad política inminente. Escritos de un

  ortodoxo,  editada  en  1905.  Nilus  ya  había  publicado  una  edición príncipe

cuatro  años  antes  pero  en  ella  aún  no  estaban  incluidos  los  que  desde

  entonces se conocen como Los Protocolos de los Sabios de Sión y uno de

los libros más vilipendiados del siglo XX.
El Testamento de Satanás


A  diferencia  de  otros  textos  de  la  época  como  El  Capital,  cuyos  dos

  volúmenes  se  reeditan  periódicamente,  hoy  día  resulta  complicado

  encontrar un ejemplar de Los Protocolos en el mundo occidental fuera del

circuito  de las librerías  de viejo  o de  Internet.  Y  eso que  en su  época  fue

todo un best seller, que llegó a ser calificado por el ocultista René Guenon

como  la  más  clara  demostración  de  «la  táctica  destinada  a  la  destrucción

del mundo tradicional».

Los  escritos  en  sí  son  de  lectura  complicada  porque  parecen  hablar  de

muchas cosas diferentes al mismo tiempo, sin orden aparente, aunque todas

ellas  especulan  sobre  un  monopolio  del  poder.  En  esencia,  parecen  las

notas  de  un  secretario  tomadas  a  toda  prisa  durante  las  deliberaciones

  mantenidas  por  un  grupo  de  personas,  cuyo  tema  de  fondo  sea

  precisamente la mejor manera de conquistar el mundo. 

Aunque no se cita a su autor en ningún momento, ni tampoco se describe

quién  está  deliberando,  a  lo  largo  de  sus  páginas  se  utilizan  algunos

  términos  de  origen  judío,  como  la  palabra  goím  para  referirse  a  los

cristianos, y se nombra a los reunidos con el vago apelativo de los Sabios

de Sión. Por ello, desde un primer momento los analistas del texto llegaron

a la conclusión de que lo que tenían entre manos no era otra cosa que una

  filtración,  o  la  pérdida  de  las  notas  originales  que  habían  servido  para

elaborar las actas, de las reuniones secretas del Congreso Judío de Basilea

que  se  celebró  en  1898.  Durante  este  encuentro,  el más  conocido  del

  sionismo político, Theodoro Herzl, padre del sionismo político y fundador

de  la  Organización  Sionista  Mundial,  profetizó  la  constitución  «de  aquí  a

  cincuenta años más» de un nuevo Estado de Israel «libre e independiente»

en la antigua Palestina, como así sucedió más tarde.

Sin embargo, la transcripción de las sesiones a puerta cerrada nunca se hizo

del  dominio  público,  como  por  otra  parte  SLI  cede  en  muchas  reuniones

  similares  de  organizaciones  políticas,  sindicales, religiosas  o  filatélicas.

Pero eso contribuyó a que se acusara al propio Herzl de ser el autor, aunque

  también  se  barajó  el  nombre  de  Asher  Ginzberg,  uno de  los  asesores  de

lord  Balfour,  al  que  en  noviembre  de  1917  el  mismo Ginzberg  consiguió

arrancar la promesa definitiva de «un hogar nacional» para el pueblo judío

en Oriente Medio.

  Actualmente,  está  comúnmente  aceptado  que  Los  Protocolos  no  son  otra

cosa  que  una  hábil  falsificación  de  la  Okrana,  la  policía  secreta  del  zar,
  destinada a alimentar el tradicional odio del pueblo ruso hacia los judíos, e

incluso se señala a Piotr Ivanovitch Ratchkovscky, quien dirigió la policía

  secreta,  como  el  autor  material  del  texto.  Por  otra  parte,  hasta  el

  advenimiento del nacionalsocialismo en Alemania, la inmensa mayoría de

los judíos no sólo estaban integrados en la sociedad alemana, igual que en

la francesa o en la inglesa, sino que además ocupaban un alto porcentaje de

  puestos  relevantes  en  ésta,  lo  que  no  ocurría  en  los  países  eslavos  y

  especialmente en Rusia y Polonia, donde los pogromos o persecuciones de

judíos siempre habían disfrutado de gran aceptación popular. Según la tesis

oficial,  el  texto  serviría  además  para  atacar  a  las  sociedades  de  corte

masónico, en cuyos rituales y simbolismos existe una clara influencia de la

tradición cabalística judaica.

Pero, en aquellos tiempos, nadie dudó de su aparente significado. Como en

otros  países  europeos,  Rusia  era  un  hervidero  de  conspiraciones,  y  las

  autoridades  del  país  estaban  dispuestas  a  movilizar  todos  sus  recursos,

incluso  los  temores  y  odios  tradicionales  de  la  población,  para  refrenar

cualquier intentona revolucionaria, viniera de donde viniera.

La redacción del texto, alambicada y llena de sugerencias sobre «los únicos

que  saben  y  pueden»  porque  poseen  «una  enseñanza  acumulada  durante

siglos»,  alimentaba  todas  las  sospechas.  El  propio Nilus  poseía  el

  manuscrito  original,  encuadernado  «en  unas  hojas  amarillentas  con  un

borrón  de  tinta  en  la  cubierta»,  según  el  testimonio  publicado  por

  Alexandre du Chayla, un oficial cosaco de origen francés que se entrevistó

con  él  cuando  coincidió  en  1909  en  un  retiro  en  el monasterio  de  Optina

  Poustyne. Du Chayla, por su parte, llegó a formar parte del Estado Mayor

del Ejército de los Cosacos del Don hasta 1921.

El  prior  del  monasterio,  el  archimandrita  Xenophon,  le  había  presentado

  personalmente a Nilus, cuya familia era de origen escandinavo  y se había

  instalado  en  Rusia  en  tiempos  de  Pedro  I.  El  erudito  había  estudiado  la

carrera  de  leyes  en  Moscú  y  conocía  a  fondo  la  literatura  y  la  filosofía

europeas  porque  hablaba  correctamente  varios  idiomas,  entre  ellos  el

  francés, el inglés y el alemán. En 1900 había ingresado como  monje para

  entregarse a una vida de contemplación mística y, según sabemos, llegó a

ser confesor del zar. Tras la revolución, se sumó a los innumerables rusos

que huyeron de su país para escapar del yugo bolchevique y se instaló en

Polonia,  donde  murió  en  1929.  Du  Chayla  siempre  consideró  el  original

como un documento real, no una falsificación.
En  cualquier  caso,  el  libro  saltó  a  la  fama  en  toda  Europa  a  raíz  de  la

elogiosa  crítica  que  le  hizo  el  periodista  británico  Wicham  Steed  en  el

  periódico  londinense  The  Times  con  motivo  de  su  primera  edición  en

inglés,  en  mayo  de  1920.  En  su  artículo,  Steed  afirmaba  la  existencia

«desde  hace  muchos  siglos  de  organizaciones  secretas  y  políticas  de  los

judíos»  encargadas  de  proyectar  «un  odio  tradicional  y  eterno  a  la

  Cristiandad», así como «una ambición tiránica de dominar el mundo». En

ese  marco,  Los  Protocolos  encajaban  perfectamente, ya  que  en  ellos  se

  detallaba cómo «inocular ideas disolventes de una potencia de destrucción

  cuidadosamente  dosificada  y  progresiva,  que  va  desde  el  liberalismo  al

  radicalismo,  del  socialismo  al  comunismo,  llegando hasta  la  anarquía»  en

el  tejido  social  y  político  a  través  de  «la  prensa,  el  teatro,  la  Bolsa,  la

ciencia, las leyes mismas, [...] medios para producir una confusión, un caos

en la opinión pública, la desmoralización de las juventudes, el estímulo del

vicio en los adultos [...], la codicia del dinero, el escepticismo materialista y

el cínico apetito del placer».

Es fácil entender el pánico intelectual que semejante crítica causó no sólo

en el Reino Unido, sino en otros países occidentales, donde llegó primero

la referencia periodística y poco después la correspondiente traducción. El

mismo año de 1920 se publicó la primera edición en Estados Unidos, al año

  siguiente  en  Francia  y,  a  continuación,  en  Alemania.  Más  tarde  llegó  a

Italia  y  España.  La lectura del libro  multiplicó las  alarmas  en una  Europa

donde  todavía  no  habían  cicatrizado  las  heridas  de la  sucesión  de

  conspiraciones  y  revoluciones  que  la  habían  azotado  a  lo  largo  del  siglo

XIX y elevó a la enésima potencia la suspicacia hacia todo lo que estuviera

  relacionado  con  el  judaísmo.  Además,  contribuyó  a  enrarecer  el  ambiente

en el territorio alemán, facilitando la posterior distribución de los mensajes

de  ideología  nazi  en  los  que  se  defendía  la  imperiosa  necesidad  de

«expulsar  al  judío»  (como  arquetipo  tanto  o  más  que  como  grupo  de

  personas  de  una  extracción  racial  determinada)  para  permitir  el  «libre

  desarrollo de Alemania y Europa».

Tras  la  segunda  guerra  mundial,  Los  Protocolos  fueron  acusados  de

  pertenecer  a  la  nueva  categoría  de  «literatura  antisemita»  y  pasaron  a  un

segundo plano, arrinconados por la censura de los países vencedores en el

  conflicto. Sin embargo, a raíz de las guerras entre israelíes y palestinos, el

texto  empezó  a  circular  otra  vez  con  mucho  éxito,  en  los  países

  musulmanes  y  especialmente  en  los  árabes.  Muchos  jefes  de  gobierno  e
incluso  de  Estado,  como  el  saudí  Faisal,  el  egipcio  Nasser  o  el  libio

Gadaffi, tenían la costumbre de ofrecer a sus visitantes ilustres un ejemplar

del libro como regalo personal.

Desde nuestra  óptica,  poco  importa  si  el manuscrito  fue  redactado  por un

grupo  de  judíos  maliciosos,  de  pérfidos  agentes  de la  Okrana,  de

  bolcheviques  conspiradores,  de  cosacos  resentidos  o  de  críticos  literarios.

Lo  que  parece  bastante  claro  leyendo  sus  páginas  es  que,  fueran  quienes

fuesen  sus  autores  y  aunque  se  tratara  de  una  falsificación,  conocían  los

planes de los Illuminati o pertenecían a su organización. 

Entre otras cosas porque muchas de las circunstancias que se anuncian en

sus  páginas,  algunas  de  las  cuales  eran  absolutamente  impensables  en  su

época,  se  han  ido  cumpliendo  paso  a  paso  con  sorprendente  precisión

durante  los  últimos  cien  años.  Una  teoría  en  boga  en  los  últimos  tiempos

atribuye precisamente la redacción de Los Protocolos a la dirección de los

  Illuminati,  que  se  habrían  limitado  a  hacer  públicos  sus  planes  con  total

  impunidad,  garantizando  así  que  éstos  llegaran  a  todos  sus  agentes  en  el

mundo occidental gracias al escándalo generado por su difusión literaria y

  camuflando  su  identidad  al  introducir  referencias  de  carácter  judaico.  De

esta forma, además, harían recaer las sospechas sobre el sionismo político e

irían  preparando  el  terreno  para  los  próximos  conflictos  mundiales

  pronosticados en las cartas intercambiadas por Pike y Mazzini.

  Resumiendo  mucho  el  texto,  Los  Protocolos  describen,  entre  otras,  las

  siguientes tácticas para conseguir el éxito final de su estrategia:

  Respecto a la religión se trataría de atacar sistemáticamente al cristianismo

en  todas  sus  formas,  alimentando  de  paso  «todo  tipo  de  cismas  e  iglesias

  diferentes»  y  el  desprecio  popular  hacia  la  doctrina  y  las  jerarquías

  eclesiásticas; infiltrarse en el Vaticano para «minar desde dentro» el poder

papal  y,  por  extensión,  el  carácter  cristiano  de  los  estados  occidentales;

parodiar  y  ridiculizar  «los  hábitos  del  clero»,  así  como  sus  costumbres  y

  ceremonias, y apoyar  y difundir masivamente cualquier idea que prime el

  laicismo y el materialismo.

En  el  orden  politicoeconómico,  se  tendría  que  utilizar  el  dinero  para

  «comprar  y  corromper  a  la  clase  política»  y  a  la  prensa  para  manejar  y

  «reorientar a la opinión pública»; establecer un sistema económico mundial

basado en el oro y controlado por la organización; distraer a las masas con

«una oratoria insensata de apariencia liberal»; traspasar gradualmente todo

el poder desde  las  monarquías  a los  gobiernos democráticos hasta  que  las
  primeras  se  conviertan  «en  meros  adornos»  sociales;  fundar  e  impulsar

  instituciones políticas o sociales en apoyo del plan, y emplear la hipocresía

y la fuerza directamente «cuando sea necesario para vencer una resistencia

  concreta». 

En cuanto a la moral, habría que primar siempre las condiciones ventajosas

para  la  organización  sobre  «cualquier  consideración  de  índole  moral»;

  argumentar  con  el  engaño,  la  corrupción  o  la  traición  «siempre  que  se

  muestren  de  utilidad»  para  apoyar  la  causa;  usar  el  asesinato  en  caso

  necesario,  ya  que,  siendo  la  muerte  en  sí  «un  hecho  natural»,  está

  «justificada y es preferible anticipar» la de los que se puedan oponer a los

planes en curso y llevar a efecto la reflexión de Maquiavelo según la cual

«el fin justifica los medios», ya que los seres humanos son considerados en

general  como  «pequeñas  bestias»  cuya  existencia  está  justificada  para

servir a los Sabios de Sión.

A  estas  consideraciones  hay  que  añadir  una  larga  serie  de  profecías  que

contienen  Los  Protocolos  y  que  se  han  hecho  realidad  durante  el  último

siglo.  Entre  ellas:  las  guerras  mundiales  de  1914  1918  y  19391945,  la

  implantación  del  comunismo  como  experiencia  política  real,  la  creciente

  tendencia  hacia  la  constitución  de  un  gobierno  mundial,  que  debilita  al

mismo  tiempo  a  los  estados  tradicionales  con  la  creación  paralela  de

  regionalismos separatistas, la carrera de armamentos, el avasallador poder

de  los  medios  de  comunicación,  la  supresión  progresiva  de  la  pena  de

  muerte, el auge del deporte profesional o el establecimiento del terrorismo

en la vida diaria de los pueblos.

Así que la pregunta pertinente no es tanto quién redactó el libro o si se trata

de una falsificación o un libelo, sino ¿por qué se parece tanto a los planes

de los Illuminati? ;Y por qué los hechos previstos hace cien años se han ido

  materializando en la vida real?

  Catorce  años  después  de  la  primera  publicación  de  Los  Protocolos  en  un

diario de San Petersburgo estalló la Revolución rusa en la misma ciudad.



La advertencia de Rasputín


Grigori  Yefimovich,  más  conocido  como  Rasputín  (Libertino),  fue

asesinado en la noche del 29 al 30 de diciembre de 1916. La última mañana

de su vida la dedicó entre otros asuntos a escribir varias cartas, una de las

cuales iba dirigida al zar Nicolás II. En ella le advertía de que una de sus
visiones le había revelado que «dejaré esta vida antes del próximo uno de

enero»,  aunque  ignoraba quién se encargaría de  matarle.  Y  precisaba:  «Si

soy  asesinado  por  plebeyos  y  especialmente  por  mis hermanos  los

  campesinos, tú, zar de Rusia, nada tendrás que temer... Tu trono se asentará

por cientos de años. Tu hijo será zar. Pero si soy asesinado por nobles, mi

sangre permanecerá en sus manos. La nobleza tendrá que abandonar Rusia,

los  hermanos  se  enfrentarán  con  los  hermanos,  el  odio  dividirá  a  las

  familias, el país se quedará sin imperio... Tú, tu esposa y tus hijos moriréis

a manos del pueblo.»

Rasputín fue asesinado violentamente horas después a manos de un grupo

de  nobles  encabezado  por  el  príncipe  Yusupoff,  quien  paradójicamente

había sido el primer miembro de la nobleza en beneficiarse de sus poderes

  magnéticos  para  curarse  de  una  depresión  y  cuyo  testimonio  motivó  el

interés  del  resto  de  la  corte  rusa  por  los  extraños  poderes  del  llamado

Monje  Loco.  Año  y  medio  antes,  Rasputín  ya  había  sido  víctima  de  un

extraño atentado cuando, durante una visita a su pueblo natal, una mujer le

asestó  una  cuchillada  en  los  intestinos  al  grito  de  «¡He  matado  al

  Anticristo!». A pesar de la gravedad de la herida y de la abundante pérdida

de sangre, Rasputín reaccionó dando un golpe a la mujer y, tras recibir una

  primera  cura  de  urgencia,  terminó  sus  compromisos  previstos  para  la

  jornada.  A  los  pocos  días  estaba  completamente  restablecido.  Semejante

  recuperación  le  valió  cierta  fama  de  «inmortal»  entre  el  supersticioso

  populacho.

Así pues, invitado al palacio de Yusupoff con la excusa de una fiesta para

  celebrar que el año estaba a punto de terminar, Rasputín fue conducido a un

salón  donde  se  le  dijo  que  tuviera  la  amabilidad  de  aguardar  un  poco

porque  había  sido  el  primero  en  llegar.  Para  entretener  la  espera,  le

  ofrecieron  un  pastel  de  chocolate  y  una  botella  de vino  de  Madeira  en  la

que un médico amigo de los conjurados había inyectado cianuro de potasio

suficiente para matar a una docena de hombres. Sin embargo, el veneno no

sólo  no  hizo  mella  en  su  cuerpo,  sino  que,  cansado de  hacer  tiempo,  a  la

media hora exigió más vino y pidió a Yusupoff que tocara la guitarra para

pasar mejor el rato.

El príncipe se hizo con un revólver y disparó a Rasputín tres veces por la

espalda  y  prácticamente  a  quemarropa.  Los  nobles  creyeron  que  estaba

  muerto  y  lo  celebraron  brindando  alegremente,  pero,  ante  el  terror  de  los

  presentes, el monje se incorporó y atacó, ensangrentado como estaba, a su
  verdugo.  Los  otros  cogieron  unas  barras  de  plomo  y le  golpearon  con

fuerza  para  que  soltara  su  presa.  Como  pudo,  Rasputín  salió  de  la

  habitación,  cruzó  el  patio  y  se  lanzó  hacia  la  puerta  de  la  calle.

  Recuperados de su asombro ante la increíble resistencia de su víctima, los

  conjurados fueron tras él y le derribaron, según algunas versiones, con otra

  andanada  de  balas;  según  otras,  golpeándole  otra  vez  con  las  barras.

Temiendo que pudiera levantarse de nuevo, envolvieron el cuerpo con una

sábana  y,  tras  practicar  un  agujero  en  el  hielo,  lo  lanzaron  a  las  gélidas

aguas  del  río  Neva.  Dos  días  después,  el  cadáver  apareció  flotando,  pero,

cuando  se  le  practicó  la  autopsia,  el  forense  dictaminó  que  la  causa

  definitiva de su  muerte no había  sido el veneno, ni  las balas, ni  la  paliza.

Rasputín había fallecido... ahogado.

  Enterrado  en  secreto  en  el  parque  del  palacio  Imperial,  su  tumba  fue

  profanada  al  año  siguiente  por  un  grupo  de  revolucionarios,  que

  desenterraron  sus  restos  y  los  quemaron.  El  16  de  julio  de  1918,  el  zar

Nicolás II y su familia fueron brutalmente asesinados en Yekaterimburgo.

La  extraordinaria  personalidad  de  Rasputín,  sus  raros  poderes  y  su

  intervención en la política durante la etapa previa a la Revolución rusa han

llevado  a  plantear  la  posibilidad  de  que  estuviera implicado  de  alguna

forma en el proceso impulsado por los Illuminati para hacerse con el poder

en Rusia. No parece haber pruebas de ello, aunque estudiando sus escritos

crece la sospecha de que él sabía o intuía lo que se estaba preparando. Se

puede citar un par de sus profecías en este sentido. La primera de ellas nos

recuerda  al  plan  diseñado  para  provocar  una  serie  de  tres  guerras

  mundiales,  ya  que,  según  sus  palabras,  «cuando  los dos  fuegos  sean

  apagados,  un  tercer  fuego  quemará  las  cenizas.  Pocos  hombres  y  pocas

cosas  quedarán,  pero  lo  que  quede  deberá  ser  sometido  a  una  nueva

  purificación  antes de  entrar  en  el  nuevo paraíso terrestre».  En  cuanto  a  la

  segunda,  parece  sugerir  también  el  enfrentamiento  provocado  entre  el

  sionismo  político  y  el  Islam,  puesto  que  «Mahoma  dejará  su  casa  y

  recorrerá el camino de los padres. Las guerras estallarán como temporales

de verano, abatiendo plantas y devastando campos, hasta el día en el que se

  descubrirá  que  la  palabra  de  Dios  es  una,  aunque  sea  pronunciada  en

lenguas distintas. Entonces, la mesa será única, como único será el pan».

De origen mujik o campesino, Rasputín había nacido en una aldea siberiana

en  la  segunda  mitad  del  siglo  XIX  y  nunca  llegó  a  recibir  una  mínima

  formación  intelectual.  A  pesar  de  que  su  imagen  ha sido  caricaturizada  y
  ensuciada  hasta  la  saciedad  (hasta  el  punto  de  convertirle  en  un  auténtico

satanista que pacta con el diablo para provocar la Revolución rusa en una

reciente y absurda película de dibujos animados), lo cierto es que fue uno

de los hombres más populares de su época. Desde pequeño dio muestras de

poseer  un  acusado  misticismo,  así  como  extrañas  dotes  que  pronto  le

hicieron  famoso:  presagiaba  hechos  que  se  materializaban  poco  después,

curaba  enfermedades  y  hacía  milagros  de  todo  tipo  como  si  fuera  un

moderno Jesucristo, hipnotizaba sin esfuerzo a todo aquel que se atrevía a

mirar  fijamente  sus  profundos  ojos  y  repartía  entre  los  pobres  el  dinero  y

los regalos que le hacían sus agradecidos pacientes. Pero, al mismo tiempo,

su  personalidad  poseía  un  lado  salvaje  que  le  permitía  entregarse  con

  regularidad  a  auténticas  orgías  de  sexo,  alcohol  y violencia,  en  ocasiones

durante días enteros, de ahí que lo calificaran de libertino.

Pese a estar casado y con cuatro hijos, no había mujer que deseara que no

cayese rendida a sus pies. Y eso que su aspecto físico no era especialmente

  atractivo  y  además  desprendía  un  fuerte  olor  corporal  producido  por  la

suciedad, ya que se jactaba de no bañarse nunca. Como los antiguos santos

  medievales, pensaba que el cuerpo debía mantener el «olor de santidad» si

quería  permanecer  en  «estado  de  gracia».  Él  mismo  explicaba  su

  extravagante  comportamiento,  a  medio  camino  entre  el  chamanismo,  el

  magnetismo animal y el sexo tántrico, afirmando que «el ser humano está

  obligado  a  descender  hasta  los  más  abyectos  extremos  de  la  bajeza  y  del

  pecado  para  purificarse  nuevamente  mediante  la  oración  y  llegar  así  a

Dios».  En  efecto,  culminado  cualquier  episodio  licencioso,  solía  caer  de

  rodillas para orar y podía permanecer así durante mucho tiempo.

  Cuando  llegó  a  San  Petersburgo  a  finales  de  1907,  el  palacio  imperial  de

  Tsarkoie  Selo  le  esperaba  con  los  brazos  abiertos. La  fama  de  Rasputín

había  llegado  a  oídos  de  la  familia  imperial,  que  había  decidido  llamarle

como última solución a un problema dramático: su único hijo, el zarévich

  heredero Alexis, estaba a punto de morir. Como tantos nobles de la época,

  procedentes  todos  del  mismo  puñado  de  familias  europeas  que  se  habían

casado  entre  sí  durante  generaciones,  Alexis  padecía  hemofilia,  la

  enfermedad  de  la  sangre  que  impide  su  coagulación  normal  y  que,  en

aquella  época,  solía  implicar  la  muerte  del  afectado  con  la  más  mínima

herida. El pequeño la había heredado de su madre, la zarina Alejandra, y en

ese  momento  sufría  una  hemorragia  que  ningún  médico  había  logrado

detener. Algún especialista pronosticaba incluso el inminente fallecimiento.
  Entonces llegó Rasputín, se sentó al lado de Alexis y empezó a rezar. Cayó

en  uno  de  sus  trances  místicos  y  al  poco  tiempo  la hemorragia  se  detuvo

ante el asombro de todos los presentes. El zarévich estaba a salvo.

A partir de ese momento, la zarina Alejandra le tomó como asesor personal

y espiritual, y su endeble y dubitativo marido, Nicolás II, no hizo nada para

  oponerse,  pues  también  había  quedado  impresionado  ante  semejante

  demostración de poder.

  Durante  muchos  años,  la  crédula  emperatriz,  natural  de  Hesse,  había

admitido en palacio a todo tipo de hipnotizadores y charlatanes, y también

a algunos octiltistas notables, como el médico hispano francés Papus, que

llegó a organizar para la familia imperial una pequeña sesión de espiritismo

en  la  que  se  había  invocado  a  Alejandro  III,  padre del  zar.  Según  las

crónicas, el fantasma apareció realmente y lo hizo para advertir a su hijo de

que no debía oponerse a «las corrientes liberales que afluyen a la nación»

porque  «cuanto  más  dura  sea  la  represión,  más  violenta  será  la  respuesta

del pueblo». Curioso mensaje para un desencarnado, aunque cobra mucho

sentido si recordamos que Paptis era en aquel momento gran maestre de la

orden martinista, vieja enemiga de los Illuminati en sus orígenes, y que, no

bien  finalizó  la  sesión,  el  propio  Papus  se  encargó  de  tranquilizar  a  la

  familia imperial ase guiando que nada grave sucedería mientras él estuviera

vivo y pudiera brindarles su protección personal. El problema es que Papus

falleció poco después.

  Ansiosos de un guía místico que les señalara el camino a seguir, el zar y su

esposa se arrojaron en brazos de Rasputín, que a partir de entonces empezó

a intervenir directamente en la administración del Estado, lo que despertó

numerosas envidias y un profundo malestar entre la nobleza y los popes o

  sacerdotes ortodoxos, que empezaron a intrigar contra él hasta que se puso

en marcha la conspiración que terminó con su vida.

Años  más  tarde,  María  (una  de  las  hijas  de  Rasputín,  a  la  que  había

bautizado así en recuerdo de una visión en la que se le había aparecido la

  Virgen) publicó un opúsculo defendiendo a su padre, en el que insistía en

que  la  imagen  pública  de  su  persona  era  «irreal»  y había  sido

  «deliberadamente  falseada».  En  estas  memorias,  María  confirmó  que  el

Monje  Loco  solía  dictar  sus  profecías  después  de  permanecer  durante

mucho  tiempo  sin  comer  ni  dormir,  rezando  enfebrecidamente  delante  de

sus iconos hasta que entraba en trance. En una de estas ocasiones reveló a

su hija una «visión atroz» en la que se veía a sí mismo «transformado en un
  espíritu  que  contemplaba  desde  lejos  a  los  zares  colocados  frente  a  un

  pelotón de ejecución», y no podía hacer nada para salvarles.



La guerra «que acabará con todas las guerra»


El  asesinato  del  archiduque  de  Austria-Hungría  Francisco  Fernando  y  su

esposa  en  Sarajevo,  a  manos  de  un  serbio  llamado  Gavrilo  Princip  que

  pertenecía a una sociedad secreta conocida como La Mano Negra, desató la

cadena de acontecimientos que condujo a la primera guerra mundial. En la

  correspondencia  Illuminati  se  pronosticaba  que  ese conflicto  sería  atizado

  lanzando los intereses alemanes contra los británicos, por un lado, y contra

los eslavos, por otro. Poco importaba dónde cayera el triunfo final, siempre

y cuando se alcanzaran los dos propósitos más importantes: el agotamiento

de Europa y el derrocamiento del régimen zarista, para construir en su lugar

la nueva Rusia regida por el comunismo. Eso fue lo que sucedió.

  Después de tres años de guerra total como nunca antes habían padecido los

  europeos,  pese  a  su  larga  experiencia  previa  en  todo  tipo  de  conflictos

  armados, la Revolución rusa estalló en octubre de 1917. Una vez tomado el

control, las autoridades bolcheviques solicitaron y obtuvieron de Alemania

una negociación para poner fin a las hostilidades y, el 3 de marzo de 1918,

Moscú firmaba el documento en el que reconocía su derrota ante Alemania

y le cedía el control sobre Ucrania, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, el

  Cáucaso,  Polonia  y  las  áreas  rusas  controladas por rusos  «blancos» o  anti

  bolcheviques.

Pocos  meses  después,  el  11  de  noviembre  del  mismo  año,  los  aliados

  occidentales  también  firmaron  un  armisticio  con  las  potencias  centrales.

  Técnicamente hablando  y  sin  contar  ya  con  el  destino de  Rusia,  la guerra

  terminaba  así  con  una  especie  de  empate,  un  pulso  nulo  entre  ambos

bandos. No podemos olvidar que si bien es cierto que en el momento de la

firma  de  la  paz  las  tropas  germanas  habían  perdido la  iniciativa,  siempre

  combatieron  fuera  de  Alemania  (lo  que  no  ocurrió  durante  la  segunda

guerra  mundial,  cuando  en  la  última  fase de la guerra  el  territorio alemán

fue invadido, ocupado y arrasado, tanto por el este como por el oeste). El

mismo  día  del  armisticio,  las  tropas  alemanas  se  hallaban  fuertemente

  atrincheradas en suelo francés y belga.

Sin embargo, los delegados de Berlín que firmaron el Tratado de Versalles,

entre  los  que  figuraban  algunos  de  los  que  habían  colaborado  en  el
complejo plan que condujo a la previa abdicación del káiser Wilhelm y su

marcha  al  exilio  holandés,  asumieron  unas  condiciones  humillantes,

propias  de  un  Estado  derrotado  y,  según  reconocen  hoy  todos  los

  historiadores, absolutamente imposibles de cumplir en lo económico. Lord

Curzon  llegó  a  decir  que  «esto  no  es  un  tratado  de paz,  sino  una  simple

ruptura de hostilidades». 

Tal  vez  podríamos  empezar  a  sospechar  por  qué  se  firmó  semejante

  documento  si  nos  fijamos  en  quiénes  lo  rubricaron. Allí  nos  encontramos

entre  otros  nombres  con  el  del  masón  y  representante  directo  de  la  casa

  Rothschild, lord Alfred Milner, y con dos hermanos de la familia Warburg,

  representantes  indirectos  de  la  misma  banca.  De  origen  alemán,  los

Warburg  habían  sido  tempranos  colaboradores  de  los Rothschild.  Los

hermanos  Paul  y  Félix  habían  emigrado  a  América  mientras  Max  se

quedaba al frente del negocio en Frankfurt. Ya en Estados Unidos, Paul se

casó  con  Nina  Loeb  (hija  de  Salomón  Loeb,  uno  de  los  directores  de  la

  poderosa  firma  Kuhn,  Loeb  &  Company)  mientras  Félix  lo  hacía  con

Frieda Schiff (hija de Jacob Schiff, el verdadero «cerebro gris» detrás de la

misma  firma).  En  Versalles  y,  con  el  mayor  de  los  descaros,  Paul  firmó

como representante de Francia mientras que Max lo hacía en el nombre de

  Alemania.  Los  Iluminan  ya  tenían  lo  que  deseaban  y,  en  consecuencia,

habían movido sus piezas para tranquilizar las cosas.

Si  leemos  los  testimonios  de  los  propios  alemanes  al  final  de  la  Gran

Guerra  (como  se  la  conoció  en  un  principio  por  ser la  única  que  había

  alcanzado cifras tan devastadoras de víctimas) nos daremos cuenta de que

en su país todo el mundo aplaudía el final de la carnicería, pero no existía

conciencia  de  ser  los  perdedores.  Es  más,  a  medida que  fueron

  transcurriendo los años y la penuria económica y social general causada por

las imposiciones del Tratado de Versalles repercutía en el país, comenzó a

extenderse  con  cierto  éxito  la  teoría  de  la  puñalada  por  la  espalda,  que

  posteriormente  utilizó  Adolf  Hitler  para  enardecer a  las  masas  mientras

  recuperaba  el  control  de  antiguos  territorios  alemanes  que  habían  sido

  arrebatados  a  Berlín,  como  la  cuenca  del  Ruhr  o  los  Sudetes,  en  una

  reconstrucción  del  país  que  finalizó  como  tal  con  el  famoso  Anschluss  o

unión con Austria. 

  Según  esta  teoría,  si  la  guerra  hubiera  durado  un  tiempo  más,  Alemania

habría acabado ganando a los aliados igual que a Rusia, como demostraría

el hecho de que el frente del oeste sólo pudiera mantenerse tras la entrada
en  el  conflicto  de  Estados  Unidos.  La  puñalada  la  habrían  propinado  un

grupo de conjurados que se infiltró en el gobierno del káiser para minarlo

por  dentro,  al  mismo  tiempo  que  impulsaba  bajo  cuerda  todo  tipo  de

  revueltas sociales internas apoyándose en dirigentes revolucionarios como

Karl  Liebknecht,  Clara  Zetkin  o  Rosa  Luxemburgo,  todos  ellos

  simpatizantes  de  la  república,  el  socialismo  y,  en general,  las  teorías  de

Carlos Marx, así como impulsores de lo que sería la Segunda Internacional.

  Todos ellos, además, militaban en un grupo revolucionario conocido como

  Spartakus  o  Espartaco.  Exactamente  el  mismo  sobrenombre  simbólico

  asumido por Adam Weishaupt, el fundador de los Iluminados de Baviera.

La teoría de la puñalada por la espalda implicaba en esos oscuros manejos a

la  oligarquía  politicobancaria  norteamericana.  Hasta  la  primera  guerra

  mundial,  los  ciudadanos  de  Estados  Unidos  habían  vivido  en  un  relativo

  «espléndido  aislamiento»  respecto  a  los  acontecimientos  europeos.

  Descendientes  de  ingleses,  franceses,  alemanes,  holandeses,  españoles,

  etcétera,  la  inmensa mayoría de los  norteamericanos habían encontrado  al

otro lado del Atlántico una nueva patria común en apariencia más pacífica

que  las  de  sus  países  de  origen  y  no  sentían  el  más  mínimo  deseo  de

  involucrarse  en  ninguna  guerra  por  un  pedazo  de  tierra  en  el  viejo

  continente, cuando en el nuevo había toda la que un hombre podía desear y

más.

Tras  el  asesinato  del  archiduque  Francisco  Fernando,  se  activaron  las

complejas alianzas europeas y casi todos los países se vieron implicados de

  inmediato  en  el  enfrentamiento  armado,  pero  Estados  Unidos  no  podía

invocar ningún tratado de ayuda mutua que le permitiera intervenir. ¿Cómo

  sumarse, entonces, a la matanza bélica?

  Cuando  Woodrow  Wilson  fue  reelegido  presidente  de  Estados  Unidos  en

las elecciones de 1916, su campaña se basó entre otras cosas en la promesa

de no enviar soldados norteamericanos a luchar en la Gran Guerra, lo que

subrayaba su eslogan: « ¡Él nos mantuvo fuera de la guerra!» Pero diversos

textos de la época sugieren que su intención real desde el primer momento

fue  apoyar  a  los  aliados  con  tropas  y  material,  y  no  sólo  con  dinero.  Los

  Illuminati temían que, si las potencias centrales ganaban el conflicto bélico

demasiado  pronto,  no  sólo  no  se  conseguiría  el  ansiado  efecto  de

  agotamiento general, sino que el káiser podría apoyar a la familia imperial

rusa cuando se desatara la revolución, pues no en vano la zarina Alejandra
era de origen alemán. Además, los banqueros recordaron una de las viejas

reglas de su negocio: cuanta más guerra, más beneficios. 

Así que, seis meses después, en abril de 1917, Estados Unidos se sumaba al

conflicto con la ayuda de otro afortunado eslogan, «Ésta será la guerra que

acabe con todas las guerras», y una propaganda masiva que retrataba a las

  potencias  centrales  y  especialmente  a  la  Alemania  del  káiser  como  una

especie de monstruo infernal, cuyo único propósito era dominar el mundo.

La misma publicidad olvidaba mencionar que Inglaterra tenía más soldados

  repartidos por  ese  mundo,  en su todavía vigente  Imperio británico,  que  el

resto  de  las  naciones  implicadas  juntas.  Y,  por  supuesto,  no  decía  nada

acerca de que los alemanes habían demostrado ser serios competidores en

los  mercados  internacionales  hasta  el  punto  de  que uno  de  los  planes

estrella del vanidoso y ambicioso káiser Wilhelm era la construcción de un

ferrocarril Berlín-Bagdad. A través de esta vía se impulsaría la importación

y  exportación  de  Europa  a  Oriente  de  muchos  productos,  entre  ellos,  los

que  los  británicos  monopolizaban  hasta  entonces  gracias  a  su  poderosa

flota.

Uno de los puntos más trabajados de la propaganda fue el hundimiento del

  Lusitania,  que  la  indignada  prensa  norteamericana  describía  como  «un

  inocente barco de pasajeros y mercancías hundido vilmente en el Atlántico

por los traicioneros submarinos del káiser cuando viajaba hacia Inglaterra».

La realidad es que este buque estaba registrado como crucero auxiliar de la

Marina británica y el diario New York Tribune ya había publicado en 1913

que  acababa  de  ser  equipado  con  «armamento  de  alto poder».  Cuando

partió de Nueva York rumbo a su último viaje llevaba a bordo, además de a

«los inocentes pasajeros», una carga registrada de «seis millones de libras

de municiones», lo cual era ilegal, ya que existía un acuerdo internacional

para no transportar al mismo tiempo material civil y militar, precisamente

para  evitar  un  incidente  de  este  tipo.  Aún  más,  días  antes  de  zarpar,  el

gobierno  alemán  había  publicado  varios  avisos  en  todos  los  diarios

  neoyorquinos  recordando  que  Berlín  y  Londres  estaban  en  guerra  y  eso

incluía  la  guerra  en  el  mar.  Por  eso  advertía  «muy seriamente»  a  los

ciudadanos  de  otras  nacionalidades  que  evitaran  viajar  en  barcos  como  el

  Lusitania, al que citaba específicamente, so pena de convertirse en objetivo

de los torpedos de sus submarinos.

Lo  cierto  es  que  la  propaganda  se  impuso  a  la  realidad  y  el  «crimen  de

guerra»  alemán  acabó  justificando  las  intenciones  bélicas  de  Wilson  e
iniciando  una  nueva  era  de  intervencionismo  de  Estados  Unidos,  que  a

partir de entonces no han cesado.

Al  finalizar  la  primera  guerra  mundial,  lord  Ponsomby,  uno  de  los

  miembros de la Cámara de los Lores, se dirigió al pueblo alemán durante

una  de  las  sesiones  para  presentarle  oficialmente  excusas  por  el  hecho  de

que su gobierno hubiera «faltado repetidamente a la verdad» con sucesivas

  campañas  de  propaganda  en  las  que  se  dijeron  auténticas  barbaridades

sobre  presuntos  crímenes  y  atrocidades  que  jamás  cometió  el  ejército

  alemán,  pero  que  «fueron  necesarias  en  aras  del  interés  nacional».  Lo

mismo hizo, poco después, el secretario de Estado norteamericano, Robert

  Lansing.

En julio de 1939, semanas antes de comenzar la segunda guerra mundial, el

propio  Winston  Churchill  confirmó  que  si  el  gobierno  estadounidense  no

hubiera llevado a su país a la guerra «habríamos logrado una paz rápida que

además  hubiera  evitado  el  colapso  que  condujo  a  Rusia  hacia  el

  comunismo;  tampoco  se  habría  producido  la  caída  del  gobierno  en  Italia

seguida  del  fascismo  y  el  nazismo  no  habría  ganado ascendencia  en

  Alemania».



El sueño hecho realidad


La  Revolución  rusa  no  derribó  al  zarismo.  Nicolás  II  había  caído  tiempo

atrás,  víctima  de  su  propia  debilidad  e  incompetencia.  Los  desastres

  militares rusos frente a las tropas alemanas, los graves desórdenes en San

  Petersburgo  y  la  creciente  sensación  general  de  inseguridad  política  y

social  se  sumaron  a  las  presiones  de  Londres  y  París,  que  acabaron  por

hacer  que  el  negligente  y  desorientado  zar  abdicarse  en  la  primavera  de

1917.  El  príncipe  Lvov  fue  designado  para  instaurar  un  gobierno

  provisional  que  evitara  el  caos  total.  Lvov  temía  nuevas  intentonas

  desestabilizadoras,  como  la  fracasada  Revolución  roja  de  1905,  y  además

miraba  con  admiración  el  afianzamiento  político,  económico  y  social  de

  Estados  Unidos, por lo  que se  planteó transformar  el imperio ruso en  una

república moderna como la norteamericana.

  Careció  del  tiempo  y  los  apoyos  necesarios  y,  además,  cometió  el  grave

error  de  incluir  en  su  gobierno  a  personajes  intrigantes  como  Alexander

Kerensky,  una  de  cuyas  medidas  más  significadas  fue  dictar  una  amplia

  amnistía  general  para  los  comunistas  y  revolucionarios  encarcelados  o
  exiliados. Se calcula que durante las siguientes semanas regresaron a Rusia

en  torno  a  doscientos  cincuenta  mil,  entre  ellos  Vladimir  Ilich  Ulianov,

Lenin,  y  su  compañero  de  andanzas  León  Trotski,  dos  de  los  principales

líderes intelectuales de la Revolución roja.

Lenin  fue  enviado  a  través  de  la  Europa  en  guerra  en  un  tren  sellado  y

  blindado,  que  llevaba  entre  cinco  y  seis  millones  de  dólares  en  oro,

  necesarios para pagar  una nueva intentona  revolucionaria.  Ese  viaje había

sido planeado y organizado por el alto mando alemán en connivencia con

los  Warburg.  Según  el  proyecto  de  Max  Warburg,  si  Lenin  conseguía

volver  a  entrar  en  su  país  y  movilizar  a  sus  partidarios,  el  éxito  de  su

  movimiento  aceleraría  la  cada  vez  más  cercana  derrota  de  Rusia  y  su

retirada  definitiva  del  conflicto  internacional.  Los  generales  alemanes  se

mostraron de acuerdo, pues de este modo podrían desmovilizar el ejército

que mantenían en el frente del este y trasladarlo al oeste, donde la reciente

  incorporación  de  Estados  Unidos  a  las  hostilidades había  incrementado  la

presión  por  pura  superioridad  numérica.  A  sugerencia  de  los  Warburg,  el

káiser  no  fue  informado  del  plan,  pese  a  ser  el  general  en  jefe  de  los

  ejércitos germanos. Se creía que nunca daría su visto bueno porque hubiera

  temido, con razón como luego se demostró, que el éxito de la revolución en

el país vecino se extendiera hasta Alemania.

Juntos  de  nuevo  en  San  Petersburgo,  Lenin  y  Trotski  aplicaron  toda  su

  inteligencia,  su  astucia  y  el  dinero  del  tren  a  maquinar  los  planes  que

  permitieran hacer realidad cuanto antes y de una vez por todas,  su sueño de

«traspasar todo el poder a las masas proletarias». Aunque la verdad es que

éstas nunca llegaron a disfrutar de él. La revolución de octubre de 1917 que

  permitió a los bolcheviques adueñarse de Rusia se gestó y desarrolló en su

mayor  parte  en  la  ciudad  de  San  Petersburgo,  luego Petrogrado,  con  un

puñado de hombres bien preparados y colocados en puestos clave. Firmada

la  paz  con  Alemania,  los  bolcheviques  pasaron  los  años  siguientes

  entregados a dos batallas: la primera, física: una guerra civil con los rusos

blancos o partidarios del régimen anterior, a los que terminaron aniquilando

o exiliando tras un encarnizado combate. Y la segunda, política, para que la

nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas resultante de su golpe de

Estado fuera reconocida internacionalmente. 




                                      Tendremos un gobierno mundial, guste o no

                                              guste. La única duda es saber si lo

                                                    crearemos por la fuerza o con

                                                                    consentimiento.



                                                                  PAUL WARBÜRG,

                                                         banquero norteamericano



  Inversiones exóticas


Entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, tres hombres se repartieron el mundo

en sendas zonas de influencia, aunque prometiéndose apoyo mutuo para el

  control y equilibrio de cada uno de los espacios.

El  presidente  norteamericano  Franklin  D.  Roosevelt,  el  primer  ministro

británico Winston Churchill y el dictador soviético Josef Stalin se sentaron

juntos  en  el  balneario  de  Yalta  y,  además  de  hacerse  una  fotografía

  histórica,  decidieron qué  países  tendrían derecho  a  qué  compensaciones  y

cuáles  a  qué  castigos  ante  el  ya  próximo  final  de  la  segunda  guerra

  mundial.  Las  decisiones  que  se  tomaron  allí  afectaron  al  porvenir  del

mundo  entero  durante  decenios  y,  en  muchos  aspectos,  aún  siguen

  influyéndolo.

En el plano puramente político, había que resolver la cuestión de la realeza

en  Bélgica,  el  gobierno  provisional  de  la  República  francesa,  el  futuro  de

Polonia, la guerra con Japón, la futura ocupación y partición de Alemania o

la  expansión  de  la  democracia  en  general  en  «los  pueblos  libres»  en

  sustitución de los regímenes hasta entonces más o menos autoritarios.

También se habló de dinero.



Se busca socio capitalista


  Durante  el  tiempo  en  el  que  se  gestó  la  Revolución rusa,  en  el  mismo

  momento de su estallido y en el posterior desarrollo de los acontecimientos,

los «banqueros internacionales» infiltrados por los Illuminati apoyaron con

  entusiasmo  el  proyecto  de  consolidación  de  la  URSS.  No  fue  sencillo  ni

barato, pero, con lo que había costado hacerse con un país de tan colosales
  dimensiones para experimentar en él la creación de la deseada antítesis, no

era  cuestión  de  escatimar  recursos.  Sobre  todo  porque,  igual  que  sucedió

durante la Revolución francesa con los campesinos de La Vendée, muchos

rusos  que  en  principio  apoyaron  la  caída  del  'zarismo  se  lo  pensaron  dos

veces  cuando  comprobaron  la  arbitrariedad,  el  fanatismo  e  incluso  el

salvajismo  con  el  que  llegaron  a  comportarse  los  bolcheviques  una  vez

  instalados en el poder.

A  finales  de  febrero  de  1921,  la  tripulación  del  acorazado  Petropavlosk

emitió  una  resolución  en  la  que  incluía  las  reivindicaciones  de  los

  marineros,  que  se  hacían  extensivas  a  otros  colectivos.  Los  principales

puntos del programa eran: reelección de los soviets, libertad de palabra y de

prensa para los obreros, libertad de reunión, derecho a fundar sindicatos y

derecho  de  los  campesinos  a  trabajar  la  tierra  como  lo  deseasen.  Las

peticiones no se podían considerar más de acuerdo con el programa teórico

en nombre del cual se había hecho la revolución. Por eso a nadie le extrañó

la  unanimidad  de  la  guarnición  de  Cronstadt  para  aprobar  la  propuesta,

junto con la siguiente queja: «La clase obrera esperaba obtener su libertad

[durante  la  revolución  bolchevique  de  octubre  de  1917,  hacía  ya  casi  tres

años  y  medio]  pero  el  resultado  ha  sido  un  mayor  avasallamiento  de  la

  persona» por lo que «hoy es una evidencia que el Partido Comunista ruso

no es el defensor de los trabajadores que dice ser, que los intereses de éstos

le  son  ajenos  y  que  una  vez  llegados  al  poder  no  piensan  más  que  en

  conservarlo».

