Illuminati
Los secretos de la secta más temida por la Iglesia
católica
PAUL H. KOCH
¿Cuántos adeptos habría, viviendo disfrazados entre la
normal humanidad, ocultando cuidadosamente su avanzado
estado tras una mascarada de urbanidad vulgar, estupidez o
conformidad? [...] Un verdadero adepto podría interpretar
cualquier papel o padecer cualquier humillación para cumplir
su especial obra.
ROBERT ANTON WILSON,
Escritor norteamericano, Las máscaras de los Illuminati
Como puedes ver, mi querido Coningsby, el mundo está
gobernado por personajes muy distintos a los que se imaginan
aquellos que no están detrás del telón.
BENJAMÍN DISRAELI,
Político británico, Coningsby
Perdónenme si los llamo caballeros, pero es que no les
conozco muy bien.
GROUCHO MARX,
Humorista estadounidense
Prólogo a la edición española
El historiador Richard Hofstadter, en su ensayo El Estilo Paranoico en la
Política Americana, argumenta que muchos de sus colegas «imaginan muy
a menudo la existencia de una vasta o gigantesca conspiración como la
fuerza motivadora de fondo en los acontecimientos históricos. ¡La realidad
es que la historia misma es una conspiración!».
Durante muchos años, la teoría de la conspiración ha sido sistemáticamente
despreciada por gran parte de los historiadores norteamericanos de cierta
relevancia y, desde luego, por la práctica totalidad de los europeos. Para
estas mentes analíticas y eruditas, la existencia de uno o varios grupos de
seres humanos empeñados en trabajar en la sombra, durante largos períodos
de tiempo y siguiendo planes cuidadosamente trazados, para hacerse con el
poder es poco menos que un argumento de una novela fantástica o de una
serie televisiva de entretenimiento. Por supuesto, la primera labor de
cualquier conspiración es convencer al resto de la sociedad de que no existe
conspiración alguna.
El caso es que, con su actitud, contagiaron a la mayoría de la sociedad
persuadiéndola de que los villanos de película que pretenden convertirse en
una especie de reyes del planeta (sin explicar nunca para qué) eran simple
fruto de la imaginación de guionistas y escritores. Además, siempre
quedaría en alguna parte el agente 007 o el Indiana Jones de turno para
desbaratar sus planes. Conspiración no es una palabra políticamente
correcta, sobre todo en España, donde hasta hace poco se asociaba a la
coletilla judeomasónica, tan utilizada durante el franquismo.
Sin embargo, los brutales atentados del 11 de septiembre de 2001 y del 11
de marzo de 2004 han conmocionado muchas conciencias, porque, pese a
las investigaciones políticas, judiciales y periodísticas, quedan demasiados
puntos oscuros. Los ciudadanos de todo el mundo han podido comprobar
que las redes conspiratorias son mucho más sucias, complejas e
inquietantes de lo que creían. Y que al frente de las mismas no hay un
Señor del Mal, tirando de todos los hilos, sino que las responsabilidades se
difuminan, se pierden, se deshacen en una maraña de datos y apuntes
contradictorios que parece sugerir la existencia de grupos más o menos
amplios de conjurados.
Internet, el único medio de comunicación del planeta donde todavía
cualquier persona puede publicar lo que desee, se ha convertido en los
últimos tiempos en un hervidero de opiniones, informaciones y
desinformaciones que demuestra la cada vez mayor desconfianza del
ciudadano común en las instituciones oficiales, así como su creciente
interés por conocer qué hay de cierto detrás de las teorías conspiratorias. En
un reciente artículo, el historiador británico Timothy Garton Ash narraba su
experiencia en California durante la última convención demócrata, que dio
el espaldarazo a la candidatura de John F. Kerry como aspirante a la
presidencia en las elecciones de 2004 en Estados Unidos. Garton Ash
confirmaba que la cultura de la sospecha ha echado raíces en ese país, cada
día más militarizado: «El ejército es con mucho la institución en la que más
confían los estadounidenses; cuatro de cada cinco ciudadanos dicen confiar
en los militares frente a sólo uno de cada cinco que confía en el Congreso.