La  reacción  de  los dirigentes  encabezados  por  Lenin  fue  fulminante.  Tras

acusar a la guarnición de participar en una «conspiración de rusos blancos»

  enviaron a 50 000 soldados del nuevo Ejército Rojo creado por Trotski para

  aplastar  la  revuelta.  Los  escasos  supervivientes  de  Cronstadt  fueron

  fusilados  o  trasladados  a  los  campos  de  concentración  de  Arkangelsk  y

  Kholmogory.  A  partir  de  entonces,  la  palabra  gulag o  campo  de

  concentración  soviético  se  convirtió  en  una  de  las más  temidas  de  Rusia.

  Periódicamente se aportan nuevos datos sobre las víctimas causadas por el

nazismo,  pero,  como  denuncia  la  obra  de  Martin  Amis  Koba  el  Terrible

(Koba era uno de los alias de Josef Stalin), la complicidad intelectual de los

  partidos políticos occidentales próximos  a  las  ideas  marxistas ha ocultado

durante  muchos  años  las  cifras  de  víctimas  causadas  por  el  comunismo,

bastante  más  elevadas,  especialmente  durante  la  época  estalinista.  Ya  en

1925,  el  dato  oficial  de  fusilados  en  la  URSS  se  aproximaba  a  los  dos
millones  de  personas,  de  las  cuales  el  75  %  eran  campesinos,  obreros  y

  soldados. Cuando Stalin falleció, el balance total de víctimas, incluidas las

  ocasionadas  por  las  hambrunas  deliberada  y  artificialmente  planeadas  por

el  gobierno  de  Moscú,  superaba  los  35  millones  de  muertos  y,  según

algunas fuentes, llegaba incluso a los 55 millones: un verdadero genocidio

del pueblo ruso.

Con  semejante  política,  cuyas  noticias  de  todas  formas  llegaban  sólo  de

manera parcial hasta las sociedades occidentales, no es de extrañar que los

  escandalizados  ciudadanos  de  éstas  se  negaran  a  apoyar  al  nuevo  Estado

  surgido de la revolución e incluso presionaran para que sus gobiernos no lo

  reconocieran  diplomáticamente.  Este  ambiente  ayudó a  impulsar  la  fuerte

corriente  conservadora  que  empezó  a  recorrer  toda  Europa  y  que

  contribuyó  al  ascenso  del  fascismo  y  el  nazismo  a  principios  de  los  años

treinta.  Un  ambiente  que  justificaba  plenamente  obras  como  el  primer

cómic  de  un  personaje  que  hizo  famoso  a  su  dibujante,  el  belga  Georges

Remi, más conocido como Hergé. En Tintín en la URSS describía parte de

las atrocidades cometidas por los bolcheviques en un lenguaje tan asequible

como el tebeo, el denominado «cine de los pobres». 

En  cualquier  caso,  la  nueva  Unión  Soviética  necesitaba  de  todo,  y  para

comprar de todo es menester el dinero, que, en efecto, empezó a fluir de las

manos del nuevo gobierno. Primero, para financiar un ejército potente con

el  que  asegurar  el  control  de  la  situación  y,  después,  para  todo  lo  demás.

Pero ;de dónde salía ese dinero? A pesar de las inmensas riquezas naturales

de un país tan grande, el caos social y económico creado en Rusia tras el

  esfuerzo de la primera  guerra  mundial  y  el  desmoronamiento del  régimen

zarista era de tal calibre que nada presagiaba que el nuevo gobierno pudiera

  consolidarse y prosperar.



Viejos conocidos


No  obstante,  prosperó  y  general  ruso  blanco  y  general  Arséne  de

  Goulevitch describió en El Zarismo y la revolución el origen del dinero que

sirvió  para  ello:  «Los  principales  proveedores  de  fondos  de  la  revolución

[...]  eran  ciertos  círculos  británicos  y  americanos  que  durante  mucho

tiempo  prestaron  su  apoyo  a  la  causa  revolucionaria  rusa.»  Entre  otros

  nombres, señalaba de manera específica el papel del banquero Jacob Schiíf

que «aunque sólo ha sido parcialmente revelado, ya no se puede considerar
un  secreto».  En  febrero  de  1949,  el  diario  New  York  Journal  American

recogía las impresiones de John Schiff, el nieto de Jacob, que afirmaba que

su  abuelo  había  invertido  un  total  de  veinte  millones  de  dólares  para  que

triunfara  el  bolchevismo  en  Rusia.  El  propio  Jacob reconoció  su  «aporte

financiero personal», cuya cuantía no reveló pero sí cuándo se produjo, en

abril  de  1917.  Después,  las  entidades  bancarias  controladas  por  el  mismo

John Schiff financiarían el primer plan quinquenal de Stalin.

Con el tiempo se descubrió que J. P. Morgan y el clan Rockefeller habían

  invertido  también  en  aquel  insólito  negocio,  que,  ideológicamente,  no

podía estar más en las antípodas de sus propias actividades. De Goulevitch

  también  apuntaba  a  los  británicos  sir  George  Buchanan  y  lord  Alfred

Milner  como  inspiradores,  en  parte  financieros,  en parte  teóricos,  de  la

  Revolución  Soviética.  Milner,  el  mismo  que  conocimos  en  la  firma  del

  Tratado de Versalles y al que se le atribuye un gasto de más de 21 millones

de  rublos  en  la  causa  revolucionaria,  fue  el  fundador  de  otra  sociedad

secreta  que  examinaremos  más  adelante  y  que  bautizó  como  La  Mesa

  Redonda. Según el general ruso, en 1917 San Petersburgo «estaba lleno de

  ingleses», y no eran precisamente turistas. 

En  1920,  Lenin  había  fijado  su  Nueva  Política  Económica  (curiosamente,

el  mismo  nombre  con  el  que  el  presidente  norteamericano  Richard  Nixon

  definió la suya, basada en un mayor control de los precios y los salarios), y

la Reserva Federal de Estados Unidos empezó a presionar al gobierno para

que  reconociera  internacionalmente  a  la  nueva  URSS y  se  abriera  al

comercio  con  ella.  Pero  la  sociedad  norteamericana estaba  igual  de

  aterrorizada  que  la  europea  ante  las  noticias  de  la  brutalidad  con  que

actuaban los bolcheviques con su propia población y por tanto se mostró en

contra de ese reconocimiento. En consecuencia, Washington se abstuvo de

  ayudar... oficialmente.

Las  ayudas  llegarían  gracias  a  los  esfuerzos  de  personas  como  Herbert

  Hoover, miembro del recientemente creado Council of Foreign Relations o

CFR,  que  en  un  primer  momento  organizó  la  recolecta  de  fondos  para

comprar  alimentos,  que  fueron  enviados  a  Rusia  en  concepto  de

  donaciones.  En  cuanto  a  la  financiación  monetaria  pura  y  dura,  ésta  no

tardó  en  realizarse  a  través  de  importantes  banqueros  como  Frank

  Vanderlip, agente de Rockefeller y presidente del First National City Bank,

que solía comparar a Lenin con George Washington. Otro de los agentes de

  Rockefeller,  el  publicista  Ivy  Lee,  fue  encargado  de  desarrollar  una
campaña publicitaria, explicando que los bolcheviques en realidad no eran

más  que  «un  puñado  de  incomprendidos  idealistas»,  que  debían  ser

  ayudados «por el bien de toda la humanidad».

La  «humanitaria»  ayuda  del  clan  Rockefeller  le  fue compensada  con

  contratos  como  los  que  le  permitieron  adquirir  para  la  Standard  Oil  de

Nueva  Jersey  el  50    de  los  campos  petrolíferos  rusos  en  el  Cáucaso,  que

habían sido teóricamente nacionalizados. O ayudar a construir una refinería

en 1927, que fue publicitada como «la primera inversión de Estados Unidos

desde  la  revolución»,  para  a  continuación  llegar  a un  acuerdo  de

  distribución  de  petróleo  soviético  en  los  mercados europeos  con  un

  préstamo de 75 millones de dólares por medio. Éste lo concedió el Chase

National  Bank  de  los  Rockefeller,  que  más  tarde  se fusionaría  con  el

Manhattan Bank de los Warburg. Fue la misma entidad que promovería el

  establecimiento  de  la  Cámara  Rusoamericana,  cuyo  presidente  fue  Reeve

Schley, también vicepresidente del Chase. 

Detrás fueron muchas otras empresas: la General Electric, la Sinclair Gulf,

la  Guggenheim  Exploradon...  Un  informe  del  Departamento  de  Estado

  estadounidense  indicaba  que  la  banca  Kuhn,  Loeb  &  Company  también

actuó  como  financiero  del  primer  plan  quinquenal  y,  de  hecho,  según  un

informe  firmado  por  el  banquero  y  embajador  estadounidense  en  Rusia,

Averell Harriman, en junio de 1944, el mismo Stalin había reconocido que

«cerca de dos tercios de la gran organización industrial de la URSS habían

sido construidos con la ayuda o asistencia técnica de Estados Unidos».

La  ayuda  fue  también  bélica.  El  New  York  Times  del 15  de  febrero  de

1920  reseña  «la  espectacular  despedida»  que  la  ciudad  soviética  de

  Vladivostok  rindió  a  un  contingente  norteamericano que,  entre  1917  y

1921, proporcionó la ayuda militar necesaria para que el régimen soviético

pudiera  «expandirse  por  Siberia».  Los  magnates  del petróleo

  estadounidense  estaban  especialmente  interesados  por  esa  enorme  y  en

general inhóspita extensión de terreno, debido a las grandes cantidades de

crudo  detectadas  en  las  prospecciones.  Más  tarde,  durante  la  segunda

guerra mundial, la propaganda de Moscú glosó la «heroica producción de

los trabajadores de sus fábricas» para construir sin descanso las armas que

  derrotarían al ejército alemán en el frente del este. Sin embargo, todos los

informes  facilitados  por  las  distintas  unidades  militares  alemanas,  y  en

  especial los de los observadores de la Luftwaffe o fuerzas aéreas, señalaban

la  «avasalladora  presencia»  de  modelos  norteamericanos  con  insignias
  soviéticas  en  la  mayor  parte  del  equipamiento  de  la  URSS:  bombarderos,

cazas, camiones de transporte...

El  flujo  de  ayudas  impulsadas  por  la  oligarquía  estadounidense  infiltrada

por los Illuminati nunca se detuvo. Para evitar los problemas generados por

la  inexistencia de  relaciones  diplomáticas,  éstas  recorrían  un  circuito  bien

  tortuoso, a través de las empresas controladas por Schiff y Warburg y con

cuentas  abiertas  por  intermediarios  en  distintas  capitales  europeas,  como

  Copenhague  o  Estocolmo.  En  1933,  Washington  reconoció  por  fin  a  la

  URSS como un Estado más. 

Pese  a  los  miedos  generalizados  al  enfrentamiento  nuclear  o  simplemente

  convencional,  que  fueron  atizados  sin  descanso  por los  medios  de

  comunicación  occidentales  en  la  segunda  mitad  del  siglo  XX  y  que

  alimentaron  la  leyenda  de  la  guerra  fría,  lo  cierto  es  que  las  señales  de

  entendimiento  entre  Washington  y  Moscú  fueron  in  crescendo  tras  la

segunda guerra mundial. ¿ llene sentido que si Estados Unidos aspiraban a

derribar realmente el régimen comunista, se dedicaran a vender al gobierno

  soviético  a  un precio  excepcionalmente bajo  el  grano  que  necesitaba  para

  alimentar a su hambrienta población en los años en los que las cosechas de

  cereales fueron muy malas? ¿O que la publicitada «carrera espacial» fuera

en realidad, y durante muchos decenios, una estrecha colaboración entre la

  astronáutica norteamericana y la rusa, con multitud de misiones conjuntas

incluso a bordo de la MIR, y ello teniendo en cuenta que los astronautas de

ambos países, hasta muy recientemente, eran todos militares?

  Recurrimos  de  nuevo  al  New  York  Times  para  ilustrar  un  ejemplo  del

  constante  apoyo  de  la  industria  y  la  economía  de  las  grandes  empresas

  estadounidenses.  En  1967,  el  diario  publicó  Lina  noticia  en  la  que  se

  confirmaban  las  intenciones  de  la  International  Basic  Economy

  Corporation  (IBEC)  y  la  Tower  International  Inc.  de  impulsar  diversos

planes  para  promover  el  comercio  entre  Estados  Unidos  y  «los  países  del

otro  lado  del  llamado  Telón  de  Acero,  incluyendo  a la  URSS».  Richard

Aldrich, uno de los miembros del clan Rockefeller, era el hombre fuerte de

la IBEC, mientras que la Tower estaba controlada por Cyrus Eaton júnior,

hijo  del  banquero  del  mismo  nombre,  que  inició  su  carrera  precisamente

como  secretario  de  John  D.  Rockefeller.  En  1969,  los  londinenses  N.  M.

  Rothschild  e  Hijos  entraron  en  la  misma  sociedad.  El  mismo  diario

  neoyorquino  publicó  después  que  una  de  las  consecuencias  de  esas

gestiones fue la firma de un acuerdo para suministrar todo tipo de patentes
  norteamericanas a la industria soviética. No es de extrañar que el abogado

  Anthony Sutton, ce la Universidad de Stanford, pudiera elaborar una obra

de tres tomos, sólo con los documentos facilitados por el Departamento de

Estado, en la que demostraba «la falsedad de la leyenda de los ingeniosos

  inventores  soviéticos»,  ya  que  la  casi  totalidad  de  sus  adelantos

  tecnológicos  habían  sido  adquiridos  por  directa  concesión  occidental  y

  posteriormente rebautizados como originales en la URSS.

Detalles  como  éstos  explican  cómo  y  por  qué  un  magnate  como  David

  Rockefeller  pudo  irse  pública  y  oficialmente  «de  vacaciones»  a  la  Unión

Soviética en octubre de 1964, habiendo en el mundo tantos otros paraísos

  realmente atractivos para un millonario capitalista.

  Finalmente,  una  serie  de  informes  desclasificados  por  el  FBI  y  el

  Departamento  de  Estado  estadounidense,  apoyados  por  un  documento  del

Kremlin  filtrado  tras  la  caída  de  la  URSS  confirman  que  uno  de  los

  magnates que financió desde el primer momento la revolución soviética fue

Armand  Hammer.  No  deja  de  llamar  la  atención  que  Albert  Gore  sénior,

padre  del  político  del  mismo  nombre  que  fue  vicepresidente  de  Estados

Unidos  con  Bill  Clinton  y  que  perdió  luego  las  elecciones  presidenciales

ante  George  Bush  júnior,  tras  el  polémico  recuento electoral  en  Florida,

trabajó buena parte de su vida para Hammer. O que el propio Gore júnior

  paralizara, desde su puesto de la Comisión de Relaciones Exteriores en el

Senado,  varias  investigaciones  federales  que  pretendían  aclarar  todas  las

relaciones entre Hammer y el gobierno soviético. 




                                          ¿Qué es lo más difícil de todo? Lo que

                                      parece más sencillo: ver con nuestros ojos

                                                      lo que hay delante de ellos
.



                                                                            GOETHE, 

                                                          filósofo y escritor alemán



  Alemania, año cero


  Durante su aparente retiro en Gotha tras el desmantelamiento formal de los

  Iluminados  de  Baviera,  Adam  Weishaupt  tuvo  tiempo  de  sobra  para

  saborear  los  resultados  de  sus  planes  revolucionarios.  En  especial,  dos  de

ellos:  la  decidida  actuación  de  su  amigo  Robespierre,  que  se  había

  encargado  de hacer  cortar  la cabeza del  rey  Luis  XVI,  y  la  posterior  auto

  coronación  de  uno  de  sus  protegidos,  Napoleón  Bonaparte,  que  se  había

permitido el lujo de desvalijar los archivos del papado, entre otras hazañas.

  Cierto es que no todo había salido de acuerdo con lo previsto. La reacción

de las monarquías absolutistas había permitido la restauración del Antiguo

  Régimen, que ahora estaba prevenido ante la existencia de un nuevo poder

  secreto dispuesto a aniquilarlos, y empezaba a organizarse en serio contra

él, a raíz del Congreso de Viena de 1814.

Por lo tanto sería necesario actuar con mayor cautela y eficacia respecto a

los planes futuros, y ampliar el campo de acción. A pesar del regreso de la

  monarquía, Francia estaba ya minada y no aguantaría un nuevo golpe para

  devolverla a la república en el momento adecuado.

Ahora se imponía apoderarse del otro lado del Rin. Había llegado el turno

de los reinos alemanes. 



La Unión Germana


Si existe un país europeo en constante construcción y desconstrucción a lo

largo  de  la  historia  de  Europa,  ése  es  Alemania,  que  toma  su  nombre  en

español de la vieja tribu de los alamanes, aunque lo cierto es que éste sólo

fue uno de los muchos grupos humanos que lo poblaron. Si repasamos un

atlas  histórico,  veremos  que  las  movedizas  fronteras  germanas  se  han
  extendido o comprimido como un auténtico acordeón de siglo en siglo. Sin

ir más lejos, lo que hoy llamamos la República Federal de Alemania, pese

al pomposamente denominado proceso de reunificación, impulsado tras la

caída del muro de Berlín a finales del siglo XX, está francamente reducida

de  tamaño  respecto  a  la  Alemania  del  Tercer  Reich  previa  a  la  segunda

guerra  mundial.  Además,  el  actual  modelo  político, de  corte  federal,  está

basado en el modelo medieval de coexistencia entre diversos reinos, como

  Baviera o Hesse, y auténticas ciudades-Estado, como Hamburgo o Bremen.

Esta breve reflexión quizá nos ayude a comprender la angustia existencial

de los patriotas alemanes, que, sin necesidad de pertenecer a los Illuminati,

  suspiraron a lo largo de los siglos por la posibilidad de edificar una nación

unida  y  centralizada  siguiendo  los  modelos  de  países  políticamente  más

  «maduros», como España, Francia o el justamente llamado Reino Unido. Y

por qué, una vez recibido el conveniente impulso, así como la orientación

adecuada del grupo de Weishaupt, empezó a desarrollarse con fuerza, igual

que sucedió en Italia, el concepto y la necesidad de la unificación.

En 1785, en plena debacle oficial de los Illuminati, uno de sus miembros no

  descubierto  por  las  autoridades,  el  profesor  de  la Universidad  de  Leipzig

Charles  Frederick  Bahrdt,  recibió  una  carta  firmada  con  una  escueta

  dedicatoria:  «De  parte  de  unos  masones,  grandes  admiradores  suyos.»  En

su interior figuraban los planes para desarrollar un grupo que apoyara con

éxito una futura unión germana, el gran sueño de los nobles y políticos que

  aspiraban  a  la  construcción  de  un  Estado  alemán  moderno.  Bahrdt,  que

había  hecho  propaganda  religiosa  para  Adam  Weishaupt  y  conocía

  perfectamente los planes de su grupo para promocionar la progresiva unión

de  los  pueblos  europeos,  se  dedicó  al  nuevo  proyecto  con  energía,

  reclinando para sus filas a muchos de los supervivientes de los Iluminados

de Baviera que habían conseguido escapar de la persecución oficial. De sus

  contactos  con  la  masonería  inglesa  y  de  sus  propios  esfuerzos  —según

  algunos  autores,  de  los  esfuerzos  del  propio  Weishaupt,  que  sería  en

  realidad  el  encargado  de  dirigir  esta  iniciativa,  aunque  Bahrdt  apareciera

como  responsable—  nació  una  sociedad  llamada  precisamente  Unión

  Germana, que adoptó la forma externa de un club literario y de discusión.

  Pronto, nacieron clubes de la Unión Germana en diversas ciudades. Uno de

ellos  en  Landshut,  en  la  mismísima  casa  de  Von  Zwack,  uno  de  los

  antiguos  lugartenientes  de  Weishaupt.  Estos  locales  funcionaban  como

  asociaciones de acceso limitado y también como librerías con suscriptores,
que distribuían preferentemente un tipo de literatura próximo a los ideales

de  los  Illuminati.  Ésa  era  la  tapadera,  porque  internamente  los  sucesivos

clubes que fueron apareciendo no eran más que tentáculos del primero que,

aún dirigido por Bahrdt, fue estructurado jerárquicamente por Von Knigge,

otro de los hombres fuertes de Weishaupt.

Este círculo interno, bautizado como La Hermandad o La Sociedad de los

22,  estaba  compuesto  por  el  mismo  Bahrdt  y  un  puñado  de  amigos,

  probablemente Illuminati y/o masones, además de al menos quince jóvenes

  idealistas.  Todos  ellos  se  ordenaban  de  acuerdo  a  seis  grados  que

  comenzaban en el adolescente y terminaban en el superior. 

  Asentado  el  proyecto,  Bahrdt  redactó  un  panfleto  titulado  A  Todos  los

Amigos de la Razón, la Verdad y la Virtud, en el que anunciaba que uno de

los propósitos de la Unión Germana era «iluminar» a los ciudadanos a fin

de  promover  una  religión  «sin  prejuicios  populares»  y  en  la  que  «la

  superstición  sea  arrancada  de  la  raíz,  restaurando así  la  libertad  de  la

  humanidad».  Con  más  lentitud  de  la  deseada,  la  iniciativa  fue  creciendo

hasta  tal  punto  que  en  1788,  el  rey  de  Prusia  Frederick  Wilhelm,

  preocupado  por  las  consecuencias  que  pudiera  traer semejante  semillero

  ideológico  y  quizá  intuyendo  los  sucesos  revolucionarios  que  se  estaban

preparando en Francia, ordenó a su ministro Johann Christian von Wollner

que escribiera un panfleto opuesto a sus fines, llamado Edicto de Religión.

En  cuanto  éste  llegó  a  sus  manos,  Bahrdt  redactó  una  nueva  publicación

satírica con el mismo título.

Sin  embargo,  la  Unión  Germana  ya  no  engañaba  al  que  tuviera  ojos  para

ver.  Al  año  siguiente,  un  librero  llamado  Goschen  también  publicó  su

propio panfleto, revelando que «la Unión Germana de los 22» no era otra

cosa que «una nueva sociedad secreta para el bienestar de la humanidad» y

una  mera  «continuación  de  los  Illuminati».  Poco  después  estallaba  la

  Revolución francesa y, tras conocerse su impacto en Francia, los dirigentes

políticos del  resto de  Europa  desataron  una  nueva ola de  represión  contra

las organizaciones secretas.

Bahrdt dejó el grupo y abrió una taberna (lugar habitual de reunión de las

logias masónicas) con el nombre de El reposo de Bahrdt. Murió en 1793, y

poco después se extinguió formalmente la Unión Germana, aunque no sin

conseguir  tino  de  sus  propósitos:  el  de  sembrar  una  profunda  inquietud

entre  determinados  estratos  de  la  sociedad  pre-nacional  alemana,  que

durante  mucho  tiempo  actuó  como  caldo  de  cultivo  del  que  finalmente
  surgió un proceso de unificación política muy influido por el misticismo y

cierto sentido de predestinación divina.



La OTO de Theodor Reuss y Aleister Crowley 


  Pertenecer a una sociedad secreta era casi un imperativo social en la mayor

parte  de  Europa  entre  los  siglos  XIX  y  XX.  Sectas, organizaciones  y

  grupúsculos  de  todo  tipo  proliferaban  por  doquier  y  calaban  en  todas  las

clases  sociales  e  incluso  en  el  interior  de  la  Iglesia  católica.  Muchos  de

estos  grupos  estaban  animados  por  ideas  políticas  y  revolucionarias  y  se

  organizaban de acuerdo con los modelos masónicos heredados de los siglos

  anteriores. Otros iban a la búsqueda de un misticismo libertario, a menudo

de  carácter  orientalista  o  teosófico,  o  bien  se  dejaban  influir  por  las

  doctrinas  espiritistas.  Incluso los  más  racionalistas  se interesaban  por  este

tipo de actividades, cautivados por la novedad y también por la posibilidad

de explorar «de una manera científica» los misterios del más allá.

En  aquella  época  resultaba  muy  difícil  encontrar  a una  persona

  desinteresada  en  esas  materias.  Se  puede  decir  que los  Illuminati  nunca

habían  estado  más  a  sus  anchas, protegidos por  el  entorno social.  Tal  vez

por  ello  decidieron volver a  presentarse  en  sociedad,  aunque  esta vez  con

un nuevo nombre. Esto es lo que afirman todos los especialistas al señalar a

la OTO, Ordo Templi Orientis, la Orden del Templo del Oriente, como la

heredera  de  los  de  Baviera.  En  el  fondo,  el  apelativo  no  era  tan  distinto,

porque la logia masónica donde había actuado Adam Weishaupt se llamaba

Estricta Observancia Templaria.

El fundador oficial de la OTO fue el químico austríaco Karl Kellner, quien,

siguiendo la costumbre Illuminati, tomó un nombre simbólico latino, Frater

  Renatus. No obstante, el alma verdadera del grupo y su dirigente máximo a

partir  del  fallecimiento  de  Kellner  en  1905  fue  Theodor  Reuss,  Frater

  Peregrinus,  bajo  cuya  dirección  se  redactó  la  constitución  de  la  orden.

Ambos  contaron  desde  el  principio  con  el  apoyo  directo  del  doctor  Franz

  Hartmann.

La  nueva  organización  había  surgido  a  partir  de  los  llamados  Ritos  de

  Memfis  Misraím,  del  británico  John  Yarker,  que  tenía  diversos  contactos

con  la  Societas  Rosicruciana  in  Anglia  o  Sociedad  Rosacruz  de  Anglia

  (Inglaterra),  uno  de los  muchos grupos  de  supuesta herencia  rosacruz que

  proliferaron en la época, pero que nada tenían que ver en realidad con los
  verdaderos miembros de esa antigua sociedad. Yarker fue quien dio el visto

bueno definitivo a la fundación de una nueva logia alemana practicante del

  ceremonial, tras recibir la solicitud de Kellner, Reuss y Hartmann.

Reuss  fue  el  encargado  de  instaurar  ritualmente  en 1902  el  a  partir  de

  entonces  Soberano  Santuario  de  Memfis  Misrai'm  y,  tras  la  muerte  de

Yarker en 1913, también asumió el cargo de Cabeza Internacional del Rito.

  Según la historia oficial de la OTO difundida por sus propios miembros a

través de su revista Oriflamma, su orden poseía «la llave que abre todos los

  secretos  tanto  masónicos  como  herméticos;  esto  es, la  enseñanza  de  la

magia sexual, que hace  comprensibles todos los  secretos de la naturaleza,

todo  el  simbolismo  de  la  francmasonería  y  de  todos los  sistemas

  religiosos». La  magia sexual o tantrismo  decían haberla aprendido de tres

adeptos orientales: el faquir árabe Solimán ben Haifa y los yoguis hindúes

Bhima Sen Pratap y Sri Mahatma Aganya Guru Paramahamsa. Existieran o

no estos místicos, la oferta de sexualidad combinada con poder y un cierto

aroma  oriental  supuso  un  poderoso  reclamo  en  la  encorsetada  sociedad

europea  del  momento,  sobre  todo  en  los  países  anglosajones,  agarrotados

por  una  moral  puritana  rayana  en  la  paranoia,  y  la OTO  se  extendió  con

rapidez y no sólo en Alemania. 

En  1910,  el  célebre  Aleister  Crowley  ingresó  con  el  nombre  de  Frater

  Bafomet,  lo  que  supuso  una  importantísima  incorporación  para  el  grupo.

  Edward Alexander Crowley está considerado como uno de los principales

  brujos del siglo XX e incluso ha sido calificado como «padre del satanismo

  contemporáneo». Iniciado primeramente en la Golden Dawn Order (Orden

de  la  Aurora  Dorada),  uno  de  los  referentes  clásicos  del  ocultismo

  británico,  estudió  Cábala,  magia  y  yoga  mientras  viajaba  por  Europa  y

Oriente Próximo hasta desarrollar su propio sistema basado en la sentencia,

un tanto anarquista y en principio poco espiritual, de «Haz lo que quieras».

  Según  sus  propias  confesiones,  su  filosofía  le  había  sido  dictada  por

  entidades  superiores  como  Aiwass,  un  espíritu  que, decía,  se  le  había

aparecido en El Cairo. Su obra más famosa se llama precisamente El libro

de  la  ley,  donde  aparecían  versos  como  «gracias  a  mi  cabeza  de  halcón,

pico  los  ojos  de  Jesús  mientras  pende  de  la  cruz.  Bato  mis  alas  ante  el

rostro  de  Mahoma  y  lo  dejó  ciego.  Con  mis  garras  arranco  la  carne  del

hindú, del budista, del mongol y de todo aquel que salmodia oraciones». En

los años veinte, Crowley fundó en Italia la Orden de Thelema, una sociedad

de  tintes  satanistas,  cuyos  sucesivos  escándalos  le  llevaron  a  la  expulsión
del país. En el Reino Unido, donde se le acusó de drogadicto, alcohólico,

bisexual  y  adorador  del  diablo,  era  conocido  como  la  Bestia,  666,  el

hombre más perverso del mundo y otros apodos similares. Crowley ha sido

una  referencia  constante  en  determinados  ambientes de  la  contracultura

  anglosajona contemporánea. Por ejemplo, en el ámbito musical, donde los

Beatles, Rolling Stones, Ozzy Osbourne o Daryl Hall han reivindicado su

figura y/o su mensaje a través de sus canciones.

En la época que nos ocupa, sólo dos años después de su ingreso, Crowley

asumió  la  jefatura  de  la  rama  inglesa,  rebautizada para  el  caso  como

Mysteria  Mystica  Maxima  (Máximos  Misterios  Místicos).  El  relato  de

cómo lo consiguió resulta, por otra parte, especialmente llamativo. Poeta y

  filósofo, había publicado ya varios libros cuando una noche de 1912 recibió

la visita indignada del propio Reuss, que se presentó en su casa londinense

sin aviso previo acusándole de haber publicado alegremente el secreto más

  exclusivo de la orden, el del grado noveno. El británico negó esa acusación

  porque,  recordó,  ni  había  llegado  a  tal  puesto  de  la  jerarquía,  ni  conocía

cuál era el susodicho secreto. Entonces, el jefe máximo de la OTO tomó un

  pequeño libro de uno de los estantes de la biblioteca, Liber333. El libro de

las  mentiras,  escrito  por  el  propio  Crowley,  y  en  el  capítulo  36,  «con  un

índice amenazador» según relata el protagonista, «señaló la frase que decía

"bebed del Sacramento y pasáoslo los unos a los otros"». Este sacramento,

según él mismo reconocería después, no era otra cosa que el semen vertido

por  el  mago  en  la  vagina  de  la  sacerdotisa  durante determinado  ritual

mágico, que después era recogido de los genitales femeninos y consumido

por los asistentes. Se suponía que Crowley no podía estar enterado de ello,

e insistió en que nadie humano se lo había revelado, sino que se trataba de

una inspiración llegada desde un plano más elevado.

Tras una intensa pero corta discusión, los dos adeptos creyeron reconocer

la  intervención  de  una  mano  sobrehumana  en  este  asunto  y  descubrieron

que  tenían  muchas  cosas  en  común.  Theodor  Reuss  debió  de  quedar

  impresionado por los conocimientos y las capacidades de Aleister Crowley,

  porque,  cuando  abandonó  finalmente  la  casa,  lo  hizo  con  la  promesa  de

  entronizarlo  en  un  futuro  viaje  a  Berlín  como  Rey  supremo  y  santo  de

Irlanda,  de  lona  y  de  todas  las  Bretañas  que  se  encuentran  dentro  del

  santuario de la Gnosis. Y cumplió su promesa.

Aleister Crowley fue jefe de la orden a partir de 1921, con lo que el ciclo se

  cerraba:  el  ritual  había  partido  de  Inglaterra  hacia  Alemania  y  ahora
  regresaba a Inglaterra, eso sí, habiendo reactivado en tierras germanas los

planes  Illuminati.  La  rama  alemana  quedó  entonces  en  manos  de  Karl

Germer  o  Frater  Saturnas,  quien  se  estableció  en  Munich  para  impulsar

desde  allí  la  Pansofía  (Sabiduría  Total)  y  se  dedicó  a  editar  los  libros  del

  británico,  así  como  a  expandir  sus  ideas.  En  1935, con  el  Partido

  Nacionalsocialista  ya  en  el  poder,  Germer  fue  detenido  y  conducido  a  un

campo  de  concentración.  Los  nazis  habían  prohibido poco  antes  todas  las

  organizaciones  de  carácter  masónico,  templario  y  demás  variantes

  conocidas.  Sin  embargo,  tuvo  suerte:  después  de  diversas  peripecias,

consiguió salir del país y embarcar para Estados Unidos donde restableció

la  orden  en  California  y,  tras  la  muerte  de  Crowley  en  1947,  asumió  el

mando  de  la  sociedad,  ya  reunificada.  En  seguida se dio  cuenta  de que el

cargo  le  venía  grande  e  intentó  traspasarlo  a  Kenneth  Grant,  uno  de  los

discípulos  favoritos  de  Crowley,  pero  Grant  prefirió  fundar  su  propia

  organización, la Logia NuIsis de Londres, y seguir su propio camino. Tras

la muerte de Germer, la OTO pasó a manos del brasileño Marcelo Ramos

Motta,  Frater  Parzival,  y,  tras  el  fallecimiento  de  éste,  a  las  del

  norteamericano David Bersson, Frater Sphynx.

En nuestros días, la OTO sigue viva, pero dividida en dos. Por un lado, la

rama  americana dirigida por  Bersson  y,  por  otro,  la  española  fundada por

Gabriel  López  de  Rojas,  Frater  Prometeo,  que,  entre  otros  títulos

  masónicos, afirma ostentar el grado 33 del rito escocés antiguo y aceptado

de  la  logia  Albert  Pike  para  «miembros  de  la  orden Illuminati  y  masones

  catalanes». López de Rojas asegura que a finales del año 2000 recibió «la

orden de los superiores desconocidos de la orden Illuminati de reestructurar

la única OTO heredera de la de Aleister Crowley por su condición de gran

  maestre de la orden Illuminati». En febrero de 2001, y «tras contactar con

los Illuminati de Estados Unidos», López de Rojas refundo la sociedad en

  Barcelona. Según la información facilitada por su propia organización, uno

de  cuyos  eslóganes  reza  «Homo  est  deus»  (El  hombre es  Dios),  los

  Illuminati  han  sido  víctimas  de  una  campaña  de  «falsas  acusaciones  y

  alarmismo social», con el propósito de «ser exterminados».




                                            Trescientos hombres, cada uno de los

                                          cuales conoce a los demás, deciden los

                                    destinos del mundo y eligen a sus sucesores



                                                              WALTER RATHENAU, 

                                                                    político alemán



H de Hitler


En  un  almanaque  astrológico  publicado  a  principios de  1923,  Elisabeth

Ebertin  incluyó  sus  predicciones  para  el  futuro  en las  que  indicaba  sus

  pronósticos políticos para varios países europeos. En el caso de Alemania,

la astróloga vaticinaba que «un hombre de acción nacido el 20 de abril de

1889, con el Sol en el grado 29 de Aries en el momento de su nacimiento

puede  exponerse  a  un  peligro  personal  por  una  acción  demasiado

  apresurada  y  podría  muy  probablemente  desencadenar una  crisis

  incontrolable. Sus constelaciones muestran que hay que tomar muy en serio

a este hombre. Está destinado a desempeñar el papel de caudillo en futuras

batallas. [...] El hombre en el que pienso está destinado a sacrificarse por la

nación alemana».

Ese  mismo  año  de  1923,  un  joven  Adolf  Hitler  nacido  el  20  de  abril  de

1889 encabezaba el llamado Putsch de la Cervecería, porque fue gestado en

una  de  las  populares  tabernas  muniquesas,  destinado  a  tomar  el  poder  en

  Baviera.

Ese asalto violento al poder fracasó y lo llevó a la cárcel, donde escribió su

famoso Mein Kampf, pero lo hizo famoso y sobre todo representó el primer

jalón  de  una  carrera  irresistible  que  le  inmortalizaría  como  uno  de  los

hombres más poderosos, y también más odiados, del convulso siglo XX. 

El hombre predestinado

Han pasado sesenta años de la caída del Tercer Reich y de la desaparición

de  su  máximo  dirigente  y,  sin  embargo,  aún  es  tarea  inútil  buscar  en  las

librerías un texto que trate de manera desapasionada la enigmática figura de

Hitler. Incluso sus biógrafos más racionalistas le describen a menudo como

una auténtica encarnación del Mal, cuya inhumanidad intrínseca está fuera

de  toda  duda,  hasta  el  punto  de  que  una  reciente  película  de  producción
alemana  sobre  sus  últimos  días  en  el  búnker  de  Berlín  tuvo  serios

  problemas  a  la  hora  de  encontrar  un  actor  adecuado para  interpretar  el

papel  del  Führer  porque  nadie  se  atrevía  a  hacerlo.  Los  escasos  libros

  elogiosos sobre su persona, que los hay, aunque sean de distribución muy

  reducida,  resultan  igualmente  poco  fiables  porque  pertenecen  al  entorno

más  extremo  de  la  ultraderecha  europea  y,  más  que  profundizar  en  su

  personalidad, suelen limitarse a negar los ataques del resto de obras sobre

el tema.

Sin  embargo,  Hitler  no  es  un  personaje  tan  diferente  a  tantos  otros

  conquistadores que han desencadenado guerras o matanzas de gran calibre,

  algunos  de  los  cuales  no  han  sido  demonizados  hasta  este  extremo.  Ni

siquiera es el último. El gobierno de Estados Unidos aniquiló a la práctica

  totalidad de nativos indios (y condenó a los supervivientes a la pobreza y el

  alcoholismo dentro de grandes campos de concentración eufemísticamente

  llamados  reservas  indias)  durante  la  denominada  conquista  del  oeste,  y  el

dictador  soviético  Josef  Stalin  ordenó  durante  su  mandato  la  muerte  (no

sólo en los gulags) de muchos más millones de personas en tiempos de paz

oficial de las que perecieron en toda la segunda guerra mundial. Eso, por no

  retrotraernos a las salvajes masacres de siglos precedentes, donde quizá no

  murieran  tantas  personas  como  en  el  período  comprendido  entre  1939  y

1945 (no hubo tanta pérdida cuantitativa, entre otras cosas porque no había

tanta  población  en  el  mundo),  pero  sí  desaparecieron  pueblos  enteros  en

  verdaderos  genocidios  programados  (se  produjo  así  una  mayor  pérdida

  cualitativa).

Incluso en lo referente a la persecución de los judíos, una de las principales

razones  esgrimidas para describir la satánica filiación hitleriana,  el  Tercer

Reich en realidad tampoco aportó nada nuevo, por más que se recurra a tan

fáciles  como  dramáticas  metáforas  del  estilo  de  «Hitler  industrializó  el

  horror». No hay más que estudiar la sistemática persecución y expulsión de

los  judíos  de  los  reinos  medievales,  la  actuación  de  la  Inquisición  o  los

  pogromos de los países eslavos. El historiador Cesar Vidal lo demuestra en

sus  Textos  para  la  historia  del  pueblo  judío,  donde  recoge  fragmentos

escritos  del  pensamiento  antijudío  en  diversas  épocas  históricas.  Desde  el

  historiador latino Tácito, «odian a todos los que no son de los suyos como

si fueran enemigos mortales y [...] son gente muy dada a la deshonestidad»,

hasta el socialista francés Jean Fierre Proudhon, «el judío es antiproductivo

por naturaleza [...] intermediario siempre fraudulento y parasitario, que se
vale  del  engaño,  la  falsificación  y  la  intriga»,  pasando  por  el  escritor

  medieval Chaucer, «el niño [...] fue agarrado por el judío [...] que le cortó

la  garganta.  [...]  ¡Maldita  nación,  Herodes  redivivos!»,  o  el  industrial

  norteamericano Henry Ford, «el único trato inhumano que los judíos sufren

en  este  país  proviene  de  su  propia  raza,  de  sus  agentes  y  amos,  pero  [...]

esto  ellos  lo  ven  como  negocio  y  viven  con  la  esperanza  de  un  día  poder

hacer lo mismo».

Vidal  aporta  además  textos  musulmanes,  para  que  quede  claro  que  la

  inquina  no  es  un  asunto  exclusivamente  europeo,  como  refleja  la  Carta

  Nacional  Palestina,  «El  sionismo  [...]  es  fascista y  nazi  en  sus  medios  de

  acción»,  o  el  mismo  Corán,  «Si  Allah  no  hubiera  decretado  su  expulsión,

los habría castigado en esta vida. Pese a todo, en la otra vida padecerán el

  castigo del fuego, por haberse apartado de Allah y de su enviado».

Los mismos intelectuales judíos se han quejado en los últimos años de la, a

su  juicio,  «frivolización»  con  la  que  el  cine,  la  literatura  y  el  periodismo

han  tratado  la  Shoah.  Así,  el  rabino  Arnold  Jacob  Wolf,  director  de  la

  Fundación Académica Hillel de la Universidad de Yale, dijo públicamente:

«Me da la impresión de que en lugar de dar clases sobre el Holocausto lo

que se hace es venderlo.» Y el escritor judío Norman G. Filkenstein, cuyos

padres lograron sobrevivir a los campos de concentración de Auschwitz y

  Majdanek, asegura en La industria del Holocausto que «hay que establecer

  distinciones  históricas,  de  eso  no  cabe  duda,  pero crear  distinciones

morales entre "nuestro" sufrimiento [el de los judíos] y "su" sufrimiento [el

del resto de la humanidad] es una parodia moral. Como señaló Platón: "no

se puede comparar a dos pueblos desgraciados y decir que uno es más feliz

que otro"».

  Además,  existe la  curiosa teoría del  posible  origen  judío  de  Hitler.  Según

ésta, el servicio secreto alemán se apoderó durante el Anschluss, la anexión

de  Austria,  de  una  documentación  elaborada  por  el  antiguo  canciller

  austríaco  Engelbert  Dollfuss,  según  la  cual,  en  1836  Salomón  Mayer

  Rothschild,  entonces  residente  en  Viena,  tomó  a  su servicio  a  una  joven

  doncella de provincias llamada María Anna Schicldgruber. El banquero, de

origen judío, sedujo a la muchacha, quien por las mañanas le hacía la cama

y por las noches se la deshacía. Con tanto trasiego, Maria Anna se quedó

  embarazada  y  al  descubrirse  su  estado  fue  devuelta a  Spital,  su  localidad

natal,  donde  se  arregló  un  matrimonio  de  conveniencia  con  Johan  Georg

  Hiedler.  En  1837  nació  el  pequeño  Alois,  que  jamás fue  reconocido  por
  Hiedler. Así que durante cuarenta años llevó el apellido de su madre hasta

que decidió cambiárselo por el de Hiedler o Hitler. Este Alois Hitler, a su

vez,  tuvo  varios  hijos.  Entre  ellos,  Adolf.  Nunca  han  aparecido  los

  documentos  que  probarían  los  hechos,  pero  se  dice  que  citando  el  Führer

tuvo  conocimiento  de  su  existencia  ordenó  una  investigación  profunda

sobre  su  linaje  paterno  para  comprobarlo  y,  si  era necesario,  borrar  todas

las pistas.

El asunto de la persecución de los judíos resulta en todo caso especialmente

  doloroso  y  delicado  de  tratar.  Sobre  él,  como  sobre  otros  muchos  temas

  citados  por  fuerza  muy  someramente  en  esta  obra,  se  podrían  publicar

  auténticas  enciclopedias.  Pero  no  es  ése  nuestro  objetivo.  Sólo  estamos

  preguntándonos  por  qué  Hitler  suscita  tantas  emociones,  todavía  hoy.

  Muchos autores opinan que eso es debido a su relación con los Illuminati.

La  teoría  tiene  dos  vertientes.  Según  una  de  sus  interpretaciones,  Adolf

Hitler fue una simple marioneta en manos de la organización. Fue apoyado,

primero, tanto en lo político como en lo financiero en su escalada hacia el

poder,  y  aconsejado  después,  precisamente  para  actuar  como  lo  hizo  y

  desencadenar  el  segundo  conflicto  planteado  en  la  correspondencia  entre

Pike y Mazzini. Desde este punto de vista, la persecución contra los judíos

estaba  también  prediseñada  a  fin  de  utilizarla  posteriormente  para  la

  creación  del  anhelado  Estado  de  Israel.  Después,  los  Illuminati le  dejaron

caer como hicieron con Napoleón (cuya campaña en Rusia tanto se parece

a la del propio Hitler), apoyando a la coalición internacional que le derrotó.

  Según la otra versión de la teoría, la sociedad secreta aupó a Hitler hasta la

  cancillería,  pero,  una  vez  allí,  fue  éste  quien  decidió  independizarse  y

seguir  su  propio  camino.  O  tal  vez  pensaba  hacerlo desde  el  principio  y

consiguió engañar a los herederos de Weishaupt para aprovecharse de sus

recursos  y  llegar  lo  más  lejos  posible  antes  de  que  descubriesen  sus

  verdaderas  intenciones.  Para  ello  se  blindó  con  su propia  organización

secreta  y  armada,  las  SS  dirigidas  por  Heinrich  Himmler.  Eso  habría

  explicado, entre otras cosas, el hecho de que decidiera mantener la guerra

hasta  el  final,  prefiriendo  la  destrucción  de  Alemania  y  su  propia

  autoinmolación  antes  que  caer  en  manos  de  sus  antiguos  patrocinadores,

que, al no poder vengarse personalmente, optaron por satanizar su imagen

pública por los siglos de los siglos. De esta manera, además, los Illuminati

advertían  a  todos  los  futuros  colaboradores  de sus planes  sobre  el  destino

que les aguardaba si algún día también se les ocurría traicionarlos.
¿Resulta demasiado increíble? La propia personalidad de Hitler, por lo que

  sabemos,  era  en  sí  bastante  increíble,  como  increíbles  resultan  muchos

hechos  de  su  vida  y  su  propia  e  imparable  transformación  desde  un

  desconocido agitador de provincias durante la posguerra hasta el Führer del

Imperio  de  los  Mil  Años.  Los  historiadores  «rigurosos»  han  prestado

mucha  atención  a  sus  antecedentes  familiares,  su  experiencia  política,  sus

  decisiones  militares...  pero  rehúyen  constantemente  los  aspectos  más

  inverosímiles  de  su  existencia,  pese  a  que  éstos  existen  y  están  bien

  documentados. 

August Kubizek, uno de los escasos amigos de juventud de Hitler, relató la

etapa vienesa de ambos, en la que el futuro caudillo alemán malvivía como

un  artista  callejero  más,  vendiendo  sus  propias  acuarelas  y  leyendo  todos

los  textos  de  mitología,  orientalismo,  sociedades  secretas  y  otros  temas

  similares.  Probablemente  de  aquella  época  data  su  decisión  de  hacerse

  vegetariano, abstemio y no fumador, lo que mantuvo hasta el final de sus

días.  Kubizek  cuenta  que  ambos  eran  muy  aficionados  a  la  ópera  y

  especialmente  a  las  obras  de  Richard  Wagner,  el  adalid  musical  del

  nacionalismo alemán. En el verano de 1906 acudieron al teatro de la Ópera

de la capital austríaca para disfrutar de su Rienzi, en cinco actos.