En la campaña presidencial predominan las imágenes de guerra. Es como si
Bush y Kerry se presentaran, sobre todo, para el cargo de comandante en
jefe.» El mismo se dejó llevar por cierta alarma «al ver lo fáciles de
manipular que eran mis propias emociones, porque la convención
demócrata estaba dirigida como una película de Hollywood». Lo cierto es
que el conocido director de cine Steven Spielberg contribuyó al rodaje del
documental de presentación de Kerry Quizá, precisamente, esa sensación
de verse manipulado esté en la raíz de la desconfianza de los
norteamericanos hacia sus instituciones y de su propensión a la búsqueda
de conspiraciones.
Y si es verdad que existe un grupo de personas confabuladas para dominar
el mundo, ¿quiénes son, exactamente? Según a quién se la hagamos,
obtendremos respuestas diferentes a esta pregunta. Algunas de ellas de lo
más pintoresco, como las que achacan la conjura a distintos grupos, desde
los judíos hasta los neonazis pasando por la CIA, el Vaticano, la Mafia, la
ONU, la masonería, las multinacionales y hasta los extraterrestres. Sin
embargo, muchas de las investigaciones más serias llevadas a cabo en
Estados Unidos durante los últimos años han hecho tomar cuerpo a una
teoría específica que acaba señalando siempre en la misma dirección: los
Illuminati.
Los Illuminati o Iluminados de Baviera, dirigidos por Adam Weishaupt,
nacieron como sociedad secreta a finales del siglo XVIII en Ingolstadt, al
sur de Alemania y, oficialmente, no sobrevivieron a ese siglo como grupo
organizado. Como veremos, un grupo cada vez mayor de estudiosos
disiente y recuerda que los principales líderes de los Illuminati nunca
fueron detenidos. Creen que desde entonces siguieron maquinando en la
sombra y cedieron el testigo a sus sucesores, que operaron a través de
organizaciones similares con nuevos nombres. El canadiense William Guy
Carr, autor del clásico La niebla roja sobre América., resume así los planes
de los Illuminati: la destrucción del mundo tal y como hoy lo entendemos,
aniquilando la cultura occidental y el cristianismo, así como las naciones
clásicas. A cambio, apoyarían la fundación de un gobierno planetario que
instauraría un culto mundial a Lucifer y reinaría sobre una masa
homogénea de seres humanos desprovistos de cualquier diferencia de raza,
cultura, nacionalidad o religión, y cuya única función sería trabajar
esclavizados al servicio de sus amos. Para forzar el éxito definitivo, los
Illuminati se habrían infiltrado en sociedades internacionales, partidos
políticos, logias masónicas, bancos y grandes empresas, religiones
organizadas... impulsando desde estas instancias todo tipo de movimientos
subversivos, crisis financieras y políticas, guerras y conflictos hasta crear
una inestabilidad mundial insoportable. En ese momento, «cuando las
masas, desesperadas por el caos que las rodea, busquen a alguien que las
saque del estupor, los Illuminati presentarán a su rey, que será aclamado
por todos en todas partes y se hará así con el poder».
El propio Carr reconoce que cualquiera que oiga semejante argumento por
primera vez puede pensar que su fantasía no tiene límites. En una sociedad
cada vez más materialista y escéptica como la occidental, donde para
muchas personas palabras como ángeles, demonios, Dios o Lucifer suenan
a ajadas supersticiones propias de la Edad Media, es un error habitual
pensar que lo que no concebimos o que nos parece irracional será también
inconcebible e irracional para otros.
Si una conspiración como la de los Illuminati fuera cierta, suele
argumentarse, se sabría de alguna forma y alguien habría tomado medidas
al respecto. Lo más notable del caso es que se sabe, y desde hace mucho,
pero el ser humano tiene muy mala memoria. Sus planes se hicieron
públicos en el siglo XVIII (por ello se les persiguió ya entonces) y la mayor
parte de los datos que aparecen en este libro ya han sido publicados antes.