Esta  obra  se  basa  en  la  novela  homónima  del  británico  George  Bulwer

  Lytton, directamente relacionado con círculos de influencia rosacruciana y

autor  de  una  de  las  mejores  novelas  jamás  publicadas  sobre  el  tema,

Zanoni, así como de otro clásico de la literatura ocultista de su época, La

raza que vendrá, en la que aparece una estirpe de hombres subterráneos que

  disponen  de  una  poderosa  energía  llamada  Vril.  Rienzi,  el  último  de  los

tribunos romanos cuenta la trágica historia de un patriota italiano del siglo

XIV  que  falleció  en  el  Capitolio  devorado  por  las  llamas.  Su  argumento

rebosa  de  luchas  por  el  poder,  ambiciones  personales,  populachos

  enardecidos  y  otros  sucesos  muy  de  moda  en  las  producciones  del

  momento. De hecho, el propio Wagner consiguió la fama con el estreno en

Dresden  de  su  versión,  que  la  crítica  calificó  como  «de  estilo  parisino  y

  descendiente directa de las óperas espectáculo de tema histórico».

  Kubizek y Hitler disfrutaron de la ópera, quizá en exceso, porque según las

propias palabras del primero, cuando salieron a la calle su amigo empezó a

  comportarse  de  un  modo  «extraordinario»  pues  «nunca  había  visto  así  a

Adolf,  parecía  estar  literalmente  en  trance».  Lo  cierto  es  que  tuvo  que

correr tras él y zarandearle, porque de pronto había empezado a caminar a
buen paso en dirección opuesta a la residencia donde se alojaban. «Cuando

volvió  en  sí,  aunque  con  una  mirada  enfebrecida  y  llena  de  excitación»,

Hitler empezó a balbucear algo acerca de una extraña «misión que los seres

  humanos normales no comprenderían», a la que tendría que dedicar su vida

porque  así  se  lo  habían  encargado  «los  Poderes  Superiores»  que  se  le

habían manifestado a través de la música de Wagner. Más de treinta años

después,  el  entonces  Führer  tuvo  ocasión  de  visitar  en  la  localidad  de

  Bayreuth la  mansión  de  los  Wagner  y  explicar  a la  viuda del  compositor,

  Winifred,  los  detalles  de  esa  experiencia,  que  para  él  había  sido  tan

  importante.  Tanto,  que  llegó  a  confesar:  «En  aquella  hora  nació  el

    nacionalsocialismo.»



Los banqueros, Thule y el Vril


Diversos  libros  explican  las  misteriosas  anécdotas que  salpican  la

trayectoria vital de Hitler. Sería laborioso resumir todas ellas ahora, así que

nos limitaremos a mencionar algunas por encima:

        a)  Su  nacimiento  en  el  pueblo  austríaco  de  Braunau am  Inn,

        próximo a la frontera con Baviera, y considerado tradicionalmente un

        centro de médiums y videntes.

        b)  Sus  primeros  encuentros  con  la  esvástica,  esculpida  por

        doquier en la abadía benedictina de Lambach, donde había ingresado

        en el coro de seminaristas con la intención de hacerse sacerdote y por

        donde  pasó  el  monje  cisterciense  Adolf  Lang,  que  poco  después

        fundó  en  Viena  la  Orden  del  Nuevo  Temple.  Y  su  obsesión

        permanente  por  los  libros  de  ocultismo,  magia,  reencarnación  y

          espiritualidad, y su relación constante con personas movidas por los

        mismos intereses.

        c)  Su intuición para prever el peligro que, durante una cena con

        sus  compañeros  en  una  trinchera  de  la  primera  guerra  mundial,  le

        hizo  levantarse  sin  saber  por  qué  y  «apenas  lo  había  hecho  [...]

        estalló  un  obús  perdido  en  medio  del  grupo  donde  había  estado

        sentado unos minutos antes. Todos murieron».

        d)  Su capacidad magnética para fascinar e hipnotizar no sólo a las

        masas,  sino  individualmente,  además  de  su  afán  personal  por

        comenzar la conquista política de Alemania justo en Baviera.
e) Su afán por apoderarse de diversos objetos arqueológicos como la

llamada  Lanza  del  Destino,  perteneciente  a  las  joyas  imperiales  de

los  Habsburgo  que  se  guardaban  en  el  Hofburg  de  Viena  y  cuya

  incautación  fue  una  de  las  primeras  misiones  de  las  SS  tras

  producirse el Anschluss o anexión de Austria. 

f) Sus extravagantes comentarios, como el que hizo a un sorprendido

  Herman  Rauschning,  jefe  nazi  del  gobierno  de  Danzig:  «Si  cree

usted  que  nuestro  movimiento  se  reduce  sólo  a  un  partido  político,

¡es  que  no  ha  entendido  nada!»  O  el  que  su  séquito pudo  escuchar

durante  el  homenaje  que  rindió  a  Napoleón  ante  su  tumba  en  Los

Inválidos  tras la  rendición  de  Francia:  «Una  estrella protege  París.»

  Padecía, además, extrañas visiones que le hacían caer en estados de

trance  o  en  crisis  nerviosas,  que  según  los  testigos  le  llevaban  a

despertarse por la noche «lanzando gritos convulsivos», «miraba a su

  alrededor con aire extraviado y gemía: "¡Es él, es él, ha venido aquí!"

[...] Pronunciaba números sin sentido, palabras muy extrañas y trozos

de  frases  inconexas  [...]  aunque  no  había  ocurrido nada

  extraordinario».

g)  Su  apoyo  a  las  más  extrañas  misiones  de  exploración,

  incluyendo el envío de tropas de montaña a coronar el monte El bruz

en el Cáucaso o a entablar contacto con las «autoridades espirituales»

del  Tíbet.  En  este  sentido,  también  su  obsesión  por  conquistar

  Stalingrado, ciudad «construida sobre la antigua capital de los arios»,

en  lugar  de  concentrar  sus  fuerzas  en  la  más  lógica  conquista  de

Moscú.

h)  Sus  extraños  compañeros  de  viaje  al  final  del  camino:  un

grupo de tibetanos vestidos con uniformes de las SS desprovistos de

insignias que se suicidaron en el interior del búnker del Reichstag en

1945.


Hitler  había participado  como  soldado  raso  en la primera  guerra  mundial,

  encuadrado  en  el  Primer  Regimiento  de  Infantería  bávaro.  Según  sus

  biógrafos, allí se comportó con cierta temeridad. No ascendió más allá de

cabo, pero a cambio, recibió la Cruz de Hierro de primera clase, la más alta

  condecoración  para  un  militar  de  su  rango.  Fue  uno de  los  muchos

  combatientes alemanes que nunca entendieron por qué finalizó el conflicto
de aquella manera y, desde entonces, fue un firme partidario de la teoría de

la puñalada por la espalda. 

En la confusa y caótica posguerra de la República de Weimar y aún en el

ejército  a  Hitler  se  le  encargó  adoctrinar  contra  el  pacifismo  y  el

  socialismo,  a  la  vez  que  infiltrarse  en  varios  partidos  políticos  como  el

  Socialdemócrata austríaco o el Partido Obrero Alemán. En 1919 participó

por  vez  primera  en  una  reunión  de  este  último  y  allí  descubrió,  o  fue

  incitado  a  descubrir,  SLI  vocación  política.  Se  retiró  definitivamente  del

ejército  y,  afiliado  a  ese  partido,  su  capacidad  de  maniobra  le  permitió

hacerse  pronto  con  la  dirección.  Le  cambió  el  nombre  por  el  de  Partido

  Nacional Socialista y buscó el apoyo de un ex oficial llamado Ernst Rohm,

que organizó para él un auténtico ejército privado, las Sturmabteilungen o

SA,  las  secciones  de  asalto,  fácilmente  reconocibles  por  sus  camisas  de

color pardo, que durante años lucharon a brazo partido en las calles contra

sus equivalentes comunistas o socialistas.

Es  un  misterio  cómo  el  minúsculo  Partido  Nazi  empezó  a  multiplicar  de

pronto sus afiliados hasta el punto de que sólo cuatro años después contaba

con los apoyos suficientes para promover el fallido golpe de Estado contra

el gobierno bávaro. Y más extraño aún que, a pesar de lo ocurrido, no sólo

no  perdiera  la  confianza  de  los  suyos  ni  que  su  formación  política  se

  resintiera, sino que, al contrario, las afiliaciones se produjeran por decenas

de  miles.  En  1929,  cuando  se  produjo  la  gran  crisis  financiera  de  Wall

Street,  el  Partido  Nazi  contaba  con  cerca  de  180  000  afiliados  y,  en  las

  siguientes  elecciones  generales  obtuvo  107  diputados  en  el  Reichstag  o

  Parlamento.  Tras  una  serie  de  crisis  gubernamentales  que  degeneraron  en

una  de  Estado,  las  elecciones  de  1932  le  dieron  la mayoría  con  230

  diputados. 

  Después  se  produjo  el  incendio  del  Reichstag,  del  que  se  acusó  a  un

  comunista de escasas luces, aunque siempre se sospechó que fue provocado

por los propios nazis. El caso es que, en 1933, Hitler se hizo con el poder

  absoluto  al  declarar  a  los  comunistas  fuera  de  la  ley.  Todos  los  demás

  partidos se fueron disolviendo hasta que el 14 de julio, una fecha llamativa

para cualquier conocedor de la Revolución francesa, Alemania se convirtió

en un Estado monopartidista. Tras la eliminación de la competencia política

vino  la  de  las  organizaciones  sindicales  y  profesionales,  el  control  de  la

prensa y la prohibición de sectas y sociedades secretas. En 1935, muerto el

  anciano Hindenburg, el único que había sido capaz de frenar relativamente
las  ambiciones  políticas  de  Hitler,  éste  se  hizo  dueño  definitivo  de

  Alemania. Denunció el Tratado de Versalles, restableció el servicio militar

  obligatorio  y  creó  la  Luftwaffe  o  aviación  militar.  El  resto  es  harto

  conocido.

¿Quién financió a Hitler a lo largo de ese camino? Los mismos banqueros

  internacionales  que  habían  financiado  la  Revolución  rusa.  Entre  ellos,  el

  Mendelshon Bank de Amsterdam, controlado por los Warburg; el J. Henry

Schroeder  Bank,  cuyo  principal  consejero  legal  era la  firma  Sullivan  &

  Cromwell,  a  la  que  pertenecían  como  socios  más  antiguos  John  y  Allen

  Foster Dulles, o la Standard Oil de Nueva Jersey, del clan Rockefeller. En

este  último  caso,  es  interesante  comprobar  cómo  las  relaciones  entre  la

petrolera  estadounidense  Standard  Oil  y  la  corporación  petroquímica

alemana I. G. Farben se prolongaron incluso durante los primeros años de

la guerra. Una carta dirigida en 1939 por el vicepresidente de la compañía,

Frank Howard, a sus socios controlados por el régimen nazi, insistía en que

  «hemos  hecho  todo  lo  posible  por  trazar  proyectos  y  llegar  a  un  modus

  vivendi, independientemente de que Estados Unidos entre o no en guerra».

Fritz Thyssen, hijo del magnate del acero y padre del barón Hans Heinrich

Thyssen  Bornemisza,  escribió  en  1941  un  libro  que  levantó  cierto

  escándalo,  Yo  pagué  a  Hitler,  en  el  que  explicaba  cómo  el  caudillo  nazi

había  conseguido,  a  través  de  sus  gestiones,  buena parte  del  dinero

  necesario para impulsar su proyecto político y cómo había roto con él a raíz

de la invasión de Polonia. Según sus propias palabras, en 1931 gestionó la

  concesión de un primer crédito de 250 000 marcos de la época mediante el

banco  holandés  Voor  Handel  de  Scheepvaart,  cuyo  socio  norteamericano

era  el  Banco  de  Inversiones  W.  A.  Harriman.  Un  año después,  el  Partido

  Nacional  Socialista  había  recibido  unos  tres  millones  de  marcos.  Otra

entidad  financiera  controlada  por  banqueros  holandeses  que  financiaron  a

Hitler  fue  la  Union  Banking  Corporation,  en  cuya  junta  de  directores  se

sentaba  el  abuelo  del  actual  presidente  de  Estados Unidos,  George  W.

Bush.

Un  detalle  más:  el  presidente  del  Banco  Central  de Alemania,  Greeley

Schacht,  vinculado  con  la  Banca  Morgan  norteamericana,  fue  uno  de  los

  principales  encargados  de  alimentar,  al  principio  de  los  años  treinta,  la

  inestabilidad que acabó haden do caer a los sucesivos cancilleres alemanes

hasta que Adolf Hitler asumió el cargo.
¿Hitler  conocía  en  aquella  época la teoría  sobre su supuesta descendencia

de los Rothschild? ¿Utilizó ese argumento para convencer a los banqueros

favoritos de los Illuminati de que él era «su hombre» y que en consecuencia

les convenía apoyarle?

Además de los barones encargados de controlar la economía y las finanzas,

Hitler necesitó el apoyo ideológico, y lo obtuvo, de ciertas organizaciones

secretas,  en  principio  no  vinculadas  con  los  Illuminati,  pero  tan  ansiosas

como ellos por llegar al poder y actuar desde él. Además de la Orden del

Nuevo  Temple de  Adolf  Lang  (que  se  autoproclamaba  sucesor  del último

gran  maestre  del  Temple,  Jacques  de  Molay,  y  que  publicó  la  popular

revista  Ostara,  en  la  que  defendía  las  teorías  de  la  eterna  lucha  entre  la

  «verdadera  humanidad»  compuesta  por  la  raza  aria  contra  los  «seres

  demoníacos» nacidos del «pecado sexual del bestialismo» cometido por los

arios con miembros de razas inferiores), una de las principales influencias

del  régimen  nazi  fue  la  Sociedad  Thule,  creada  por el  barón  Rudolf  von

  Sebottendorf y considerada una filial de la Orden de los Germanos fundada

en 1912.

Fascinado  por  el  esoterismo  islámico  e  incansable  viajero  por  diversos

países  orientales,  Von  Sebottendorf  aseguraba  haber  entrado  en  contacto

con iniciados drusos que recibían sus enseñanzas directamente del Rey del

  Mundo, quien dirigía los destinos de la humanidad desde la ciudad oculta

de Shambala. Su objetivo, decía, era llevar a Occidente esas enseñanzas, y

para ello nada mejor que fundar una sociedad secreta cuyo nombre hiciera

honor  al  paradisíaco  y  maravilloso  Reino  de  los  Hiperbóreos,  cuna  de  la

raza aria primigenia, perdida más allá de las brumas y los hielos, pero cuyo

linaje espiritual seguiría irradiando desde lo oculto. 

La  Thule,  que  según  diversos  expertos  mantuvo  vínculos  con  la  Golden

Dawn  y  con  la  OTO,  se  ramificaba  en  pequeños  grupos  secretos  que

  reclutaban  a  sus  seguidores  sobre  todo  en  el  sur  de  Alemania.  En  ella

  militaron  algunos  de  los  más  importantes  y  futuros cargos  nazis,  como  el

número dos del régimen, Rudolf Hess, a quien Hitler deseaba como sucesor

suyo,  pero  cuya  misión  secreta  en  su  vuelo  solitario  a  Inglaterra  terminó

mal;  el  periodista  y  político  Alfred  Rosenberg,  el filósofo  e  ideólogo  de

todo  el  movimiento  nazi;  el  economista  Gottfried  Feder,  cuyas  tesis

aplicadas  desde  la  Secretaría  de  Estado  del  Ministerio  de  Economía  y

después  como  ministro  de  Comercio  del  Tercer  Reich permitieron  el
  llamado milagro económico nazi, o el abogado Hans Frank, posteriormente

  gobernador general de la Polonia ocupada.

Sin  embargo,  la  figura  central  de  ese  círculo  fue  Dietrich  Eckart,  que

  introdujo a Hitler en la Sociedad Thule y que, según todos los indicios, fue

su  maestro  personal  en  la  transmisión  de  determinados  conocimientos  y

prácticas  mágicas.  De  hecho,  cuando  falleció  inesperadamente  en  1923,

apenas un mes después del fracasado Putsch de la Cervecería, sus últimas

palabras  fueron:  «Le  hemos  dado  [a  Hitler]  los  medios  para  comunicarse

con "ellos". Yo habré influido más en la historia que cualquier otro alemán

[...]. Hitler bailará, pero yo he compuesto la melodía.»

Ese  enigmático  «ellos»  ¿a  quiénes  se  refería  exactamente?  ¿A  los

Superiores  Desconocidos  de  la  tradición  secreta?,  ¿A  los  drusos

  contactados con el Rey del Mundo?, ¿a los Illuminati?

  Entroncada  con  la  Thule,  aparece  también  la  Sociedad  del  Vril  o  Logia

  Luminosa,  cuyo  dirigente  más  destacado  era  Karl  Haushofer,  quien

  también  acabaría  en  el  partido  nazi  en  calidad  de  recaudador  de

  contribuciones. Haushofer viajaba con asiduidad a Japón y la India, donde

entabló  relación  con  los  miembros  originales  de  esa  organización  y  pidió

  permiso  para  establecer  su  rama  europea.  El  Vril,  aparte  de  uno  de  los

factores del éxito de la anteriormente citada novela de Bulwer Lytton, era

una  forma  de  llamar  a  la  energía  universal  detrás  de  todo  lo  aparente  (el

  equivalente del Chi de los chinos, la Mente para los hermetistas, el Orgón

de  los  experimentos  de  Wilhelm  Reich,  la  Materia  Oscura  de  la  ciencia

  moderna...), y el Sol estaba considerado como su principal fuente para los

seres humanos. Los miembros de la Sociedad del Vril saludaban todas las

  mañanas  al  astro  rey  elevando  hacia  él  las  palmas  de  las  manos  con  los

brazos  extendidos.  Haushofer  fue,  además,  el  creador  del  concepto  de

  geopolítica,  asignatura  de  la  que  era  catedrático  en  la  Universidad  de

  Munich,  que  desde  entonces  ha  sido  utilizado  a  la  hora  de  explicar  las

relaciones  internacionales.  Su  ayudante  en  la  universidad  y  también

  iniciado en la Sociedad del Vril era el mismo Rudolf Hess.

A  estas  influencias  hay  que  sumar  las  corrientes  teosóficas  y  ariosóficas

que aún coleaban desde el siglo XIX. Las primeras, promocionadas por los

seguidores  de  la  sorprendente  y  misteriosa  esoterista  rusa  madame

  Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica de Nueva York en 1875 y

que  escribió  La  doctrina  secreta,  una  amalgama  de  ideas  religiosas  y

  filosóficas impregnadas de orientalismo, en la que la evolución humana es
el  relato  de  su  degeneración  desde  un  inicial  estado  de  gracia  divino.

  Blavatsky sostenía haber recibido una revelación sobre la existencia de una

  antiquísima  civilización  que  se  habría  desarrollado  en  lo  que  hoy  es  el

desierto  de  Gobi  y  cuyos  descendientes  vivían  todavía  en  un  reino

  subterráneo.  Las  segundas  tendencias  fueron  las  ariosóficas,  promovidas

por  los  seguidores  de  Guido  von  List,  ocultista  alemán  partidario  de

  reconstruir  la  antigua  religión  autóctona,  que  había  sido  violentamente

  sustituida  por  el  cristianismo.  Von  List  creó  la  Alta  Orden  Armánica,

  inicialmente  integrada  por  diez  personas  a  las  que conducía  por  toda

Alemania  en  busca  de  las  huellas  de  Wotan  y  de  la  antigua  cultura

  germana.  La  organización  creció  y  fue  estructurada en  los  tres  clásicos

grados  de  aprendiz,  compañero  y  maestro,  cada  uno  de  los  cuales  tenía

acceso a un nivel determinado de conocimiento.

  Teósofos  y  ariosofistas  utilizaron  la  esvástica  como  símbolo  del  acto

creador  de  Dios:  una  forma  de  proyección  de  la  energía  a  partir  de  Un

centro fijo e inmutable.



La Orden Negra


Uno de los principales símbolos del régimen nazi fueron sus temidas SS o

  Schultz Staffeln, una organización elitista también conocida como la Orden

Negra,  porque  además  de  utilizar  uniformes  de  ese  color  había  sido

  cuidadosamente  planificada  siguiendo  modelos  como  el  de  las  antiguas

  órdenes medievales. Tal y como explican Louis Pawels y Jacques Bergier

en  El  retorno  de  los  brujos,  SLI  existencia  «no  responde  a  ninguna

  necesidad política o militar, sino a una necesidad mágica»: la de crear una

orden de guerreros escogidos, una suerte de «semidioses», encargados entre

otras  cosas  de  la  protección  del  «dios»  encarnado  como  Führer.  Pero  no

sólo de eso.

Las  SS  constituyeron  un  auténtico  Estado  dentro  del  Estado,  siguiendo  la

teoría  de  los  círculos  concéntricos  de  las  sociedades  secretas,  puesto  que

estaban destinadas a perdurar una vez finalizara la segunda guerra mundial

con  la  «previsible»  victoria  de  las  tropas  alemanas.  Los  soldados  de  la

  Wehrmacht  o  ejército  de  Tierra  podrían  desmovilizarse,  pero  no  así  las

unidades SS. Para asegurarse la correcta instrucción y entrenamiento de sus

  mandos,  los  jerarcas  nazis  adquirieron  y  remodelaron  el  castillo  de

  Wewelsburg, en Westfalia. Su peculiar forma triangular debía constituir en
el  futuro  la  punta  de  una  gigantesca  lanza  edificada  de  acuerdo  con  un

  colosal  diseño  arquitectónico  en  el  que  estaba  previsto  instalar  oficinas,

escuelas de oficiales, campos deportivos y todo tipo de instalaciones anexas

cuando terminara el conflicto bélico.

En la mitología del nacionalsocialismo, los SS eran los nuevos ostrogodos

  (literalmente,  los  «dioses  brillantes»,  puesto  que godo  es  una  palabra  que

deriva  de  Goth  que  en  alemán  significa  «Dios»),  los  nuevos  monjes

  guerreros,  los  nuevos  templarios  y  caballeros  teutónicos  encargados  de

  rechazar la amenaza de las hordas asiáticas sobre Europa en el pulso eterno

entre  Oriente  y  Occidente,  así  como  de  dirigir  la  Drachnach  Osten  o

Marcha hacia el Este, que permitiría a los arios apoderarse de nuevas tierras

y recursos para extender su dominio y su civilización.

Pero también eran  los  guardianes  y  constructores del  modelo  «definitivo»

que  garantizaría  la  unión  del  continente  europeo:  una  Federación  de  las

Patrias  Carnales  con  capital  en  Viena,  que  presuponía  la  destrucción  de

todas  las  naciones  y  su  sustitución  por  algo  más  de  un  centenar  de

  autonomías  o  gobiernos  regionales  provistos  de  un  poder  político

  equivalente, aunque muy limitado por las directrices nazis. De esta manera,

  pensaban, se acabaría de una vez por todas con problemas como los de los

  Balcanes  o  el  Ulster.  En  el  caso  de  la  península  Ibérica,  según  revela

Miguel  Serrano  en  El  Cordón  Dorado,  los  planes  de  los  SS  pasaban  por

  dividirla en doce regiones: Galicia. Asturias (con capital en Lugo), Duero

(capital  Valladolid),  País  Vasco  (capital  Pamplona),  Aragón  (capital

  Zaragoza),  Cataluña  (capital  Barcelona),  Extremadura  (capital  Badajoz),

  Guadalquivir  (capital  Sevilla),  Bética  (capital  Granada),  Levante  (capital

Valencia)  y  La  Mancha  (capital  Madrid),  a  las  que  había  que  sumar

  Portugal norte (capital Oporto) y Portugal sur (capital Lisboa).

  Paradójicamente, el personaje escogido para dirigir retos de este calibre no

podía  tener  una  apariencia  menos  heroica,  el  Reichsführer  o  comandante

supremo  del  cuerpo,  Heinrich  Himmler,  un  hombrecillo  con  aspecto  de

  burócrata de segunda fila, aunque dotado de una mente organizativa y una

  capacidad  de  intriga  asombrosas.  Himmler  era  otro  entusiasta  de  la  astro

logia, el ocultismo, la reencarnación y lo que hoy llamaríamos agricultura

  biológica. Estaba convencido de que en una vida anterior había sido el rey

sajón Heinrich el Pajarero y lo cierto es que organizaba ceremonias anuales

en  su  honor  cada  2  de  julio  (en  algunas  ocasiones  llegó  a  disfrazarse  de

  caballero medieval).
Su obsesión por la Edad Media le llevó a crear una orden secreta dentro de

los  SS:  un  grupo  de  doce  hombres  escogidos  entre  sus  mejores

  Obergruppenführer, u oficiales de alta graduación, que se sentaban junto a

él  en  el  castillo  de  Wewelsburg,  en  una  sala  de  reuniones  muy

  característica,  en  torno  a  una  mesa  redonda  de  roble  macizo,  como  un

remedo  de  Arturo  y  los  caballeros  de  la  Mesa  Redonda.  Esta  especie  de

consejo  supremo  de  la  Orden  Negra  tomaba  las  decisiones  en  conjunto,

aunque  bajo  la  dirección  del  Reichsführer.  Cada  uno  se  acomodaba  en su

propio butacón de cuero, personalizado con una placa de plata que llevaba

su nombre y su escudo de armas, y disponía en el castillo de un aposento

  decorado  a  su  gusto,  de  acuerdo  con  distintas  épocas  históricas.  La  única

manera de entrar en este «núcleo duro» era previo fallecimiento de uno de

sus integrantes y votación del resto. Además, en la sala inferior, existía un

sótano abovedado de piedra natural donde Himmler hizo construir un lugar

de culto para los caballeros SS muertos. Contenía una especie de platillo de

piedra en el centro de una depresión donde se quemarían los escudos de los

  fallecidos.  Las  urnas  con  las  cenizas  debían  colocarse  después  en  uno  de

los doce zócalos de piedra, uno por cada caballero, que se habían dispuesto

en torno a la pared del sótano.

Con estos antecedentes no nos puede extrañar la creación, también dentro

de  las  SS,  de  una  oficina  especial  llamada  Ahnenerbe  o  Herencia  de  los

  Ancestros, dedicada al estudio de todo tipo de materias relacionadas con la

cultura alemana. Llegó a contar con 43 departamentos diferentes en los que

se  estudiaba  el  folclore  popular,  la  geografía  sagrada,  las  canciones

  tradicionales...  y  el  esoterismo  puro  y  duro.  El  encargado  de  este  último

  departamento fue Friedrich Hielscher, que dirigió diversas expediciones en

busca de posibles emplazamientos de la Atlántida, edificios sagrados de los

  antiguos templarios y hasta el santo Grial.

Uno  de  los  más  polémicos  proyectos  fue  el  relacionado  con  Schwarze

  Sonne o Sol Negro. Las teorías geológicas y astronómicas que manejaban

los científicos nazis aseguraban que la Tierra, como el resto de los cuerpos

  cósmicos, es en realidad un planeta hueco y no macizo, a cuyo interior se

podría acceder en las condiciones adecuadas. En lugar de un núcleo central,

se creía que existía un sol interior, o «negro», en contraposición con el Sol

  exterior,  que  iluminaba  y  permitía  la  vida  y  el  crecimiento  de  plantas,

animales  y  también  hombres  más  desarrollados  que  los  que  caminaban

sobre  la  superficie  del  planeta,  que  podrían  convertirse  en  poderosos
aliados.  La  Ahnenerbe  organizó  varios  viajes  para  intentar  encontrar  la

entrada  al  mundo  interior  en  diversos  puntos  de  Asia  y  América  del  Sur.

Una de las lecturas  favoritas de los  expedicionarios era el  libro publicado

pocos  años  antes  del  estallido  de  la  segunda  guerra  mundial,  Bestias  y

hombres  y  dioses,  en  el  que  el  viajero  ruso  Ferdinand  Ossendowsky

  contaba  su  peripecia  personal  a  través  de  Asia  Central.  En  este  texto  se

refería  explícitamente  al  mítico  Rey  del  Mundo  y  afirmaba  que  tanto  el

barón Unger Khan von Stenberg como el Dalai Lama habían recibido a sus

  emisarios y mantenían contacto con él.

La  expedición  más  conocida  fue  la  dirigida  por  el  oficial  de  las  SS  y

  etnólogo,  Ernst  Scháffer,  que  regresó  del  Tíbet  con  una  serie  de  objetos

curiosos,  entre  ellos  dos  importantes  documentos.  El  primero  de  ellos,  un

pergamino  en  el  que  el  Dalai  Lama  firmaba  un  tratado  de  amistad  con  la

Alemania nazi y reconocía en Hitler al «jefe de los arios». El segundo, de

mayor  interés  aún, era  el  Tantra  de  Kdlachakra, la iniciación  suprema  del

budismo «que asegura el renacimiento en Shambala» en el momento de la

batalla final contra las fuerzas del Mal. Esta iniciación está vinculada a la

  leyenda de Gesar de Ling, un monarca guerrero tibetano cuyo reinado fue

tan provechoso que el relato novelado del mismo acabó siendo una de las

  principales epopeyas locales. Según el mito, al final de los tiempos volverá

al  mando  de  un  ejército  de  fieles  con  el  que  derrotará  para  siempre  a  las

tropas  de  la  oscuridad.  Es  el  mismo  tema  de  «el  rey  que  vendrá»  que

  caracteriza  a  narraciones  europeas  similares  como  la  de  Arturo  o  el  rey

  Federico Barbarroja.



Llega el Séptimo de Caballería


El  desarrollo  de  la segunda guerra  mundial  fue  parecido  al de  la  primera:

Alemania  llevó  la  iniciativa  en  un  primer  momento, derrotó  otra  vez  a

Francia y a sus aliados europeos, y abrió un segundo frente en el este con la

  Unión  Soviética,  adelantándose  así  a  los  planes  secretos  de  Stalin  para

atacar  Alemania  al  año  siguiente.  Y,  como  en  el  conflicto  anterior,  el

gobierno estadounidense estaba deseando entrar en guerra en apoyo directo

del  Reino  Unido,  pero  volvía  a  encontrarse  no  sólo con  la  actitud

  aislacionista  de  su  población,  sino  con  un  estado  de  opinión  favorable  a

Hitler  entre  numerosos  intelectuales,  políticos  y  diversos  personajes

  públicos.  Así  que  el  presidente  Franklin  D.  Roosevelt  intentó  seguir  los
pasos  de  su  predecesor  Woodrow  Wilson  y  buscó  algo parecido  al

  hundimiento  del  Lusitania.  Como  no  lo  encontró,  provocó  diversos

incidentes  en  el  Atlántico  atacando  algún  buque  alemán,  pero  la

  Kriegsmarine  o  Armada  alemana  tenía  orden  de  no  responder,

  precisamente  para  no  provocar  la  entrada  del  gigante  americano  en  la

guerra.

  Roosevelt  encontró  la  solución  a  su  problema  en  el pacto  del  eje  Berlín-

  Roma-Tokio, que obligaba a cualquiera de los firmantes a prestarse mutua

ayuda  y  defensa  en  caso  de  ser  atacados.  Si  conseguía  que  Japón  le

  declarara  la guerra, podría  contestar  a los nipones  y  de paso  intervenir en

  Europa.  Así  que  comenzó  el  acoso  político,  diplomático  y  comercial  de

  Estados Unidos al imperio nipón, al que por cierto hacía tiempo que venía

  estudiando  como  futuro  rival  en  el  área  del  Pacífico.  Washington

  entorpeció y desbarató de manera sistemática los planes de expansionismo

del gobierno nipón en el sur de Asia, básicamente destinados a garantizarse

las materias primas inexistentes en su propio territorio.

Por  fin,  la  situación  rebasó  todos  los  límites  y  Tokio  decidió  declarar  la

guerra  al  belicoso  gobierno  de  Roosevelt.  Hoy  sabemos  que  el  presidente

  norteamericano conocía no sólo las intenciones de las autoridades del país

del  sol  naciente,  sino  la  inminencia  de  su  primer  ataque  contra  Pearl

Harbour,  su  principal  base  en  el  Pacífico.  Hasta  ocho  fuentes  distintas

  advirtieron  a  Roosevelt  de  lo  que  se  estaba  preparando,  pero  éste,

  aconsejado  por  el  oscuro  Henry  Lewis  Stimson  (alto cargo  en  su

  Administración y en las de Taft, Hoover y Truman,  y señalado por varias

fuentes como uno de los agentes de los Illuminati) no hizo nada para evitar

lo que luego se calificó como «el día de la infamia».

Lo más sangrante del caso fue que los japoneses se limitaron a imitar a los

  propios  norteamericanos  en  el  famoso  ataque  a  Pearl  Harbour.  El  plan

  original fue diseñado y experimentado por el almirante H. E. Yarnell para

  demostrar  al  alto  mando  de  la  Marina  de  Estados  Unidos  la  necesidad  de

invertir  en  la  construcción  de  los  buques  portaaviones  frente  a  los

  acorazados, porque, en su opinión, los primeros estaban destinados a ser el

arma  del  futuro  para  las  operaciones  en  el  Pacífico.  En  las  sorprendentes

  maniobras aeronavales del 6 de febrero de 1932, Yarnell, al mando de una

flotilla compuesta por dos portaaviones y cuatro cazatorpederos, eludió las

defensas de la base de Pearl Harbour (uno de los mejores puertos naturales

del mundo, que contaba con una división de infantería, numerosas baterías
  antiaéreas y de costa, además de un centenar de aeroplanos) y la flota que

  presuntamente  la  protegía  (mucho  más  numerosa  y  en la  que  se  incluían

más  de  media  docena  de  grandes  acorazados),  y  lanzó  una  oleada  de  152

  cazabombarderos  que  «atacaron»  sin  problemas  todos los  objetivos

  marcados como dignos de «ser destruidos». Si el ataque simulado hubiera

sido real, la flota norteamericana que solía concentrarse en el puerto habría

sido hundida al completo.

Sin  embargo, la  mayoría  de  los  miembros  del  alto  mando  consideraron el

ejercicio como un golpe de suerte y no aceptaron la petición de Yarnell. El

  espionaje japonés, en cambio, sí tomó buena nota de cómo destruir la base

con  facilidad  y  de  la  importancia  de  empezar  a  construir  portaaviones

cuanto  antes.  El  resultado  fue  que  el  7  de  diciembre  de  1941  el  ataque

sorpresa se reprodujo, pero esta vez era de verdad. De los ocho acorazados

  norteamericanos  que  había  en  el  puerto,  dos  fueron hundidos,  otros  tres

quedaron  inutilizados  durante  mucho  tiempo  y  tres  más,  averiados.

  Además, otros siete buques menores resultaron tocados. De la flota aérea,

casi 200 aparatos fueron destruidos y 160 averiados. Más de 3 000 militares

  estadounidenses perecieron.

  Roosevelt tenía su excusa para entrar en guerra. Los Illuminati se frotaban

las  manos  porque,  igual  que  sucedió  en  la  primera  guerra  mundial,  la

  actuación  de  Estados  Unidos  no  sólo  proporcionaría grandes  beneficios

  económicos  a  sus  banqueros,  sino  que  desequilibraría  la  balanza  del

conflicto en el sentido deseado: del lado de los aliados.

De  esta  manera  terminaba  también  uno  de  los  sueños más  largamente

acariciados por Hitler, que era llegar a la paz al margen del Reino Unido,

para dedicarse exclusivamente a combatir a la Unión Soviética. Ya lo había

intentado  antes, aunque nunca  se  reconoció de  manera oficial, enviando  a

su  lugarteniente  Rudolf  Hess  en  un  vuelo  tan  solitario  como  oficialmente

  misterioso a las islas Británicas, cuyo objetivo era fijar las condiciones del

acuerdo.  Hess  fue  capturado  y,  tras  escuchar  su  propuesta,  el  primer

  ministro británico Winston Churchill se negó a considerarla y lo encerró en

  prisión. Tras el final de la guerra y el ajuste de cuentas de Nüremberg, el ex

número  dos  del  régimen  nazi  vivió  encerrado  en  solitario  en  la  cárcel  de

  Spandau, donde falleció en 1987 víctima de un extraño suicidio.

Hoy se empieza a aceptar el hecho, negado durante mucho tiempo por las

  autoridades británicas, de que Lina amplia representación de la aristocracia

inglesa, empezando por el propio rey Eduardo VIII, no era partidaria de la
guerra  y  creía,  como  Hitler,  que  era  necesario  llegar  a  un  entendimiento

entre británicos y alemanes. Ese es el motivo, según algunos historiadores,

de que Eduardo VIII, enamorado de la norteamericana Wally Simpson, de

  tendencias filonazis, fuese obligado a abdicar en su Hermano Jorge VI. 




                                        Hombre es quien estudia las raíces de las

                                                        cosas. Lo demás es rebaño.



                                                                        JOSÉ MARTÍ,

                                                                     patriota cubano



2000 años después


Pedro Arrupe fue elegido superior general de la Compañía de Jesús el 22 de

mayo  de  1965.  Sólo  siete  meses  más  tarde,  durante  su  discurso  en  el

Consejo Ecuménico de finales de diciembre, se refirió a uno de los grandes

  enemigos de la Iglesia católica sin llegar a nombrarlo expresamente.

La prensa recogió sus palabras al día siguiente: «Esta sociedad [...] carente

de  Dios,  actúa  de  un  modo  extremadamente  eficiente,  al  menos  en  sus

  niveles de alto liderazgo. Hace uso de todo medio posible a su alcance, sin

  importarle  que  éste  sea  científico,  técnico,  social  o  económico.  Sigue  una

  estrategia  perfectamente  planeada.  Tiene  influencia  casi  completa  en  las

  organizaciones  internacionales,  círculos  financieros  y  en  el  terreno  de  las

  comunicaciones de masas, prensa, cine, radio y televisión.»

Era  una  manera  de  reconocer  la  creciente  potencia  de  los  Illuminati,  y

  también de retarlos. Varios autores aseguran que Arrupe perdió el desafío.

Creen que hace tiempo que los representantes de los Iluminados de Baviera

  consiguieron su viejo anhelo de infiltrarse en la Santa Sede.



«Ad maiorem Gloria Dei»


Si existe una institución eclesiástica organizada al estilo de las sociedades

secretas, ésa es la Compañía de Jesús. Fundada por un hombre «iluminado»

por la divinidad y provisto de una personalidad poderosa que desarrolló a

lo  largo  de  una  vida  llena  de  sucesos  y  viajes,  fue  constituida  en  primera

instancia por siete (el número sagrado) estudiantes de teología. Se organizó

de acuerdo a una fuerte jerarquía y con un reglamento estricto, que incluía

como  uno  de sus  principales  votos  el de la  obediencia,  al  servicio  directo

del  Papa  y  no  de  otro  escalón  intermedio  del  Vaticano,  y  con  clara

  vocación internacionalista, puesto que desde el primer momento envió sus
  misioneros  a  la  conquista  de  todo  el  mundo  conocido.  Su  reglamento

  interno y su forma de actuar fueron copiados hasta la saciedad por diversos

grupos,  incluso  por  sociedades  contrarias  a  la  Iglesia  católica  como  los

  propios Illuminati.

  Ignacio, o Iñigo, de Loyola había nacido en 1491 en el seno de una de las

  familias  más  antiguas  y  nobles  de  la  región.  Fue  el  más  joven  de  once

  hermanos,  sirvió  en  la  Corte  y  se  incorporó  al  ejército  para  repeler  una

  invasión  francesa  en  el  norte  de  Castilla.  Su  carrera  militar  no  duró

  demasiado, terminó cuando una bala de cañón le destrozó la pierna durante

la  defensa del  castillo  de  Pamplona.  Rendida la  fortaleza,  los franceses  le

capturaron  y  le  enviaron  en  litera  a  su  hogar  natal,  donde  soportó  una

  convalecencia de  muchos  meses, salpicada  con sucesivas  operaciones que

no impidieron que quedara cojo. 

  Según su biografía formal, para distraerse durante su forzado reposo pidió

que le proporcionaran libros de caballería, pero lo único que se encontró en

el castillo de sus padres fue una historia de Jesucristo y un libro de vidas de

santos. Ambos textos, acompañados de largas reflexiones en la soledad de

su reposo, le llevaron a pensar que su destino pasaba forzosamente por la

entrega a la fe. Se convenció al tener una visión mística de la Virgen María

llevando  en  brazos  el  cuerpo  de  Jesús.  Semejante  experiencia,  sumada  a

una peregrinación al santuario catalán de Nuestra Señora de Montserrat, le

determinó a viajar a Tierra Santa. Durante un tiempo vivió de las limosnas

y  orando  en  la pobreza  como  los santos  a  los  que  quería  imitar.  Entonces

  empezó a escribir sus famosos Ejercicios espirituales, que publicó muchos

años  después  y  cuyo  fin  específico  es  «llevar  al  hombre  a  un  estado  de

  serenidad  y  desapego  de  las  cosas  pasajeras  para  que  pueda  elegir  sin

  dejarse llevar del placer o la repugnancia,  ya sea acerca del curso general

de su vida, ya acerca de un asunto particular».

  Finalmente  embarcó  hacia  Palestina,  adonde  llegó  previo  paso  por  Roma,

Chipre  y  Jaffa.  Desde  esta  última  ciudad  viajó  a  Jerusalén  a  lomos  de  un

mulo, a imitación de Jesús. Se cree que durante el tiempo que permaneció

allí  pudo  conocer  otras  doctrinas  sagradas  como  la de  los  sufíes

  musulmanes.  En  cualquier  caso,  algo  extraño  debió  de  aprender  porque,

pues,  tras  regresar  a  España  y  pasar  fugazmente  por  la  Universidad  de

Alcalá  de  Henares,  fue  acusado  de  propagar  «doctrinas  peligrosas»  y

  encarcelado. Liberado por los inquisidores, volvió a abandonar España para

viajar  esta  vez  a  Francia,  Fland.es  e  Inglaterra,  donde  perfeccionó  sus
estudios  sin  abandonar  sus  obligaciones  espirituales.  En  1534  obtuvo  el

título de maestro en artes en la Universidad de París y, poco después, con la

compañía de otros seis estudiantes de teología (Pedro Fabro, un sacerdote

de  Saboya;  Francisco  Javier,  un  navarro;  Laínez  y  Salmerón,  brillantes

  estudiantes;  Simón  Rodríguez,  de  origen  portugués, y  Nicolás  Bobadilla)

decidió  crear  una  pequeña  congregación  religiosa,  que  hizo  votos  de

pobreza,  de  castidad  (más  tarde  se  añadiría  el  voto  de  obediencia)  y  de

  predicación en Palestina y, si esto último no fuera posible, donde quisiera

  mandarles  el  mismo  Papa  Paulo  III.  Así  nació  la  Compañía  de  Jesús,

aunque Ignacio nunca utilizó el nombre de «jesuítas», que comenzó siendo

un apodo. 

Una  vez  en  Roma,  al  Pontífice  le  agradó  la  iniciativa  y  permitió  la

  ordenación de todos los miembros de la compañía. Más tarde, Ignacio tuvo

una nueva visión, esta vez del propio Jesucristo, y al poco tiempo, Paulo III

aprobó  la  formalización  de  la  compañía  como  una  orden  en  toda  regla  al

servicio  del  Vaticano.  Ignacio de  Loyola  fue  elegido  primer  general de  la

  misma, aunque sólo aceptó el cargo por mandato de su confesor. A partir

de entonces, la labor de los jesuítas se mostró muy valiosa para el Vaticano,

sobre todo en labores misioneras, en Asia, África y América, así como en

diversas  obras  de  caridad  y  educativas.  Durante  la Contrarreforma,  la

compañía  desempeñó  un  papel  importante  en  el  enfrentamiento  contra  el

  protestantismo. Su estructura jerárquica, casi militar, su cohesión interna y

la calidad humana y cultural de muchos de sus miembros la convirtieron en

una  auténtica  tropa  espiritual  de  choque  para  el  Papa.  Cuando  Ignacio

murió en 1556, había cerca de diez mil jesuítas por todo el mundo.

Se conservan las instrucciones que dio personalmente Ignacio de Loyola a

los jesuítas encargados de fundar un colegio en Ingolstadt, ciudad natal de

  Weishaupt: «Tened gran cuidado en predicar la verdad, de tal modo que si

acaso  hay  entre  los  oyentes  un  hereje,  le  sirva  de ejemplo  de  caridad  y

  moderación cristianas, No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por

sus errores.» Sus enviados debieron de hacerlo bien, pues recordamos que

el  futuro  fundador  de  los  Iluminados  de  Baviera  no sólo  estudió  en  el

colegio jesuita, sino que se ordenó sacerdote de la compañía antes de optar

por fundar su propia organización.

La canonización de san Ignacio de Loyola y de uno de sus compañeros, san

Francisco  Javier,  unida  al  trabajo  monumental  desarrollado  desde  SLI

  fundación, llevó a la Compañía de Jesús a alcanzar tanta fuerza en el seno
de  la  cristiandad  que  el  general  de  la  institución llegó  a  ser  apodado  «el

Papa Negro», debido a sus vestiduras siempre oscuras y a que, según decía,

nadie tenía más poder que él en el Vaticano, excepto el Sumo Pontífice. Y

eso  que  la  historia  de  esta  institución  no  ha  estado  libre  de  altibajos.  Los

  recelos que despertaron algunas de sus obras los llevaron a ser expulsados

de algunos países e incluso a la supresión de la orden en 1773, aunque fue

  restablecida de nuevo en 1814, como dice su divisa, «Ad maiorem Gloria

Dei» o, lo que es lo mismo, a mayor gloria de Dios.

Algunas fuentes aseguran que, a lo largo de su azarosa vida, Ignacio tuvo

ocasión de contactar con sabios y  místicos de muy diversa procedencia, e

incluso  se  ha  sugerido  la  influencia  de  alguna  escuela  rosacruciana  en

  algunos hechos concretos de su vida. Lo que parece evidente es que quiso

construir  un  auténtico  ejército  espiritual  al  servicio  del  Papa  y  que  lo

  consiguió. 

Otras  organizaciones  secretas  vaticanas  no  tuvieron  tanta  influencia.

  Especialistas  como  José  María  Ibáñez  y  Pedro  Palao describen  SLIS

  características generales: una rígida moral, un evidente conservadurismo y

una profunda devoción por los más rancios aspectos del catolicismo, pero

sin gran visión de futuro. Entre las más conocidas figuran la francesa Liga

Santa, fundada en 1576 por el duque de Guisa con apoyo de Felipe II y el

  Vaticano.  Autoproclamada  «el  partido  de  Dios»  y  organizada  al  estilo

  masónico  con  un  directorio  secreto  de  diez  miembros  ubicado  en  París,

tenía  por  principal  objetivo  combatir  la  herejía  y las  sectas  cristianas

  contrarias  al  catolicismo.  Los  Caballeros  de  la  Fe o  Asociación  de  las

Banderas  fue  fundada  en  1810  por  Ferdinand  de  Bertier,  quien,  con  su

  hermano Bénigne, había militado en diversos grupos realistas, aparte de ser

él mismo masón y miembro de la logia Perfecta Estima. La cúpula de este

grupo  la  formaban  nueve  miembros  que  conocían  el  origen  y  las

  intenciones de la orden mientras los militantes de base pensaban pertenecer

a  una  simple  asociación  de  caridad.  La  Cofradía  del  Santo  Sacramento  o

Cábala de los Devotos estaba dirigida por un misterioso Cenáculo Invisible

y Fraternal, en el que se encontraban entre otros Vicente de Paúl, Nicolás

  Pavillion  y  Jean  Jacques  Olier,  este  último  también  fundador  de  otra

  organización llamada Santo Suplicio.

Todas estas organizaciones conocían la existencia de las diversas conjuras

para minar la Iglesia católica desde dentro, y una de las principales razones

de  su  existencia  fue  intentar  protegerse  alrededor del  poder  papal  no  sólo
de  las  sucesivas  desviaciones  del  catolicismo  dentro  del  propio

  cristianismo,  sino  de  los  «caballos  de  Troya»  que  los  Illuminati  enviaron,

uno tras otro, hasta traspasar la muralla.