Pero no se ha tratado de relacionarlos entre sí, de encajar las piezas unas
con otras, debido, según algunos, a los múltiples entretenimientos que
distribuyen los agentes Illuminati en forma de fútbol, programas de
telebasura, revistas del corazón, juegos informáticos, etcétera, que absorben
el tiempo y la mente de los ciudadanos. ¡Si hasta se permiten el lujo de
parodiarse a sí mismos apareciendo como los villanos en películas como
Tomb Raider, la primera adaptación al cine del personaje de video juegos
Lara Croft!
En las páginas siguientes trataré de organizar y exponer toda esa
información, describiendo los últimos e intensos trescientos años de la
historia de la humanidad como posiblemente nadie la contó nunca.
Veremos cómo se repiten las «casualidades», cómo el mes de mayo
aparece una y otra vez en distintos hechos históricos, cómo ciertos grupos
de poder de distintas partes del mundo comparten los mismos e inesperados
socios, cómo lo que formalmente no tiene ninguna explicación la adquiere
en cuanto se cambia de lugar el foco que ilumina los hechos. Veremos
entrar y salir constantemente de escena a los Illuminati y a sus asociados.
Y hablando de casualidades, recientemente la revista española Época
publicaba su número 1015, ilustrado en portada con una fotografía de un
envejecido Henry Kissinger bajo un sorprendente titular: «El club
Bilderberg. Los amos del mundo.»
En el interior se incluía un reportaje sobre la última conferencia anual de
este exclusivo club, uno de los más influyentes y poderosos del planeta, del
cual hablaremos también en este libro. Es uno de los escasísimos reportajes
de este tipo que han aparecido en un medio de comunicación, una
circunstancia curiosa teniendo en cuenta que los bilderbergers incluyen
entre sus filas a los más importantes ejecutivos y directores de prensa y
medios audiovisuales de todo el mundo.
Por cierto, esa conferencia se organizó el mes de junio de 2004 en Stresa,
Italia. Pocas semanas después se producía una grave crisis del petróleo que
afectaba a toda la economía mundial y que, según los propios expertos de
la OPEP, «no tiene ningún sentido ni base racional». Se han buscado
explicaciones en la guerra de Irak o en el aumento de consumo de potencias
emergentes como China y la India, pero ninguna de ellas ha resultado
satisfactoria. ¿Casualidad?
PAULH. KOCH
Finales de agosto de 2004, Oberhausen, Viena
Introducción
No se nos puede buscar con apariencias nada más.
Nosotros somos la luz que alumbra las tinieblas.
Up patriots to arms!
FRANCO BATTIATO,
músico italiano
En el principio
Dice la leyenda que grande fue la sabiduría del rey Salomón, pero más
grande la de ciertos maestros cuyos nombres ignoran los mortales. Uno de
ellos fue Hiram Abiff, el arquitecto del templo sagrado que mandó
construir el propio Salomón en Jerusalén. Gérard de Nerval, el autor
francés y francmasón del siglo XIX relató su historia con singular belleza.
Comoquiera que la obra requería un auténtico enjambre de obreros, Hiram
los organizó como un ejército, instituyendo una jerarquía de tres grados:
aprendiz, compañero y maestro. Cada uno de ellos tenía sus propias
funciones y su recompensa económica, y disponía de una serie de palabras,
signos y toques para reconocer a los de su mismo grado. La única forma de
subir de categoría era mediante la demostración del mérito personal.