La obra del escribano 


Inquieto por las noticias de suicidios colectivos en Francia y otros países, el

  Parlamento  de  Bélgica  encargó  en  1997  a  una  de  sus comisiones  de

  investigación  que  elaborara  una  lista  de  grupos  sectarios  «que  pudieran

suponer  una  potencial  amenaza  para  la  sociedad».  Entre  los  cerca  de

  doscientos nombres enumerados en los primeros informes entregados por la

  comisión figuraban la Orden del Templo Solar (que se hizo famosa en esa

época,  precisamente  por  el  suicidio  conjunto  de  varios  de  sus  miembros),

diversas organizaciones satanistas como la Logia Negra o Las Cruces de la

Nueva Babilonia, la polémica Iglesia de la Cienciología, fundada por L. R.

Hubbard, los Testigos de Jehová... y el Opus Dei.

Los obispos belgas no tardaron en poner el grito en el cielo por la inclusión

del  Opus  en  la  «amalgama  irresponsable»  de  nombres redactada  por  la

  comisión.  El  caso  abrió  una  fuerte  polémica  en  un  país  en  el  que  tres  de

cada cuatro habitantes se confiesan católicos, además de que el movimiento

fundado por Escrivá de Balaguer tiene hoy rango de prelatura personal de

la Iglesia gracias al Papa Juan Pablo II. Sin embargo, según el informe, la

doctrina de esta organización puede definirse como «catolicismo integrista

y elitista». Sus métodos de captación y formación han sido con diferencia

los  más  criticados  dentro  y  fuera  de  la  propia  Iglesia  católica,  y  los

  familiares de algunos de sus miembros la acusan de mantener la estructura

y el comportamiento de una secta destructiva.

  Cuando  su  polémico  fundador  falleció  en  1975,  muchos  pensaron  que  la

  Sociedad  Sacerdotal  de  la  Santa  Cruz  y  Obra  de  Dios  o,  para  abreviar,  el

Opus  Dei  (Trabajo  de  Dios)  entraría  en  un  acelerado  declive  y  acabaría

  perdiendo su ascendencia política y social en diversos países católicos, y su

  influencia  religiosa  en  el  Vaticano.  Muy  al  contrario,  en  la  actualidad  la

Obra se encuentra más extendida que nunca, pues según sus propios datos

cuenta  con  más  de  80000  miembros  repartidos  en  sesenta  países  de  los

cinco continentes, e incluso disfruta desde octubre de 2002 de un santo que

vela personalmente por ella, el propio san José María Escrivá de Balaguer,

a quien en los mismos círculos religiosos se le apoda el Santo Ferrari por la
  inusitada  velocidad  con  que  consiguió  la  canonización,  un  proceso  por  lo

general muchísimo más largo y complejo de lo que lo fue su causa.

Más adelante, donde se describe la muerte del Papa Juan Pablo I, se explica

el porqué de esta velocidad según la opinión de muchos investigadores. Lo

cierto  es  que  el  poder  y  la  influencia  de  la  Obra  crece  cada  día  que  pasa

hasta  el  punto  de  superar  incluso  el  tradicional  papel  preeminente  de  la

orden  jesuita.  En  el  momento  de  escribir  estas  líneas,  muchos  de  los

hombres  de  confianza  del  Pontífice  pertenecen  a  esta  organización,  desde

su  portavoz,  Joaquín  Navarro  Valls,  hasta  los  cardenales  Ratzinger,

  Martínez  Somalo,  Moreira  Neves  o  López  Trujillo.  Se  calcula  que  los

  miembros  del  Opus  Dei  en  Italia  están  en  torno  a  los  4  000  (entre  ellos

aparecen  Marcello  dell'  Utri,  uno  de  los  ayudantes personales  del  primer

  ministro  italiano  Silvio  Berlusconi,  o  Mario  Pentinelli,  ex  director  del

diario  II  Messaggero),  pero  sus  amigos  y  simpatizantes  (como  es  el  caso

del  gobernador  de  la  banca  italiana  Antonio  Fazio, el  ex  presidente

Francesco Cossiga o el industrial Giampiero Presentí) superan esta cifra y

se  muestran  muy  activos  a  la  hora  de  protegerla,  como  demostraron  al

  impedir  en  1986  una  investigación  parlamentaria  y  judicial  que  había

pedido la Hacienda italiana a propósito de las cuentas de la organización.

La asociación Católicos por el Derecho a Decidir publicó un informe poco

antes de la canonización de Escrivá en el que advertía de que «la evidencia

actual  es  que  el  Opus  ejerce  una  influencia  cada  vez  mayor.  Con  su

  afiliación  a  la  Obra,  un  creciente  número  de  intelectuales,  médicos,

  parlamentarios, ministros, jueces y periodistas dan al Vaticano Lina fuerza

  poderosa y oculta que pretende imponer su código moral no sólo sobre los

  católicos, sino a través de las leyes y la política». Otros autores creen que

está sucediendo lo contrario. Es decir, no es que el Vaticano disponga con

el Opus de un nuevo ejército espiritual a su servicio, sino que el Opus se ha

  apoderado del Vaticano para sus propios fines.

Así,  Manuel  Magaña  afirma  en  Revelaciones  sobre la santa Mafia que  en

las  reuniones  secretas  de  los  dirigentes  de  los  miembros  de  la  Obra  se

  discute  entre otros asuntos  la  mejor  manera  de introducirse  en los  medios

para adquirir «el control de la prensa, el cine, la radio y la televisión, a fin

de  que  sus  planes  de  infiltración  político  religiosa,  de  alcances

  internacionales, resulten favorecidos con una imagen pública que oculte sus

  verdaderos  propósitos».  Para  llevarlos  a  cabo,  sean  cuales  sean  éstos,  es

  imprescindible, como siempre, el secreto.
Daniel Artigues, en El Opus Dei en España, la calificaba como «sociedad

casi secreta» que aspira a «captar a las élites» a la vez que persigue «fines

mal conocidos pero más políticos que religiosos», utilizando incluso señas

y toques, como los masones y otras organizaciones «discretas». Una de sus

más  conocidas  contraseñas,  utilizada  en  reuniones  sociales  donde  una

  persona  es  presentada  a  otras,  pasa  por  decir  en  voz  alta  la  palabra  latina

Pax (paz) para significar la pertenencia a la Obra. Si algún miembro de la

  organización  está  presente  responderá  In  aeternum  (para  la  eternidad,  o

para siempre).

Como  cualquier  asociación  cristiana,  el  Opus  Dei  insiste  en  que  su

principal objetivo es defender el cristianismo, y en especial el catolicismo,

siguiendo el ejemplo de Jesús cuando dijo «Yo soy el Camino, la Verdad y

la Vida», aunque da la impresión de que la interpretación de estas palabras

difiere un tanto del original. El fundador de la organización tituló Camino a

su  célebre  colección  de  reflexiones,  que  publicó por vez  primera  en  1934

como Consideraciones espirituales y que hoy ha alcanzado la significativa

cifra  de  333  ediciones  y  más  de  cuatro  millones  de ejemplares  en  42

idiomas.  Pero  no  deja  de  llamar  la  atención  que  la hagiografía  oficial  del

santo  se  refiera  a  José  María  Escrivá  de  Ba  laguer,  cuando  su  verdadero

nombre según consta en el registro fue el de José María Escriba Albás. La

afición  al  baile  de  letras,  más  sugerente  de  lo  que  en  principio  pudiera

parecer, llevó a algún crítico de la Obra a señalar que Opus Dei (trabajo de

Dios) podría ser un anagrama de Opus Die (trabajo de la muerte). Sin llegar

a  estos  extremos,  para  una  detallada  descripción  de  su  biografía  resulta

muy  ilustrativa  Vida  y  milagros  de  monseñor  Escrivá  de  Balaguer,

  fundador del Opus Dei del periodista Luis Carandell. 




                                          Noble cosa es, aun para un anciano, el

                                                                            aprender.



                                                                          SÓFOCLES, 

                                                                      escritor griego



La cruz torcida


La  tarde  del  28  de  septiembre  de  1978,  Juan  Pablo  I  mantuvo  una  ácida

  discusión  durante  más  de  dos  horas  con  el  cardenal Villot,  secretario  de

Estado de la Santa Sede. Desde que fue elegido Papa hacía poco más de Un

mes,  Albino  Luciani,  el  nuevo  Pontífice  de  la  Iglesia  católica,  no  había

hecho  otra  cosa  que  estudiar  las  acusaciones  sobre tráfico  de  influencias,

estafas  y  desfalcos  varios  en  los  que  aparecían  implicados  muchos  e

  importantes nombres de la curia vaticana. Entre ellos, el director del Banco

  Vaticano  Paul  Marzinkus,  que  había  sido  relacionado  con  la  Mafia  y

  también  con  el  escándalo  del  Banco  Ambrosiano,  por sus  relaciones  con

dos  de  los  turbios  personajes  de  la  trama,  Michelle  Sin  dona  y  Roberto

Calvi.  También  estaba  en  entredicho  el  cardenal  John  Cody  de  Chicago,

  acusado  de  malversación  de  fondos  y  otros  escándalos.  Y  el  trabajo  del

propio  Villot  tampoco  satisfacía  al  nuevo  Papa  porque  el  secretario  de

Estado nombrado por su predecesor Pablo VI parecía estar al tanto de todos

los problemas sin haber hecho gran cosa para resolverlos.

Así  que  Juan  Pablo  I  le  anunció  su  decisión  de  destituirlos  a  los  tres,

  Marzinkus,  Cody  y  Villot,  como  parte  de  un  plan  de renovación  más

amplio que tenía intención de llevar a cabo en las próximas semanas, para

dar  nuevos  aires  a  los  enmohecidos  sótanos  de  las  finanzas  vaticanas.  La

  contestación  de  Villot,  según  algunas  fuentes  bastante  fiables  fue:  «Es

usted libre para decidir. Yo obedeceré. Sepa sin embargo que estos cambios

suponen una traición a la herencia de Pablo VI.» A lo que Albino Luciani

  contestó: «Ningún Papa gobierna a perpetuidad.» Después, los dos hombres

se separaron en un ambiente de palpable tensión.

A  las  cinco  y  diez  minutos  de  la  mañana  del  día  siguiente,  la  hermana

  Vincenza llevó su habitual taza de café a la sacristía de la capilla donde el

Papa realizaba sus oraciones de primera hora antes de la misa de las cinco y
media.  Pero  nadie  se  bebió  el  café.  Extrañada,  se  dirigió  a  los  aposentos

papales  y  se  encontró  camino  de  ellos  con  Diego  Lorenzi,  uno  de  sus

secretarios  personales.  A  las  cinco  y  veinte  encontraron  a  Albino  Luciani

sentado  en  la  cama,  con  la  luz  encendida,  las  gafas  puestas  y  unos

  documentos en las manos. Su cuerpo estaba todavía tibio y su rostro estaba

  contraído  en  una  mueca  agónica.  La  hermana  Vincenza  le  tomó  el  pulso

  rápidamente. Estaba muerto.



La extraña muerte del Papa «bueno»


Trece días antes de la muerte de Juan Pablo I, la revista italiana Op publicó

una  lista  que  incluía  nada  menos  que  121  nombres  de  prelados  vaticanos

  afiliados,  según  la  investigación  periodística,  a  la  masonería.  Aunque  la

  reacción  oficial  de  la  Iglesia  católica  pasaba  por ignorar  el  dato,

  atribuyéndolo a una «turbia maniobra» de algún enemigo de la institución,

lo  cierto  es  que  el  Pontífice  conocía  la  información  antes  de  que  fuera

  publicada,  porque  Roberto  Calvi  en  persona  se  había  encargado  de

  facilitársela. En esa lista figuraban, entre otros, Villot, Baggio y Marzinkus,

y  posiblemente  constituyera  una  de  las  razones  inmediatas  por  las  que

quería «poner orden» en la jerarquía vaticana. Y deseaba hacerlo, además,

cuanto antes.

Es imposible demostrar que Juan Pablo I fuera asesinado por este motivo,

al  menos  a  través  del  examen  del  cadáver,  porque  la  secuencia  de

  acontecimientos  fue  tan  rápida  que  no  dejó  ninguna prueba  a  la  vista.

  Precisamente  por  ello,  su  fallecimiento  ha  estado  rodeado  de  demasiadas

  sospechas para aceptar que falleció de muerte natural.

  Cuando Vincenza y Lorenzi le encontraron muerto avisaron a John Magce,

su  otro  secretario  personal,  quien  a  su  vez  llamó  al  cardenal  Villot.  Poco

después,  éste  llegaba  acompañado  por  un  médico  que confirmó  el

  fallecimiento.  Asumiendo  las  funciones  de  camarlengo,  Villot  tomó  el

  control del interregno papal y lo primero que hizo fue prohibir a la monja

que  hablara  con  nadie  de  lo  ocurrido  y  llamar  a  los  embalsamadores,  los

hermanos Signoracci del Instituto Forense, que a las seis de la mañana, en

un  tiempo  realmente  récord,  ya  se  encontraban  allí.  El  propio  jefe  del

servicio  médico  vaticano,  profesor  Fontana,  y  uno  de  sus  médicos,  el

doctor Buzzonetti, no llegaron hasta las siete y ya no pudieron hacer nada.

  Durante esa hora, los embalsamadores ya habían encajado y maquillado la
cara  del  difunto,  que  ahora  mostraba  un  plácido  semblante,  insinuando

incluso  una  sonrisa.  Sus  gafas  y  sus  sandalias  habían  desaparecido,  igual

que las notas en las que estaba trabajando instantes antes de morir.

Hacia las siete y media de la mañana, el cardenal Villot empezó a informar

a  los  demás  cardenales  de  la  muerte  del  Pontífice, y  una  hora  más  tarde

Radio  Vaticano  hacía  pública  la  noticia.  Según  la  versión  oficial  que

  entonces se distribuyó, «hacia las cinco y media de la mañana el secretario

  particular del Papa, que no le había visto como de costumbre en su capilla,

le encontró muerto en la cama con la luz encendida, como si aún leyera», y

el  doctor  Btizzonetti,  que  acudió  de  inmediato,  constató  su  fallecimiento,

que «probablemente acaeció hacia las once de la noche del día anterior, a

causa de un infarto agudo de miocardio», apenas hora y media después de

haberse  retirado  a  sus  habitaciones.  Según  la  opinión  de  los  hermanos

  Signoracci, que habían tenido acceso al cuerpo en mejores condiciones que

  Buzzonetti, el óbito se produjo en realidad entre las cuatro y las cinco de la

  mañana, poco antes de que lo encontrara la hermana Vincenza. 

La versión oficial del Vaticano añadía que lo que Albino Luciani leía en el

  momento  de  fallecer  era  una  edición  de  Imitación  de  Cristo  de  Tomás  de

  Kempis, que se había encontrado a los pies de la cama, pero otras fuentes

aseguraban que en realidad se trataba de una lista con el nombre de todos

los cargos vaticanos que iban a ser destituidos y de sus sustitutos. Germano

Pattaro, consejero teológico del Pontífice, confirmó tiempo después que se

trataba de «unas notas sobre la conversación de dos horas que el Papa había

  mantenido la tarde anterior con el secretario de Estado, el cardenal Villot».

Si quedaba alguna oportunidad de averiguar de qué había muerto realmente

el  Papa,  el  cardenal  Oddi  se  encargó  de  sepultarla al  advertir  de  que  el

Sacro  Colegio  Cardenalicio  «no  considera  la  posibilidad  de  abrir

  investigación  alguna  sobre  la  muerte,  ni  de  realizar  una  autopsia  al

  cadáver».  El  Santo  Padre  había  fallecido  por  designio  divino  y  no  había

más  que  hablar.  Pocas  horas  después  de  que  sus  últimas  pertenencias

fueran  retiradas  del'  dormitorio  acudió  un  equipo  de  limpieza  que  no  se

limitó  a  pasar  una  fregona,  sino  que  pulió  y  enceró  el  suelo.  Si  todavía

quedaba  alguna  prueba  o  resto  físico  de  alguna  irregularidad,  desapareció

  definitivamente.

El día anterior a su muerte, Juan Pablo I había hablado por teléfono con dos

  cardenales  y  se  había  reunido  personalmente  con  otros  dos.  A  Villot  lo

había recibido por la tarde, pero antes, por la mañana, se había entrevistado
con  el  cardenal  Baggio,  al  que  comunicó  algunos  de los  importantes

cambios que pretendía introducir en la jerarquía vaticana, entre otras cosas

porque uno le afectaba directamente. Baggio disfrutaba entonces del puesto

de Prefecto para la Congregación del Clero, pero el nuevo Papa quería que

se  marchara  a  Venecia  para  ocupar  la  sede  que  él  mismo  había  dejado

vacante tras su elección. La noticia desató la ira del cardenal, que tuvo que

ser aplacado por el propio Luciani. A mediodía, en conversación telefónica

con  el  tercer  cardenal  de  la  jornada,  Benelli,  el  Papa  le  comentó  la  muy

poco  cristiana  reacción  de  Baggio  antes  de  ofrecer al  propio  Benelli  el

puesto de secretario de Estado en sustitución de Villot. El cuarto cardenal

con  el  que  habló,  también  por  teléfono,  fue  Colombo,  a  quien  también

explicó poco antes de las nueve de la noche los cambios que pensaba hacer.

  Después se fue a sus habitaciones, de las que no volvió a salir por su propio

pie.

La  sucesiva  desaparición  de  los  diferentes  protagonistas  del  suceso  ha

  echado  más  tierra sobre  el  asunto  y  también  ha  alimentado las  sospechas.

Por ejemplo, el cardenal Villot murió seis meses después por culpa de «una

  neumonía  bronquial».  O  eso  dijo  el  primer  informe  médico,  porque  el

segundo  examen  que  se  practicó  a  su  cadáver  afirmaba  que  en  realidad

había fallecido por «problemas renales». Para aclarar la causa definitiva del

óbito  hubo  una  tercera  investigación,  cuyas  conclusiones  fueron

  «hepatitis», y aún un cuarto análisis que dictó «hemorragia interna». Nadie

sabe  cuántas  más  causas  de  la  muerte  se  podrían  haber  encontrado  en  el

cuerpo si se le hubieran practicado más autopsias.



Los mercaderes del templo


El obispo Paul Marzinkus nació en Illinois, Estados Unidos, en 1922. Tras

estudiar  en  la  Universidad  Gregoriana  de  Roma  y  doctorarse  en  derecho

  canónico  fue  recomendado  en  1963  por  el  cardenal  de  Nueva  York,  el

  intrigante  Francis  Spellman,  ante  el  propio  Pablo  VI,  que  lo  tomó  como

  intérprete  y  guardaespaldas,  y  fue  apodado  el  Gorila.  Sin  embargo,

Marzinkus  consiguió  ganarse  la  plena  confianza  de  Pablo  VT,  hasta  el

punto de ser nombrado años más tarde director del IOR, el Instituto para las

Obras de Religión o, más sencillamente, la Banca Vaticana.

El  principal  objetivo  que  se  le  encomendó  fue  redistribuir  las  inversiones

que  hasta  entonces  habían  seguido  la  estrategia  diseñada  desde  los  años
  cuarenta  por  un  seglar  llamado  Bernardino  Nogara,  fideicomisario  de  la

casa Rothschild de París. Este ya había cambiado entonces la política anti

usura que la Iglesia católica había mantenido durante los siglos anteriores.

Para  ello  dispuso  de  los  beneficios  fiscales,  aduaneros  y  diplomáticos

concedidos  durante  el  régimen  fascista  de  Benito  Mussolini  gracias  al

  Tratado de Letrán de 1929. Gracias a esos beneficios se dedicó a invertir en

el  mercado  del  oro  y  a  especular  en  todo tipo de  transacciones  bursátiles.

Muchas  de  las  inversiones  se  dedicaron  a  la  compra de  acciones  de

empresas  de  alta  rentabilidad,  como  las  que  entonces  fabricaban

armamento  y  métodos  anticonceptivos  (como  las  píldoras  Luteolas,

  fabricadas  por  el  Instituto  Farmacológico  Sereno). Más  adelante  optó  por

comprar  varios  bancos,  así  como  acciones  en  diversos  sectores,  como  los

seguros, el acero o la propiedad inmobiliaria, donde llegó a poseer el 15 %

de la empresa La Società Generale Inmobiliare.

  Cuando Marzinkus  se  hizo  cargo  del Banco del  Vaticano se  redujeron las

  inversiones en el mercado italiano y se traspasaron a mercados extranjeros,

en  especial  a  Estados  Unidos,  donde  conectó  con  J. P.  Morgan,  Chase

Manhattan Bank y otras entidades financieras que ya conocemos. En estas

  operaciones  utilizó  los  consejos  y  la  red  financiera  internacional  de  un

banquero siciliano que conocía a Pablo VI de la época en la que todavía era

el arzobispo Montini de Milán. Este banquero se llamaba Michele Sindona.

Sindona  era  un  viejo  conocido  de  la  Mafia,  pues  había  comenzado  su

carrera lavando dinero negro de la Cosa Nostra neoyorquina a través de la

compra de entidades financieras y después construyó su propio entramado

  bancario,  de  dimensiones  internacionales.  Gracias  a  los  beneficios  de  sus

  negocios,  llegó  a  donar  al  entonces  cardenal  Montini  dos  millones  de

dólares para la construcción de un asilo. Así que cuando Montini llegó a la

cima  de  su  carrera  religiosa,  Sindona  se  convirtió nada  menos  que  en  el

  consejero  financiero  de  la  fortuna  del  Vaticano.  Aprovechó  su  racha  de

suerte  para  actuar  en  una  doble  dirección:  a  la  vez  que  orientaba  y

  manejaba  las  inversiones  que  Marzinkus  había  puesto  en  sus  manos,

utilizaba  la  propia  estructura  bancaria  de  la  Santa  Sede  para  evadir

impuestos y seguir blanqueando el dinero de la Mafia.

Por  otra  parte,  Licio  Gelli,  un  poderoso  empresario  del  sector  textil  de  la

Toscana  con  un  extenso  curriculum  de  secretos  a  sus  espaldas,

  proporcionaba  cobertura  política  a  Sindona.  Gelli  había  luchado  en  la

guerra civil española y después había militado en las SS de Himmler. Tras
la segunda guerra mundial emigró a Argentina, donde llegó a ser consejero

  económico  del  general  Perón.  De  regreso  a  Italia  trabajó  primero  para  la

KGB soviética y después para la CLA. En la época en la que colaboró con

Sindona  era  el  gran  maestre  de  la  logia  masónica  P2  o  Propaganda  Due

  (Propaganda Dos). Esta no era una logia más, había sido fundada en 1966 a

  instancias  del  entonces  gran  maestre  del  Oriente  de  Italia,  Giordano

  Gamberini,  y  sus  planes  de  fondo  eran  similares  a  los  de  los  Illuminati,

pues no aceptaban en sus filas a ningún miembro que no dispusiera de un

  mínimo de influencia, riqueza o poder en algún sector de la sociedad.

  Según algunos expertos, este grupo era heredero directo de los carbonarios.

El  caso  es  que  en  su  ceremonial  iniciático  se  sucedían  una  serie  de

amenazas al neófito que recuerdan mucho a los rituales de esta hermandad.

Entre otras respuestas, el nuevo miembro debía contestar afirmativamente a

preguntas como: «¿Estás preparado, pagano, para luchar y tal vez tener que

sentir vergüenza y morir, para que nosotros que quizá seamos tus hermanos

  podamos  destruir  este  gobierno  y  formar  una  presidencia?»  La  última

prueba consistía en dejar caer a su lado una víbora. Si el aspirante se dejaba

vencer  por  el  miedo,  no  era  admitido,  pero  si  aguantaba  serenamente

durante un minuto, se le daba la bienvenida. En el juramento posterior, el

nuevo  miembro  de  la  P2  se  comprometía  a  «combatir  los  males  del

  comunismo,  asestar  un  golpe  al  liberalismo  y  luchar  para  establecer  un

gobierno  presidencial».  Gelli  había  ingresado  dos  años  antes  en  la

  masonería, pero en poco tiempo alcanzó el grado que le permitió controlar

  Propaganda Due y edificar gracias a ella un importante centro de tráfico de

  influencias políticas y militares.

Así pues, Sindona recibía protección política de Gelli y a cambio le pagaba

con importantes sumas de dinero para financiar las actividades de la P2. Y

no  sólo  eso:  la  mano  derecha  de  Gelli  en  su  organización  masónica,

Umberto  Ortolani,  era  abogado  y  gentilhombre  de  Su Santidad.  Por  este

motivo,  Gelli  podía  comer  regularmente  con  Marzinkus  e  incluso  fue

recibido en varias ocasiones en audiencia privada por Pablo VI. 

Todo  funcionó  correctamente  hasta  que  la  masiva  evasión  de  capitales

  vaticanos  fuera  de  Italia  originó  una  crisis  económica  en  el  país  en  1970.

Sin  embargo,  los  miembros  de  la  trama  no  se  dieron por  aludidos  ante  el

primer aviso. Por aquella época, otro de los masones de Propaganda Due,

  Roberto  Calvi,  pasó  a  engrosar  las  filas  de  los  consejeros  financieros  del

  cardenal  Marzinkus  y  fue  nombrado  director  del  Banco  Ambrosiano,
  también  conocido  como  «la  lavadora»  por  las  enormes  cifras  de  dinero

negro que se blanqueaban cada año. El propio Marzinkus le vendió a Calvi

la  Banca  Católica  del  Véneto  para  que  la  sumara  a  su  irregular  red

  financiera. El resultado es que ese banco, que tradicionalmente había hecho

préstamos  a  bajo  interés  a  sus  clientes  con  menos  ingresos,  cambió

  radicalmente  de  política.  Varios  obispos  solicitaron  entonces  al  cardenal

Albino  Luciani  que  estudiara  el  caso,  y  éste  acabó descubriendo  la

  verdadera  naturaleza  de  los  negocios  de  Calvi,  Sindona  y  el  mismo

  Marzinkus, pero poco pudo hacer en aquel momento.

  Finalmente,  una  serie  de  quiebras  de  bancos  europeos  y  norteamericanos

descubrió todos esos manejos en 1974. El hundimiento del Banco Nacional

  Franklin  de  Nueva  York  fue  el  más  oneroso  para  la  Banca  Vaticana,  que

perdió una cantidad espectacular de dinero mientras Sindona era arrestado

en  Estados  Unidos,  donde  fue  juzgado  y  condenado  por  malversación  de

  cuentas.  El  gobierno  italiano  pidió  su  extradición para  llevarlo  también  a

juicio y la obtuvo. En su propio país fue condenado a cadena perpetua por

su implicación en la muerte del fiscal encargado de investigar la quiebra de

sus  bancos.  Dos  días  después  de  ingresar  en  una  prisión  de  máxima

  seguridad,  Sindona  falleció  víctima  de  un  extraño  ataque  descrito

  alternativamente como «infarto» y «derrame cerebral».



A duras penas, Marzinkus y Calvi lograron salvar el Banco Ambrosiano y

la  Banca  Vaticana,  pidiendo  cuantiosos  préstamos  a banqueros

  internacionales (como sabemos, uno de los instrumentos predilectos de los

Illuminati)  y  ofreciendo  a  cambio  la  «garantía  moral»  del  Vaticano.  Pero

  entonces falleció Pablo VI y Luciani fue elegido nuevo Papa con el nombre

de  Juan  Pablo  I.  Los  responsables  de  la  finanza  vaticana  se  encontraban,

pues, en una posición precaria, pues sabían que el nuevo Pontífice, hombre

idealista  y  admirador  del  espíritu  pobre  pero  honrado  de  la  denominada

Iglesia  primitiva,  sería  capaz  de  provocar  la  quiebra  definitiva  de  las  dos

  entidades bancarias con tal de depurar a la Santa Sede de especuladores y

  buscavidas.

Sus  cuitas,  empero,  no  duraron  mucho,  ya  que  «un  golpe  de  fortuna»  los

libró  del  problema  con  la  sorprendente  y  rápida  muerte  de  Luciani.  Poco

después asumió el poder su sucesor Ka rol Wojtyla, con el nombre de Juan

Pablo II.
Mientras tanto, la policía italiana proseguía sus investiga dones y de alguna

forma  acabó  llegando  hasta  Gelli.  En  marzo  de  1981,  una  operación

  policial  intentó  detenerlo  en  su  villa  residencial,  pero  cuando  los  agentes

entraron, el dirigente masón había desaparecido. Tras efectuar un riguroso

registro,  aparecieron  los  archivos  secretos  de  la  logia  Propaganda  Due,

entre los que figuraban los nombres de sus 953 miembros activos.

El escándalo fue enorme en Italia, porque en la lista figuraban, entre otros,

el ex presidente Giulio Andreotti y varios ex primeros ministros italianos,

así como tres ministros del gobierno, entre ellos, el responsable de Justicia,

  Adolfo  Sartí;  noventa  jueces,  más  de  cuarenta  parlamentarios,  diversos

líderes  de  partidos  políticos,  banqueros,  directores  de  periódicos,  casi

  doscientos  oficiales  de  los  tres  ejércitos,  entre  ellos,  Torrissi,  el  entonces

general en jefe del Alto Estado Mayor; los directores de los tres principales

servicios  de  inteligencia,  y  numerosos  profesores  universitarios.  En

  realidad,  nada  nuevo  bajo  el  sol.  Desde  la  época  de  Mazzini  y  Garibaldi,

  muchos  de  los  dirigentes  políticos  italianos  han  pertenecido  a  una  u  otra

logia masónica. El mismo Silvio Berlusconi perteneció a Propaganda Due,

donde se inició al menos tres años antes de que se produjera la operación

  policial,  aunque,  según  explicó  posteriormente  en  una  entrevista,  lo  hizo

«sólo por congraciarse con un amigo» y, por supuesto, dijo, «nunca asistí a

sus  reuniones  ni  me  vi  favorecido  por  sus  maquinaciones».  Todos  los

  miembros  de  la  P2  habían  jurado  obediencia  absoluta  a  su  gran  maestre,

aunque  el  sistema  jerárquico  estaba  tan  bien  organizado  que  muchos  no

sabían que el jefe era Licio Gelli, al que ni siquiera conocían. En todo caso,

la  grave  crisis  política  estaba  servida,  ya  que  el gobierno  de  Foriani,

  entonces en el poder, estaba plagado de miembros de Propaganda Due.

La  idea  de  fondo  de  esta  logia  masónica,  según  los documentos

  descubiertos  por  las  autoridades,  era  enterrar  el  régimen  político  italiano

nacido de la segunda guerra mundial y basado en el enfrentamiento de dos

fuerzas  principales,  comunistas  y  democristianos,  para  sustituirlo  por  un

gobierno  de  corte  más  presidencialista  y  ciertos  tintes  autoritarios  —la

vieja  táctica  de  tesis  y  antítesis  superadas  por  la  síntesis—.  Ese  gobierno

estaría bajo control oculto de la P2, cuya presencia nunca sería pública. 

No  deja de ser  curioso que  en  los  años  noventa del siglo  pasado  y  tras la

llamada  Crisis  de  Tangentópolis,  la  arquitectura  política  italiana  siguiera

  precisamente ese camino, con el desmoronamiento de ambos bloques y la

aparición  de  un  partido  político  «anónimo»  y  populista,  Forza  Italia  (que
sería  como  fundar  en  España  uno  llamado  Viva  España)  dirigido

  precisamente por Berlusconi, ex miembro de P2.

A  finales  de  julio  de  1981,  el  lazo  se  estrecha  un poco  más.  El  Banco

  Ambrosiano quebró definitivamente y Calvi intentó presionar a Marzinkus

para que acudiese en su ayuda. Condenado por la justicia italiana con una

pena  poco  severa,  consiguió  la  libertad  bajo  fianza  un  año  después  y  lo

primero  que  hizo  fue  subirse  a  un  avión  para  viajar  a  Londres.  Según

diversas fuentes, buscaba el apoyo de una muy poderosa logia masónica y

tal  vez  llevaba  consigo  cierta  documentación  que  había  guardado  en  una

caja  de  alta  seguridad  de  la  banca  suiza  del  Gottardo.  Poco  después,  su

  cadáver apareció colgado de un puente londinense. En sus bolsillos tenía un

  pasaporte  falso,  veinte  mil  dólares  y  cinco  kilos  y  medio  de  piedras

  preciosas. Su muerte aún no ha sido aclarada.

De  vuelta  a  Italia,  Gelli  también  fue  implicado  en la  quiebra  del

  Ambrosiano y encarcelado en 1982 en una prisión de máxima seguridad de

la  que  escapó poco más  tarde.  En  1986,  el  Tribunal Supremo  le  acusó  de

estar  implicado  en  una  brutal  matanza  en  Bolonia,  dirigida  según  los

  magistrados  por  ciertos  elementos  de  la  ultraderecha.  Capturado

  finalmente,  fue  encarcelado  de  nuevo,  pero,  por  motivos  de  salud,  se  le

  permitió cumplir arresto domiciliario hasta el final de sus días.



El porqué de un santo 


El  hundimiento  del  Banco  Ambrosiano  dejó  a  la  Banca  Vaticana  a  las

puertas de la ruina. Los banqueros internacionales se mostraron insensibles

a  las  sugerencias  de  una  refinanciación  de  lo  ya  invertido.  Se  limitaron  a

guardar silencio, como si esperaran algo. Lo cierto es que las deudas eran

de tal calibre que toda la estructura de la Iglesia católica se tambaleó. Sólo

un milagro podía salvar los intereses vaticanos. Pero si hay algo que no le

falta a la institución vaticana, son hacedores de milagros.

Y  el  milagro  se  materializó.  Inesperadamente,  el  Opus  Dei  se  ofreció  a

enjugar  la desesperada  situación  financiera  y,  de  propina,  a  hacerse  cargo

del  30%  de  los  gastos  anuales  del  Vaticano.  A  cambio  de  algunas

  concesiones, por supuesto, quid pro quo.

Como es lógico, Juan Pablo II aceptó y aquel mismo año se vio obligado a

pagar  la  primera  «letra»  a  la  Obra,  concediéndole  el  estatuto  especial  de

  Prelatura  Personal  del  Papa.  En  los  años  sucesivos pagaría  el  resto
facilitando  primero  el  desembarco  en  la  administración  vaticana  de  una

  auténtica  legión  de  miembros  del  Opus  Dei,  que  coparon  los  puestos

  decisivos,  y  promoviendo  después  la  Subida  a  los  altares  de  Escrivá  de

  Balaguer.  Sólo  17  años  después  de  su  muerte,  el  fundador  de  la  Obra

adquiría la categoría de beato y, en 12 años más, accedió a la de santo. Si

estos  plazos  nos  parecen  largos  a  la  hora  de  proclamar  un  nuevo  santo

según  el  Vaticano,  tengamos  en  cuenta  que  las  causas  de  canonización

pueden extenderse  por períodos  mucho mayores,  como bien lo  saben, por

  ejemplo,  los  impulsores  de  la  de  Isabel  la  Católica,  quien,  pese  a  su

  apelativo, da la impresión de que tendrá que seguir esperando bastante.

El sacerdote Jesús López Sáez resume así la situación en su libro Se pedirá

cuenta: «La diferencia es que Juan Pablo I quiso echar a los mercaderes del

  templo,  mientras  que  Juan  Pablo  II  expulsó  a  unos  [miembros  de  la

  masonería] para echarse en brazos de otros [miembros del Opus Dei].»

Antes  de  morir,  Luciani  había  confesado  a  varios  de  sus  amigos  que  no

confiaba  en  disfrutar  de  un  pontificado  largo  porque  sabía  que  tenía

poderosos enemigos. En alguna ocasión llegó a aseverar que ya conocía el

nombre del que le sucedería en el trono papal y, aunque nunca lo nombraba

  directamente,  se  refería  a  él  como  «el  extranjero» (por  su  nacionalidad

polaca  frente  a  la  cadena  de  Papas  de  origen  italiano  que  lo  habían

  precedido, como él mismo) o bien «el que estaba sentado frente a mí en el

cónclave»  donde  fue  elegido.  Y  éste,  en  efecto,  no era  otro  que  Karol

  Wojtyla,  candidato  apoyado  por  el  cardenal  Villot  y  otros  miembros

  importantes de la curia. 

Una  hipótesis  extravagante,  pero  que,  por  las  fechas  en  las  que  todo

  ocurrió, puede acercarse a la realidad de los hechos, afirma que cuando el

  cardenal polaco tuvo ante sí la misma información que su predecesor dudó

ante  la posibilidad  de  seguir  los  pasos de  Juan  Pablo  I o  doblegarse  a los

manejos de sus consejeros financieros. En ese momento, se habría decidido

por  un  tercer  camino:  revelar  a  las  autoridades  policiales  italianas,  por

  medio  de  intermediarios,  la  implicación  real  de  Gelli  y  facilitar  su

  detención,  así  como la intervención de  los documentos  compre  metedores

en los que figuraban los miembros de Propaganda Due. Como sabemos, la

  operación policial se desarrolló en marzo de 1981, aunque se desconoce la

  información de la que disponía la policía para ponerla en marcha.
Dos meses después, Juan Pablo II sufrió el misterioso atentado que estuvo a

punto  de  costarle  la  vida  a  manos  de  Alí  Mehmet  Agca,  un  asesino

profesional del que nunca ha quedado claro para quién trabajaba.

Lo cierto es que, una vez recuperado del atentado y tras la intervención del

Opus  Dei,  Wojtyla  no  volvió  a  ocuparse  de  las  cuestiones  financieras.

  Concentró  sus  esfuerzos  en  sus  actividades  religiosas  y  políticas  y  diseñó

una agenda que le llevaría a recorrer el mundo varias veces, convirtiéndose

de ese modo en el Papa más viajero, con diferencia, de toda la historia de la

Iglesia católica.

Juan Pablo II tiene ya una edad avanzada y su estado de salud deja bastante

que desear, hasta el punto de que en los últimos años se llegó a plantear un

debate  público  sobre  la  posibilidad  de  su  dimisión.  Nadie  sabe  cuánto

tiempo mis permanecerá en este valle de lágrimas, pero lo que sí está claro

es que su sucesor habrá sido prácticamente nombrado por él. Las reformas

del  Colegio  Cardenalicio  durante  los  últimos  años, en los  que  Wojtyla  ha

escogido  y  nombrado  personalmente  a  muchos  de  los  nuevos  cardenales,

  garantizan que el próximo Sumo Pontífice seguirá fiel a la línea del actual. 



La rendición


¿Cuál  es,  en  todo  caso,  esa  línea?  Si  examinamos  de  cerca  los  cambios

  sucedidos  en  el  seno  de  la  Iglesia  católica  desde  el  Concilio  Vaticano  II

  comprobaremos que algunos de los más importantes se parecen bastante a

  determinados  objetivos  de  los  Illuminati.  Por  ejemplo,  el  actual  concepto

de  ecumenismo  o  universalismo,  sospechosamente  similar  a  una

  globalización  religiosa  más  que  a  una  extensión  de la  «verdadera  Palabra

de Dios», como hasta ahora rezaba su doctrina oficial.

  Durante  siglos,  la  Iglesia  católica  se  empeñó  en  cristianizar  el  mundo

cayera  quien  cayese,  a  sablazo  limpio  si  era  preciso,  alejándose

  progresivamente  de  las  orientaciones  más  pacíficas y  espirituales  de

  Jesucristo,  mientras  edificaba  un  poder  puramente  material  como  el

  simbolizado por la Ciudad del Vaticano, que en poco se distinguía de otros

belicosos reinos medievales y cuyos abusos y errores provocaron sucesivos

cismas  y  rupturas  dentro  del  cristianismo.  Anglicanos,  protestantes,

  ortodoxos, puritanos y demás ramas desgajadas de la Iglesia de Roma han

  actuado aún peor, pues mientras ésta se ha ido moderando con el paso del

  tiempo, la gran  mayoría de aquéllas ha  hecho gala de  un  fanatismo  y  una
cerrazón  de  ideas  (y  muchas  siguen  haciéndolo  en  la  actualidad)  muy

  parecidas  a  la  actitud  de  los  integristas  musulmanes  que  tanto  miedo

  despiertan  hoy  en  Occidente,  sólo  que  sus  miembros llevan  ahora  traje  y

corbata. 

En  todo  caso,  desde  los  años  sesenta  del  siglo  XX  la  antigua  postura

eclesial  de  «o  estás  conmigo  o  contra  mí»  ha  evolucionado  claramente,

pero no lo ha hecho hacia un más lógico, desde su punto de vista, «yo tengo

la razón y tú no, pero si no quieres recapacitar y venir conmigo, sé libre de

  equivocarte como quieras», sino hacia un confuso «yo tengo la razón y tú

  también la tienes aunque nuestras religiones se contradigan, pero, qué más

da, celebremos juntos y que cada uno rece lo suyo y luego que haga cada

uno lo que quiera, pues en el fondo somos lo mismo». Los últimos papas y,

en  especial  Juan  Pablo  II,  han  apostado  fuerte  por este  ambiguo

  ecumenismo,  como  demuestra  la  fundación  del  llamado  Consejo  Mundial

de  las  Iglesias  impulsado  por  Wojtyla.  El  constante  acercamiento  a  otras

  confesiones  cristianas  ha  sido  calificado  por  algunos  líderes  religiosos,

como los popes de la Iglesia Ortodoxa rusa, de auténtico «abrazo del oso»,

pues  aseguran  que  el  Papa  «no  busca  reunificar  el  cristianismo  sin  más,

sino  absorber  dentro  del  catolicismo  a  todas  las  creencias  posibles  del

  mundo, no sólo a las cristianas».

Dentro  de  esa  estrategia,  Karol  Wojtyla  llegó  a  calificar  en  1982  a  los

  cristianos  de  «semitas  espirituales»  y  «descendientes  de  Abraham».

  Cualquiera  que  tenga  unos  mínimos  conocimientos  de teología  es

  consciente de que el hecho de que tanto el judaísmo como el cristianismo

surgieran en un mismo escenario geográfico, si bien en tiempos diferentes,

y  aunque  el  mismo  Jesús  hubiera  nacido  dentro  de  la  fe  judía,  semejante

  circunstancia  no  equivale  a  una  continuidad  de  una religión  a  la  otra.  El

mero hecho de leer y comparar los textos agrupados en las dos partes de La

Biblia, el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, nos lleva a deducir

de inmediato que el Dios de Jesucristo no tiene mucho que ver con el de los

  profetas judíos, que en realidad se trata de dos creencias parecidas pero en

esencia diferentes.

En 1986, Juan Pablo II organizó durante las celebraciones en honor a san

Francisco de Asís una oración multirreligiosa por la paz mundial. Michael

  Howard, autor de La Conspiración oculta, describía así la ceremonia: «Los

  tradicionalistas  se  horrorizaron  al  ver  que  el  Pontífice  compartía

  alegremente semejante  plataforma  con un  lama  tibetano,  un  swami  hindú,
un  médico  brujo  indígena  norteamericano,  un  rabino judío  y  un  sumo

  sacerdote  maorí.  [...]  La  unidad  de  todas  las  religiones  del  mundo  y  el

  reconocimiento  de  que  todas  derivaron  de  la  misma  fuente  antigua  es  la

filosofía  central  de  las  sociedades  secretas».  Y  eso  está  en  franca

  contradicción con la doctrina formal de la Iglesia católica, según la cual la

doctrina impartida por Jesucristo es la única verdad revelada.

El  mismo  Howard  se  refería  también  a  la  información  publicada

  anteriormente  por  la  prensa  italiana  en  el  verano  de  1976,  según  la  cual

  circulaba una lista de altos jerarcas eclesiásticos que habían sido iniciados

en varias sociedades secretas, casi todas ellas logias masónicas. Entre ellos

figuraba el secretario privado del

Papa  Pablo  VI,  el  director  general  de  Radio  Vaticano,  el  arzobispo  de

  Florencia, el abad de la Orden de San Benedicto y al menos siete obispos

  italianos.  Pese  a  los  desmentidos  oficiales,  Lina  investigación  posterior

sacó a la luz una nueva lista con los nombres de 125 prelados miembros de

este tipo de organizaciones.

Así,  el  último  gran  proyecto  impulsado  por  diversos  grupos  y  sectas,

  cristianas o no, pretendía transformar la ciudad de Jerusalén en una especie

de  comodín  religioso  que  fuese  capaz  de  reconciliar  las  llamadas

  «religiones  del  Libro»,  judaísmo,  cristianismo  e  islamismo,  instaurando

lugares  comunes  de  culto  para  las  tres,  de  tal  forma  que  acabara  siendo

  designada como una especie de capital espiritual del mundo. En agosto de

1990,  el  director  de  un  seminario  de  la  Sociedad  Teosófica  en  Boston

  aseguraba  que  el  plan  para  poner  en  marcha  una  llamada  religión  pagana

del  nuevo  orden  mundial  exigía  que  el  Papa  viajara a  Jerusalén  «en  un

  momento  preciso»  para  presidir  una  conferencia  religiosa  mundial  con

  representación  de  miembros  de  todos  los  grandes  credos  del  mundo.  El

colofón de esa conferencia sería el anuncio formal del Papa cié que, a partir

de ese momento, «todas las religiones del planeta se fundirían en una sola».

  Según  las  voces  de  algunos  sectores  integristas  del  clero  católico,  así

  calificados por su afán en mantenerse anclados en la manera de entender el

  cristianismo  previa  al  Concilio  Vaticano  II,  la  organización  de  éste  fue  el

caballo  de  Troya  utilizado  por  los  Illuminati  para introducirse

  definitivamente en el seno de la Iglesia católica, aunque existieron intentos

previos. Según Bill Cooper, autor de He ahí un caballo pálido, uno de ellos

fue la alianza presuntamente firmada en 1952, cuando «por primera vez en

la  historia  se  unieron  las  Familias  Negras  [entendiendo  como  tales  a  la
parte de la nobleza europea habitual practicante del espiritismo y de otras

actividades místico religiosas "políticamente incorrectas"], los Illuminati, el

  Vaticano  y  los  masones,  todos  trabajan  ahora  juntos  para  traer  el  nuevo

orden mundial». Aunque muchos tradicionalistas no llegan a los extremos

de  Cooper,  acusan  a  Juan  Pablo  II  de  actuar  como  punta  de  lanza  de

  intereses ajenos a la misma institución y ven en cada uno de sus gestos o de

sus  palabras  señales  secretas  que  indican  hasta  qué  punto  representa  un

papel en el que ya no cree.

Piers Compton, ex editor de un periódico católico norteamericano llamado

The  Universe  (El  Universo),  se  preguntaba  en  su  libro  La  cruz  torcida:

«¿Qué  es  lo  que  realmente  ha  causado  los  cambios  en  la  Iglesia?»  Y  se

  contestaba  a  sí  mismo:  «La  obra  deliberada  de  un  plan  de  siglos  para

  destruirla  desde  dentro.»  Compton  recordaba  que  entre  los  planes

  originales  de  Adam  Weishaupt  figuraba  su  intención de  «amalgamar  las

  religiones  al  disolver  todas  las  diferencias  de  creencias  y  rituales  que  las

habían mantenido aparte, y apoderarse del papado, colocando a un agente

suyo  en  la  silla  de  Pedro»  sin  que  los  fieles  católicos  lo  advirtieran.  Y

señala que en el Congreso Eucarístico de Filadelfia de 1976, justo en el 200

  aniversario de la fundación de los Iluminados de Baviera, un gran triángulo

con  un  ojo  en  su  interior  presidió  las  reuniones  de  los  fieles.  Una

  reproducción de esta imagen apareció en una serie de sellos emitida por el

  Vaticano en 1978.

Pero Compton va mucho más allá. En su opinión, el primer Papa que «se

rindió»  a  los  Illuminati  fue  Pablo  VI,  quien  el  4  de  octubre  de  1965

pronunció  un  discurso  en  las  Naciones  Unidas  «que  propagó  el  evangelio

social, tan cercano al corazón de los revolucionarios, sin una sola referencia

a  las  doctrinas  religiosas  que  los  mismos  revolucionarios  encontraban  tan

  perniciosas».  Después,  fue  al  salón  de  Meditación  de  la  ONU,  donde,  en

secreto,  realizó  «un  ritual  ocultista  de  iniciación»  cuya  validez  quedó

  rubricada por la posterior construcción en Washington del llamado Templo

del  Entendimiento,  provisto  también  de  un  triángulo  con  el  ojo

  correspondiente,  y  en  el  que  se  representa  a  las  seis  creencias  más

extendidas  del  mundo:  hinduismo,  budismo,  confucianismo,  judaísmo,

  cristianismo e islamismo. Por último, Pablo VI fue el primer Pontífice que

  empezó  a  utilizar  un  «símbolo  siniestro,  utilizado por  los  satanistas  en  el

siglo  VI.  [...]  Éste  era  una  cruz  torcida o partida,  en la que se exhibe una
figura repulsiva y distorsionada de Cristo, de la cual los practicantes de la

magia negra [...] habían hecho uso».

En el último tomo de las memorias de Karol Wojtyla, titulado ¡Levantaos,

vamos!, una inquietante fotografía nos muestra al Papa detrás de esa «cruz

torcida» mientras mira a la cámara con un solo ojo. 

El 14 de agosto de 2004, Juan Pablo II visitó Lourdes, donde oró por la paz

en el mundo. En este viaje tuvo ocasión de entrevistarse con el presidente

de  Francia  Jacques  Chirac  en  el  mismo  aeropuerto  de  Tarbes,  próximo  al

famoso  santuario  mariano.  Allí  hablaron  sobre  asuntos  políticos  y

  religiosos, como la guerra en Irak o la mención del cristianismo en la futura

  Constitución  Europea.  Chirac  pronunció  frases  firmes  pero  conciliadoras

que pueden interpretarse de muchas formas: «Lenta pero inexorablemente,

los pueblos, las naciones y los estados reconocen que la protección del más

débil  es  un  imperativo  moral  que  trasciende  las  fronteras.»  Y  también:

  «Francia  y  el  Vaticano  coinciden  en  la  afirmación  de  una  conciencia

  universal  en  defensa  de  los  valores  de  paz,  libertad  y  solidaridad  y  en  el

  combate  por  un  mundo  que  coloca  al  hombre  en  el  centro  de  todo

  proyecto.»

Son,  sin  duda,  opiniones  que  nos  resultan  familiares,  pero  más

  espectaculares  resultaron  las palabras del  Papa:  «La  Iglesia católica  desea

  ofrecer  a  la  sociedad  SLI  específica  contribución  en  la  edificación  de  un

mundo  en  el  que  los  grandes  ideales  de  libertad,  igualdad  y  fraternidad

puedan  constituir  la  base  de  la  vida  en  la  búsqueda  y  en  la  promoción

  incansable del bien común.»

Por primera vez en la historia del Vaticano, un Papa se atrevía a reclamar

como  propios,  en  voz  alta,  los  ideales  masónicos,  los  ideales  de  los

  Illuminati. 






                    TERCERA PARTE


                      Los Illuminati en la actualidad 







                                      La historia de la libertad es la de la lucha

                                                por limitar el poder del gobierno.

                                                    THOMAS WOODROW WILSON, 

                                                    presidente de Estados Unidos



Un nuevo instrumento


Ser  presidente  de  Estados  Unidos  encarna  uno  de  los  grandes  sueños  de

cualquier  político  con  aspiraciones  de  la  mayor  potencia  mundial  de

nuestros  días.  Sin  embargo,  no  es  un  puesto  fácil  de  alcanzar  debido  a  la

  cantidad de influencias y dinero necesarios. Tampoco se puede decir que se

trate  de  un  cargo  especialmente  cómodo;  ni  siquiera  seguro,  pese  a  la

  parafernalia de escoltas que lleva aparejado en cada desplazamiento. Llama

la atención comprobar que prácticamente todos los que han logrado ocupar

la Casa Blanca tras ganar unas elecciones en un año cuya cifra termina en

cero y un decenio par han muerto en el ejercicio del cargo.

Para  la  astrología  moderna,  la  explicación  hay  que buscarla  en  una

  desafortunada  conjunción que  forman  Júpiter  y  Saturno  exactamente  cada

dos  decenios.  Para  algunos  estudiosos  de  la  historia  y  la  cultura  de  los

indios  americanos,  los  nativos  autóctonos  que  fueron  progresivamente

  despojados  de sus tierras  y  luego prácticamente  exterminados,  la  culpa es

de  una  maldición  lanzada  por  importantes  chamanes  contra  el  «padre

blanco de "Washington que nos engañó». Algunos autores piensan que se

trata  de  un  tipo  de  impuesto  siniestro  y  espectacular  de  los  Illuminati,  o

alguna organización paralela, en forma de sacrificio humano.

Así pues, William Henry Harrison (1840), Abraham Lincoln (1860), James

A. Garfield (1880), Warren Harding (1920),

  Franklin  D.  Roosevelt  (1940)  y  John  R  Kennedy  (1960)  fallecieron

  víctimas de atentados o «enfermedades». Entre paréntesis figura el año de

su elección. George W. Bush fue elegido en el 2000 y de momento parece

que goza de buena salud a pesar de algunos pequeños tropiezos domésticos.

Y Ronald Reagan, que fue elegido en 1980, resultó gravemente herido en

un atentado del que consiguió recuperarse, aunque durante un tiempo corrió
el rumor de que tuvo que ser sustituido por un doble. Nada raro, teniendo

en cuenta que los ciudadanos estadounidenses son los más aficionados del

mundo  occidental  a  la  teoría  de  las  conspiraciones y  que  además,  en  la

  actualidad,  un  presidente  de  Estados  Unidos  no  es  más  que  el  vértice

visible en el poder y no toma decisiones unipersonales.

Por lo demás, los ciudadanos norteamericanos tampoco son ángeles ni seres

  especiales, sino simples seres humanos como los demás, con sus defectos y

sus virtudes. Por ello, y aunque se empeñen en ver como un héroe arrojado,

digno  y  fuerte  a  todo  el  que  se  envuelva  con  la  bandera  de  las  barras  y

  estrellas,  lo  cierto  es  que  están  expuestos  a  ser  engañados,  traicionados  y

  desorientados por sus propios dirigentes, igual que el resto de pueblos de la

tierra. Sobre todo si están infiltrados los Illuminati.



El golpe de Estado que nunca existió


El asalto violento del poder, los golpes de Estado a la vieja usanza no son

  exclusivos  de  los  «viejos»  y  «desorientados»  países  europeos  o  los

  «corruptos» regímenes del Tercer Mundo, como suele creer la mayoría de

  estadounidenses.  También  su  propio  país  ha  sufrido alguno  que  otro,

aunque pocos se hayan enterado. 

En  1926  y  durante  un  discurso  pronunciado  ante  la  Sociedad  Química

  Americana,  uno  de  los  entonces  prohombres  de  la  alta  sociedad

  estadounidense, el industrial Irenee Du Pont, disertó sobre uno de sus temas

  favoritos:  la  necesidad  de  mejorar  la  raza  humana  o,  mejor,  de  crear  una

nueva raza de superhombres que pudiera afrontar con garantías el incierto

futuro de la especie. En su opinión, la sana juventud norteamericana podría

verse  catapultada  hacia  nuevos  y  mejores  estándares  de  vida  si  se  le

aplicaba  una  combinación  adecuada  de  drogas  y  técnicas  psicológicas  (lo

que por cierto constituyó, durante la segunda mitad del siglo XX, la génesis

de uno de los superhéroes más famosos de la historia del cómic Marvel: el

capitán América). El problema es que, según reconocía el propio Du Pont,

la  mayoría  de  sus  contemporáneos  no  parecían  preparados  para  asumir

  semejante objetivo.

Como  tantos  otros  ciudadanos  americanos  y  europeos,  sobre  todo  de  las

clases  acomodadas, Du  Pont  era  un  decidido  partidario  tanto del  racismo,

  entendiendo como tal la necesidad de evitar la mezcla de razas y preservar

las  diferencia  entre  ellas,  especialmente  la  blanca  para  evitar  que
  desapareciera a través del mestizaje, como de la etigenesia, una rama de la

  ciencia  hoy  casi  maldita  desde  que  salieron  a  la  luz  algunos  de  los

  experimentos nazis.

En teoría, la eugenesia no tiene nada de demoníaco. De hecho, se practica

desde  tiempos  inmemoriales  con  las  plantas  y  el  ganado  al  cruzar  los

mejores  ejemplares  de  una  especie,  favorecer  las  condiciones  ambientales

para su desarrollo y, en general, dando un pequeño empujón a la evolución

  natural.  En  el  caso  del  ser  humano,  se  trataría  básicamente  de  buscar  y

poner  en  práctica  la  metodología  y  las  técnicas  precisas  para  ayudarlo  a

  mejorar  de  forma  progresiva,  física  y  mentalmente; por  ejemplo,

  facilitándole sistemáticamente una dosis de vitaminas extra para redoblar la

  capacidad  del  sistema  inmunológico.  El  problema  es cuando  la  eugenesia

se reserva en exclusiva para una serie de individuos escogidos, con el fin de

lograr  no  una  elevación  general  del  nivel  humano,  sino  sólo  la  de  esos

  individuos,  a  los  que  se  dotaría,  de  esta  forma,  de  una  ventaja  que  les

  permitiría ir siempre por delante respecto a los demás. 

Como veremos más adelante, el régimen nazi no fue el único que investigó

en este sentido, pero, por las fechas en las que ocurrieron los sucesos que

en seguida relataremos, Hitler aún no había llegado al poder. Sin embargo,

Du Pont y  muchos otros grandes industriales y  magnates norteamericanos

elaboraron una serie de planes, que los llevó a financiar a comienzos de los

años treinta organizaciones racistas como la Liga de la Libertad Americana,

que, según algunos expertos, llegó a contar con un millón de seguidores. En

el  fondo,  los  prohombres  compartían  muchas  de  las  ideas  de  los  nazis  y

  deseaban aplicarlas también en su país.

En  1934,  y  teniendo  en  cuenta  la  evolución  de  la  política  europea,  la

  situación parecía lo bastante madura para intentar hacerse abiertamente con

el  poder  en  Estados Unidos.  Se trataba  de  quitar de  en  medio  al  entonces

  presidente  Franklin  D.  Roosevelt,  al  que  los  conjurados  acusaban  de  pro-

  bolchevique  y  antiamericano,  para  sustituirlo  por  otro  mandatario  y  otro

tipo  de  régimen.  No  obstante,  en  un  país  donde  la  libertad  de  armamento

está  consagrada  por  la  Constitución,  y,  por  tanto, cualquier  ciudadano  sin

  problemas con la justicia tiene derecho a disponer en su casa de las armas

que quiera, se hacía imprescindible contar con el apoyo directo del ejército

y de un hombre de acción capacitado para conducirlo, si es que llegaba el

  momento  de  imponerse  por  la  fuerza.  Los  conspiradores  estudiaron

  cuidadosamente  las  opciones  disponibles  y  decidieron  embarcar  en  su
aventura  a  uno  de  los  generales  más  populares  de  la  época,  Smedley

  Darlington Butler, ex comandante en jefe de los marines, con un amplio y

brillante historial militar y condecorado en dos ocasiones con la Medalla de

Honor  del  Congreso,  uno  de  los  militares  más  laureados  de  la  historia  de

  Estados Unidos. 

El encargado de contactar con Butler fue Gerald G. MacGuire, quien decía

a  todo  aquel  que  quisiera  escucharle  que  Estados  Unidos  «necesita  un

gobierno  fascista»  para  «salvar  a  la  nación  de  los comunistas,  que  sólo

aspiran a destruir y arrasar todo lo que hemos construido en América». El

plan,  según  le  explicó  al  general  Butler,  era  lanzar  un  ultimátum  a

  Roosevelt  para  que  éste  nombrara  un  nuevo  secretario  de  Asuntos

  Generales  afín  a  los  conspiradores.  Dotado  de  pleno  apoyo  presidencial,

este  cargo pondría  en  marcha  de  manera  pacífica  el proceso de  transición

hacia el tipo de régimen que deseaban Du Pont, MacGuire y los suyos. En

caso de que el presidente se negara a asumir esas exigencias, Butler debería

liderar  un ejército privado, que se organizaría en poco tiempo a  partir del

  medio  millón  de  veteranos  de  la  Legión  Americana,  así  como  de  otros

grupos  de  milicias  fascistas.  Entonces,  el  militar podría  dar  un  golpe  de

Estado  en  Washington,  que  debería  ser  apoyado  por  las  tropas  regulares

  gracias a su prestigio personal.

Nadie  sabe  lo  que  habría  ocurrido  si  el  Cuáquero  luchador,  apelativo

popular  de  Butler,  hubiera  decidido  secundar  ese  plan,  pero  lo  más

  probable  es  que  la  historia  contemporánea  fuera  muy  diferente  de  la  que

hoy  conocemos.  De  puertas  afuera,  el  general  simuló  un  gran  entusiasmo

ante  esa  propuesta,  pero  en  realidad  se  juró  a  sí  mismo  desbaratarla  en

cuanto  descubriera  la  identidad  de  todos  los  conspiradores.  Durante  un

tiempo participó en los preparativos del golpe, mientras reunía la suficiente

  información para desmontar toda la trama. Sin embargo, no pudo aguantar

mucho  el  doble  juego.  Entre  otras  cosas,  porque  pensó  que  los

  acontecimientos  se  estaban  precipitando  cuando  conoció  al  banquero  y

financiero  Robert  S.  Clarke,  uno  de  los  principales  «tiburones»  de  Wall

Street  en  aquella  época,  el  cual  le  explicó  que  estaba  dispuesto  a  poner

treinta  millones de dólares  de su  propia  fortuna para  conducir  el  proyecto

hasta  sus  últimas  consecuencias.  Clarke  le  confirmó  que  había  varios

  magnates y empresas implicados y provistos de fondos equivalentes con los

que  financiar  la  toma  del  poder.  Sus  nombres  eran: Rockefeller,  Morgan,

  Pitcairn, Mellon, Goodyear...
  Después  de  esa  entrevista,  el  general  Butler  decidió  acudir  al  Congreso  y

  denunciar  lo  que  estaba  ocurriendo.  Lo  hizo  en  el  seno  del  Comité

  McCormack Dickstein, el mismo que posteriormente se transformaría en el

famoso  Comité  de  Actividades  Antiamericanas.  El  caso  fue  estudiado

durante el mes de noviembre del mismo 1934 y su informe final es claro,

ya  que,  según  indica,  «todas  las  acusaciones  del  general  Butler  están

  fundadas [...] y han sido verificadas».

El intento de golpe de Estado no se hizo público de inmediato. A Butler le

  resultaba  difícil  de  asimilar  las  explicaciones  que  le  dieron  para  evitar  la

difusión  de  lo  ocurrido.  El  planteamiento  era  que  Estados  Unidos  todavía

estaba  saliendo  de  una  de  las  peores  crisis  financieras  de  la  historia,  el

crack de 1929 y la Gran Depresión posterior. Si en ese mismo momento el

gobierno detenía y encarcelaba a los principales magnates de la industria, la

economía  y  la  finanza,  acusados  de  alta  traición  contra  el  Estado,  eso

  supondría un gran escándalo internacional y, sobre todo, nacional, además

de  un  golpe  mortal  para  el  sistema  económico  y  político  del  país,  y

originaría  un  shock  de  tal  calibre  que  podría  degenerar  incluso  en  una

nueva  guerra  civil.  Esto  es,  acabaría  facilitando  los  objetivos  iniciales  de

los  conspiradores.  En  la  Casa  Blanca,  le  dijeron,  se  creía  que  una  vez

  descubierta  la  intentona,  resultaba  más  práctico  neutralizar  a  los

  implicados, procediendo a severas advertencias bajo cuerda y asignándoles

  vigilancia perpetua por parte de las agencias federales. En consecuencia, la

versión  pública  del  informe  final  fue  censurada  y  los  medios  de

  comunicación advertidos para que dieran la mínima cobertura posible.

Los  implicados  en  el  asunto  salieron  bien  librados y  el  general  Butler,

  profundamente  decepcionado  y  sintiéndose  traicionado  en  su  lealtad  al

Estado, intentó denunciar el caso a través de entrevistas radiofónicas, cuyos

ecos  pronto  se  apagaron  sin  recibir  una  respuesta  popular  de  interés.  El

  ciudadano  común  no  llegó  a  comprender  muy  bien  lo  ocurrido  y  todo  el

asunto  fue  rápidamente  clasificado  y  archivado.  Pese  a  que  esta

  conspiración está documentada históricamente e incluso figura en las actas

del propio  Congreso  de  Estados  Unidos,  no  aparece  siquiera  en  los libros

de texto escolares de este país ni, por descontado, de otros. «Ayudé a hacer

de  Haití  y  Cuba  un lugar decente  para que  los chavales del  National  City

Bank  [propiedad  de  los  Rockefeller]  pudieran  tener beneficios.  Contribuí

en  la  intervención  de  media  docena  de  repúblicas  centroamericanas  a
mayor  gloria  de  Wall  Street.  Mi  historial  de  delincuencia  es  largo»,

comentó Butler con amargura en 1935.

Los  Illuminati  habían  tanteado  el  terreno  para  apoderarse  definitivamente

de  Estados  Unidos.  Aprendieron  que  tendrían  que  ser  más  cuidadosos  en

adelante.



  Tapando huecos


  Muchos  desconocedores  de  la  forma  de  actuación  de  las  sociedades

secretas  de  índole  criminal  están  convencidos  de  que  el  asesinato  es  el

  método  habitual  para  resolver  acusaciones  como  las del  general  Butler.

«Hubiera sido más sencillo matarle antes de que pudiese contar todo lo que

sabía», piensan. Pero la sociedad moderna ofrece medios menos ruidosos e

igual  de  eficaces  para  seccionar  un  dedo  acusador  o  tapar  una  boca

  delatora.  Por  ejemplo,  el  dinero.  Como  decía  Napoleón:  «Todo  hombre

tiene  un  precio  y  basta  con  pagarle  lo  suficiente  para  ponerlo  de  nuestra

parte.»  Éste  es  el  origen  de  la  corrupción,  uno  de los  peores  males  de  la

  política contemporánea y, en especial, de los regímenes democráticos.

En el caso de las personas honestas que pudieran rechazar la compra de su

  dignidad, incluso con la amenaza de la pérdida de su trabajo o la inclusión

en una «lista negra» de carácter laboral, existe otro tipo de «precio», como

la  amenaza  de  escándalo  (de  revelar  algún  comportamiento  no

  especialmente  honorable  de  su  pasado  o  incluso  su  presente),  la

  intimidación  de  su  familia  más  inmediata  o  el  descrédito  social

  (difundiendo  mentiras  de  todo  tipo  sobre  su  persona).  Otro  método  más

indirecto  es  el  de  la  multiplicación  de  pistas.  No hay  mejor  forma  de

esconder  una  cosa  que  dejarla  en  apariencia  desprotegida  y  a  la  vista  de

todo el mundo, si bien rodeada por miles de imitaciones sólo distinguibles

por un experto. En la Antigüedad, las escuelas tanto de la Tradición como

de la Antitradición se podían contar con los dedos de las manos. Resultaba

muy  difícil hallar una  y,  todavía  más,  ingresar  en ella.  Hoy,  hay  miles  de

  pseudoescuelas  que  proclaman  su  linaje  «auténtico» y  tienen  sus  puertas

  abiertas a todo el que llega.

Si  todas  estas  técnicas  no  ofrecen  el  resultado  deseado  o  si  de  lo  que  se

trata es de quitarse definitivamente de encima a alguien, entonces sí que se

  utiliza el asesinato, como sucedió en los casos de Abraham Lincoln y John
Fitzgerald  Kennedy.  Existen  una  serie  de  coincidencias  asombrosas  entre

ambos presidentes que dan mucho qué pensar.

Abraham  Lincoln  fue  elegido  congresista  de  Estados Unidos  en  1846  y

alcanzó la Casa Blanca en 1860 mientras que JFK comenzó su carrera en el

  Congreso  en  1946  y  asumió  la  presidencia  en  1960.  Lincoln  tenía  un

secretario  privado  que  se  apellidaba  Kennedy,  que  le  aconsejó  que  no

  acudiera  al  teatro  el  día  que  fue  tiroteado,  mientras  Kennedy  tuvo  un

secretario privado llamado Lincoln, que también le aconsejó que no visitara

Dallas,  escenario  de  su  asesinato.  Ambos  presidentes,  cuyos  apellidos

tienen  siete  letras  cada  uno,  estuvieron  vinculados  en  la  defensa  de  los

derechos civiles durante su etapa presidencial y ello les valió el cariño y el

respeto  de  muchos  de  sus  conciudadanos,  aunque  a  la  hora  de  la  verdad

tampoco  aplicaron  grandes  reformas.  Además,  sus  respectivas  esposas

  sufrieron abortos mientras sus maridos eran presidentes, y en los dos casos

se acusó de negligencia a los ginecólogos que las atendieron.

Los  dos  fueron  asesinados  en  viernes,  de  disparos  en  la  cabeza.  Y  fueron

  sucedidos  por  sendos  presidentes  del  Partido  Demócrata,  procedentes  del

sur  y  apellidados  Johnson:  Andrew  Johnson,  nacido  en  1808,  sucedió  a

  Lincoln,  y  Lindon  Johnson,  nacido  en  1908,  sucedió a  Kennedy.  Sus

  presuntos  magnicidas  tenían  tres  nombres  y  quince  letras  cada  uno:  John

  Wilkes  Booth  (1839)  fue  acusado  de  matar  a  Lincoln,  y  Lee  Harvey

Oswald, nacido en 1939, de matar a Kennedy. Los dos eran partidarios de

fórmulas  políticas  muy  impopulares  en  su  país:  Booth  se  declaraba

  anarquista  y  Oswald,  comunista.  Por  cierto,  Lincoln  fue  tiroteado  cuando

estaba en un palco en el Teatro Kennedy y Kennedy, cuando viajaba en un

automóvil  marca  Lincoln.  Según  la  versión  policial,  Wilkes  Booth  salió

  corriendo del teatro donde fue cometido el crimen, pero le detuvieron en un

almacén, mientras que Oswald huyó del almacén desde donde se cree que

disparó y fue detenido en un cine teatro. Ninguno de ellos llegó a testificar

porque fueron los dos a su vez asesinados antes de poder ser procesados: a

Booth le mató Jack Rothwell mientras que a Oswald le disparó Jack Ruby. 

El director norteamericano Oliver Stone se basó en la historia del fiscal de

Nueva Orleans Jim Garrison, que investigó el caso, para realizar su larga e

  inquietante versión del asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Stone recibió

severas  críticas  en  su  propio  país,  que  lo  acusaban  poco  menos  que  de

  antipatriota,  por  sostener  la  teoría  de  que  uno  de los  presidentes  más

populares del siglo XX había caído víctima de una compleja conspiración
en  la  que  aparecían  implicados  políticos,  militares,  agentes  secretos,

  mañosos, exiliados cubanos y quién sabe cuántos más extraños personajes,

en lugar de aceptar la sencilla teoría del francotirador chiflado y solitario,

cuya veracidad se suponía que había demostrado la Comisión Warren.

Sin  embargo,  esa  investigación  oficial  puesta  en  marcha  para  aclarar  el

  magnicidio ofreció resultados muy poco creíbles y dejó sin aclarar puntos

muy oscuros. Existe además la película Zapru der, así llamada por su autor,

un ciudadano que había acudido a la plaza Dealy, por donde iba a pasar el

séquito presidencial, dispuesto a inmortalizarlo con su pequeña cámara de 8

mm. Finalmente y sin quererlo obtuvo un precioso documento histórico.

Si Kennedy, tal y como rezan las conclusiones definitivas de la Comisión

  Warren,  recibió  el  balazo  que  acabó  con  su  vida  por  la  espalda,  donde

estaba situado Oswald, ¿por qué se ve en la película cómo rebota su cabeza

hacia  atrás  como  si  en  realidad le  hubieran  disparado de  frente? ¿Por qué

un  chorro  de  sangre  y  de  masa  encefálica  salieron  disparadas  de  la  parte

trasera de su cráneo? En La mejor evidencia, David Lifton asegura que el

  cadáver del presidente había sido manipulado por el forense encargado del

caso  en  el  Hospital  Naval  de  Bethesda  para  eliminar  la  prueba  de  la

  existencia  de  más  impactos  de  bala  de  «los  que  tenían  que  aparecer».  De

hecho,  la  ley  de  Texas  prohíbe  que  los  cadáveres  de  las  personas  que

mueren  en  ese  estado  sean  trasladadas  a  otro  sin  la  pertinente  autopsia

local,  aunque  sea  un  presidente  de  Estados  Unidos. Pero  según  algunos

  miembros  del  Hospital  Parkland  Memorial  de  Dallas, los  agentes  de

seguridad de la Casa Blanca llegaron a amenazarlos con sus armas para que

no tocaran el cadáver y permitieran su traslado urgente a Washington.

Por  otra  parte,  numerosos  y  anómalos  fallos  en  la  seguridad  demuestran

desde  un  principio  la  inminencia  del  atentado,  como  el  hecho  de  que  la

escolta motorizada que solía rodear al coche del presidente fuera colocada

detrás  del  mismo  y  no  a su  alrededor, con  lo  que su  función  pasaba  a  ser

  meramente  teniendo  en  cuenta  además  que  se  trataba de  un  descapotable.

Jean Hill, testigo presencial de los hechos, afirma que uno de esos policías

era  amigo  suyo  y  que  le  confirmó  que  la  ruta  de  la caravana  presidencial

había sido alterada sin previo aviso nada más llegar Kennedy al aeropuerto

de Dallas: «El plan inicial era ir por la carretera principal, pero se cambió

para cruzar la plaza Dealy en dirección a la calle Elm.» El  mismo policía

  aseguró  que  uno  de  sus  compañeros  de  la  escolta  del  vicepresidente,  que

iba  detrás,  le  confesó  que  había  visto  cómo  Johnson  se  agachaba  en  su
  asiento como si buscara algo y permanecía así cuando entraron en la plaza

«por  lo  menos  treinta  segundos»  antes  de  que  se  produjera  el  atentado.

Como si esperara que fuera a suceder.

Con  los  años  hemos  sabido  que  era  técnicamente  imposible  que  Oswald

hubiera  podido  matar  a  JFK  con  un  arma  como  la  que utilizó,  de  escasa

  calidad, con la mira mal ajustada y una cadencia máxima de tiro demasiado

larga  para  el  intervalo  de  disparos  que  oyeron  los testigos.  En  cuanto  a

éstos, Jim Marrs, en Fuego cruzado. El complot para asesinar a Kennedy,

recoge la siguiente estadística: durante los tres años posteriores a la muerte

de  Kennedy  y  de  Oswald,  18  testigos  presenciales  que  sostenían  una

opinión contraria a las conclusiones de la Comisión Warren murieron. Seis

por  arma  de  fuego,  cinco  por  «causas  naturales»,  tres  en  accidente  de

tráfico, dos por suicidio, uno porque le cortaron el cuello y el último con un

golpe de karate. Marrs añadía el análisis de un matemático contratado por

el  diario  británico  London  Sunday  Times,  que  concluyó  en  1967:  «La

  posibilidad de que tantos testigos hayan muerto en estos pocos años es de

100 000 trillones entre una.» 

El congresista Alie Bogs, miembro de la Comisión Warren, explicó que él

no  estaba  de  acuerdo  con  el  informe  final  de  sus  compañeros,  y  llegó  a

acusar  al  FBI  de  utilizar  «técnicas  dignas  de  la  Gestapo»  durante  la

  investigación.  Pocos  días  después  de  mostrar  su  disconformidad  con  el

  documento y de plantearse seguir estudiando el caso por su cuenta se subió

a su avioneta particular para viajar a Alaska. Se estrelló por el camino. El

último y más divertido de los datos es que el chófer del coche que le llevó

al  aeropuerto  y  le  acompañó hasta  el  aparato  donde encontraría  la  muerte

fue un joven del Partido Demócrata, que, muchos años después, llegó a ser

  presidente de Estados Unidos: Bill Clinton.

En  cualquier  caso,  ¿por  qué  murió  Kennedy?  Podemos suponer  que  hizo

algo «indebido» respecto a los planes que los Illuminati habían trazado para

él,  pero  ¿qué?  Según  los  principales  especialistas en  el  caso,  Kennedy

  cometió  no  uno  sino  dos  «errores».  Primero,  oponerse  a  la  guerra  de

  Vietnam, que, a raíz de su asesinato, se recrudeció hasta convertirse en el

conflicto  más  oneroso,  hasta  el  momento,  en  la  memoria  colectiva  de  los

  estadounidenses. Segundo, intentar desmantelar la Reserva Federal. Según

cuenta el coronel James Gritz en Llamado para servirle. Los archivos de la

  conspiración desde John E Kennedy hasta George Bush, Kennedy ya había

dado la orden de empezar a imprimir dólares con el sello del gobierno de
  Estados Unidos para sustituir al dinero con la firma de la Reserva Federal y

  recuperar así el control de las finanzas del país.



La conjura de la isla de Jekyll


  Según un reciente estudio de la Comisión Federal de Comercio de Estados

  Unidos, el crédito se ha convertido en el mejor medio de estafa en este país,

donde todos los años uno de cada seis ciudadanos es víctima de un fraude

de ese tipo. El estudio cifra en 25 millones el número de estadounidenses

  afectados,  que  pagan  servicios  financieros  para  conseguir  préstamos  que

luego nunca reciben, se ven obligados a abonar honorarios excesivos por el

uso de tarjetas de crédito, así como seguros para éstas, o son involucrados

en  las  llamadas  «pirámides  financieras»,  donde,  por  supuesto,  nunca

  alcanzan  la  cúspide.  Según  Howard  Beales,  director del  Departamento  de

Protección  del  Consumidor  de  esa  comisión,  sólo  un 8%  de  los  afectados

presenta una denuncia formal ante las autoridades. 

Éste  es  un  «pequeño  negocio»  comparado  con  las  grandes  cuentas  que

  manejan  los  banqueros  favoritos  de  los  Illuminati. Los  Rothschild

  empezaron  a  asociarse  con  antiguos  rivales  del  sistema  financiero  cuando

se  hizo  evidente  la  necesidad  de  ampliar  el  negocio  si  realmente  querían

seguir  manejando  la  situación.  Estados  Unidos  crecía  a  gran  velocidad  y

  también  lo  hacía  su  influencia  en  el  mundo.  Pronto sería  Lina  nación

demasiado grande para manejarla entre cinco hermanos, como había hecho

la  segunda  generación  de  la  familia  en  Europa.  Así que  se  plantearon  la

  posibilidad de implantar un banco central desde el que controlar la moneda

y,  mediante  ella,  la  evolución  de  los  acontecimientos.  Sin  embargo,  la

octava  sección  del  artículo  uno  de  la  Constitución norteamericana  dejaba

bien claro que «el Congreso se reserva el poder de acuñar dinero y regular

su  valor»,  como  representante  del  pueblo.  La  mayoría  de  políticos,

  industriales  y  magnates  locales,  en  general  todos  los  que  no  estaban

  confabulados con los Illuminati, eran reacios a cambiar la situación, igual

que los ciudadanos informados.

En  consecuencia,  era  preciso  obligarlos  a  reconsiderar  su  opinión...

Diversos  autores  señalan  a  John  Pierpont  Morgan,  un  norteamericano

instruido  en  Inglaterra  y  Alemania,  como  el  agente más  importante

  utilizado  por  la  casa  Rothschild  en  esa  operación. Él  fue  el  encargado  de

tirar de los hilos para provocar una serie de pánicos financieros y bursátiles
durante  varios  años,  a  base  de  retirar  grandes  cantidades  de  dinero  y

  volverlas  a  colocar  de  forma  aleatoria  e  inoportuna.  El  senador  Robert

Owen explicó ante un comité del Congreso cómo se gestó esta cadena de

  desequilibrios  financieros.  Según  Owen,  los  directores  de  las  entidades

  recibían de sus superiores una orden, que fue bautizada como «la circular

del pánico de 1893», en la que se decía textualmente: «Usted debe retirar

de  una  vez  la  tercera  parte  de  su  dinero  circulante  y  al  mismo  tiempo

recoger  la  mitad  de  sus  préstamos.»  Al  reducir  bruscamente  semejante

  cantidad de dinero en circulación, la crisis estaba servida.

En  1907,  el  peor  año  del  pánico,  Paul  Warburg  empezó  a  escribir  y  dar

  charlas  sobre  la  «necesidad  inmediata»  de  Lina  reforma  bancaria  «para

  estabilizar  la  situación».  En  la  tarca  de  propaganda  le  ayudaba  el  senador

por Rhode Island y dirigente del Partido Republicano, Nelson Aldrich (uno

de  los  lugartenientes  de  Morgan  y  cuya  hija  Abigail  se  casó  con  John  D.

  Rockefeller), quien por cierto fue nombrado poco tiempo después jefe de la

Comisión  Monetaria  Nacional  por  el  Senado.  Aún  debemos  retener  otro

nombre,  el  de  Frank  Vanderlip,  presidente  del  National  City  Bank  de

Nueva York y agente de Rockefeller, que dejó escrito en sus Memorias que

  «hubo  una  ocasión  [...]  en  la  que  fui  tan  reservado,  de  hecho  tan  sigiloso

como cualquier conspirador [...] respecto a nuestra expedición secreta a la

isla de Jekyll, a propósito de lo que después se convertiría en el sistema de

  Reserva  Federal».  Es  el  mismo  Vanderlip  que  apareció  en  el  apartado

  dedicado a la financiación de la Revolución rusa.

El  22  de  noviembre  de  1910,  ocho  hombres  vinculados  a  las  más

  importantes  instituciones  bancarias  de  Estados  Unidos  se  sentaron  a  la

misma mesa en una de las salas de la mansión que Nelson Aldrich poseía

en  la  isla  de  Jekyll,  en  la  costa  de  Georgia.  Junto  al  propio  Aldrich  y  su

secretario  personal,  el  señor  Shelton,  estaban  el  subsecretario  del  Tesoro

Abraham Piatt Andrew, el banquero Henry P. Davidson, representando a J.

P.  Morgan;  el  presidente  del  First  National  Bank  neoyorquino,  Charles

  Norton; el presidente de la Bankers Trust Company, Benjamín Strong, y los

ya conocidos Paul Warburg y Frank Vanderlip. Ninguno de ellos se levantó

sin  haber  comprometido  su  participación  en  el  asalto  definitivo  al  control

financiero norteamericano y sentado las bases para la creación de un banco

central  participado  y  dirigido  por  entidades  privadas,  la  Reserva  Federal,

que  sustituyera  al  Bank  of  the  USA,  una  entidad  pública  dependiente  del

  Departamento del Tesoro. En esa reunión también se elaboró el informe de
la Comisión Monetaria que debía apoyar la idea, así como la Ley Aldrich,

que se encargaría de imponerla. La conjura, y los detalles de la misma, se

  mantuvo durante  muchos años en el más estricto de los secretos y lo más

  probable  es  que  nunca  hubiéramos  conocido  lo  ocurrido  si  Vanderlip  y

Warburg  no  lo  hubieran  revelado  en  sus  respectivas memorias,  dejándose

llevar por el narcisismo.

Los episodios de atracos al estilo de las películas del Oeste, con pistoleros

que  se  llevaban  el  oro  o  los  dólares  de  la  caja  fuerte,  eran  imposibles  de

  reproducir en las oficinas bancarias europeas, la mayoría de las cuales tenía

la  mínima  cantidad  de  efectivo,  muy  ajustada  a  la  necesidad  diaria,  pues

  trabajaban con cheques y pagarés. Y es que los países europeos ya llevaban

tiempo controlados por bancos centrales similares al sistema de la reserva

que  ahora  quería  imponerse  en  Estados  Unidos.  Para entender  la

  importancia de la imposición de la Reserva Federal debemos recordar que

los  primeros  colonos  no  estaban  sujetos  a  un  sistema  fiscal.  Gracias  a  la

  independencia  de  Inglaterra,  establecieron  un  gobierno  que  rechazaba  los

impuestos  directos  y  se  limitaba  a  imprimir  papel  moneda  para  pagar  las

obras  públicas  y  el  mantenimiento  de  infraestructuras  y  edificios  de  uso

común. A fin de mantener la estabilidad de los precios y el pleno empleo,

el gobierno se limitaba a controlar que el papel moneda en circulación no

  excediera en valor los bienes y servicios ofrecidos en el mercado.

En su libro Y al séptimo día crearon la inflación, F. J. Irsigler explica que

«todos  los  estados  de  la  Unión  que  observaron  durante  más  de  130  años

este  simple  sistema  alcanzaron  la  prosperidad  en  poquísimo  tiempo,

  gozaron de unos precios estables de sus productos y servicios y no tuvieron

nunca problemas de paro».

  Según  diversos  autores,  con  la  Reserva  Federal  impulsada  por  los

  Illuminati, el gobierno perdía la gestión monetaria, que pasaba a manos de

los  «banqueros  expertos,  para  apartarlo  de  las  tentaciones  de  la  política».

Los  mismos  banqueros  a  los  que,  a  partir  de  entonces,  cada  vez  que

cualquier  presidente  estadounidense  quisiera  poner en  circulación  una

  cantidad  concreta  de  dinero  tendría  no  sólo  que  pedir  permiso  (que  la

  Reserva  Federal  podía  o  no  conceder),  sino  además  devolverlo  con

intereses. Es decir, en la práctica, la reserva se convertía en el prestamista

del presidente y su gobierno. La acumulación de deudas y, sobre todo, de

intereses, explica el astronómico déficit público que afronta desde entonces

la Administración de Washington (es decir, todos los ciudadanos, que a la
postre son los que tienen que pagarlo, con los impuestos que no existían en

la época de los colonos), como los países europeos. 

  Después  de  intentar  sacar  adelante  su  plan  infructuosamente  durante  tres

años, los banqueros internacionales apoyaron la investidura del presidente

  Woodrow  Wilson,  a  cambio  de  que  éste  se  comprometiera  a  hacerlo

  realidad.  Cuando  Wilson  consiguió  llegar  a  la  Casa Blanca,  lo  hizo

  acompañado por LUÍ oscuro personaje que se hacía llamar coronel sin serlo

y actuaba como su secretario permanente. El presidente lo llamaba «mi otro

yo».  Era  Edward  Mandell  House,  hijo  de  un  representante  de  diversos

  intereses  financieros  ingleses  y  autor  de  un  libro en  el  que  sostenía  la

  necesidad  de  establecer  «el  socialismo  como  fue  soñado  por  Karl  Marx».

Otro  de  sus  consejeros  fue  Bernard  Mannes  Baruch,  relacionado  con  los

  financieros de la isla de Jekyll y asesor influyente de sucesivos presidentes:

  Hoover,  Roosevelt,  Truman  y  Eisenhower.  Mandell  House  y  Mannes

Baruch fueron los encargados de recordar a Wilson que cumpliera su parte

del pacto y «mostrara su progresismo modernizando el sistema bancario».

En  aquella  época,  1913,  la  mayoría  de  los  congresistas  seguía  estando  en

contra  de  cambiar  el  modelo  financiero  y,  cuando  Wilson  anunció  que

  presentaría de todas formas su propuesta, se prepararon para denegarla. No

pudieron hacerlo, merced a la treta utilizada por el presidente de la cámara,

Cárter  Glass,  que  convocó  un  pleno  exclusivamente  dedicado  a  la

  aprobación  del  sistema  de  Reserva  Federal  el  22  de diciembre,  cuando  la

mayor  parte  de  los  parlamentarios  habían  tomado  ya las  vacaciones  de

  Navidad,  porque  el  mismo  Glass  les  había  prometido sólo  tres  días  antes

que no convocaría ese pleno hasta enero de 1914.

Pese  a  que  no  existía  el  preceptivo  quorum  parlamentario  y  por  tanto  no

podía aprobarse la ley, Glass echó mano de la legislación según la cual «en

caso  de  urgente  necesidad  nacional»  el  presidente  de  la  Cámara  de

  Representantes  podía  obviar  ese  obstáculo  y  dar  vía  libre  a  una  ley

  concreta. La artimaña fue denunciada por el indignado congresista Charles

A. Lindbergh (padre del famoso aviador que cruzó en solitario el Atlántico

por  primera  vez),  el  cual  denunció  que  «este  acto  establece  el  más

gigantesco  trust  sobre  la  tierra.  [...]  Cuando  el  presidente  lo  firme,  el

gobierno invisible del poder monetario, cuya existencia ha sido probada en

la investigación del trust del dinero, será legalizado».

Wilson se apresuró a aprobar la ley presentándola como «una victoria de la

  democracia  sobre  el  trust  del  dinero»  cuando  la  realidad  era  justo  lo
contrario:  los  principales  beneficiarios  y  defensores  del  sistema  eran

aquellos  a  los  que  se  suponía  que  había  que  desplazar,  los  fieles  aliados

  financieros  de  los  Illuminati.  Si  quedaba  algún  iluso  que  todavía  pudiese

creer  al  presidente  Wilson,  tuvo  tiempo  de  darse  cuenta  de  su  falacia  al

conocer los nombramientos del primer consejo de la Reserva Federal, que

dictó Mandel House: Benjamin Strong fue encargado de presidir el selecto

grupo en el que también estaba Paul Warburg.

Pese al enfado de los congresistas, la decisión tomada era legal. Se pensó

en revocarla, pero el trámite parlamentario era complejo y había asuntos en

  apariencia  más  importantes  en  los  que  volcarse.  Entre  otras  cosas  porque

1914  iba  a  ser  un  año  terrible,  el  del  comienzo  de la  primera  guerra

  mundial. El debate sobre el nuevo sistema fue posponiéndose hasta que sus

defensores lograron consolidar sus posiciones.

El  consejo  de  la  Reserva  Federal  ni  siquiera  se  molestó  en  guardar  las

  formas.  Habían  tomado  el  control  asegurando  que  con  su  sistema  se

  terminaría la inestabilidad y las depresiones financieras y, sin embargo, lo

primero que hizo fue saturar los mercados de dinero barato. Entre 1923 y

1929 la oferta subió en un 62 % y la mayor parte fue a parar a la Bolsa.

El  gobernador  del  Banco  de  Inglaterra,  Montagu  Norman  (el  mismo  que

  aseguró  en  plena  segunda  guerra  mundial  que  «la  hegemonía  del  mundo

financiero debería reinar sobre todos, en todas partes, como un solo control

de  mecanismo  supranacional»),  viajó  a  Washington  en  febrero  de  1929

para conversar con Andrew Mellon, secretario del Tesoro. Inmediatamente

después  de  esa  visita  la  reserva  empezó  a  subir  la tasa  de  descuento.  En

octubre se produjo el mayor crack financiero de la historia, que enriqueció

como nunca a un puñado de elegidos (los mismos que, sabedores de lo que

iba  a  ocurrir,  vendieron  todas  sus  acciones  a  tiempo  y  buen  precio  y

  compraron después del crack los mismos valores hasta un 90 % más bajos)

y  empobreció  a  todos  los  demás  ciudadanos.  Desde  entonces,  las

  «impredecibles» crisis financieras se han sucedido a un ritmo irregular. 

El consejo de la Reserva Federal jamás ha permitido una auditoría de sus

  cuentas.  En  1967,  el  congresista  y  presidente  del  Comité  de  la  Comisión

  Bancaria, Wright Patinan, anunció tras un infructuoso intento de revisarlas:

«En  Estados  Unidos  tenemos  hoy  dos  gobiernos:  [...]  uno  legal,

  debidamente  constituido,  y  otro  independiente,  sin control  ni

  coordinación.»
La  creciente  deuda  generada  por  este  sistema  bancario,  implantado  en

  realidad  no  sólo  en  Estados  Unidos  sino  en  todo  el mundo  occidental,

fuerza a constantes subidas de impuestos. En 2001 se publicó en la prensa

un  trabajo  realizado  en  diversos  países  para  calcular  el  tiempo  que  los

  trabajadores dedican al Estado a cubrir los impuestos, tanto directos como

  indirectos.  Según  este  estudio,  en  el  caso  de  España,  el  dinero  que  un

  ciudadano medio abona cada año equivale al trabajo que realiza entre el 1

de enero y finales de junio, en torno a un 48%. Otros países están en peores

  condiciones,  como  Suecia,  donde  se  paga  cerca  del  70%  de  los  ingresos

anuales  en  impuestos.  Todos  los  países  del  planeta arrastran  una  deuda,

todos son acreedores de los mismos banqueros infiltrados por los Illuminati

desde hace tres siglos.



  Hasta el infinito y más allá...


El  premio  Nobel  de  Economía  de  2001,  Joseph  Stiglitz,  responsabilizó

  públicamente,  en  mayo  de  2002,  al  Fondo  Monetario  Internacional  de  la

  gravísima  crisis  de  Argentina:  uno  de  los  países  más  ricos  del  mundo  en

recursos naturales y en población cualificada y, sin embargo, sumido en la

miseria. Stiglitz, que fue asesor del presidente estadounidense Bill Clinton

y  vicepresidente  del  Banco  Mundial,  opinaba  que  si los  gobiernos

  argentinos hubieran seguido a rajatabla las recetas del FMI desde el primer

  momento «el desastre habría llegado antes y de forma aún peor». Según su

  análisis,  no  se  puede  sostener  que  el  derroche  fuera  la  causa  del

  hundimiento  de  la  economía  argentina  porque  «a  principios  de  los  años

noventa su déficit comercial no era muy superior al de Estados Unidos, y

en los últimos dos años recortó su gasto en un 10 %, lo que supone un gran

  esfuerzo para cualquier democracia».

Stiglitz cree que el Fondo Monetario es el principal culpable de lo ocurrido,

lo  mismo  que  de las crisis  precedentes  en  otros lugares del  mundo,  como

Indonesia  o  Brasil.  «Las  políticas  económicas  del  FMI  en  los  países

  liberalizados y privatizados en Iberoamérica en el último decenio sólo han

  beneficiado  a  un  10  %  de  la  población.  Los  pobres, hoy,  lo  son  aún  más

que antes de que se aplicaran sus recomendaciones.» Y concluye: «Éste es

el  fracaso  de  la  globalización,  porque  si  Argentina  era  el  estudiante  con

  sobresaliente,  ¿qué  pensará  el  resto  de  países  sobre  el  futuro  que  les

  espera?»
El  control  de  la  Reserva  Federal,  como  el  previo  de  los  bancos  europeos,

sólo era un paso más en el plan a largo plazo de los Illuminati. El siguiente

  movimiento lógico era el acceso a los resortes de la finanza mundial. Según

diversos autores, eso se con siguió a finales de 1944 cuando se celebró en

  Bretton Woods, New Hampshire, una conferencia con delegaciones de 44

estados  que  se  hallaban  en  guerra  contra  Alemania  y  Japón.  El  objetivo

formal era «evitar desasistes monetarios», así como «propiciar la vuelta al

  multilateralismo  de los  pagos»,  imponiendo  el patrón oro  y  constituyendo

un  banco  internacional.  Este  banco  debería  respetar  la  autonomía  de  las

  políticas monetarias de cada Estado y cumplir las funciones de una cámara

  internacional de compensación.

  Hermosas  palabras  si  no  fuera  porque  en  aquel  momento  Estados  Unidos

ya  poseía  dos  tercios  de  las  reservas  mundiales  de oro,  cuyo  valor  lo  fija

  diariamente  la  Banca  Rothschild  &  Hijos  de  Londres.  Pero  la  situación

  internacional era la que era y, quien no apoyara a los futuros vencedores de

la segunda guerra  mundial,  los  tendría en  contra,  así que  las  delegaciones

se  mostraron  en  general  muy  sumisas  a  la  hora  de  firmar  los  acuerdos

  definitivos.