Tres compañeros, irritados por no haber sido todavía promovidos a
maestros, decidieron confabularse para conseguir la palabra exacta que
permitía acceder al salario del grado superior. Se escondieron dentro de las
obras y esperaron a que terminara la jornada y todos los obreros se
retiraran. De acuerdo con su costumbre, Hiram recorría cada noche la obra
para comprobar si se cumplían sus previsiones. Cuando iba a salir por la
puerta del Mediodía se encontró con uno de los conjurados, que le amenazó
con golpearlo si no le revelaba de inmediato la palabra secreta. El
arquitecto se negó y le reprochó su actitud, por lo que el frustrado
compañero le dio un golpe en la cabeza. Herido, Hiram corrió hacia la
puerta de Septentrión, donde se encontró con el segundo conspirador, que
repitió la exigencia. Obtuvo la misma respuesta y también atacó a Hiram
que, casi arrastrándose, aún tuvo fuerzas para intentar huir por la puerta de
Oriente. Pero allí se agazapaba el tercero de los compañeros, que, al
cosechar idéntico resultado que los anteriores, propinó el golpe mortal a
Hiram. Al darse cuenta de lo que habían hecho, los tres asesinos recogieron
el cadáver, lo trasladaron a las montañas cercanas y allí lo enterraron. Para
reconocer el lugar, cortaron una rama de acacia y la plantaron sobre la
tumba improvisada.
Cuando Salomón descubrió que Hiram había desaparecido y nadie sabía de
él, mandó a nueve maestros en su busca. Tras diversas peripecias, tres de
ellos llegaron junto a la rama de acacia, donde se pararon a descansar. Uno
se apoyó en ella pensando que era lo bastante sólida para sujetarle; sin
embargo, la rama cedió bajo su peso, y se fijaron en que el terreno había
sido removido recientemente. Los tres maestros escarbaron y desenterraron
el cuerpo de Hiram. Tras llorar su pérdida, decidieron llevar el cadáver ante
Salomón, pero al intentar levantarlo comprobaron cómo la carne se
desprendía de los huesos. En el idioma que utilizaban, la expresión «la
carne deja el hueso» se decía con una sola palabra, así que los tres maestros
decidieron que, a partir de entonces, ésa sería la palabra de paso a su grado.
Tradición y Antitradición
La mayor parte de los expertos en literatura asegura que, a pesar de la
aparente variedad de argumentos manejados por el hombre en sus relatos,
en realidad éstos pueden reducirse a uno solo: la eterna lucha del Bien
contra el Mal. Incluso en la más desechable de las obras actuales, donde la
ambigüedad, la confusión y la extravagancia suelen poseer mayor
importancia que la calidad, la belleza o el ejemplo moral, el sentido último
de las narraciones es el mismo. Se entiende el Bien como todo aquello que
beneficia al protagonista, por más que éste sea un ladrón, un farsante o
incluso un asesino, frente al Mal, que le perjudica.
Se trata de una influencia evidente de la religión y la espiritualidad que
durante miles de años dotó de sentido la vida de nuestros antepasados a
través de diversas creencias. Con el triunfo de la razón en el siglo XVIII, la
sociedad occidental comenzó un proceso de progresiva laicización, que
poco a poco ha ido despojando a millones de personas de todo interés más
allá de la ganancia económica y el incremento de las comodidades
materiales. Sin embargo, en la actualidad, es en los países más
desarrollados donde paradójicamente se producen mayor número de
suicidios y enfermedades mentales con cuadros depresivos, en la
actualidad. La inversión en solidaridad (a través de las ONG) o en
superstición (presuntos brujos y astrólogos) ha intentado llenar el hueco
dejado por esa carencia de religiosidad.
Estudiosos modernos como René Guenon o Julius Evola coinciden con
autores de la antigüedad griega y egipcia a la hora de afirmar en sus
escritos que existe una guerra secreta entre la Tradición y la Antitradición
desde el principio de los tiempos, lo que en el fondo no es más que otra
faceta del enfrentamiento entre el Bien y el Mal. Esa guerra es, en su
opinión, el verdadero motor de los acontecimientos, y acaba dotando de
sentido a cualquier época o personaje de la historia si somos capaces de
superar los prejuicios, ir más allá de las explicaciones convencionales y
sacar a la luz el tenue rastro que da sentido a diferentes sucesos en
apariencia sin conexión.