Hace  pues  medio  siglo  de  la  constitución  del  Fondo Monetario

  Internacional  con  sede  en  Washington,  una  institución  organizada  como

una especie de sociedad anónima en la que cada Estado miembro tiene un

derecho de voto proporcional a la cuota que aporta, fijada ésta de acuerdo

con  su  importancia  económica,  aunque  en  el  fondo  totalmente  irrelevante

porque  Estados  Unidos  posee  la  mayoría  absoluta  e  impone  el  código  de

  conducta financiera que le place.

En  cuanto  al  Banco Mundial,  su  nombre  original  fue Banco  Internacional

de Reconstrucción y  Desarrollo, porque se fundó en 1945 como resultado

de  las  conversaciones  de  los  aliados,  y  su  principal  objetivo  fue  conceder

préstamos  a  los  países  europeos  devastados  por  la  guerra.  A  partir  del

famoso Plan Marshall de 1948 se dedicó a financiar proyectos de naciones

en  vías  de  desarrollo.  También  con  sede  en  Washington,  cuenta  con  una

asamblea  de  representantes  de  cada  país,  aunque  los  asuntos  diarios  de  la

  institución están en manos de una veintena de directores ejecutivos. Entre

los accionistas más importantes del Banco Mundial figuran los inevitables

  Rothschild, así como los Rockefeller.

El FMI y el Banco Mundial son las organizaciones más importantes de este

tipo  pero  no  las  únicas.  Muchas  más  actúan  en  coordinación  con  las
  anteriores  para  garantizar  el  control  de  la  situación.  Así,  la  Organización

  Mundial  del  Comercio  cuenta  con  un  grupo  de  trabajo  llamado  LOTIS  o

Comité de Liberalización del Comercio en los Servicios, en uno de cuyos

informes  se  reconoce  que  «todos  los  gobiernos  han  aceptado  que  sus

  regulaciones  internas  no  deben  constituir  obstáculos  encubiertos  al

  comercio»,  y  eso  va  desde  el  control  de  la  contaminación  hasta  las  leyes

para  el  trabajo  infantil.  El  presidente  de  este  comité,  que  en  lugar  de  la

defensa del interés público obliga a la adopción de principios comerciales

en  busca  del  mayor  beneficio,  es  León  Brittan,  ex  presidente  de  la  UE  y

  vicepresidente  del  banco  internacional  UBS  Warburg Mellon  Read  en

2003. 

Una  de  las  analistas  más  conocidas  de  la  globalización  es  la  escritora

Viviane  Forrester,  autora  de  El  horror  económico  y La  extraña  dictadura.

En ésta, su última obra, llama a luchar no contra la globalización en sí, sino

contra  el  régimen  político  ultra  liberal  que  «con  vocación  totalitaria  ha

sustituido  la  economía  real  por  una  economía  de  casino,  puramente

  especulativa»  y  que  esconde  «una  dictadura  sin  cara  que  no  pretende

hacerse  con  el  poder,  sino  controlar  las  fuerzas  que  lo  tienen».  Forrester

cambia la palabra Illuminati por la expresión régimen ultraliberal, pero se

refiere  al  mismo  concepto.  En  una  reciente  entrevista  recordaba  que  la

  globalización «no es un hecho sobrenatural, mágico e inevitable» y añadía

que «la dictadura sin rostro utiliza una propaganda muy fuerte, que se basa

en repetir que no existe alternativa». Una de sus frases favoritas, insistía, es

la de «qué lástima, no hay nada que hacer, el mundo es así y sólo nos queda

  adaptarnos».  El  Fondo  Monetario,  el  Banco  Mundial, la  OCDE,  la  OMC,

los organismos internacionales de carácter económico tienen según ella el

poder real sobre los gobiernos de todo el mundo porque «aunque se supone

que  su  misión  es  aconsejar,  no  hacen  otra  cosa  que dar  órdenes».  Y

  sentencia, «con su postura, sólo consiguen destruir la civilización».

La argumentación de fondo podría ser: «De acuerdo, nos dejamos dominar

por los Illuminati, les entregamos el poder si a cambio conseguimos paz y

  prosperidad.»  Pero  éste  no  es  el  caso.  Una  encuesta  publicada  en

  septiembre de 2000 por el Banco Mundial aseguraba que casi la mitad de la

  humanidad,  unos  2  800  millones  de  personas,  vive  con  menos  de  dos

dólares  al  día.  De  ellos,  1  200  millones,  la  quinta  parte  de  los  seres

  humanos,  se  conforma  con  menos  de  un  dólar  al  día. La  miseria  crece

  espectacularmente por doquier. Sólo en la antigua URSS y los países antes
conocidos  como  Europa  del  Este,  los  pobres  se han  multiplicado por  más

de  veinte.  Según  el  documento,  «las  condiciones  humanas  han  mejorado

más en el último siglo que en todo el resto de la historia de la humanidad»,

puesto  que  «la  riqueza  mundial,  las  conexiones  internacionales  y  la

  capacidad tecnológica son mayores que nunca» y, sin embargo, el ingreso

  medio en los 20 países más ricos es 37 veces mayor que el de los 20 países

más  pobres,  y  esa  brecha  se  ha  duplicado  en  los  últimos  40  años.

  Finalmente, Estados Unidos, con una población de algo menos del 6 % de

todo el planeta, controla directamente el 50 % de la riqueza mundial, y su

  presupuesto militar es del 52% del total: es decir, superior al de todos los

demás países del mundo juntos.

  Extraña  forma  de  mejorar  las  condiciones  de  vida,  pero  totalmente

coherente con los planes que conocemos.




                                                El poder es el mayor afrodisíaco.

                                                                HENRY KISSINGER, 

                                                            político estadounidense



Skull and Bones


El  14  de  marzo  de  1994  fallecía  en  un  hospital  de  Barcelona  uno  de  los

  mayores  expertos  españoles  en  teorías  de  la  conspiración  y  temas

  enigmáticos  en  general,  Andreas  Faber-Kaiser.  Cinco  meses  antes  había

  entregado  su  última  colaboración  periodística  en  la  revista  Más  Allá.  Se

  titulaba «Entre la vida y la muerte» y en ella reconocía que era portador del

virus  del  sida,  pero  ignoraba  cómo,  dónde  y  cuándo lo  había  contraído.

Incansable  viajero,  aventurero  e  investigador,  había  recorrido  buena  parte

del  mundo  civilizado,  y  del  menos  civilizado,  siempre  con  una  salud  de

hierro.  Pero  la  parte  más  impresionante  del  texto  se  encontraba  en  un

epígrafe con interrogantes: «¿He hablado demasiado?»

En  este  testamento  periodístico  reflexionaba  sobre la  relación  de  sus

  investigaciones  a  propósito  de  la  extraña  intoxicación  masiva  de  1981,

  conocida  popularmente  como  el  síndrome  tóxico  del  aceite  de  colza

  (aunque más tarde se demostró que este aceite no podía ser la causa última,

puesto  que  muchas  personas  lo  habían  consumido  sin sufrir  ningún

  problema  mientras que  otras  que no lo  habían ingerido sí  fueron víctimas

del síndrome), y la aparición de su enfermedad. Decía: «Un mes después de

iniciar la investigación [...], tras donar sangre para la madre de una amiga

mía,  el  análisis  rutinario  siguiente  muestra  la  existencia  en  mi  sangre  de

  anticuerpos  contra  el  VIH.  Me  sumo,  pues,  a  la  serie  de  investigadores,

médicos  y  hasta  autoridades,  como  Juan  José  Rosón, que  murieron  o

quedaron afectados de repentinos e inexplicables cánceres y otras dolencias

durante la investigación del síndrome tóxico.» Pese a ello, publicó en 1988

el  libro  Pacto  de  silencio,  que  recogía  sus  estudios  y  que  llegó  a  ser

  utilizado en las sesiones del juicio sobre la intoxicación masiva con aceite

de colza.

En el mismo texto, Faber-Kaiser recordaba que, en 1993, a raíz de publicar

dos  nuevos  artículos  extraordinariamente  críticos  con  los  sistemas
  sanitarios  oficiales,  padeció  una  súbita  neumonía  que  estuvo  a  punto  de

acabar  con  su  vida.  Y  sentenciaba  que  esta  vez  el  aviso  había  sido

  «demasiado certero y mi vida vale más que determinadas noticias», motivo

por el cual anunciaba su firme decisión de no publicar lo que calificaba de

«una bomba periodística, un reportaje que tituló "Noches de Blanco Satán.

Satán en la Casa Blanca" y que desvela, con abundancia de documentación,

las implicaciones de determinados sectores de la Casa Blanca sin excluir al

  anterior  presidente  [se  refería  a  George  Bush  padre,  porque  Bill  Clinton

había llegado al poder en enero de 1993] en una ultra secreta y restringida

secta  satánica  nacida  en  una  cripta  de  la  Universidad  de  Yale,  con

  ramificaciones  en  altos  sectores  de  la  industria,  la  economía  y  el

  periodismo  norteamericanos,  con  prácticas  de  ritos satánicos,  pedofilia,

  perversión  de  menores,  etcétera».  Según  su  denuncia,  «demasiada  gente»

que  conocía  el  asunto  en  Estados  Unidos  «ha  fallecido  de  muerte

  repentina» durante sus investigaciones. Por ello, su decisión estaba tomada

y  la  hacía  pública:  «No  daré  publicidad  a  este  informe.  Habéis  ganado.

Pero  seguiré  vivo.  [...]  Lo  que  más  me  importa  es  la  vida.»  En  efecto,  su

reportaje jamás se publicó, pero poco después el periodista entraba en coma

y fallecía.



  Insignias de piratas


  Faber-Kaiser  era  el  mismo  autor  que  había  publicado  un  esquema  de  la

  «hegemonía  efectiva»,  que  según  su  opinión  dominaba  el  mundo  en  la

sombra  y  ante  la  ignorancia  general.  La  pirámide  de  poder  que  describía

tras  largos  años  de  trabajo  se  asentaba  sobre  una  serie  de  familias

adineradas entre las que destacaban los

  Rothschild  y  los  Rockefeller.  Por  encima  de  ellos  se  encontraba  el  Club

Bilderberg y, un paso más arriba, el llamado Consejo de los 33, que reunía

a los más altos masones iniciados en el mundo con el mismo grado. En el

nivel  superior  estaba  el  Cran  Consejo  de  los  Trece Grandes  Druidas,

  compuesto  por  trece  super  masones,  y,  más  allá,  un grupo  aún  más

  misterioso  conocido  como  El  Tribunal.  En  el  pináculo  de  la  pirámide,

  dominando a todas las fuerzas anteriores, si es que no había otro escalafón

  superior,  se  encontraría  el  llamado  Grado  72  (integrado  por  los  72

cabalistas más importantes del planeta, dotados de capacidades por encima
de  lo  corriente  y,  quizá,  de  lo  humano.  En  este  punto,  el  periodista

  recordaba que cabalista también significa «iluminado»).

El  1  de  agosto  de  1972,  según  Faber-Kaiser,  muchos de  los  miembros  de

esta pirámide se reunieron en Texas donde «Philip von Rothschild anunció

ante el Consejo de los Trece, reunido en el casino Building de San Antonio,

la planificación de la historia a partir de 1980. Las indicaciones fueron muy

concretas: ''Cuando después de esa fecha veáis apagarse las luces de Nueva

York, sabréis que nuestro objetivo se ha conseguido"». El apagón era una

señal  para  ellos  y,  para  comprobar  que  era  factible,  se  habría  «ensayado»

en 1965 y 1977.

¿Qué había de cierto en todo esto?

Sólo seis años después, en el año 2000, se estrenó una película titulada The

  Skulls  (Los  Calaveras),  aunque  en  España  se  respetó  el  título  original,  si

bien  se  le  añadió  un  subtítulo  aclaratorio  y  se  promocionó  como  The

Skulls.  Sociedad  Secreta,  que  pasó  sin  pena  ni  gloria  por  las  pantallas

  europeas, pero que tuvo mucho éxito en Estados Unidos, hasta el punto de

generar  dos  secuelas  además  de  lo  que  parece  un  interesante  negocio  de

venta  de  películas  por  Internet.  La  publicidad  la  presentaba  como  un

  «thriller  original  basado  en  hechos  irrefutables  y más  escalofriantes  que

  ninguna  película»,  empezando  por  la  realidad  de  «la  existencia  de

  sociedades  secretas  elitistas  a  las  que  pertenecen algunos  de  los  hombres

más poderosos del planeta, como el presidente George W. Bush».

The  Skulls  relata  la  historia  de  un  joven  estudiante  llamado  Luke

McNamara  (un  guiño,  tal  vez,  en  referencia  a  Robert  McNamara,  ex

secretario  de  Seguridad  de  la  Casa  Blanca  y  ex  presidente  del  Banco

  Mundial),  que  aspira  a  ingresar  en  lo  que  parece  una  de  las  clásicas

  fraternidades  universitarias  de  estudiantes  norteamericanos.  La

  particularidad de ésta, y su prestigio, reside en la dificultad para acceder a

ella  ante  el  elevado  nivel  económico  y  social  de  las  familias  de  sus

  integrantes, todos masculinos. Inesperadamente, Luke recibe una invitación

para  incorporarse  al  grupo,  lo  que  consigue  tras  superar  las  pruebas

iniciáticas que le imponen los veteranos. Una vez aceptado, descubre que la

  fraternidad  es  en  realidad  una  auténtica  sociedad  secreta  en  la  que  los

  miembros se conjuran para prestarse ayuda mutua más allá de los estudios

  universitarios en sus respectivas carreras hacia la cumbre, donde relevarán

a  sus  respectivos  padres.  Estos  pertenecen  a  generaciones  anteriores  de

  Skulls y son presidentes, senadores, banqueros, industriales y  altos cargos
de  la  Administración  norteamericana.  Para  lograr  este  objetivo  están

  dispuestos a hacer lo que sea, incluso a emplear el asesinato.

  Aprovechando  el  estreno  de  la  película,  varios  medios  especializados

publicaron algunos artículos advirtiendo acerca de la existencia real, desde

  mediados  del  siglo  XIX,  de  una  extraña  sociedad  secreta  hasta  entonces

  completamente  desconocida  y  llamada  precisamente  Skulls  and  Bones

Order  (Orden  de  la  Calavera  y  los  Huesos),  cuyo  principal  interés  sería

  «ejercer como la rama estadounidense de los Iluminados de Baviera». 

  Según  estas  fuentes,  el  funcionamiento  de  la  orden era  muy  similar  al

descrito  en  el  largometraje:  miembros  veteranos  se encargarían  de

promover cada año la selección de un grupo distinguido de graduados, en

torno  a  unos  quince,  en  la  Universidad  de  Yale.  La oferta  es  un  pacto  de

  índole casi fáustica: la garantía de un futuro pleno de éxitos económicos y

sociales  integrados  en  la  clase  dirigente,  a  cambio  de  una  completa

  subordinación a los mandatos de la organización. Si los neófitos aceptan, y

parece que el 99,9 % suele hacerlo, se someten a unas pruebas secretas que,

una vez superadas, dan paso al ingreso como miembros de pleno derecho.

En ese momento, cada uno recibe un hueso con una inscripción que a partir

de entonces certifica su condición de Skull. Cuando terminen sus estudios

serán  «presentados  en  sociedad»  y  a  partir  de  entonces  dirigidos  y

  apoyados  por  sus  predecesores  en  la  orden,  hasta  conseguir  el  anhelado

éxito personal y al mismo tiempo la oportunidad de servir a la creciente red

de influencias de todo el entramado.

Ese hueso personalizado explica la parte del nombre referido a bones, pero

¿de dónde viene el apelativo de skulls? Las informaciones antes reseñadas

  denunciaban  que  parte  de  la  liturgia  secreta  de  la sociedad  pasa  por  la

  profanación de tumbas y de cadáveres. Y citaban un caso concreto acaecido

en 1918, cuando un grupo de skulls, entre los que se encontraba un senador

  llamado  Prescott,  profanó  el  sepulcro de  uno de  los  últimos  grandes  jefes

de la rebelión india, Jerónimo, de la tribu apache, a cuyo cadáver robaron la

cabeza para utilizarla en sus rituales. A  mediados de los años ochenta del

siglo  pasado,  otro  indio,  Ned  Anderson,  líder  de  la  tribu  de  San  Carlos,

consiguió  retiñir  y  presentar  una  serie  de  fotografías  y  documentos  que

probaban el suceso. Según sus datos, el encargado de echar ácido sobre la

cabeza de Jerónimo para pelar la calavera, quemando la cabellera y la carne

que  aún  quedaban  en  ella,  fue  un  personaje  llamado Neill  Mallon.
Anderson  llegó  a  entrevistarse  formalmente  con  miembros  de  los  skulls

para pedirles que devolvieran el cráneo, pero no consiguió que lo hicieran.

Similar  suerte  sufrieron  los  restos  del  revolucionario  mexicano  Pancho

Villa, cuyo ataúd también fue asaltado por un grupo de desconocidos y su

cuerpo  decapitado,  aunque  algunas  versiones  aseguran  que  esta  vez  no

fueron  los  skulls  los  que  actuaron  directamente,  sino  que  pagaron  a  unos

sicarios  para  conseguir  su  calavera.  Como  en  el  caso  de  Jerónimo,  Villa

había causado muchos problemas a la Administración estadounidense en el

  pasado.  Aparte  de  humillar  su  memoria,  tal  vez  su  cráneo  habría  sido

  utilizado,  igual  que  el  del  jefe  indio,  para  realizar  algún  tipo  de  magia

  simpática: por ejemplo, mantener sometidas a las etnias india y mexicana,

  garantizando  que  no  volvieran  a  protagonizar  ninguna  rebelión  contra  la

clase dominante en Estados Unidos, a la que pertenecían los miembros de

la orden.

Un tercer suceso del mismo tipo apareció publicado en una revista política

  estadounidense  de  cierto  prestigio:  NACLA.  Report  on  the  Americas.

  Según  esta  publicación,  los  skulls  también  fueron  los  responsables  de  la

  profanación  de  la  tumba  del  general  Ornar  Torrijos justo  el  1  de  mayo,

fecha  con  indudables  resonancias  bávaras,  de  1990. Diversos  testigos

  confirmaron  que  ese  día  un  grupo  de  desconocidos  «que  hablaban  con

acento extranjero» abrieron la sepultura del líder panameño y robaron sus

cenizas. Torrijos había sido convertido por sus compatriotas en símbolo de

la resistencia del nacionalismo panameño frente a las ansias expansionistas

y  neo  imperialistas del gobierno de  George  Bush  padre, que por  entonces

ocupaba  el  Despacho  Oval.  Lo  cierto  es  que  el  suceso  coincidió  con  el

  lanzamiento  de  la  llamada  Operación  Causa  Justa  contra  Panamá,  con  la

que la Administración norteamericana se garantizó la docilidad de las hasta

  entonces  inquietas  autoridades  locales,  sobre  todo en  lo  referido  al  canal,

  imprescindible  para  controlar  el  tráfico  marítimo  entre  el  Atlántico  y  el

Pacífico que pasa por él.



Una tradición familiar


  Skulls  and  Bones  fue  registrada  oficialmente  en  1856  con  el  nombre  de

Asociación  Russell  y  durante  algunos  decenios  estuvo  domiciliada  en  la

sede neoyorquina de la Banca Brown Brothers Harriman. En aquella época

tenía  el  sobrenombre  de  La  Hermandad  de  la  Muerte, porque las  familias
de sus fundadores estaban involucradas en el tráfico de opio en Turquía y

China, gracias a la British East India Company, la legendaria Compañía de

las Indias. Precisamente en China trabajaba como delegado de esa primera

  multinacional  Warren  Delano,  el  abuelo  del  futuro  presidente  Franklin

Delano Roosevelt.

Otro  de  los  nombres  de  Skull  and  Bones  es  Capítulo 322,  aunque  nadie

sabe  exactamente  qué  significa.  En  Estados  Unidos, la  palabra  capítulo

suele utilizarse para referirse a las organizaciones locales dependientes de

otra de mayor envergadura, pero en ciertos ambientes es sinónimo de logia

  masónica. Algunas versiones apuntan a que ese número encierra parte del

misterio sobre su origen real, referido a una organización secreta alemana,

cuyo  nombre  se  ignora,  aunque  está  confirmado  que  data  de  1832.  En

  consecuencia, la cifra se descompondría en (18) 322.°, porque los skulls no

serían  otra  cosa  que  el  segundo  capítulo  de  esta  organización  germana

bávara  en  realidad?).  La  explicación  más  banal,  defendida  en  público  por

  algunos miembros del grupo de Yale, es que alude al año de la muerte del

político  griego  Demóstenes,  también  conocido  como  el  padre  de  los

  oradores.

A  día  de  hoy,  la  sede  oficial  de  los  skulls  en  el  campus  universitario  de

Yale  es  un  edificio  de  piedra  similar  a  un  mausoleo,  que  los  estudiantes

conocen popularmente con el sugestivo nombre de La Tumba. Además, se

sabe que  las iniciaciones de  la  fraternidad tienen lugar  en  Deer  Island,  en

  propiedades de la empresa Russell Trust.

Entre  los  primeros  skulls  encontramos  a  algunos  de los  posteriormente

conocidos  como  cabezas  de  familia  de  varias  dinastías  de  capitalistas

  estadounidenses y, sin ir más lejos, al encargado de inscribir la asociación

en  el  registro:  William  H.  Russell,  secretario  de  Guerra  en  la

  Administración Grant.

Otros miembros fundadores son Alphonse Taft (con una larga carrera que

incluye el Consejo de Estado de Connecticut, la Fiscalía General del Estado

y las embajadas de Estados Unidos en Austria y Rusia, y qué además fue el

padre de William Howard Taft, el único mandatario que llegó a ser a la vez

  presidente del país y de la Corte Suprema), William Stead (un periodista de

  prestigio,  próximo  a  los  ambientes  teosóficos  franceses  y  a  los  círculos

  fabianos,  perteneciente  a  la  logia  Apolo  de  Oxford y  muy  influido  por  el

  pensamiento de John Ruskin, quien aseguraba repetidamente que «todo el

  proyecto mundialista no tiene futuro si no se logra incluir en él a Estados
Unidos»)  y  Cecil  Rhodes,  cuya  aportación  a  la  trama  veremos  más

adelante,  al  referirnos  a  la  organización  de  la  Mesa  Redonda,  que  fundó

junto al propio Stead a instancias de la casa Rothschild. 

  Todos ellos y unos pocos más decidieron consolidar la nueva organización

para entrenar y promocionar a sus «cachorros» a fin de lanzarlos hacia los

  puestos  de  mayor  relevancia  política,  social  y  económica  de  Estados

  Unidos.  El  proceso  de  dominación  nacional  y,  sobre todo  mundial,  era  y

sigue siendo demasiado complejo para permitir que lleguen y se instalen en

él posibles advenedizos no comprometidos con la causa, de la misma forma

en que lo están las sucesivas generaciones del mismo puñado de familias.

  Según el historiador Anthony Sutton, la nómina de la sociedad «incluye la

  veintena  de  apellidos  con  mayor  pedigrí  de  las  finanzas  y  la  industria  del

este del país». Entre ellos figura el apellido Bush, el de George H., y el de

George W., es decir, el de los dos presidentes, pero también el del padre y

abuelo respectivo, Prescott Bush. El mismo senador Prescott que participó

en la profanación del cadáver de Jerónimo.

Uno  de  los  mayores  especialistas  mundiales  en  sectas,  el  director  del

  Instituto de Nuevas Religiones, Massimo Introvigne, confirmó en su día la

  pertenencia  al  grupo  de  los  Bush,  además  de  otros  miembros  muy

  destacados  de  sus  respectivos  gabinetes  como  el  ex secretario  de  Estado,

George Schultz. Sin embargo, se esforzó en quitar hierro a la leyenda negra

de  los  skulls,  sobre  cuyos  verdaderos  objetivos  cree  que  «siempre  se

fantaseó  mucho,  hasta  el  punto  de  crear  a  su  alrededor  una  literatura  de

  complots  sin  fundamento  real».  Introvigne  sí  reconoce  la  existencia  de

  determinados  rituales  macabros,  así  como  la  realidad  del  episodio  de  la

calavera  de  Jerónimo.  Un  suceso  que  disculpa  a  medias,  al  calificarlo  de

  «satanismo lúdico de clase alta», inspirado en la tradición de la masonería

  anglosajona, que, aun utilizando ciertos ritos de aire ocultista, «no presenta

más  riesgos  que  una  gamberrada».  En  SLI  opinión,  en  realidad  no  tiene

nada de extraño que los elitistas ex estudiantes de una universidad como la

de Yale coincidan posteriormente a la hora de ocupar cargos de relevancia

social.

En  cierto  modo  tiene  razón,  todo  puede  ser  fruto  de  la  casualidad...  si  no

fuera porque semejante cadena de «casualidades» a lo largo de los últimos

siglos revela que el porcentaje de posibilidades respecto a esas casualidades

se  ha  reducido  a  una  cifra  tan  diminuta  como  para  buscarla  con

  microscopio.
  Volviendo  al  abuelo  Prescott,  veamos  otro  ejemplo  de  «casualidad»  en  la

que aparecen enlazados personajes de suficiente importancia como para no

fiarnos del azar. El abuelo de George W. Bush se graduó en Yale en 1917

junto a su amigo Edward

Roland  Harriman.  Desde  el  momento  en  el  que  ambos  ingresaron  en  The

  Skulls  and  Bones  comenzó  su  meteórico ascenso  gracias  al  apoyo  directo

de, entre otros, Pe rey Rockefeller, que según algunas fuentes había entrado

en  la  orden  en  1900.  La  familia  Bush  se  había  enriquecido  durante  la

  primera guerra mundial gracias a Samuel, padre de Prescott, que se dedicó

al  rentable  negocio  de  la  venta  de  armas  y  munición,  pero  su  hijo  se  dio

cuenta de que el negocio bancario daba todavía más beneficios y fundó la

  Union  Banking  Corporation.  Su  amigo  Harriman  prefirió  asociarse

  directamente  a  la  Banca  Brown  Brothers.  Juntos,  se convertirían,  como

  sabemos,  en banqueros  y  socios  comerciales  del régimen  de  Adolf  Hitler.

La  biografía  no  autorizada  de  Bush  padre,  elaborada  por  Webster  G.

  Tarpley  y  Antón  Chaitkin,  demuestra  que  ambos  grupos  bancarios

  participaron  en  la  financiación  del  cártel  alemán  del  acero  del  régimen

  nacionalsocialista. 

Con semejantes antecedentes, no es extraño que investigadores como Ray

  Renick acusen a la familia Bush de participar, al final de la segunda guerra

  mundial, en el desarrollo de la Organización Gehlen, edificada a partir del

  reclutamiento de los nazis huidos del viejo continente, con aytida directa de

los Rockefeller y la Orden de Malta, a la que pertenece a su vez el hermano

mayor de George Bush. Desde el cuartel general de Gehlen, en California,

se  diseñó  y  lanzó  una  campaña  de  terror  a  lo  largo y  ancho  de  toda

  Hispanoamérica, con diversos objetivos. Por ejemplo, la llamada Operación

  Amadeus, que incluía el narcotráfico a gran escala, con la colaboración de

la Cosa Nostra, y la evasión y blanqueo de capitales en las islas Bahamas y

otros  paraísos  fiscales.  Eso  fue  lo  que  denunció  el  ex  detective  de

  narcóticos de la Policía de Los Ángeles, Mike Ruppert, en una Comisión de

  Inteligencia del Senado, en la que aportó casos como el de Albert Carone,

un  coronel  de  la  inteligencia  militar,  que,  según  la  definición  del  ex

  detective, «poseía una agenda que parecía un directorio conjunto de la CIA

y  de  la  Mafia».  Carone  tuvo  algunos  problemas  con  Gehlen  y  expresó

agrias  quejas  que  no  debieron  de  sentarle  muy  bien a  la  dirección  de  la

  organización, ya que poco después murió de forma repentina y misteriosa.

  Según  el informe  médico,  «víctima  de  una  toxicidad química  de  etiología
  desconocida».  Ruppert  tuvo  acceso  a  cierta  documentación  que  poseía  su

hija.  Fila  estaba  convencida de  que su padre había muerto  asesinado  y  de

que Amadeus era el nombre en clave del propio Bush. Los resultados de la

  investigación elaborada por la Comisión del Senado no se conocen todavía.

Siguiendo la estela familiar, George W. Bush se inició en Skulls and Bones

en  1968  y,  como  su  padre,  decidió  decantarse  por  el  negocio  petrolero.

Nueve  años  después  dirigía  su  primera  compañía,  curiosamente

  denominada Arbusto Energy {arbusto es la traducción literal al español de

Bush), que logró arrancar gracias a la ayuda económica de sus camaradas,

  empezando  por  su  tío  Jonathan,  que  se  encargó  de  convencer  a  una

  veintena  de  inversores.  Así  empezó  a  consolidar  su fortuna  personal,

aunque sus comienzos en solitario fueron cualquier cosa menos brillantes.

La  carrera  económica  de  Bush  hijo  fue  paralela  a  la  política,  llegó  a  ser

  gobernador  de  Texas,  donde  batió  todos  los  récords de  aplicación  de  la

pena  de  muerte,  y  después,  presidente  de  Estados  Unidos.  No  deja  de

resultar sorprendente que un vástago de la familia Bin Laden, con la que la

  familia Bush comparte amistad y acciones, se convirtiera precisamente en

uno  de  sus  mayores  quebraderos  de  cabeza.  En  realidad,  no  parece  que

George W. Bush haya tenido nunca mucha suerte con sus amistades, como

muy  bien  podría  explicar  Sadam  Husein,  ex  presidente  de  Irak,  que  fue


  compañero de negocios petroleros y gran amigo personal.



Señales nocturnas 


En el momento de redactar estas líneas nadie sabe si Bush hijo conseguirá

revalidar  su  mandato  en  las  elecciones  presidenciales  de  noviembre  de

2004, como candidato del Partido Republicano. Después de lo ocurrido en

los  últimos  años,  muchos  estadounidenses  quieren  que  sea  derrotado  y

sustituido  por  el  candidato  del  Partido  Demócrata, John  F.  Kerry.  Creen

que  así  el  país  recuperará  su  liderazgo  mundial,  se  combatirá  mejor  el

  terrorismo internacional y se recuperará la economía tanto a nivel nacional

como  internacional.  Desde  luego,  la  propaganda  de  los  demócratas  ha

  insistido  hasta  el  hastío  en  la  comparación  entre  el  llorado  JFK  (John

Fitzgerald  Kennedy)  y  el  nuevo  JFK,  aunque  probablemente  muchos  de

esos norteamericanos ignoran que esa F del apellido de Kerry es la inicial

de Forbes.
La  misma  familia  Forbes  que,  al  igual  que  otras  pocas  familias

  estadounidenses,  como  los  Cabot,  los  Perkins,  los  Lowell,  los  Coolidge  o

los Russell, se hizo millonada con el tráfico de opio en el siglo XIX gracias

a la Compañía de Indias británica. Y la misma familia Forbes, entre cuyos

  protegidos  y  hombres  de  confianza  figuran  desde  hace  muchos  años  los

Bush.

Claro que Kerry es el mismo político que durante los años noventa del siglo

XX se encargó de la investigación que el Senado llevó a cabo en torno a los

Bush  y  el  escándalo del  Bank of Credit  and Commerce  International,  una

entidad creada en 1972 por el Bank of América y la CIA para canalizar los

fondos de la Administración destinados a los «amigos» de la Casa Blanca

en  todo  el  mundo,  como  el  panameño  Manuel  Noriega  o  los  ya  citados

Sadam Husein y Osama Bin Laden. El mismo Kerry que puso sordina a la

  susodicha  investigación  y  que  posteriormente  siempre  ha  apoyado  la

  intervención militar estadounidense en Irak. El Kerry que, en un programa

de  televisión  emitido  en  directo,  fue  preguntado  por  sorpresa  por  el

  periodista  Tim  Russert  si  pertenecía  a  The  Skulls  and  Bones  y  contestó

  asintiendo con la cabeza, sin añadir ni una palabra.

  Según diversos expertos, John F. Kerry se convirtió en un miembro de esa

orden  en  la  generación  de  1966.  Así  que,  en  realidad,  ¿importa  tanto  si

gana Bush o Kerry?

  Faber-Kaiser  nos  advirtió  acerca  de  las  presuntas  instrucciones  de  Philip

von Rothschild respecto al significado de un gran apagón en la ciudad de

Nueva York a partir de 1980. El 14 de agosto de 2003, unos 50 millones de

habitantes de la costa este de Canadá y Estados Unidos, incluyendo Nueva

York  y  Detroit  entre  otras  grandes  urbes,  se  quedaron  a  oscuras.

  Oficialmente, el apagón fue originado por una avería en la central eléctrica

de  la  región  del  Niágara,  que  habría  causado  una  reacción  en  cadena,

aunque  esta  explicación  nunca  satisfizo  a  nadie.  Sobre  todo,  cuando  sólo

dos  semanas  después,  Londres  sufrió  otro  apagón  idéntico,  aunque  algo

más breve, y lo mismo ocurrió con Sidney, la capital australiana. Durante

los  meses  siguientes,  distintos  puntos  del  mundo  como  Chile,  la  zona  del

Yucatán en México y Malasia también se quedaron a oscuras durante unas

horas.  Como  si  alguien  estuviera  contestando  a  la  señal  lanzada  desde

Nueva York. O como si fuera un ensayo general para un apagón mundial;

tal vez un obsequio de los Illuminati para subrayar el próximo comienzo de

una nueva era, definitivamente a su servicio.
Mientras  llega  ese  momento,  no  nos  queda  más  que  tomarlo  con  humor.

Como  hicieron  numerosos  neoyorquinos  que  aprovecharon  el  susto  de

agosto  del  año  2003  para  vender  todo  tipo  de  recuerdos:  delantales  de

  desayuno,  tazas  de  café,  pegatinas,  ropa  interior...  y  naturalmente  las

  inevitables  camisetas  con  frases  como  «Blackout  (apagón)  2003»,  «I

survived historical blackout in New York City» (Yo sobreviví al histórico

apagón en la ciudad de Nueva York), o «New York, the light of my life»

(Nueva York, la luz de mi vida). La camiseta «oficial» salió a la venta por

sólo 13,99 dólares, impuestos incluidos. 




                                      Nada sucede en política por accidente. Si

                                        sucede algo, puedes apostar a que estaba

                                                            planeado de ese modo.

                                                FRANKLIN DELANO ROOSEVELT, 

                                                    presidente de Estados Unidos



  Círculos dentro de más círculos


  Existe  una  organización  en  Estados  Unidos  que  es  garantía  de  trabajo

seguro  y  bien  pagado  en  la  Administración  del  Estado,  el  Consejo  de

  Relaciones Exteriores. Paradójicamente, su nombre no es muy conocido, ni

siquiera  en  su  propio  país,  pese  a  que  ya  en  1961  la  revista  Christian

  Science  Monitor,  editada  por  uno  de  los  miembros  de  la  Mesa  Redonda,

reconocía que «casi la mitad de los integrantes del Consejo de Relaciones

  Exteriores  ha  sido  invitada  a  asumir  posiciones  oficiales  de  gobierno  o  a

actuar  como  consultores  en  un  momento  u  otro».  La  publicación  lo

  achacaba a la «exclusiva dedicación» de sus socios al estudio de la política

  exterior.

Lo cierto es que, desde la década de 1930 hasta finales de 2004, todos los

  Secretarios de Estado norteamericanos, incluyendo al último, Colin Powell,

han sido miembros del Consejo de Relaciones Exteriores, igual que 14 de

los 16 secretarios de Defensa que se sucedieron a partir de la presidencia de

  Kennedy,  incluyendo  también  al  último,  Donald  Rumsfeld.  De  los  20

secretarios  del  Tesoro  desde  la  presidencia  de  Eisenhower,  18  han

  pertenecido  al  mismo  grupo,  e  idéntica  filiación  hay  que  buscar  en  todos

los  directores  de  la  CIA  desde  la  presidencia  de  Johnson,  así  como  en  la

práctica totalidad de los embajadores estadounidenses ante la ONU y de los

presidentes de la Reserva Federal durante el último medio siglo. 

Desde  la  presidencia  de  Truman,  todos  los  presidentes  estadounidenses,

salvo el actor Ronald Reagan, surgieron de la misma cantera. No es extraño

que uno de los eslóganes no oficiales del consejo sea: «No importa quien

gane, demócratas o republicanos: siempre gobernamos nosotros.»
  Traspaso de poderes


  Infiltrado por los Illuminati, el Imperio británico fue el primero de la larga

serie  histórica  que  se  planteó  su  expansión  sin  necesidad  de  ocupar  y

  administrar grandes espacios geográficos contiguos como habían hecho sus

  predecesores,  el  español,  sin  ir  más  lejos.  Mantener  el  sistema  clásico

  resultaba  muy  caro  en  dinero,  hombres  y  esfuerzos  por  parte  de  la

  metrópoli, que, al cabo de poco tiempo, no tenía más remedio que empezar

a reclutar extranjeros o criollos para los puestos de cierta responsabilidad y,

a largo plazo, terminaba por agotarse y perder las posesiones. Siguiendo el

viejo  lema  de  Weishaupt  «Pocos  pero  bien  situados»,  los  británicos

prefirieron  hacerse  con  pequeños  y  determinados  puntos  estratégicos  a  lo

largo  y  ancho  del  planeta,  salvo  en  casos  excepcionales  como  la  India,

  conocida como «la joya del Imperio», a fin de establecer y consolidar una

red  comercial  y  de  influencias  global,  muy  bien  comunicados  unos  con

otros gracias a su poderosa flota.

La sociedad secreta utilizada por los Illuminati para conseguir una exitosa

expansión  colonial,  según  diversos  autores,  fue  la Round  Table  o  Mesa

  Redonda, registrada en febrero de 1891, aunque en realidad llevaba varios

  decenios  operando  en  diversos  escenarios.  Por  ejemplo,  comprando  las

acciones de la compañía del canal de Suez a través de la casa Rothschild y

  cediéndolas  después  de  manera  formal  a  la  corona  británica.  Su  fundador

fue  Cecil  Rhodes,  un  masón  de  la  logia  Apolo  de  Oxford,  públicamente

  conocido  como  magnate  del  negocio  del  oro  y  los  diamantes.  Entre  los

  miembros principales de esta sociedad organizada según los modelos de la

orden  jesuita  y  de  la  masonería,  figuran  los  inevitables  Rothschild,  lord

Alfred Milner, lord Albert Grey y otros. Su objetivo declarado era «llevar

la  civilización  anglosajona  a  todos  los  confines  del  mundo»  y,  a  cambio,

hacerse  con  todas  las  riquezas  que  se  hallaran  sobre  la  marcha,  en  una

especie  de  parodia  cruel  de  la  mítica  Orden  de  la  Mesa  Redonda  del

  legendario  rey  Arturo  y  su  consejero  Merlín.  La  influencia  de  la

  organización  fue  tan  notable  que  incluso  aparece  reflejada  en  El  hombre

que  pudo  reinar,  uno  de  los  relatos  más  populares  de  Rudyard  Kipling,

debido  en  parte  a  la  versión  cinematográfica  que  rodó  John  Huston  con

Sean Connery y Michael Caine como protagonistas.

Sara  Millin,  biógrafa  de  Cecil  Rhodes,  ha  resumido su  carácter  en  siete

palabras, «su deseo primario era gobernar el mundo», aunque parece claro

que no buscaba un dominio unipersonal, como sugiere el hecho de que en
su testamento asignara una cantidad de dinero específica para fomentar «la

  extensión de la autoridad británica a través del mundo, [...] la fundación de

un poder tan grande como para hacer las guerras imposibles y promover así

los intereses de la humanidad». Es decir, para que la campaña de conquista

del planeta continuara, aunque él no estuviera ya para dirigirla en persona.

Por  cierto,  la  mayor  parte  de  su  herencia  la  legó  al  financiero  favorito  de

sus esforzadas empresas, lord Rothschild.

Para  proteger  mejor  sus  intereses  a  través  de  diversas  alianzas  con  otros

  poderes  políticos  y  económicos,  especialmente  en  los  cada  vez  más

pujantes  Estados  Unidos,  la  misma  cúpula  directiva de  la  Mesa  Redonda

  instituyó en 1919, poco después de la primera guerra mundial, el RILA o

Royal  Institute  of  International  Affairs  (Real  Instituto  de  Asuntos

  Internacionales).

Su fundación oficial recayó en Mandell House, el consejero y alter ego del

  presidente norteamericano Wilson, en una reunión que mantuvo en el hotel

Majestic  de  París  con  un  grupo  de  importantes  prohombres  de  cultura

  anglosajona  de  ambos  lados  del  Atlántico.  A  medida que  fueron  pasando

los  años  y  el  Imperio  británico  se  extinguía,  el  objetivo  de  la  institución

adquirió  una  pátina  pro  mundialista.  Para  hacer  honor  a  los  deseos  de

unificación  de  todas  las  culturas  del  planeta,  muchos  de  sus  miembros  se

fueron enrolando en otras sociedades que surgieron a lo largo del siglo XX.

Por ejemplo, el director del RIIA a mediados de los años ochenta del siglo

  pasado,  Andrew  Schonfield,  era  también  miembro  destacado  de  la

Comisión  Trilateral  y  del  Grupo  Bilderberg.  Otro  de  los  miembros  de  la

  organización, Edward Heath, prosperó hasta convertirse en primer ministro

del Reino Unido, momento en el que empleó a Nathaniel Víctor Rothschild

como  jefe  de  «un  grupo  de  expertos  encargado  de  examinar  los  planes

políticos del gobierno y aconsejar su forma de actuación». Cuando dejó la

  política,  Heath  fue,  a  su  vez,  contratado  por  la  banca  internacional  Hill

  Samuel.

El equivalente del RIIA en Estados Unidos, y hermanado formalmente con

él,  es  el  CFR  o  Council  on  Foreign  Relations  (Consejo  de  Relaciones

  Exteriores),  que  comenzó  sus  trabajos  a  plena  luz  en  1921,  gracias  al

mismo Mandell House y a un pequeño grupo de personajes de peso, entre

las  que  figuraban  los  hermanos  John  y  Allen  Foster Dulles  (el  primero,

secretario de Estado y el segundo, director de la CIA), el periodista Walter

  Lipman  y  el  banquero  Otto  H.  Kahn.  En  sus  primeros estatutos  se
  autodefinían como «un grupo de estudios» cuyo objetivo era promover un

  «diálogo permanente» sobre «las cuestiones internacionales de interés para

  Estados  Unidos».  S11  táctica  sería  «reunir  especialistas  en  diplomacia,

finanzas,  industria,  enseñanza  y  ciencias»  en  calidad  de  consultores,

además  de  «crear  y  estimular  en  el  pueblo  americano  un  espíritu

  internacional»  y  cooperar  sistemáticamente  «con  el gobierno  y  otros

  organismos internacionales».

El  CFR  publica  la  más  influente  revista  de  política  internacional,  Foreign

  Relations (Relaciones Exteriores), que cuenta con una edición en español.

Además  de  las  cuotas  de  sus  miembros,  el  grupo  se  financia  con

  aportaciones de las más poderosas compañías norteamericanas, incluyendo

por supuesto a grupos bancarios como los Morgan, Rockefeller y Warburg

y fundaciones como Ford y Carnegie. 

En  uno  de  sus  estudios  publicado  en  noviembre  de  1959,  el  CFR  ya

abogaba sin más por la construcción «de un nuevo orden internacional, que

refleje  las  aspiraciones  mundiales  por  la  paz,  el  cambio  social  y  el

  económico,  [...]  incluyendo  a  los  estados  que  se  llaman  a  sí  mismos

  socialistas [en referencia a los comunistas]». Esta debía llevarse a cabo por

todos los  medios  posibles  y  en  ella  colaboraban  sin  duda  cada  uno de  los

  miembros del club, aunque a veces los que se encontraran «en posiciones

delicadas pueden verse forzados» a mantener en secreto su pertenencia a la

  asociación, según dice otro documento interno publicado en 1952.

El C.FR, o alguno de sus miembros, aparece en todos los acontecimientos

  políticos,  económicos  y  sociales  de  importancia  del  siglo  XX:  desde  la

  construcción de la ONU y la OTAN, hasta la puesta en marcha del Banco

  Mundial y el Fondo Monetario Internacional, pasando incluso por el apoyo

político y logístico para la creación de la Unión Europea y la estrategia de

acoso  y  derribo  del  bloque  soviético.  Su  penúltima gran  estrategia,  según

reflejan  sus  propios  documentos,  fue  el  impulso,  desde  principios  de  los

años  setenta  hasta  la  actualidad,  de  una  auténtica «ola  de  democracia»  en

todo  el  planeta.  Pero  no  entendiéndola  como  «el  menos  malo  de  los

  sistemas  políticos  posibles»,  según  la  definiera  Winston  Churchill,  sino

como el «único sistema posible», lo que ha llevado a intentar exportarla sin

la  previa  y  necesaria  educación  ciudadana  incluso  a  los  países  cuyas

culturas ancestrales se alejan profundamente de la idea democrática, como

en algunas tradiciones musulmanas, africanas o asiáticas. Eso ha generado
tensiones  importantes  que  aparecen  reflejadas  en  las  noticias  diarias  en

forma de desestabilización y guerras constantes.

La estrategia en marcha en estos momentos según diversos especialistas es

la  de  «privatización y  concentración»,  basada  en lograr  que los  gobiernos

  nacionales  se  desprendan  de  sus  grandes  empresas  «al  objeto  de  resultar

menos  onerosas  para  los  contribuyentes  y  reducir  el  déficit  público».  Las

  multinacionales compran esas empresas y concentran el poder en diversos

  sectores: cada vez más en menos manos. A medio plazo, el resultado final

es  que  el  ciudadano  medio  se  enfrenta  progresivamente  a  mayores  costes

  personales,  porque,  como  es  lógico,  las  multinacionales  no  buscan  el

interés común, sino su único beneficio.



El hotel holandés


Todas  las  grandes  organizaciones  discretas  promotoras  de  los  ideales

  mundialistas  o  globalizadores  han  surgido  en  torno a  la  labor  de  algún

«gran visir» que ha actuado desde dentro del poder, pero sin aparecer nunca

en primera fila, como si no le interesara figurar en el reparto de medallas.

Son muchos los investigadores que sospechan de la filiación Illuminati de

estos  personajes,  cuya  vida  personal  y  méritos  generales  para  aparecer  en

los  más  altos  cargos  suelen  ser  desconocidos,  aunque  a  cambio  muestran

una  notable  capacidad  de  organización  y  relaciones públicas.  Si  Rho  des

fue  el  alma  fundadora  de  la  Mesa  Redonda,  y  Mandell  Hou  se  ejerció

  idéntico  papel  con  el  RIIA  y  el  CFR,  el  Club  Bilderberg  debe  su

  nacimiento al polaco Joseph Retinger.

Pocos ciudadanos han oído hablar de Retinger, una referencia anónima en

la  Europa  del  siglo  XX.  Sin  embargo,  cuando  murió  en  1960  el  príncipe

Bernardo  de  Holanda  le  rindió  homenaje  en  su  funeral  con  estas

  significativas  palabras:  «Conocemos  numerosos  personajes  notables,  [...]

  admirados  y  festejados  por  todos,  y  nadie  ignoró  su  nombre.  [...]  Existen

sin  embargo  otros  hombres  cuya  influencia  es  todavía  mayor,  incidiendo

con su personalidad en el tiempo en que viven aunque no sean conocidos

más que por un restringido círculo de iniciados. Retinger fue uno de éstos.»

Nacido  en  Cracovia  en  1888  y  educado  por  un  miembro  de  la  Sociedad

Fabiana,  Retinger  fue  iniciado  en  la  masonería  de  Suecia.  A  través  de  su

  amistad  con  Mendell  House,  trabajó  para  la  Mesa  Redonda  y  el  CFR  y

realizó  diversos  viajes  por  Europa  y  América,  donde  se  relacionó  con  las
más altas esferas sociales, políticas y diplomáticas. En México, fue uno de

los principales impulsores de la fundación del partido que se convertiría en

principal  referente  de  la  izquierda  moderada,  el  PRI  (Partido

  Revolucionario  Institucional,  un  nombre  contradictorio),  y,  comisionado

por éste, negoció como diplomático con el Vaticano. Tras colaborar con el

gobierno  polaco  en  el  exilio  durante  la  segunda  guerra  mundial,  en  1947

apoyó  a  Henri  Spake  en  sus  primeros  pasos  hacia  la constitución  del

  .Mercado  Común  Europeo.  Un  año  después  organizó  el Congreso  de

  Europa,  del  cual  emergería  la  institución  que  hoy  conocemos  como

Consejo de Europa.

En 1954 concentró a muchos de los más importantes prohombres del dinero

y la política del momento en el hotel Bilderberg de la localidad holandesa

de Oosterbeck, para «animarlos a trabajar en favor de la comprensión y la

unión  atlántica».  Los  asistentes  a  este  encuentro  quedaron  tan  satisfechos

de  los  resultados  que  bautizaron  al  grupo  con  el  nombre  del  hotel  y

  decidieron  reunirse  a  partir  de  entonces  periódicamente,  otorgando  la

  primera presidencia a su entonces anfitrión, el príncipe Bernardo, esposo de

la  reina  Juliana  de  Holanda  y  acaudalado  accionista,  entre  otras,  de  la

Société  Générale  de  Belgique  (otro  banco  ligado  a  la  casa  Rothschild),

además  de  importante  representante  de  la  Royal  Dutch  Petroleum

(integrada en la Shell). Es inútil decir que los principales miembros son los

  mismos que hemos encontrado en otras organizaciones: los Rockefeller, los

  Carnegie,  los  Ford,  la  banca  Kuhn,  Loeb  &  Company, los  Warburg,  los

  Lazard, George Soros... y, naturalmente, los Rothschild.

Las reuniones del Club Bilderberg son secretas y se organizan anualmente

en  un  hotel  distinto  de  cualquier  lugar  del  mundo, siempre  que  reúna  las

  siguientes condiciones: que sea de gran lujo, esté ubicado en una localidad

pequeña  y  tranquila,  rodeado  de  hermosos  paisajes, y  se  encuentre

  protegido  con  medidas  extremas  de  seguridad.  En  realidad,  el  gobierno

anfitrión  es  el  que  se  responsabiliza de la  seguridad de los asistentes,  que

no están obligados a seguir las normas legales para entrar y salir del país,

como  pasar  por  la  aduana  o  llevar  visados.  El  club desplaza  su  propio

equipo  de  operadoras  telefónicas,  cocineros,  camareros  y  demás  apoyo

  logístico.

La última vez que se reunieron en España fue en La Toja, Pontevedra, en

1989,  aunque  ya  antes  estuvieron  en  Palma,  Mallorca,  en  1975,  donde

según  algunas  fuentes  los  bilderbergers  llegaron  a diseñar  las  líneas
  maestras de la transición política española. Su última cita conocida, la del

  cincuenta aniversario de su fundación, fue en junio de 2004, en la localidad

italiana de Stresa, junto al lago Maggiore, a pocos kilómetros de Milán. 

No  todos  los  asistentes  al  seminario  anual  del  Club  Bilderberg  tienen  el

mismo  nivel.  Hay  dos  tipos  de  socios:  los  activos, que  sustentan  la

  organización  y  entre  los  cuales  se  escoge  su  grupo director,  y  los

  ocasionales,  que  actúan  como  ponentes  acudiendo  a  las  reuniones  por

  invitación  expresa  y  sólo  para  informar  acerca  de  materias  concretas

  relacionadas  con  su experiencia profesional  o  personal.  Todos  juran  antes

de cada reunión que nunca hablarán del contenido de sus discusiones, pero

se sabe que en ellas se analiza exhaustivamente la situación del mundo y se

fija una estrategia conjunta de actuación.

En la actualidad, el grupo está presidido por el vizconde Etienne Davignon,

  propietario  de  casi  todas  las  empresas  eléctricas  de  Bélgica,  así  como  de

uno  de  sus  bancos  principales.  Tras  él,  encontramos  una  larga  lista  que

concentra  a  financieros,  industriales,  políticos,  directivos  de

  multinacionales, ministros de Finanzas, representantes del Banco Mundial,

la Organización Mundial del Comercio y el FMI, ejecutivos de medios de

  comunicación  y  dirigentes  militares,  así  como  miembros  de  algunas  casas

reales europeas, como la reina Beatriz de Holanda o el príncipe Felipe de

Bélgica,  lodos  los  presidentes  estadounidenses  desde  Dwight  David

  Eisenhower  han  sido  «bilderbergers»  y,  si  no  lo  fueron  los  anteriores,  se

debe  única  y  exclusivamente  a  que  el  grupo  se  creó en  1954,  cuando  Ike

estaba precisamente en el poder.

Otros  miembros  conocidos  del  club  son  el  ex  presidente  de  la  comisión

Europea Romano Prodi y su sucesor José Durao Barroso, el gobernador del

Banco  Central  Europeo,  Jean  Claude  Trichet;  el  presidente  del  Banco

  Mundial,  James  Wolfenson;  el  primer  ministro  británico,  Tony  Blair;  el

  responsable  de  la  política  exterior  de  la  UE,  Javier  Solana;  el  ex  primer

  ministro francés Lionel Jospin, el ex secretario de Estado norteamericano,

Henry  Kissinger,  y  el  presidente  del  Washington  Post,  Donald  Graham,

entre otros.

  Dennis  Healy,  uno de  los  fundadores del Club  Bilderberg,  explicó en  una

ocasión que sus miembros «no se dedican a establecer la política mundial,

sino  que  se  limitan  a  debatir  las  grandes  líneas  a seguir  con  las  personas

que  las  hacen  realidad».  El  caso  es  que  existe  una larga  serie  de
  coincidencias entre los asistentes a sus reuniones y su ascensión al poder.

Veamos algunos casos.

Bill  Clinton,  un  peso  pesado  en  el  Partido  Demócrata,  pero  no  más  que

otros,  fue  nombrado  candidato  de  esta  formación  en las  elecciones

  presidenciales de Estados Unidos, que luego ganó, justo después de asistir a

la reunión del club en 1991. John Edwards, otro de los muchos candidatos

del Partido Demócrata, y no precisamente el que llevaba las de ganar para

presentarse  a  las  elecciones  presidenciales  de  2004,  fue  elegido  mano

  derecha  de  John  F.  Kerry,  otro  bilderberger,  apenas  un  mes  después  de

  participar en la reunión de Stresa.

Al  británico  Tony  Blair  le  sucedió  lo  mismo  que  a  Clinton,  acudió  a  la

reunión  de  1993  y  en  julio  de  1994  alcanzó  la  presidencia  del  Partido

  Laborista. En mayo de 1997 era elegido primer ministro del Reino Unido.

El  italiano  Romano  Prodi  fue  invitado  del  grupo  en 1999  y  alcanzó  la

  presidencia  de  la  Comisión  Europea  en  septiembre  del  mismo  año.  En  la

  OTAN,  George  Robertson  estuvo  en  el  encuentro  de  los  bilderberger  en

1998  y,  al  año  siguiente,  fue  nombrado  secretario  general  de  la  Alianza

  Atlántica.

El  investigador  Santiago  Camacho  reprodujo  en  su  libro  Las  cloacas  del

  imperio (primera edición de febrero de 2004) parte de la lista de una de las

últimas reuniones de los bilderberger en la que, entre muchos invitados de

diversos países, figuraba la siguiente entrada: «Trinidad Jiménez, Socialist

Party,  Madrid.»  Un  mes  después  de  su  publicación,  el  PSOE  ganó  las

  elecciones  generales,  y  José  Luis  Rodríguez  Zapatero,  que  ha  reconocido

  públicamente que Jiménez es una de sus más estrechas colaboradoras como

encargada  de  las  relaciones  internacionales  del  PSOE,  se  convertía

  inesperadamente en presidente del gobierno español.

E igual que se alcanza, se pierde el poder. Varios autores han documentado

que  todas  las  instituciones  europeas  modernas  que  trabajan  en  pro  de  la

unidad política del viejo continente, desde la Comunidad Europea hasta el

  Euratom, fueron diseñadas y materializadas por bilderbergers, y si alguien

entorpece  el  complicado  y  a  la  fuerza  lento  proceso  de  integración,  se  le

aparta sin complejos.

Así  parece  que  sucedió  en  el  Reino  Unido  cuando  su entonces  primera

ministra  Margaret  Thatcher  se  hizo  eco  del  sentir  mayoritario  de  los

  británicos,  reforzando  sus  posiciones  nacionalistas  y  antieuropeístas,  y  se

negó  a  diluir  más  poder  en  las  instituciones  europeas  desde  las  que  se
  construyen  los  futuros  Estados  Unidos  de  Europa.  Sin  explicar  muy  bien

por  qué,  de  pronto  los  principales  dirigentes  de  su  propio  Partido

  Conservador  se  pusieron  en  su  contra  y  obligaron  a la  Dama  de  Hierro  a

  abandonar  su  puesto  a  favor  de  uno  de  sus  principales  colaboradores,  el

  anodino  y  dúctil  John  Major.  Eso  acaeció  justo  después de  la reunión  del

club en la isla de La Toja, donde, según la publicación norteamericana The

  Spotlight  se  debatió  entre  otros  asuntos  el  «irritante  y  exagerado»

  nacionalismo de la Thatcher.

Otro  ejemplo  más  cercano.  Todos  los  diarios  del  mundo  especularon  a  lo

largo  de  los  primeros  meses  de  2002  con  la  posibilidad  de  que  Estados

Unidos desatara su segunda y definitiva guerra contra el régimen de Sadam

  Husein  en  Irak  durante  el  verano  de  aquel  mismo  año.  La  Casa  Blanca

  insistía  con  argumentos  como  el  de  la  existencia  de  armas  de  destrucción

  masiva  y  las  relaciones  de  Osama  Bin  Laden  con  Al  Qaeda.  Además,  la

  indignación y ansias de revancha del americano medio tras lo ocurrido en

  septiembre de 2001 no se habían calmado con la invasión de Afganistán y

la  caída  del  régimen  de  los  talibanes,  sobre  todo  porque  el  propio  Bin

Laden,  que  había  sido  protegido  por  los  integristas  islámicos  afganos,

según  se  decía  entonces,  no  aparecía  por  ningún  lado.  Así  pues,  todo

parecía  preparado,  sin  embargo...  En  junio  de  2002,  American  Free  Press

  publicó  que  en  la  última  reunión  del  Club  Bilderberg  se  había  decidido

retrasar  la  guerra  hasta  marzo  de  2003  por  razones no  explicadas.  La

noticia  coincidió  con  el  tira  y  afloja  internacional  que  se  desató  entonces

respecto  al  envío  de  inspectores  de  la  ONU  en  busca  de  las  supuestas  y

terribles  armas.  Y,  en  efecto,  al tercer  mes  del  año  siguiente, no  antes,  se

desató la operación militar que originó la caída definitiva de Husein. 

David Rockefeller, uno de los socios más respetados del Club Bilderberg,

anunció  en  su  día  que  «el  más  íntimo»  deseo  de  sus miembros  era

  configurar «una soberanía supranacional de la élite intelectual y los bancos

  mundiales, que  es seguramente  preferible  a  la autodeterminación nacional

  practicada en siglos pasados».



Los tres lados del triángulo


De  las  numerosas  organizaciones  que  aún  podríamos  examinar  sólo

  incluiremos una más por razones de espacio, la Comisión Trilateral. En su

libro  Sin  disculpas,  el  senador  norteamericano  Barry  Goldwater  acusaba
  directamente  a  este  grupo  de  querer  hacerse  con  el control  del  mundo,

  utilizando medios ilegítimos. Según sus propias palabras, «ha sido diseñado

para  convertirse  en  el  vehículo  de  la  consolidación  multinacional  de  los

  intereses comerciales y bancarios a través del control político del gobierno

de Estados Unidos».

Siguiendo  el  esquema  de  los  círculos  concéntricos  utilizado  por  los

  Illuminati,  la  Trilateral  ocuparía,  según  varias  fuentes,  un  espacio

  informativo,  más  que  decisorio.  La  misión  de  sus  miembros  sería  la  de

realizar análisis políticos, sociales y económicos sobre la evolución futura

de la humanidad, sugiriendo instrucciones y líneas de actuación a seguir.

El hombre clave de la Comisión Trilateral es otro norteamericano de origen

polaco  y  nombre  impronunciable,  Zbigniew  Brzezinski,  que  en  1970

  publicó  Entre  dos  épocas,  un  ensayo  en  el  que  esbozaba  la  idea  de  la

necesaria  cooperación  entre  los  tres  grandes  bloques  económicos  forjados

en  Occidente  durante  la  segunda  mitad  del  siglo  XX:  el  norteamericano,

  formado  por  Estados  Unidos  y  Canadá;  el  europeo  democrático

  representado  por  la  UE,  y  el  creciente  imperio  japonés.  Trazando  los

límites  de  estas  zonas  en  línea  recta  se  obtiene  un  gran  triángulo  —

  precisamente  un  triángulo—,  de  donde  viene  el  nombre  de  Comisión

  Trilateral.  La  organización  nació  en  1973  para  hacer  realidad  las

  sugerencias  de  Brzezinski  «sensibilizando  a  los  gobiernos  y  dirigentes

sobre  la  necesidad  de  mantener  sociedades  abiertas y  allanar  las  barreras

entre  los  países  capitalistas,  comunistas  y  subdesarrollados,  así  como

  redefiniendo  el  crecimiento  mundial  en  un  marco  de economía  de  libre

  mercado».

La sede y la dirección general se encuentran en Nueva York, aunque cada

Lina  de  las  tres  áreas  posee  su  propio  presidente  regional.  Cabe  destacar,

por otra parte, que el mentor y patrón de Brzezinski fue desde un principio

David  Rockefeller.  Los  miembros  de  la  comisión  son grandes

  multinacionales, asociaciones patronales, bancos internacionales, líderes de

  grandes sindicatos, políticos de relieve, responsables de grandes industrias

de  medios  de  comunicación,  etcétera.  Entre  éstos  se  encuentran  el  ex

  presidente norteamericano James Carter, el presidente de Hewlett Packard

  Company,  David  Packard;  el  patrón  de  la  FIAT,  Giovanni  Agnelli;  el

  presidente  del  gobierno  alemán,  Gerharhd  Schroeder;  el  presidente  de  la

banca Rothschild Frères y del Israel General Bank, Edmond de Rothschild,

y el presidente de Sony, Akio Morita.
Brzezinski  publicó  un  segundo  libro  de  interés,  La Era  tecnotrònica,  que

proponía quince puntos muy concretos para avanzar en los objetivos de la

  Trilateral. Muchos de ellos, si no todos, parecen extraídos del plan original

de  los  Illuminati.  Estos son  algunos  ejemplos: limitación de  las  funciones

de  los  parlamentos,  aumentando  a  cambio  el  poder  de  presidentes  y

  gobiernos;  subordinación  de  los  anteriores  al  Comité  Político  de  la

  Trilateral;  limitación  de  la  libertad  de  prensa  y  control  radical  de  los

medios audiovisuales; introducción de una tarjeta de identidad válida para

todos  los  estados  por  igual  y  que  sirva  como  cédula  para  votar;  proceso

electoral  completamente  financiado  por  el  Estado,  incluyendo  la

  propaganda  política;  incremento  de  los  impuestos  de  la  clase  media;

  legalización  progresiva  de  los  inmigrantes  ilegales  hasta  desembocar  en

Lina  inmigración  ilimitada  desde  el  Tercer  Mundo,  y  un  nuevo  orden

  económico mundial. 




                                    La sociedad será dominada por una élite de

                                        personas libres de valores tradicionales,

                                        que no dudarán en realizar sus objetivos

                                        mediante técnicas depuradas con las que

                                    influirán en el comportamiento del pueblo y

                                        controlarán y vigilarán con todo detalle a

                                                                        la sociedad.

                                                            ZBIGNIEW BRZEZINSKÍ,

                                                            asesor estadounidense



El futuro es hoy


En  un  artículo  publicado  a  mediados  de  los  años  noventa,  el  periodista

español José María Carrascal reprodujo una especie de nuevas Tablas de la

Ley que circulaban en "Washington para uso de los políticos novatos en las

más altas instancias del Estado. Éstas son sus doce normas de oro, que no

precisan comentarios:

        1.  No mientas, estafes o robes innecesariamente.

        2.  Recuerda que siempre hay un hijo de perra más grande que tú.

        3.  Una respuesta honesta puede traerte un montón de problemas.

        4.  Si vale la pena luchar  por  algo,  vale la  pena luchar sucio por

        ello.

        5.  Los hechos, aunque interesantes, son irrelevantes.

        6.  «No» es sólo una respuesta interina.

        7.  No puedes matar una mala idea.

        8.  Si  no  consigues  algo  a  la  primera,  destruye  todas  las  pruebas

        de que lo intentaste.

        9.  La verdad es variable.

        10.  Un puercoespín con las púas abatidas no es más que un roedor

        gordo.

        11.  Una promesa no es ninguna garantía.

        12.  Si no puedes contradecir un argumento, abandona la reunión. 

 
  Carrascal calificaba estos apuntes como  una guía «bastante práctica» para

  moverse  en  las  arenas  «movedizas  y  no  siempre  limpias  de  la  política».

  Desgraciadamente,  tenía  razón.  Si  hay  algo  que  falta  en  política  en  la

  actualidad,  en  cualquier  parte  del  mundo,  es  honradez.  Hemos  dado  la

vuelta a la máxima que Julio César recomendó a su mujer Calpurnia: «No

vale con que seas honesta, además debes parecerlo.» Hoy la interpretación

más corriente es esta otra: «No importa ser honesto sino parecerlo.»

Esta  máxima  puede  aplicarse  a  los  numerosos  grupos que,  con  más  o

menos  relación  con  los  Illuminati,  hemos  examinado hasta  ahora.  Aún

  señalaremos  la  existencia  de  uno  más,  el  Bohemians Club  (Club  de  los

  Bohemios)  que  agrupa  a  ciudadanos  privilegiados  de todo  el  mundo

  occidental, y cuyo símbolo es un búho. Se cree que fue fundado en 1872 en

San Francisco y que cuenta en estos momentos con unos 3.000 miembros.

  Según  varios  expertos,  se  trata  de  una  especie  de  «sucursal»  de  la

  Trilateral. El club posee, entre otras propiedades, 1500 hectáreas de bosque

en  California,  donde,  protegidos  por  fuertes  medidas  de  seguridad,  se

reúnen  sus  miembros  de  vez  en  cuando.  Pese  a  ello, dos  investigadores

  norteamericanos,  Alex  Jones  y  Mike  Hanson,  se  colaron  en  sus

  instalaciones  y  lograron  grabar  con  una  pequeña  cámara  digital  unos

  instantes  de  un  curioso  ritual.  En  las  imágenes,  tomadas  de  noche  y  a

  distancia, se observa a un grupo de personas ataviadas con largos ropajes,

  moviéndose a la luz de las antorchas en torno a una estatua colosal de un

búho, frente a la cual arde Lina hoguera.

Cada cual es libre de entretenerse como quiera, incluso de realizar extraños

rituales  en  un  bosque,  como  lo  hacían  Weishaupt  y  sus  compañeros  a

finales del XVIII Sin embargo, Jones y Han son relacionaron lo que vieron

con una de las sorpresas que pueden encontrarse en un billete de un dólar si

se lo examina con detenimiento y una lupa: la pequeña imagen de un búho

que figura en una de sus esquinas, con una especie de tela de araña detrás y

entre lo que parecen ser unas ramas de laurel.



Los secretos del billete verde


Desde el final de la segunda guerra mundial, el dólar norteamericano es la

divisa más potente del mundo, aceptada en casi cualquier lugar como antes

lo fue la libra esterlina, quizá porque los Illuminati decidieron apoyarse en

ella,  como  antes  lo  hicieran  con  la  moneda  inglesa,  para  proseguir  sus
  designios. En los últimos sesenta años, las llamadas monedas fuertes, como

el  marco  alemán,  el  franco  francés  o  la  misma  libra  esterlina,  han

  mantenido su posición  de  privilegio  sólo porque  actuaban  en  cierto  modo

  protegiendo el dólar, pero finalmente, también se inclinaron ante éste.

Y es que el billete verde no es una moneda más, sino que constituye una de

las  armas  más  poderosas  de  Estados  Unidos  para  mantener  SLIS

  aspiraciones  como  primera  y  única  superpotencia  mundial.  Mientras  el

comercio  internacional  y  especialmente  el  petróleo se  rijan  por  la  ley  del

dólar, la Casa Blanca podrá estar tranquila, ya que seguirá conservando el

liderazgo  entre  los  gobiernos  del  tablero  internacional.  Algunos  autores

revelan  que  una  de  las  razones  secretas  para  desatar  la  guerra  contra  el

régimen  de  Sadam  Husein  fue  la  decisión  de  éste  de empezar  a  cobrar  el

petróleo  en  euros,  en  lugar  de  hacerlo  en  dólares. Según  esta  tesis,  si  el

líder iraquí se salía con la suya impunemente, los demás países productores

podrían  plantearse  también  empezar  a  usar  el  euro  (que,  por  otro  lado,

cumple hoy el mismo papel que las monedas fuertes de decenios atrás), lo

que a la postre haría que el sistema entero de control se tambaleara.

La  palabra  do  llar  es  de  origen  alemán.  Es  una  deformación  de  Thaler  o

Daler, a su vez abreviatura de Joachimsthaler. Lo que en España se conoció

como tálero, una moneda acuñada a partir del siglo XVI gracias a la plata

  extraída de la mina de Joachimstal, en lo que hoy es la localidad checa de

  Jachymov.  Esta  moneda  llevaba  grabada  en  una  de  sus  caras  la  efigie  de

san  Joaquín.  Los  reales  de  a  ocho  españoles,  conocidos  también  como

  táleros, llevaban impreso el famoso icono de la divisa estadounidense, una

especie  de  letra  s  cruzada  por  dos  barras  ($),  que no  era  más  que  Lina

  estilización de las dos columnas de Hércules, junto al lema 

Plus Ultra (Más allá) que hoy todavía figura en el escudo español.

Si examinamos el billete de dólar y nos fijamos en el anverso, veremos una

pirámide  truncada  que  posee  trece  escalones,  en  cuya  base  está  escrito  el

número 1776 con caracteres romanos. Corresponde al reverso del gran sello

de  Estados  Unidos.  La  explicación  oficial  de  su  simbología  es  que

  representa  a  los  trece  Estados  que  ese  año  firmaron  la  Declaración  de

  Independencia respecto a Inglaterra. No deja de resultar llamativo que trece

sea  el  número  de  grados  iniciáticos  de  la  orden  de los  Iluminados  de

  Baviera fundada en el mismo año. Encima de la pirámide y constituyendo

su  vértice,  apreciamos  el  clásico  ideograma  divino:  un  triángulo  radiante

con un ojo en su interior, el Ojo que Todo lo Ve. El mismo que utilizaron
los Illuminati para representar gráficamente su organización y que también

aparecía en las portadas de los textos jacobinos de la Revolución francesa.

Dos  lemas  escritos  en  latín  enmarcan  la  pirámide  con  el  ojo.  Por  arriba,

«Annuit  Coeptis»,  que  se  traduce  por  «El  (Dios,  ¿o quizá  "Ella",  en

  referencia  a  la  orden  Illuminati?)  ha  favorecido  nuestra  empresa».  Por

abajo,  «Novus  Ordo  Seclorum»,  es  decir,  «Nuevo  orden  de  los  siglos».

Como  sabemos,  la  obsesión  por  imponer  un  nuevo  orden  mundial  es

bastante anterior a los encendidos discursos de Adolf Hitler al respecto o de

George Bush padre, cada uno de los cuales utilizó la misma expresión en su

época,  pero  en  el  billete  de  dólar  se  muestra  públicamente  y  sin  ningún

recato.

La  frase  más  conocida  del  billete  es  «In  God  we  trust»  (En  Dios

  confiamos).  ¿En  qué  Dios,  en  realidad?  La  sociedad norteamericana  se

  caracteriza por su alto grado de puritanismo, que nació en el Reino Unido

siglos  atrás  a  partir  del  protestantismo  e  introdujo  una  versión  más

  materialista de la evolución espiritual. En contraposición al dogma católico

de que los  pobres  eran los  preferidos de Dios  y,  por  tanto, de  que es  más

fácil  que  un  camello  pase por  el  ojo  de una  aguja  que un  rico  entre  en  el

reino de los cielos, los protestantes en general y los puritanos en particular

replicaron que una vida próspera en la tierra no tenía por qué significar la

  condenación futura, sino todo lo contrario. Negando la posibilidad de que

el hombre pudiera escapar a la predestinación (y de que por tanto, hiciera lo

que hiciese, al final de su vida se salvaría o no según lo hubiera decidido

Dios de antemano), muchos apoyaron la idea de que el enriquecimiento era

  equivalente a la aprobación de la divinidad, que se complacía así en tratar

bien a sus preferidos, como una especie de prólogo a la felicidad eterna que

les esperaba tras la muerte.

Esta  idea,  sumada  a  las  oportunidades  que  se  abrieron  en  el  nuevo

  continente a todo el que mostrara la suficiente ambición, ideas y fortaleza

para  salir  adelante,  degeneró  con  rapidez  y  acabó  convertida  en  un

  auténtico culto al dinero que aparece parodiado en la película They Uve! de

John  Carpenter,  en  la  que un  obrero  mal  pagado  descubre unas  gafas con

las  que  observa  los  mensajes  subliminales  que  se  esconden  en  los

  periódicos, las revistas, las vallas publicitarias y el mismo papel moneda, y

que  no podemos  apreciar porque  una  extraña  raza  de infiltrados  mantiene

  hipnotizada a la sociedad. Cuando no lleva las gafas, el billete de dólar le

parece normal, pero al ponérselas lo que ve es un trozo de papel en blanco
en  el  que  figuran  mensajes  escritos  como  Compra,  Consume  o,  más

  específicamente, Este es tu Dios.

  Existen, por otra parte, un par de lecturas alternativas al «In God we trust».

La  primera  de  ellas  supone  una  elipsis  en  la  frase «In  God  we  (have  the)

Trust», que se podría traducir por «En Dios (tenemos el) trust» (donde trust

es  «corporación  financiera»  o  «negocio»).  Y  la  segunda,  más  sencilla  y

  extendida, «In gold we trust»; esto es, «En el oro confiamos». Esta última

versión fue el motivo de una famosa equivocación cometida en la Reserva

  Federal,  que  estuvo  a  punto  de  distribuir  varias  series  de  billetes  con  el

«oro» (gold) en lugar de «Dios» (God) como protagonista del lema. Unos

empleados  se  dieron  cuenta  a  tiempo  y  se  pudo  recoger  todo  el  papel

moneda antes de que llegara al bolsillo de los ciudadanos. 

Por último, existe un dibujo en el dólar estadounidense que corresponde a

la otra cara del sello nacional, el águila real calva. El águila es un clásico

signo  imperial.  Desde  las  legiones  romanas  hasta  la  guardia  de  Napoleón

  Bonaparte,  pasando  por  los  tercios  de  Carlos  V,  todos  los  ejércitos

  europeos  y  americanos  con  vocación  expansionista  han  coronado  sus

banderas  y  estandartes  con  este  hermoso  animal,  relacionado  en  la

  mitología  con  la  tradición  solar.  Existe  la  teoría de  que  esta  águila

  simboliza,  a  su  vez,  el  ave  Fénix,  el  legendario  pájaro  que,  cuando

envejece,  se  inmola  hasta  quedar  reducido  a  cenizas,  de  las  que  poco

después renacerá fuerte y joven con un nuevo cuerpo.

«En todo caso, el águila se presenta con las alas desplegadas y en sus patas

lleva dos símbolos contradictorios. En la derecha, una rama de olivo (con

trece  hojas)  representando  la  paz  y  en  la  izquierda  un  puñado  de  flechas

(trece,  de  nuevo),  representando  la  guerra.»  En  teoría  ello  indica  que  la

nación  estadounidense  puede  ser  indistintamente  benevolente  o  belicosa

con el resto de los países del mundo. Aunque, por otra parte, hay quien ha

querido relacionar el origen judío de la familia de Weishaupt con el hecho

de que sobre la cabeza del águila aparece una constelación de trece estrellas

que  forma  el  símbolo  de  la  estrella  de  David,  el  signo  de  Israel,  en  el

interior  de  una  nube.  A  estas  alturas  ya  no  nos  sorprenderá  que  el  águila

muestre sobre el pecho un escudo compuesto por trece barras.

El billete de un dólar no es el único que ofrece semejantes curiosidades. A

raíz de los atentados del 11S se distribuyó por Internet un curioso ejercicio

de  papiroflexia  con  el  billete  de  20  dólares,  que  dejó  estupefacto  a  todo

aquel  que  quiso  hacerlo.  Se  trataba  de  plegar  un  billete  nuevo  hasta
conseguir una especie de avioncito de papel en el que se podía contemplar,

por una cara un dibujo parecido al Pentágono en llamas y por la otra, una

imagen de las Torres Gemelas del World Trade Center en llamas. No sólo

eso,  practicando  un  simple  pliegue  en  acordeón  sobre  el  billete,  se  puede

leer  «Osama»  en  su  parte  superior.  La  pregunta  es: ¿Cuáles  son  las

  posibilidades matemáticas de que tres pliegues en un billete de 20 dólares

  contengan accidentalmente una representación de dos ataques terroristas y

además el nombre del supuesto autor de los atentados?

Puestos a buscar simbolismos, se ha llegado a sugerir que la misma forma

del  Pentágono,  el  centro  de  poder  militar  más  importante  del  mundo,  es

demasiado singular. Si estiramos los ángulos del edificio en un ejercicio de

  imaginación  veremos  cómo  aparece  una  estrella  de  cinco  puntas,

  disimulada  en  su  forma  geométrica  actual.  En  la  tradición  ocultista,  este

tipo  de  estrella  significa  dos  cosas.  Si  tiene  una punta  hacia  arriba,  dos

abajo y dos a los lados, es el símbolo del hombre espiritual, tal y como lo

dibujó  Leonardo  da  Vinci  en  su  famoso  Estudio  de  las  proporciones  del

cuerpo humano. Si tiene una punta hacia abajo, dos arriba y dos a los lados,

es el símbolo del Diablo representado por un macho cabrío, con la barba en

la punta inferior, los cuernos en las superiores y las orejas en los laterales.

  Volviendo  al  dólar,  ¿durante  cuánto  tiempo  más  continuará  siendo  el

  protagonista de las finanzas internacionales? Quizá no tanto como parece,

al  menos  en  términos  históricos.  La  puesta  en  marcha  del  euro  ha  creado

  aparentemente una importante competencia, y tampoco hay que olvidar la

fuerza del yen japonés en los mercados asiáticos. Desde hace varios años,

diversos especialistas monetarios abogan incluso en público por una futura

  fusión de las tres monedas en una sola, que se convertiría prácticamente en

la  moneda  mundial,  ya  que  ninguna  economía  de  ningún  país  del  mundo

podría hacer frente ni rechazar el resultado de esta triple alianza.

En ese sentido, resulta llamativa la «falta de alma» denunciada por muchos

  diseñadores  en  los  billetes  de  euro.  Si  existe  algún  continente  que  haya

alumbrado  grandes  artistas,  filósofos,  literatos,  científicos  e  incluso

políticos  cuya  imagen  podría  ilustrar  una  serie  de billetes,  ése  es  Europa.

Sin embargo, en nuestro papel moneda apenas se ve otra cosa que puentes

y fachadas arquitectónicas, tristes y solitarios, sin ningún elemento humano

en  ellos.  El  contraste  con  los  simbolismos  del  dólar  es  evidente  hasta  el

punto  de  que  hay  quien  ha  llegado  a  sugerir  que  eso  precisamente  es  el

indicio más claro del carácter provisional del euro como moneda.
  Caiga quien caiga


Para  mantener  el  control  del  dólar  y,  por  medio  de él,  el  de  la  economía

  mundial,  los  Illuminati  están  dispuestos  a  lo  que  sea.  Recordemos  el

  magnicidio de Kennedy. O el de tantos otros líderes políticos que durante el

último  siglo  murieron  víctimas  siempre  de  «tiradores  solitarios».  Eran

todos de muy diverso pelaje político, pero tenían algo en común: su deseo

de tomar decisiones autónomas, sin seguir los dictados de ningún grupo de

poder específico. Es el caso de Martin Luther King, el Premio Nobel de la

Paz  de  1964  y  defensor  de  los  derechos  civiles  de  los  negros

  norteamericanos  en  un  momento  en  el  que  los  disturbios  raciales

  amenazaban con sumir Estados Unidos en una auténtica guerra urbana sin

  precedentes. Imitando el estilo del Mahatma Gandhi, Luther King defendía

la  necesidad  de  resolver  los  problemas  «a  través  del  amor  y  la  buena

  voluntad,  luchando  contra  la  injusticia,  con  un  corazón  y  una  mente

  abiertos». Un mensaje que no resultaba muy del agrado de los Illuminati.

A finales de marzo de 1968, en la ciudad de Memphis, Tennessee, Martin

Luther  King  organizó  una  concentración  pacífica  que  degeneró  en  un

violento  motín,  según  los  testigos  por  culpa  de  un grupo  de  agitadores

negros llamados Los Invasores que no estaban de acuerdo con su estrategia

y  querían  «la  guerra  abierta  contra  los  blancos».  Luther  King  escapó  por

muy  poco  a  la  agresión  gracias  a  sus  guardaespaldas  y,  molesto  por  lo

  ocurrido,  programó  una  nueva  visita  a  la  misma  localidad  a  primeros  de

abril. Los periodistas negros le criticaron duramente, primero por su «huida

  vergonzosa»  del  primer  acto  y  luego  porque  a  su  vuelta  había  decidido

  hospedarse  en  «el  Holliday  Inn,  propiedad  de  blancos,  y  no  en  el  motel

  Lorraine,  propiedad  de  negros».  Conciliador  como  de  costumbre,  King

anuló la reserva en el primer establecimiento para alojarse en el segundo.

Tres días antes de la visita, alguien que se identificó como miembro de su

cuerpo  de seguridad se  presentó  en la  recepción del  Lorraine y  cambió  la

  habitación  prevista  en  la  planta  baja  del  establecimiento  por  otra  en  la

  segunda.  El  único  acceso  a  esa  habitación  era  a  través  de  una  terraza

  exterior.  Más  tarde,  se  descubriría  que  ninguno  de los  encargados  de  su

seguridad  había  hecho  esa  solicitud.  La  mañana  del día  4,  Luther  King

comentó en público que «todos debemos pensar en la muerte siempre. Yo

ahora pienso en mi propio funeral». Seis horas después de pronunciar estas

palabras,  Martin  Luther  King  fue  alcanzado  por  un  francotirador,  justo

cuando se  encontraba  en la terraza  del segundo piso  del  motel:  un blanco
perfecto  para  un  experto.  Uno  de  sus  colaboradores,  Marrel  McCullough,

señaló la ventana del cuarto de baño de una casa cercana, asegurando que

el  disparo  había  venido  de  allí,  y,  en  efecto,  se  pudo  ver  a  un  hombre

huyendo  con  una  bolsa  de  deporte,  que  acabó  abandonando  en  la

  persecución  a  la  que  fue  sometido.  En  su  interior  estaba  el  rifle  que  le

disparó y algunos efectos personales. El hombre subió a un coche y huyó.

Poco  después  el  FBI  había  «resuelto»  el  caso  con  la  detención  de  James

Earl  Ray,  un  criminal  de  poca  monta,  ya  fichado  y  con  antecedentes

penales:  el  clásico  culpable.  Pero  no  se  halló  justificación  alguna  para  el

  asesinato y, además, Ray había sido capturado cuando realizaba un extraño

periplo.  Tras  el  atentado,  había  viajado  en  avión  desde  Memphis  hasta  la

ciudad canadiense de Toronto, de allí a Londres, de la capital británica a la

  portuguesa,  desde  Lisboa  regresó  a  Londres  de  nuevo  y  fue  detenido

cuando se disponía a embarcar rumbo a Bélgica. Nadie supo explicar qué

hacía ni de dónde había sacado el dinero para pagar los gastos del viaje, ya

que carecía de ingresos regulares conocidos. Extraditado a Estados Unidos,

el  fiscal  encargado  del  caso,  Percy  Foreman,  le  presionó  para  que  se

  declarara culpable y se librara de la ejecución, sustituyéndola por la cadena

  perpetua.

Años después, Ray empezó a decir que él no había matado a Martin Luther

King, sino que había sido reclutado para una operación de contrabando de

armas.  Implicó  a Jules  Ricco  Kimble,  un  individuo  vinculado  al  Ku  Klux

Klan,  que  tras  varios  interrogatorios  confesó  haber  participado  en  una

  conspiración  de  la  que  Ray  era  sólo  un  «cabeza  de  turco».  Según  su

versión, a Luther King le disparó un hombre con uniforme de la policía de

  Memphis, que era en realidad un agente de la CIA. Las autoridades echaron

tierra  sobre  el  caso,  calificando  esas  declaraciones  de  «bonita  película  de

  ficción»,  ya  que  Ray  era  «un  consumado  racista  y  delincuente,  cuyas

  huellas dactilares estaban bien marcadas en el rifle del que salió la bala que

mató a Luther King».

Pero los detalles chocantes están ahí. Como el hecho de que el agente del

FBI encargado de la vigilancia de King fuera el mismo que luego se ocupó

del  expediente  de  James  Earl  Ray.  O  las  conclusiones  del  Comité  de

  Investigación de Asesinatos de la 

  Cámara,  que  en  1979  demostró  que  Ray  no  pudo  actuar  solo,  puesto  que

recibió  ayuda  económica  en  los  meses  previos  al  crimen.  O,  lo  más

  sospechoso  de  todo,  que,  en  1998,  el  condenado  apareciera  en  la  prensa
  estrechando  la  mano  de  un  sonriente  hijo  de  Luther King  mientras

anunciaba  que  había  llegado  a  un  acuerdo  con  la  familia  para  reabrir  la

  investigación, aportando datos nunca revelados sobre la conspiración que le

había  utilizado...  y  poco  después  muriera  víctima  de  una  súbita  cirrosis

hepática.

Otro  magnicidio  sorprendente  fue  el  del  secretario general  del  Partido

  Laborista  de  Israel  y  primer  ministro  en  ejercicio,  Isaac  Rabin.  El  4  de

noviembre  de  1995  fue  víctima  de  un  atentado  mortal  tras  el  mitin  que

  ofreció a sus partidarios en la plaza de los Reyes de Jerusalén y en el que

insistió en su oferta de llegar a un acuerdo de paz con los palestinos. ¿Paz

en Oriente Medio? Eso no estaba contemplado en el plan de los Illuminati

para la región.

Un fanático integrista judío llamado Yigal Amir fue acusado y condenado

por  el  crimen,  aunque  Leah  Rabin,  viuda  del  primer ministro,  llegó  a

afirmar en una entrevista en la televisión israelí que estaba convencida de

que su marido no fue asesinado por Amir. ¿Cómo se explica que uno de los

hombres más protegidos del mundo (entre siete y veinte guardaespaldas se

  encontraban  en  el  lugar  de  los  hechos,  en  un  país  de  especialistas  en

  seguridad, que ha padecido el mayor número de atentados terroristas de la

historia) pueda ser tiroteado con tanta facilidad? Poco después de expresar

en voz alta su opinión, se agravó el cáncer que padecía desde hacía años y

falleció  súbitamente  en  el  año  2000.  Su  hija  Dalia,  que  piensa  lo  mismo,

contrajo curiosamente la misma enfermedad.

En  ;Quién  asesinó  a  Isaac  Rabin?,  el  investigador  judío  Barry  Chamish

  examina  todos  los  detalles  que  no  cuadran.  Entre  ellos,  el  hecho  de  que

Rabin  no  llevara  chaleco  antibalas  pese  a  las  recientes  amenazas  de

  atentado o que el Shabak, el Servicio de Inteligencia, ordenara desarmar los

detectores de metales en el mitin, aparte de que su director, Carmi Gillon,

se encontraba justo en París cuando todo ocurrió. O que, en medio de todas

las medidas de seguridad, Amir pudiera llegar a disparar hasta cinco veces

según  los  testigos,  antes  de  ser  reducido  por  unos guardaespaldas  que

gritaban «es un arma de juguete, no es real», mientras empujaban a Rabin

al interior del coche oficial. Un coche conducido, además, no por el chófer

  habitual,  sino  por  otro  distinto,  que  se  dirigió  hacia  el  cercano  hospital

  Ichilov  sin  acelerar  demasiado.  Pese  a  las  graves  heridas  de  Rabin,  un

  trayecto que según conductores expertos podía haberse completado en dos

  minutos, como mucho, duró al menos ocho largos y decisivos minutos... en
los  que  a  nadie  se  le  ocurrió  avisar  por  teléfono  al  hospital  a  fin  de  que

  estuvieran  preparados  para  atender  de  urgencia  al  primer  ministro,  que

falleció finalmente en el centro hospitalario.

Dos  meses  después  del  asesinato  salió  a  la  luz  pública  una  sorprendente

  filmación  del  magnicidio  realizada  por  un  aficionado,  como  la  película

  Zapruder  en  el  caso JFK.  Chamis  subraya  que en las imágenes  se  aprecia

cómo Amir dispara con la mano izquierda, aunque es diestro. Se ve a Rabin

  volviéndose  con  curiosidad  y  relativa  tranquilidad tras  oír  el  primer

disparo,  sin  identificar  el  ruido  ni,  desde  luego, sentirse  herido.  Antes  de

que  le  obliguen  a  introducirse  en  el  coche,  por  la puerta  derecha,  se  ve

cómo  se  cierra  la  de  la  izquierda,  como  si  alguien estuviera  ya  en  su

interior, ¿tal vez su verdadero asesino?

Antes  de  morir,  Leah  Rabin,  que  apoyaba  las  teorías  «conspiranoicas»  de

  Chamish, relató que, cuando se oyeron los disparos, los agentes del Shabak

se la llevaron en volandas a las dependencias de su organización en lugar

de dejarla ir con su marido. La última vez que lo vio vivo, al montar en el

coche,  le  pareció  que  «estaba  bien».  En  el  trayecto,  mientras  ella

  preguntaba  a  los  agentes  qué  había  ocurrido,  ellos se  limitaban  a

  responderle: «No es real.» Pero nunca le respondieron a qué se referían. 

Otro  caso  de  magnicidio  tan  reciente  como  confuso  es  el  de  la  popular

  política  sueca  Anna  Lindh,  apuñalada  el  11  de  septiembre  de  2003,

mientras realizaba, sin escolta, unas compras en unos grandes almacenes de

  Estocolmo.  Olof  Svensson,  un  ciudadano  con  antecedentes  policiales,

carácter  violento,  problemas  con  el  alcohol  y  las  drogas  y  trastornos  de

  personalidad, fue detenido, juzgado y condenado por ese asesinato a cadena

  perpetua,  posteriormente  sustituida  por  su  ingreso en  un  psiquiátrico.  El

viudo de Lindh, el antiguo ministro de Interior, Bo Homlberg, aseguró que

la muerte de su mujer pudo haberse evitado y se quejó de la actitud de la

policía secreta sueca, la SAAPO, por no haber hecho caso de los informes

que  aconsejaban  mayor  protección  oficial  para  ella,  ya  que  había  sido

  amenazada de muerte sólo dos semanas antes de lo ocurrido.

Los  ciudadanos  suecos  ya  habían  sufrido  una  conmoción  similar  con  el

  asesinato  en  parecidas  circunstancias  del  entonces primer  ministro  Olof

  Palme  en 1986.  Tras  una investigación  de  muchos  años, el  único acusado

hasta  ahora  ha  sido  un  sueco  alcohólico  y  toxicómano  llamado  Christter

Petersson,  al  que  absolvieron  por  falta  de  pruebas.  En  la  película  23,  de

Hans Christian Schmidt, basada en hechos reales publicados por la revista
alemana Spiegely se cuenta la historia de un grupo de piratas informáticos

alemanes  que  operaban  en  Hannover  a  finales  de  los años  ochenta.  El

  protagonista,  obsesionado  con  la  existencia  de  los Illuminati  y  lector

  empedernido  de  la  novela  Las  máscaras  de  los  Illuminati,  de  Robert  A.

"Wilson,  consigue  infiltrarse  en  las  redes  informáticas  del  gobierno  y  el

  ejército, y empieza a vender información sobre la industria nuclear al KGB,

antes  de  descubrir  que  muchos  de  los  más  llamativos  sucesos

  contemporáneos  transcurren  en  torno  al  número  23.  Empezando  por  el

  asesinato  de  Palme  a  las  23.23  horas.  Otro  cineasta,  el  sueco  Kjell

  Sundvall, rodó El último contrato, un thriller en el que un policía encargado

de las investigaciones del asesinato de Palme descubre una compleja red de

  conspiraciones que llegan a lo más alto del poder político, pero al que sus

jefes no le dejan proseguir la investigación hasta el final.

En  mayo  de  2002,  durante  la  campaña  para  los  comicios  generales  en

  Holanda,  también  fue  asesinado  el  controvertido,  carismático  y,  según

todas  las  encuestas,  gran  favorito  para  la  victoria  final,  el  candidato  de  la

  ultraderecha,  Pym  Fortuyn.  Entre  otras  cosas,  Fortuyn  defendía  la  salida

  inmediata de Holanda de la Unión Europea, así como el cierre de fronteras

a  la  inmigración.  Un  «ecologista  de  personalidad  compulsiva»  llamado

Volkert  van  der  Graaf  le  asesinó  días  antes  de  las elecciones  y  fue

  condenado a veinte años de cárcel. 

La  lista  es  interminable,  pero  no  afecta  sólo  a  grandes  personalidades.

  Etimológicamente, un magnicidio es un asesinato magno, o grande, pero su

enormidad puede entenderse tanto en cualitativo, alguien importante, como

en  lo  cuantitativo,  una  gran  cantidad  de  personas. Los  Illuminati  son

  expertos en ambas especialidades.



El misterio del 11


No cabe ninguna duda de que los salvajes atentados del 11 de septiembre

de  2001,  y  esa  especie  de  «segunda  parte»  en  Madrid  el  11  de  marzo  de

2004, han marcado un antes y un después en las relaciones internacionales

y  los  equilibrios  de  poder  el  mundo,  aproximándonos  a  ese  tercer

  enfrentamiento  mundial  del  que  hablaran  los  Illuminati  en  sus  cartas  del

siglo  XIX  No  tenemos  mucho  espacio  para  tratar  estos  atentados,  pero  lo

que  está  claro  es  que  la  versión  oficial  de  lo  ocurrido  en  el  2001  se

  desmorona  a  poco  que  se  examine  de  cerca.  Como  recuerda  José  María
Lesta en Golpe de Estado mundial: existen «literalmente decenas de datos

que aportan serias dudas sobre los acontecimientos sucedidos» y el menos

chocante de ellos no es la publicación, bastante antes de que se produjeran

los acontecimientos, de una novela llamada Operación Hebrón firmada por

un  ex  agente  del  Mossad,  el  servicio  secreto  exterior  de  Israel,  que  dijo

haberse  inspirado  en  informes  preventivos  de  la  CIA  para  redactarla.  En

esa  novela  ya  se  describía  una  serie  de  ataques  aéreos  terroristas  a  las

Torres  Gemelas,  el  Pentágono,  el  Capitolio  y  la  Casa  Blanca.  A

  continuación reseñamos sólo unos pocos hechos extraños, escogidos al azar

de entre muchos otros que no terminan de encajar.