La Tradición abarca una serie de verdades de origen no humano reveladas a
los iniciados, hombres y mujeres más desarrollados espiritual mente que el
resto de la humanidad, que se agrupan en pequeñas sociedades discretas. Su
misión consiste en guardar y transmitir esas verdades, además de ponerlas
en práctica en beneficio de todos los seres humanos. Esos iniciados
disponen de capacidades desconocidas para las personas corrientes, aunque
viven en el anonimato porque no buscan honores materiales ni tienen
interés en mostrar su identidad en público. Su poder es espiritual y su reino,
ciertamente, «no es de este mundo». Uno de sus símbolos sagrados es la
espiral, una forma de la naturaleza que se encuentra por todas partes, desde
lo más sublime a lo más vulgar: desde la forma de algunas galaxias hasta la
cadena del ADN. Equivale al principio de la evolución.
La Antitradición utiliza las mismas verdades, pero, en lugar de respetarlas
tal y como son, las prostituye para aprovecharse de ellas y aplicarlas en
exclusivo beneficio de los miembros de sus propias sociedades secretas.
Éstos tienen como objetivo principal la acumulación de riquezas y bienes,
el reconocimiento social y la práctica del poder personal sobre los demás.
Para ello no dudan en manipular, explotar, traicionar e incluso sacrificar a
los demás seres humanos en su afán por alcanzar y mantenerse en la
cúspide de la hegemonía mundial. Uno de sus símbolos más característicos
es el círculo, considerado como el símbolo geométrico perfecto porque no
tiene en apariencia ni principio ni fin. Significa que lo que ahora está arriba
pasará con el tiempo a estar abajo y viceversa, aunque el círculo
permanezca siempre en el mismo lugar. Equivale al principio de la
revolución.
El fin de la Tradición, en suma, va más allá de la simple existencia física y
presupone la certeza de un espíritu inmortal como verdadero Yo. El de la
Antitradición busca la satisfacción inmediata de un yo con minúscula o,
mejor, de una serie de yoes de carácter personalista y cuyos intereses se
circunscriben únicamente al plano material. Por lógica, ambas fuerzas están
abocadas a un pulso en el que cada una de ellas utilizará sus propias armas.
En el caso de la Antitradición, uno de sus instrumentos favoritos es la
mentira. No sólo el engaño defendido con vehemencia, sino, sobre todo, la
inducción al error a partir de todo tipo de especulaciones y la mezcla de
medias verdades con falsedades. El hecho de que ambos bandos utilicen
algunos símbolos similares (como la pirámide o el triángulo, su
representación en dos dimensiones) tampoco ayuda a la hora de
diferenciarlos. De hecho, en cierto momento histórico, la Antitradición
descubrió que, en lugar de enfrentarse abiertamente a la Tradición, le
resultaba más rentable crear sociedades secretas y escuelas de pensamiento
y filosofía, que, bajo la apariencia formal de pertenecer a la segunda, fueran
en realidad tributarios de la primera. De esta manera, desviaban de su
camino a genuinos buscadores del conocimiento que ingresaban en sus filas
y trabajaban sin saberlo para sus fines ocultos. Otra de sus tácticas consistió
en infiltrarse en las sociedades defensoras de la Tradición para ir escalando
puestos en ellas hasta el punto de tomar el mando y apartarlas de sus
objetivos originales.
La Rosa y la Cruz
Las primeras referencias históricas de las que disponemos acerca de este
combate entre Tradición y Antitradición se remontan al antiguo Egipto.
Entre la pléyade de grandes reyes y guerreros protagonistas de formidables
hazañas de esta impresionante cultura hay un pequeño espacio reservado
para un faraón. Tan pequeño, que hasta hace pocos años ni siquiera le
conocíamos. Sin embargo hoy sabemos que fue el artífice de la primera
gran revolución religiosa de la Antigüedad. Su personalidad, y buena parte
de su biografía, sigue siendo un auténtico enigma para los egiptólogos. Se
trata del faraón Aknatón o Ajnatón, cuyo nombre significa «El que place a
Atón». Este era la representación del espíritu solar, un dios único y por
encima de la miríada de divinidades que hasta entonces habían sido
adoradas por la mayoría de los egipcios.