1.  Ariel  Sharon,  que  se  disponía  a  realizar  su  primera  visita  a  Estados

Unidos tras alcanzar el cargo de primer ministro israelí, suspendió el viaje

dos días antes de los atentados por imperativa recomendación del Shabak.

Las  agencias  de  seguridad  de  medio  mundo,  incluyendo  la  israelí,  la

francesa  y  la  vaticana,  alertaron  a  Washington  de  que  algo  muy  extraño

pero peligroso se estaba preparando. 

2.  Todos  los  pilotos  comerciales  consultados  tras  los  ataques

  concluyeron  que  era  imposible  que  unos  secuestradores  con  unas  pocas

horas  de  vuelo  en  pequeñas  avionetas  pudieran  haber  impactado  como  lo

hicieron con grandes aviones de pasajeros. Eso requiere, dijeron, «muchos

años de experiencia» o una radiobaliza que teledirija la ruta.

3.  Se calcula que el World Trade Center daba trabajo cada día a más de

  53000 personas, sin contar los empleados de nivel inferior, muchos de ellos

  inmigrantes  no  censados  que  trabajaban  temporalmente.  A  la  hora  en  que

se produjeron los ataques se calcula que debía haber como mínimo unas 20

000  personas  en  el  interior  de  las  Torres  Gemelas. Sin  embargo,  la  cifra

oficial de víctimas mortales, contando bomberos, policías y ciudadanos en

general afectados por el derrumbe posterior, no supera las 2 800. Si ése es

  verdaderamente  el  número  de  muertos,  ¿dónde  están  todos  los  demás

  trabajadores habituales?, ¿faltaron justo ese día?

4.  El  ataque  al  Pentágono  no  pudo  realizarlo  uno  de  los  aviones

  secuestrados,  que,  según  la  versión  oficial,  impactó  contra  la  fachada.

Aparte de ser uno de los edificios mejor vigilados y protegidos del mundo,

sus  propias  cámaras  de  seguridad  grabaron  una  explosión,  pero  en  las

  imágenes no se ve ningún avión. Ni siquiera las alas o la cola del aparato,

cuyos restos tenían que haber quedado en el exterior del edificio, dado su

tamaño, y no aparecen por ningún lado.
5.  Días  antes  de  los  atentados,  la  Bolsa  registró  movimientos

  especulativos muy característicos, que afectaron, entre otras, a las acciones

de  las  dos  compañías  aéreas  que  iban  a  sufrir  los  secuestros  aéreos,  a  la

empresa  Morgan  Stanley  Dean  Witter  &  Company  que  ocupaba  22  pisos

del  World  Trade  Center  y  a  los  grupos  de  seguros  involucrados,  Munich

Re, Swiss Re y Axa. Se calcula que las ganancias finales de los misteriosos

  inversores alcanzaron un valor de varios centenares de millones de dólares,

lo  que  oficialmente  constituye  el  «más  importante  delito  por

  aprovechamiento ilícito de informaciones privilegiadas jamás cometido».

Al  poco  tiempo  de  producirse  el  11S  alguien  descubrió  una  rara

  coincidencia  trabajando  con  su  ordenador  y  la  lanzó  de  in  mediato  a

  Internet en un correo electrónico que corrió como la pólvora. Se trataba de

teclear  la  siguiente  combinación  alfanumérica,  Q33NY,  y  a  continuación

  transcribirla  con  el  tipo  de  letra  llamada  Wingdings,  incluida  en  el

  procesador de textos de Microsoft. El asombroso resultado era:






¿Es lo que parece?, ¿un avión dirigiéndose contra las Torres Gemelas para

provocar la muerte, junto a la Estrella de David o símbolo de Israel, como

si fuera la firma del atentado? A poco de producirse este atentado, diversos

círculos de «conspiranoicos» escorados hacia la ultraderecha acusaron no a

grupos  integristas  islámicos,  sino  a  agentes  secretos  más  o  menos

  vinculados con los servicios secretos israelíes, que se habrían encargado de

manipular a los musulmanes para llevar a cabo el ataque. Y no olvidemos

la secuencia alfanumérica original, Q33NY, que ha llegado a ser traducida

como  «Quando»  (cuándo  en  latín),  «33»  (el  grado  33 y  el  más  alto  de  la

  masonería) «NY» (Nueva York) o, un paso más allá: «Cuando el grado 33

ataque Nueva York.»

Parece una interpretación ciertamente paranoica, pero lo que ocurre con el

número 11 sí que es sospechoso. En numerología, este número encarna los

  conceptos de vergüenza y castigo. Así, tenemos algunas «coincidencias» de

  interés,  como  que  a  los  11  girifaltes  nazis  condenados  a  muerte  en  los

juicios de Nüremberg se les hiciera subir a un patíbulo con 11 escalones o

que el político italiano Aldo Moro (que apoyaba una política para Oriente

Medio  muy  distinta  a  la  que  aplicaban  las  instancias  internacionales)  fue
  secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas con 11 tiros. Pero en el caso

que nos ocupa la saturación de onces va más allá de lo imaginable.

Los atentados del 11S se produjeron exactamente 11 años después de que

George Bush padre declarara la guerra a Irak el 11 de septiembre de 1990.

  Muchos  nombres  relacionados  con  los  sucesos  también  tienen  11  letras,

como George W. Bush, Colin Powell, El Pentágono, y también la versión

  inglesa  The  Pentágona  New  York  City,  que,  por  cierto  está  en  el  estado

número 11 de la Unión; Afganistán; Arabia Saudí, lugar de nacimiento de

Bin Laden... y hasta el día de la independencia de Estados Unidos, que es el

4 de julio, o sea 4+7= 11. El primer avión que se estrelló contra las Torres

  Gemelas  era  el  vuelo  AA  (American  Airlines)!  1,  y  el  segundo  llevaba  a

bordo  65  personas  (6+5=11).  El  número  de  teléfono  de  emergencias

  norteamericano es el 911 y a partir del 11 de septiembre quedan 111 días

para que termine el año. Cada una de las Torres Gemelas tenía 110 pisos y,

si se las contemplaba desde lejos, parecían dos unos juntos... En el primer

  aniversario de los ataques terroristas, los números que ganaron la lotería de

Nueva York fueron: 911.

En cuanto al 11 de marzo en España, el ataque se produjo tres años después

o, quizá mejor, 911 días después. El recuento final de víctimas mortales en

los atentados ferroviarios fue de 191. El número de emergencias en España

es el 112 (interpretable como 11 por segunda vez). La suma de los dígitos

de la fecha del atentado es l1+03+2004=1 + 1+3+2+4=11.

  Illuminaten, el nombre original en alemán de los Illuminati, también tiene

11 letras. Y Adam Weishaupt nació el 7 de febrero de 1748. La suma de los

números que componen esta fecha es 7+2+1+7+4+8=29 y 2+9=11.

Por  otra  parte,  en  febrero  de  2003,  la  Corporación para  el  Desarrollo  del

Bajo  Manhattan  seleccionó  el  proyecto  para  la  construcción  del  complejo

que  sustituirá  a  las  Torres  Gemelas  de  Nueva  York  en  el  enorme  y

  dramático  solar  donde  en  su  día  se  levantó  el  World  Trade  Center.  El

  proyecto  elegido  fue  el  del  arquitecto  Daniel  Libeskind,  cuyo  diseño

incluye  el  que  será  el  edificio  más  alto  del  mundo:  una  torre  acristalada

  terminada en una antena que alcanzará una altura de 1 776 pies. Es la fecha

de la constitución de los Illuminati, aunque quede camuflada tras el año de

la  declaración  de  independencia  de  Estados  Unidos. El  complejo  final

incluirá  la  Cuña  de  la  Luz,  una  plaza  que  no  proyectará  la  sombra  de  los

edificios adyacentes todos los 11 de septiembre entre las 08.46 y las 10.28,

es  decir,  desde  que  impactó  el  primer  avión  hasta  que  se  derrumbó  la
segunda  torre.  De  esta  forma,  según  Libeskind,  «el sol  iluminará  sin

sombras este tributo eterno al altruismo y el valor». 



Los sucesores de Mengele


Muy  recientemente,  un  equipo  de  científicos  del  Instituto  Nacional  de

Salud  Mental  de  Estados  Unidos  que dirige  el  doctor  Barry  Richmond  ha

  anunciado  el  éxito  de  sus  experiencias  para  desarrollar  una  terapia  génica

en monos, que transforma a los clásicos primates juguetones en adictos al

  trabajo.  El  equipo  de  Richmond  ha  comprobado  que  para  ello  basta  con

  bloquear el gen D2, del que depende la recepción de la dopamina, un neuro

  transmisor  que  controla  estados  de  ánimo  como  la  motivación  y  el  placer

en las células del cerebro. Habitualmente, los monos de laboratorio trabajan

  motivados por una recompensa, comida o agua en cantidades extra. El éxito

de la terapia se confirmó cuando, al modificar sus receptores de dopamina,

los  monos  empezaron  a  trabajar  sin  descanso  y  sin  esperar  ninguna

  recompensa a cambio. El propio doctor Richmond ha recordado que «tanto

los  monos  como  los  humanos  son  propensos  a  esperar al  último  minuto

para terminar una tarea. No en vano somos primos hermanos evolutivos. El

caso  es  que  a  medida  que  se  aproxima  el  momento  de recibir  la

  recompensa,  los  dos  tipos  de  primates  se  comportan igual,  tienden  a

trabajar  mejor  y  cometer  menos  errores.  Cuando  no  es  así,  trabajan  con

menor  entusiasmo  y  mayor  lentitud».  Alterando  la  recepción  de  la

  dopamina,  «los  monos  trabajan  con  el  mismo  entusiasmo  cometiendo

menos  errores  desde  un  primer  momento  durante  un  período  aproximado

de  unas  diez  semanas;  después  hay  que  volver  a  actuar  sobre  el  neuro

  transmisor para reproducir el efecto, porque regresan a su estado original».

  Según Richmond, esta terapia, aplicada a humanos, «ayudará a las personas

cuya  disposición  y  capacidad  para  el  trabajo  haya  desaparecido  a

  consecuencia de una depresión». 

¿Sólo  a  ellas?  ¿Acaso  no  estamos  ante  uno  de  los  grandes  sueños  de  los

  Illuminati? Imaginemos un nuevo marco laboral para el futuro en el que los

  trabajadores, con sus receptores de dopamina alterados, produzcan con gran

  entusiasmo  y  eficacia  no  de  lunes  a  viernes,  sino  durante  diez  semanas

seguidas antes de tomarse un fin de semana de descanso y reprogramación

de sus neurotransmisores para engarzar un nuevo ciclo de diez semanas.
No  es  ciencia  ficción.  Todo  el  mundo  recuerda  los  experimentos  de  los

  científicos  nazis,  como  el  doctor  Josef  Mengele,  con  los  prisioneros  del

complejo  de  Auschwitz.  Sin  embargo  existen  crímenes  aún  peores,  los

  cometidos  por  científicos  y  gobiernos  de  países  democráticos  contra  sus

  propios ciudadanos. Existen numerosos ejemplos.

Aunque el asunto fue enterrado con rapidez por parte de las autoridades, en

1995  la  productora  británica  Twenty  TV  destapó  uno de  los  mayores

  escándalos de la investigación médica en el Reino Unido: la utilización no

consentida de mujeres y niños entre 1955 y 1970 en diversos experimentos

  nucleares  ordenados  por  sucesivos  gobiernos  británicos.  Las

  investigaciones  incluían  la  inyección  de  partículas  radiactivas  en  la

glándula  tiroides  de  al  menos  400  embarazadas  tratadas  en  centros

  hospitalarios de Liverpool, Londres y Aberdeen para estudiar su reacción, y

la  administración  de  altas  dosis  de  radiactividad  a  una  serie  de  pacientes

que  «de  todas  formas  sufrían  enfermedades  malignas incurables»  para

observar  cómo  les  afectaba  en  el  hospital  Churchill  de  Oxford,  y  la

inyección  de  yodo  radiactivo  en  una  veintena  de  mujeres  de  origen  indio

que no hablaban inglés y vivían en Coventry.

  Algunos  años  antes,  el  diputado  laborista  Ken  Livingston  confirmó  que

durante los gobiernos del laborista Harold Wilson y el conservador Edward

Heath  millones  de  británicos  sirvieron  de  conejillos  de  Indias  cuando

Londres  y  otras  doce  localidades  del  sur  de  Inglaterra  fueron  rociadas  en

  secreto  con  una  serie  de  tres  gérmenes  concretos,  en  un  ensayo  de guerra

  bacteriológica.  Según  el  entonces  ministro  de  Defensa  Michael  Portillo,

esos  experimentos  «no  presentaban  ningún  riesgo  para  la  salud  pública»,

pero  diversos  microbiólogos  consultados  al  respecto  opinaron  de  modo

  diferente, ya que los tres simuladores utilizados podían causar, y quién sabe

cuántos  casos  se  produjeron  en  aquella  época,  neumonía,  septicemia  y

  ofitalmitis a niños, ancianos y en general cualquier persona con el sistema

  inmunológico  debilitado.  En  un  ensayo  parecido  realizado  en  San

Francisco  en  1950,  al  menos  una  persona  murió  víctima  de  uno  de  esos

  agentes,  la  bacteria  Servatia  marcescens.  Otra  de  esas  bacterias,  la

  Escherichia  coli  157,  causó  una  veintena  de  muertes  en  Escocia  por  las

fechas en las que se denunció el experimento.

En Suecia, entre 1946 y 1951, más de 400 deficientes mentales, algunos de

ellos niños, fueron internados en el hospital Vipelhom de la ciudad de Lund

para  ser  utilizados  como  cobayas  en  el  estudio  de  la  prevención  de  la
caries. Se les suministró azúcar, chocolate y unos caramelos especialmente

  pegajosos. Los médicos analizaron la saliva de los pacientes 36 veces al día

durante los cinco años que duró el experimento. El ensayo, impulsado por

el  gobierno  socialdemócrata  de  la  época  como  «necesario  para  luchar

contra  un  problema  de  salud  pública»  como  la  caries,  provocó  terribles

dolores a sus víctimas, a las que no se les intervenía en la dentadura hasta

que  ésta  se  encontraba  muy  afectada.  Más  escandalosa  fue  la  política  de

  esterilización  forzada  con  el  fin  de  «eliminar  tipos  raciales  inferiores»

  promovida por el gobierno de Estocolmo entre 1936 y 1976. Se calcula que

unas 60 000 mujeres fueron esterilizadas a la fuerza durante esos cuarenta

años,  siguiendo  una  iniciativa  del  físico  Alfred  Petrén,  que  ya  en  1922

había  asegurado  que  «la  asistencia  a  los  retrasados  e  inútiles  en  los

  hospitales  cuesta  demasiado  caro  a  la  sociedad»,  por  lo  que  se  hacía

  «necesario» impulsar políticas para reducir su número.

Los  gobiernos  democráticos  de  Francia,  Austria,  Suiza  y  Noruega,  entre

otros,  también  reconocieron  haber  actuado  de  manera  similar.  En  el  caso

  francés,  según  la  investigación  de  Nicole  Dietrich,  al  menos  otras  15  000

mujeres fueron esterilizadas a la fuerza por motivos tan dispares como ser

  sordomudas,  haber  sido  violadas  por  sus  padres,  tener  un  carácter

  «agresivo» u obtener malas calificaciones escolares.

La  práctica  también  se  extiende  a  América.  En  Perú,  por  ejemplo,  el  ex

  presidente  populista  Alberto  Fujimori  y  tres  de  sus  ministros  de  Sanidad

fueron denunciados por genocidio ante el Congreso por dirigir un plan de

  esterilizaciones forzosas, camuflada como una campaña de «prevención de

  epidemias»,  que  afectó  a  más  de  200  000  mujeres,  la  mayoría  indígenas,

que  entre  1996  y  2000  fueron  tratadas  «bajo  presiones,  amenazas  e

  incentivos  con  alimentos  sin  que  fueran  debidamente  informadas»  de  las

  verdaderas  consecuencias  de  lo  que  les  estaban  haciendo.  Luz  Salgado,

Lina ex diputada del partido de Fujimori, dijo textualmente: «No por acusar

a Fujimori de genocidio van a decir que el método fue mal utilizado en el

país. Además, tampoco se puede decir que las 200000 mujeres esterilizadas

no están actualmente contentas.»

Y también en Estados Unidos se reconoce una cifra similar a la de Suecia,

unas  60  000  personas  esterilizadas  por  orden  de  las  autoridades,  aunque

con  la  diferencia  de  que  en  este  caso  el  sexo  era  indiferente:  se  practicó

tanto en hombres como en mujeres. La mayoría de ellos eran delincuentes,

  minusválidos y enfermos mentales. Un estudio elaborado por una comisión
  dirigida  por  el  senador  Ted  Kennedy  concluía  que  «las  historias

  comparativas de las campañas de esterilización en Estados Unidos y en la

Alemania  nazi  revelan  importantes  similitudes  de  motivación,  intención  y

  estrategia». En 1926, el juez Oliver Wendell Holmes apoyaba públicamente

esta práctica porque «es mejor para todo el mundo que en vez de esperar a

que se ejecute a sus descendientes por los crímenes que puedan cometer, o

que  mueran  por  su  imbecilidad  innata,  la  sociedad  impide  que  los

  manifiestamente inadecuados tengan descendencia».

No se trata sólo de esterilización. En 1997 la prensa denunciaba el uso de

niños  abandonados  y  deficientes  mentales  en  Ucrania  para  experimentar

con  ellos  una  serie  de  implantes  con  el  objetivo  de  «mejorar  su

  personalidad».  Por  las  mismas  fechas,  en  el  Reino  Unido  un  centenar  de

  afectados por enfermedades mentales como depresión o fobias denunciaron

a la Seguridad Social por haberlos tratado con el alucinógeno LSD sin su

  consentimiento, entre principios de 1950 y finales de los años sesenta. En

los últimos años se ha descubierto también que, durante la guerra del Golfo

de  1991,  Francia  usó  en  secreto  con  sus  propias  tropas  un  somnífero  no

  autorizado del laboratorio Lafon llamado Modafinil. Y el científico Claude

Got, ex director del Instituto de Investigaciones Ortopédicas y responsable

  científico  del  Centro  de  Estudios  de  Seguridad  y  Análisis  de  Riesgos,

  confirmó  que  varias  marcas  de  automóviles  como  Renault  y  Peugeot

habían utilizado durante los últimos treinta años unos 400 cadáveres, entre

ellos los de varios niños, para sus pruebas de seguridad vial. Mientras tanto,

en Estados Unidos, varios científicos confesaron haber utilizado a miles de

mujeres  embarazadas  de  la  República  Dominicana,  Tailandia  y  algunos

países  africanos  como  cobayas  para  experimentar  un remedio  eficaz  y

barato contra  el sida.  Pese  al  escándalo,  algunos  de  los  más  preeminentes

  expertos  norteamericanos  consideraron  «éticamente  válidas»  esas

  investigaciones.

El presidente norteamericano Bill Clinton tuvo que pedir perdón en nombre

del  gobierno  a  las  víctimas  del  Experimento  Tuskegee,  que  se  desarrolló

entre 1932 y 1972 y que si finalizó en esa fecha fue porque los medios de

  comunicación  descubrieron  y  denunciaron  su  existencia.  El  experimento

consistió en confirmar y documentar la evolución de la sífilis en unos 400

  varones de raza negra y pobres, que fueron tratados con placebos en lugar

de  con  medicamentos  por  el  Servicio  Público  de  Salud  del  gobierno

  federal. El título del documento elaborado por las autoridades sanitarias es
bastante  elocuente:  «Estudio  de  Tuskegee  sobre  la  sífilis  no  tratada  en  el

macho negro.» Por la misma época, la American Public Health Association

  (Asociación Americana de Salud Pública) exigió la indemnización a otros

20  000  ciudadanos  víctimas  de  diversas  pruebas  bioquímicas,  entre  ellos,

enfermos  mentales  inyectados  con  yodo  131  en  la  tiroides,  reclusos

  inoculados con hierro y fósforo, indios y esquimales tratados con el mismo

yodo radiactivo e incluso bebés a los que se inyectó cromo 50. 

  Según  sus  cálculos  finales,  entre  1905  y  1972  sólo en  Estados  Unidos  se

  experimentó  ilegalmente  y  por  orden  del  democrático  gobierno  de  turno

con  unos  70  000  seres  humanos,  sin  contar  las  víctimas  directas  y  las  de

  sucesivas  generaciones  de  las  explosiones  nucleares  en  Hiroshima  y

  Nagasaki.  En  esta  feria  de  los  horrores  científicos  existen  personajes  de

novela  como  el  profesor  de  neurología  de  la  Universidad  de  Cleveland,

Robert  J.  White,  que  desde  hace  años  trabaja  en  el departamento  de

  neurocirugía del Metropolitan General Hospital y al que sus colegas llaman

  Frankenstein White, porque una de sus principales líneas de investigación

pasa  por  el  trasplante  de  cabezas,  o  sólo  del  cerebro  si  no  fuera  posible

hacerlo  con  toda  la  pieza,  de  Lina  persona  a  otra. Este  médico  ha  sido

  acusado  de  haber  realizado  esos  trasplantes  en  gatos  y  monos  vivos  y  en

  cadáveres humanos en algunas instituciones médicas privadas de Ucrania.

  ¿Adónde  nos  lleva  este  catálogo  de  insensateces,  aparte  de  demostrarnos

que debemos permanecer muy alertas vivamos en el sistema político en el

que  vivamos?  En  1998,  el  genetista  estadounidense  Lee  M.  Silver,

  catedrático  de  la  Universidad  de  Princeton,  miembro  de  la  Asociación

  Americana  para  el  Avance  de  las  Ciencias  y  una  de  las  principales

  autoridades mundiales en biología molecular, explicaba que el ser humano

se enfrenta a un doble y muy real peligro científico en un futuro próximo.

En  primer  lugar,  la  implantación  en  algunos  animales  de  los  genes

  directores  de  la  inteligencia,  con  la  intención  de crear  especies  a  medio

camino  entre  el  hombre  y  la  bestia  para  dedicarlas a  determinadas  tareas

como la guerra o la exploración en ambientes extremos. En segundo lugar,

la división de la humanidad en dos «razas» definidas: una minoritaria, rica,

  inmune a las enfermedades, cada vez más cercana a la perfección física y a

la  inmortalidad,  y  otra  mucho  más  numerosa,  pobre  e  imposibilitada  para

  beneficiarse  de  todos  los  adelantos  científicos,  según  el  ideal  Illuminati.

  Según Silver, «lo que hoy parece una mera fantasía no sólo se hará realidad

en  unos  años,  sino  que  algunas  cosas  ya  se  están  haciendo  en  secreto»,  y
citó el caso de las técnicas de reproducción asistida: «Aunque no sea legal,

en Estados Unidos está permitido cualquier tipo de reproducción... siempre

que se haga en lujosas clínicas privadas. Sí, incluso la clonación.»



El arma definitiva


Como  hemos  visto,  la  ciencia  ha  proporcionado  a  los  Illuminati  armas

nunca  vistas  que,  sumadas  al  poder  generado  por  la política  y  sobre  todo

por  la  economía  y  las  finanzas,  pueden  permitirles llevar  planes  de

  dominación  final  hasta  el  último  extremo.  El  último  gran  experimento

ahora mismo en marcha para conseguirlo pasa por introducir un sistema de

  control que llevarían las personas en su propio cuerpo. 

  Imaginemos  la  posibilidad  de  llevar  siempre  encima toda  nuestra

  documentación  legal,  desde  la  tarjeta  sanitaria  al permiso  de  conducir,  y

todo  nuestro  dinero,  sin  temor  a  robos  o  pérdidas...  y  que,  además,

  podamos  estar  siempre  localizados,  sin  miedo  a  desaparecer  en  un

  accidente, un secuestro o víctimas de alguna enfermedad mental.

Y ahora dejemos de imaginar, porque esa posibilidad es real, existe ahora

mismo.  Aunque  en  un  estadio  primitivo,  este  «código  de  barras»  para

  humanos está funcionando ya en varios países de América. Se trata de un

  pequeño implante en forma de chip, que desarrolló inicialmente la empresa

Motorola  para  Master  Card  sobre  la  idea  de  crear  una  tarjeta  de  crédito

  personalizada e intransferible con el nombre de Mondex Smartcard («Mon»

de  money,  dinero,  y  «Dex»  de  dexterity,  o  destreza.  Smartcard  significa

«tarjeta  inteligente»).  En  la  actualidad,  más  de  250  corporaciones  de  una

  veintena  de  países  están  involucradas  en  la  distribución  del  implante  o

  verichip,  que  desde  1999  comercializa  la  empresa  Applied  Digital

  Solutions.  Según  la propia publicidad de sus  fabricantes, el  verichip  mide

unos 7 mm de largo por 0,75 mm de ancho, más o menos el tamaño de un

grano  de  arroz,  y  se  inserta  bajo  la  piel  de  forma rápida  e  indolora.

  Contiene un transponder y una batería de litio recargable. El transponder es

el  sistema  de  almacenamiento  y  lectura  de  información,  y  la  batería  se

recarga  a  través  de  un  circuito  que  produce  una  corriente  eléctrica  con

  fluctuaciones  de  la temperatura del  cuerpo  cuando  se pone la mano  sobre

un cargador especial. Una vez insertado, el implante no puede ser extraído

sin  un  grave  riesgo  para  su  portador,  pues,  dada  su  fragilidad,  podría

quebrarse  y  descargar  los  restos  de  litio  que  al  verterse  en  su  cuerpo  le
  conducirían  a  la  muerte.  Cada  verichip  tiene  un  único  número  de

  identificación compuesto por 16 dígitos y «se ofrece por un coste módico»

de aproximadamente 150 dólares más IVA.

El gobierno mexicano es un ejemplo del uso y promoción de lo que en un

  principio fue bautizado como el Ángel digital, pues a mediados de julio de

2004  se  creó  el  Centro  Nacional  de  Información  mexicano,  y  tanto  el

  procurador  Rafael  Macedo  de  la  Concha  como  sus  colaboradores

  inmediatos  se  implantaron  un  verichip  con  el  fin  de  que  «la  Procuraduría

General de la República entre en una nueva etapa tecnológica de eficacia y

  seguridad».  Ya  en  2001  el gobierno  británico  se planteó  la  posibilidad  de

  utilizarlo para localizar personas con enfermedades o desórdenes mentales.

Y, en marzo de 2002, el senador brasileño Antonio de Cunha Lima se hizo

insertar  uno  «para  el  control  médico  de  mis  constantes  vitales  y  para

  demostrar  a  los  ciudadanos  de  Brasil  y  del  mundo  que  esta  tecnología  es

  segura».

El  primer  chip  oficial  del  mundo  fue  el  de  Kevin  Warnick,  jefe  del

  departamento de cibernética de la Universidad de Reading, Inglaterra, que

en agosto de 1998 se dejó implantar uno durante diez días para estudiar la

  reacción de su organismo ante ese elemento. Pero en 1996 ya se hablaba de

las  pruebas  con  implantes  realizadas  en  una  decena de  reclusos  de

California  para  forzarlos  a  entrar  en  un  estado  de letargo  que  reducía  su

  agresividad y los llevaba a dormir hasta 22 horas al día. Y de los extraños

  experimentos  de  la  British  Telecom,  que,  con  el  nombre  de  Soul  Catcher

  (Cazador de almas), pretendía instalar un microchip en el cráneo, justo tras

los  ojos,  para,  según  el  doctor  Chris  Winter,  «grabar  los  pensamientos  y

  sensaciones  de  una  persona  durante  toda  su  vida  y  poder  reproducirla,

  resucitarla en cierto modo, tras su muerte física».

  Después de leer lo anterior resulta especialmente inquietante que el mayor

  magnate  de  la  informática  mundial,  Bill  Gates,  acabe  de  adquirir  en

  Estados Unidos la patente del uso de la piel para transmisión de datos. Esa

patente se llama «Método y manera de transmitir energía y datos utilizando

el  cuerpo  humano»,  y  permitirá  avances  de  telecomunicación  tan

  espectaculares como el hecho de que un individuo con un chip insertado en

la  mano  pueda  pasar  su  historial  sanitario  a  su  médico  con  un  simple

apretón  de  manos  (lo  que  ya  consiguió IBM  en una demostración  pública

en 1996, aunque entonces el chip con la información no se llevaba todavía
bajo  la  piel, sino  en unas  tarjetas  adosadas  a  la palma  de  la  mano), o que

una persona pueda hablar por teléfono móvil a través de unos pendientes.

Su capacidad personal de trabajo, su voracidad empresarial con Microsoft y

sus enormes ganancias acumuladas en un sector en el que actúa a menudo

con ínfulas de monopolio (bajo acusación constante de prácticas irregulares

y sometido a numerosos juicios en su contra), hacen que Bill Gates sea en

la  informática  lo  que  los  Rothschild  en  la  banca  y los  Rockefeller  en  el

  petróleo.  Por  otra  parte,  pese  a  que  la  mayoría  de los  ordenadores  del

mundo no podrían funcionar hoy día sin su trabajo innovador y visionario,

Gates es un personaje tan envidiado y admirado como odiado. No hay más

que  pasear  por  Internet  y  encontrarse  con  páginas  literalmente  tituladas

  «Destruir  Microsoft»,  «Odio  a  Gates»  y  otras  aún  más  agresivas.  Un

candidato perfecto para la infiltración Illuminati.

Nacido  en  Seattle  en  1955,  estudió  en  la  prestigiosa  Universidad  de

Harvard  y  en  1976  comenzó  su  brillante  carrera  uniéndose  a  un  grupo  de

jóvenes  informáticos  que  se  buscaban  la  vida  como  podían  en  la  recién

nacida  industria  de  los  ordenadores  personales.  Fundó  una  pequeña

empresa  de  software  llamada  Microsoft  y  diseñó  MS  DOS,  un  sistema

  operativo que hoy nos parece lento y pesado, pero que entonces constituyó

una revolución al permitir que todos los ordenadores compatibles con el PC

de  IBM  pudieran  ejecutarlo.  El  éxito  fue  arrollador.  Después  vino  el

  sistema Windows, basado en una forma bastante intuitiva y fácil de trabajar

con  el  ordenador.  Su  éxito  fue  tal  que  en  la  actualidad  viene  incluido  de

serie  en  9  de  cada  10  ordenadores  del  mundo.  El  siguiente  paso  fue

  Internet,  donde  en  un  tiempo  récord  consiguió  imponer  su  navegador

  personal,  el  Explorer,  y  ahora  busca  apoderarse  del  sector  de  las

  operaciones con tarjeta de crédito.

Hace mucho tiempo que Bill Gates figura en todos los manuales del buen

  conspirador  como  uno  de  los  principales aspirantes al  cargo de  Anticristo

oficial, a partir del famoso fragmento del Apocalipsis de san Juan en el que

se describe al enviado de Lucifer como el portador del 666. Este número ya

es de por sí bastante inquietante y juguetón. En números romanos, los que

se usaban en la época de la redacción del texto, 666 se escribía DCLXVI;

es decir, todos los numerales ordenados de izquierda a derecha de mayor a

menor,  excepto  el  mil  o  M,  que  se  inventó  más  tarde.  A  lo  largo  de  los

siglos, muchas personas han sido identificadas con este número, partiendo

del principio numerológico o cabalístico que atribuye un valor numérico a
cada  letra:  el  emperador  Nerón,  Napoleón  Bonaparte,  Adolf  Hitler,  Josef

Stalin y hasta la multinacional Procter & Gamble han sido acusados de ser

el Anticristo.

El  número  aparece  representado,  por  lo  demás,  en  relación  con  diversos

  aspectos  del  mundo  comercial,  político  y  financiero.  Desde  su  presencia

física  en  el  rascacielos  Tishman  de  la  Quinta  avenida  de  Nueva  York  (en

cuya azotea fueron instalados en 1957 tres grandes seises, cada uno de tres

metros  y  medio de  alto, que  permanecieron  allí hasta 1992)  hasta  los 666

  rombos  de  la  pirámide  del  Louvre  (que  mandó  construir  François

Mitterrand de acuerdo con sus propias instrucciones), pasando por la orden

de  la  presidencia  norteamericana  de  Jimmy  Carter  de  que  todos  los

  vehículos  de  las  fuerzas  de  seguridad  de  la  Casa  Blanca  utilizaran  como

prefijo  de  sus  matrículas  el  666;  el  hecho  de  que  el  número  de  operador

  telefónico para llamar desde Israel al extranjero sea el 666; que las nuevas

tarjetas  de  crédito  de  Estados  Unidos  tengan  el  666,  o  que  ése  sea

  precisamente  el  número  de  código  del  Banco  Mundial,  entre  otras

  curiosidades.

Pero  ¿qué  ocurre  si  utilizamos  las  propias  normas  dictadas  por  la

  informática?  Es  decir,  si  sustituimos  las  letras  por  los  números  que  las

identifican  en  el  llamado  Código  ASCII  que  utilizan  los  ordenadores.  Si

  hacemos  eso  con  el  nombre  real  de  Gates,  William  Henry  Gates  III,

aparece una serie de números que, sumados, hacen 666. Y si aplicamos el

mismo sistema a dos de sus sistemas operativos, MS DOS y Windows 95,

  también aparece dicho número. 

Por cierto, el logotipo de Windows incluye precisamente tres filas de seis

cuadrados negros... Pero hay un hecho aún más curioso: la última versión

de Windows, en la que está trabajando Microsoft y que en principio no se

  comercializará  hasta  el  2006,  se  llama  Longhorn,  o cuerno  largo.  El

  logotipo  inicial  que  se  ha  diseñado  para  las  versiones  de  prueba  que  ya

están funcionando recuerda a la clásica marca de ganado utilizada por los

  vaqueros. Es como una cabeza de res esquematizada, una gran V roja con

  cuernos,  sobre  un  fondo  dorado,  de  cuyo  interior  parecen  irradiar  Linos

rayos luminosos. Ahora demos la vuelta al logotipo y, ¿qué obtenemos? En

efecto, ahí está, radiante, nuestra pirámide Illuminati.

La  de  Microsoft  no  es  la  única  compañía  informática  relacionada

  gráficamente  con  el  Ojo  que  Todo  lo  Ve.  Este  icono se  ve  con  mayor

  facilidad  en  el logotipo  de  uno  de  los  mayores  colosos  de  la  industria del
ocio y el entretenimiento, la empresa AOL Time Warner, aunque su última

versión haya sido estilizada.

Pero  volviendo  a  Windows,  las  mejoras  de  seguridad serán  una  de  las

  principales  «ventajas»  de  Longhorn,  según  la  publicidad  que  ya  se  está

  introduciendo en la red acerca del nuevo sistema operativo. Así, el software

de  seguridad  desarrollado  para  este  sistema  y  bautizado  como  Palladium,

«cumplirá los siguientes ideales dictados por  Microsoft: informará  de  con

quién  estás  tratando on line  y  qué  está haciendo.  Identificará  tu  PC  como

único  y  podrá  limitar  lo  que  llega  y  ejecuta»  y  además,  entre otras  cosas,

  «controlará los datos que se envían a través de Internet, usando agentes de

software  que  aseguren  que  llegan  sólo  a  la  gente  adecuada».  Por  si  fuera

poco controlará «toda la información que sale del PC». Es decir, a partir de

entonces, los usuarios de Windows deberán tener claro que cualquier cosa

que  escriban  o  cualquier  consulta  que  realicen  en  Internet  quedará

  perfectamente registrada y los señalará como sus autores. Es decir, justo lo

  contrario  de  la  política  de  privacidad  que  se  supone  que  defiende

  Microsoft. Precisamente, que los datos lleguen sólo a «la gente adecuada»

es cuando menos una expresión ambigua: sería interesante saber a quién se

  considera  adecuado.  Finalmente,  la  tecnología  de  Microsoft  decidirá  qué

  contenidos puede ver, consultar y exportar el usuario, en lugar de dejarlo a

su libre albedrío.

No deja de ser curioso que el software de control que se utilizará para ello

lleve  el  nombre  en  latín  del  Paladión,  la  estatua  griega  de  Palas  Atenea,

diosa del conocimiento y la sabiduría de la Antigüedad, cuyo símbolo era...

un búho, como el del Bohemians Club. 




                                            La vida es muy peligrosa; no por las

                                      personas que hacen el mal, sino por las que

                                                      se sientan a ver lo que pasa.

                                                                ALBERT EINSTEIN, 

                                          físico y matemático estadounidense de

                                                                      origen alemán





  Conclusión




Si  el  lector  nos  ha  acompañado  hasta  aquí,  es  porque  considera  que,  al

menos parte de los hechos que hemos venido relatando en este libro, tiene

cierta base real y no se trata de simples elucubraciones. En realidad, existe

mucha  más  documentación  disponible,  pero  el  espacio  para  plasmarla  es

finito y, además, quien desee ampliar su conocimiento al respecto merece

la oportunidad de encontrar nuevos datos por su propio esfuerzo.

  Entonces  ¿no  hay  salida?  ¿Estamos  abocados  a  la  tercera  guerra  mundial

  provocada por el enfrentamiento entre el sionismo político y el Islam, que

  pronosticaban  Pike  y  Mazzini  y  que  conducirá  al  posterior  cataclismo

final? Leyendo algunos comentarios generales, ésa parece ser la pesimista

  impresión. En un reciente artículo aparecido en prensa, el filósofo y escritor

español Gabriel Albiac recordaba que uno de los considerados cabecillas de

Al Qaeda, Ayman Al Zawahiri, declaró en 2004 «una guerra global contra

la  conspiración  cristiano  judía  para  destruir  la  umma  o  comunidad  de  los

creyentes» en los siguientes términos: «la prohibición del velo se inscribe

en  el  mismo  marco  que  el  incendio  de  las  aldeas  en Afganistán,  la

  destrucción  de  casas  sobre  las  cabezas  de  sus  habitantes  en  Palestina,  la

matanza de niños y el robo de petróleo en Irak». Albiac concluía: «No hay

acciones  locales...  Nueva  York,  Madrid,  Afganistán,  Irak,  Israel,  Bali,

París,  Chechenia  son  módulos  de  una  guerra  mundial,  la  del  Islam  más

puro contra el mundo moderno.»
A  estas  alturas,  hay  dos  opciones.  La  primera  es,  en  efecto,  bajar  los

brazos. Total, nuestro destino está predestinado, así que limitémonos a vivir

alegre y despreocupadamente.

La  segunda  me  parece  más  honorable:  mientras  hay  vida,  hay  esperanza.

  Luchemos,  pues,  por  cambiar  el  estado  de  cosas,  cada  cual  a  su  manera.

Como adelantábamos en el prólogo, a cada uno le corresponde reflexionar

sobre  la  mejor  manera  de  hacerlo,  pero  los  Illuminati  110  tienen  por  qué

ganar  definitivamente  el  juego.  Ya  fallaron  antes  y  pueden  volver  a

  hacerlo: se les puede combatir, ya que si fueran realmente todopoderosos,

habrían aplicado con éxito su plan hace mucho tiempo.

  Asumamos  nuestra  responsabilidad  personal  sobre  la base  de  que  las

  conspiraciones  sólo  pueden  operar  en  la  oscuridad, cuando  la  mayoría  de

las  personas  las  ignora.  El  mero  hecho  de  sacarlas a  la  luz  las  debilita  y

puede reducirlas a cenizas, como en el alegórico relato de Drácula.

Susan  George,  vicepresidenta  de  ATTAC  (un  movimiento  internacional

para  el  control  democrático  de  los  mercados  basado en  la  llamada  tasa

Tobin,  que  intenta  lograr  ingresos  para  los  países más  desfavorecidos  a

partir  de  impuestos  específicos  aplicados  a  los  mercados  financieros)  y

autora  de  El  informe  Lugano,  advertía  en  una  entrevista  reciente  que  «la

rebelión  ciudadana contra  los  tejemanejes  de los grandes grupos  de  poder

no  se  produce  porque  los  ciudadanos  no  llegan  a  enterarse  hasta  que  es

demasiado tarde». Y ponía como ejemplo la llamada directiva bolkestein de

la  Unión  Europea  que  «todavía  no  tiene  rango  de  ley  pero  que  se  está

  estudiando en este momento». Si se aprueba esta norma, Lina empresa de

servicios podrá instalar su sede social en cualquiera de los 25 países de la

UE y, a partir de ese momento, las leyes del país en cuestión se aplicarán a

las actividades de dicha empresa en toda Europa. «Es decir, usted instala su

sede  social  en  Eslovenia,  aunque  sólo  sea  de  forma ficticia,  registrándola

  mediante  un  documento  legal,  y  todos  sus  empleados,  estén  en  España,

Francia  o  Finlandia  deberán  regirse  por  las  leyes  eslovenas,  aunque  sean

más perjudiciales para los trabajadores que las de sus países de origen. Ésa

es la directiva, que quieren que se apruebe. Y nadie ha oído hablar de ella.

La gente no reacciona porque no sabe.»

Ahora, amigo lector, usted sabe.







      Breve bibliografía orientativa para el lector

                                      español



          · Allen, Gary,  y  Larry  Abraham, Nadie se atreve a llamarle conspiración,

                Ediciones de Librería Renacimiento, Santiago de Chile, 1974.

          · Ambelain, Robert, El secreto masónico, Martínez Roca, Madrid, 1986.

          · Baines,  John,  Los  brujos  hablan,  Euroamérica  Ediciones,  Santiago  de

              Chile, 1999.

          · —, El hombre estelar, Euroamérica Ediciones, Santiago de Chile,

          · 1999.

          · Bochaca,  Joaquín,  El  descrédito  de  la  realidad  o  La  dimensión

                desconocida, autoed., Barcelona, 2004.

          · Camacho,  Santiago,  Las  cloacas  del  imperio.  Lo  que Estados  Unidos

                oculta al mundo, La Esfera de los Libros, Madrid, 2004.

          · —, Top Secret. Lo que los gobiernos ocultan, EDAF, Madrid, 2004.

          · Carandell,  Luis,  Vida  y  milagros  de  monseñor  Escrivá  de  Balaguer

                fundador del Opus Dei, Editorial Laia, Barcelona, 1975.

          · Casinos,  Xavier,  Quién  es  quién  masónico.  Masones  hasta  en  la  Luna,

                Martínez Roca, Madrid, 2003.

          · De  la  Cierva,  Ricardo,  Secretos  de  la  historia,  Editorial  Fénix,  Madrid,

              2003.

          · Encinas  Moral,  Ángel  Luis,  Cartas  rosacruces,  Temas  de  Hoy,  Madrid,

              1995.

          · Faber-Kayser, Andreas, Pacto de silencio, Royland Ediciones, Barcelona,

              1988. 

          · García  May,  Pedro  Pablo,  Historias  de  supersticiosos,  Ediciones  Del

                Prado, Madrid, 2000.

          · Ibáñez, José María, y Pedro Palao, La caída del Imperio Vaticano, Robin

              Book, Barcelona, 1993.

          · Klein, León, 11S. La gran mentira, Pyre, Barcelona, 2002.

          · Le Vaillant, Yvon, La Santa Mafia,, El expediente secreto del Opus Del,

                Edamex, México, 1985.

          · Lesta, José, El enigma nazi, Edaf, Madrid, 2003.

          · Lledó, Joaquín, La masonería, Acento Editorial, Madrid, 2001.
          · López  de  Rojas,  Gabriel,  Los  Illuminati.  Masonería ocultista,  Ediciones

              G, Barcelona, 2002.

          · Lozano,  Martín,  El  Nuevo  orden  mundial,  Alba  Longa Editorial,

                Valladolid, 1998.

          · Meyssan,  Thierry,  La  gran  impostura,  La  Esfera  de  los  Libros,  Madrid,

              2002.

          · Pastor Petit, Domingo, Diccionario enciclopédico del espionaje. Editorial

                Complutense, Madrid, 1996.

          · Pinay,  Maurice,  Complot  contra  la  Iglesia,  Ediciones  Mundo  Libre,

                México, 1985.

          · Pisano, Isabel, La sospecha, Belacqva, Barcelona, 2003.

          · Romaña,  José  Miguel,  Historias  extraordinarias  de  la  segunda  guerra

                mundial, Ed. San Martín, Madrid, 1990.

          · —,  Nazismo  enigmático.  Los  secretos  del  ocultismo  nazi,  Seuba

                Ediciones, Barcelona, 1996.

          · Robin, Jean, Las sociedades secretas en la cita del Apocalipsis, Heptada,

              Madrid, 1990.

          · Serrano, Miguel, El cordón dorado. Hitlerismo esotérico, Solar, Bogotá,

              1986.

          · Vidal,  César,  Textos  para  la  historia  del  pueblo  judío,  Cátedra,  Madrid,

              1995.

          · Wilson, Robert A., Las máscaras de los Illuminati, Miraguano Ediciones,

              Madrid, 1990. 

3 comentarios:



  1. Este es un gran templo de los Illuminati donde encontraste riquezas, poder y fama, eres un hombre o una mujer de negocios, eres un político o un disertante, eres un estudiante o un graduado, en lo que siempre estuviste. La dosis mundial no nos importa, lo que importa mucho para nosotros es verte feliz y rico, aquí te damos la oportunidad de ser lo que siempre deseas ser en la vida, unirte a la hermandad secreta Illuminati y obtener todo lo que necesites en la vida, ofrecemos todo lo que necesita en la vida, si realmente está listo para hacerlo en la vida es mejor que nos envíe un correo electrónico ahora para que podamos continuar con su solicitud desde nuestro templo, contáctenos a través de este correo electrónico ahora en david.bird306@gmail.com o vía whatsapp en: +15063009017

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  2. Este es un gran templo de los Illuminati donde encontraste riquezas, poder y fama, eres un hombre o una mujer de negocios, eres un político o un disertante, eres un estudiante o un graduado, en lo que siempre estuviste. El mundo no nos importa, lo que importa mucho para nosotros es verte feliz y rico, aquí te damos la oportunidad de ser lo que quieras ser en la vida, unirte a la hermandad secreta Illuminati y obtener todo lo que necesites en la vida, ofrecemos todo lo que necesita en la vida, si realmente está listo para hacerlo en la vida es mejor que nos envíe un correo electrónico, (david.bird306@gmail.com) ahora para que podamos continuar con su solicitud de nuestro templo , o puede contactarnos a través de WhatsApp con este número: +17742175170

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  3. Me diagnosticaron cirrosis hepática y hepatitis B y me administraron un medicamento. La picazón y los vómitos cesaron pero luego empeoraron con mucho dolor, volví al hospital y me dijeron que la hepatitis y la cirrosis son crónicas, que los síntomas ya no se pueden controlar y que no hay cura. El dolor seguía empeorando cada día hasta que perdí el apetito por la comida. Hace aproximadamente 2 meses un amigo me contó sobre el Dr. Iyabiye, cuya recomendación vio en línea, que probé y me curé después de tomar su medicación. Fui al hospital para otra prueba y di negativo tanto para CIRROSIS como para HEPATITIS B. Información del médico: (+ 234-815-857-7300) e (iyabiyehealinghome@gmail.com)

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