A este espíritu dedicó Ajnatón su famoso Himno a Atón, una de las más
hermosas alabanzas sagradas jamás compuesta, que el propio faraón
cantaba cada mañana cuando aparecía el disco solar. El himno comienza
con las siguientes palabras: «Bello es tu amanecer en el horizonte del cielo,
¡oh, Atón vivo, principio de la vida! Cuando tú te alzas por el oriente
lejano, llenas todo los países con tu belleza. Grande y brillante te ven todos
en las alturas. Tus rayos abarcan toda tu creación.» Cérés Wissa Wasef, una
experta de la Escuela de Altos Estudios de París, describió con acierto a
este faraón como «un rey ebrio de Dios», el primer conductor de pueblos
que intentó «introducir en los sucesos políticos un soplo de espiritualidad y
veracidad religiosa destinada a transformar la humanidad».
Según la concepción de Ajnatón, que incluso había cambiado su nombre
original de Amenofis IV (traducido como «Amón está satisfecho») en
honor de la divinidad única, consideraba que todos los hombres eran
iguales en deberes y derechos y que en consecuencia serían recompensados
por su justicia según se hubieran comportado en la tierra. Para dejar claro el
cambio de orientación religiosa que deseaba imponer, Ajnatón cambió la
capital desde Tebas, donde se levantaban los principales templos a los
viejos dioses, a la nueva ciudad de Aketatón, hoy Tell El Amarna, que hizo
construir en medio de la nada en un tiempo récord. Los templos tebanos
celebraban sus rituales en lo más profundo y oscuro de su interior, mientras
que los templos a Atón estaban a cielo abierto para que el Sol pudiera bañar
y bendecir con sus rayos todas y cada una de las ceremonias sagradas.
El reinado de Ajnatón y su esposa, la deslumbrante Nefertiti, se caracterizó
por un pacifismo insólito en comparación con etapas precedentes, aunque
su herencia pública se esfumó a su muerte. Las oligarquías religiosa y
militar nunca le perdonaron su revolución religiosa y, cuando falleció,
trataron de hacerlo desaparecer también de la historia, destruyendo los
templos a Atón y restaurando los antiguos cultos. Incluso borraron los
cartuchos jeroglíficos con su nombre en todos los edificios levantados con
su aquiescencia. Precisamente por eso conocemos tan poco acerca de la
vida de este curioso faraón, en comparación con otros más populares en
Occidente como Ramsés II, Seti I, la reina Hatsepsut, o incluso su propio
hijo, el joven Tutankamón.
Varios especialistas señalan, sin embargo, que su herencia es más profunda
de lo que parece y que su trayectoria pública no es más que la lógica
proyección de la privada, ya que Ajnatón fue, según ellos, uno de los más
importantes dirigentes de la más arcana sociedad secreta de la Tradición.
Una sociedad que según recoge Ángel Luis Encinas en sus Cartas
Rosacruces habría sido regulada por el faraón Tutmosis III, cuyo nombre
iniciático habría sido Mene, y de la que se sabe muy poco, aparte de que
empezó a reunirse en una sala del templo de Karnak, puesto que nunca
salió a la luz públicamente ni se explicaron sus objetivos. Sólo tenían
acceso a ella y a sus enseñanzas «las personas cuyos valores humanos y
espirituales atraían el interés de los miembros de la fraternidad». Según
este autor, cuando Ajnatón fue nombrado maestro del grupo secreto, éste
contaba ya con algo más de trescientos miembros. A su muerte, el puesto
de maestro pasó a manos de su sucesor, el misterioso Hermes. Según
algunas fuentes, se trata del mismo Hermes conocido como Trismegisto
(Tres veces grande) por los griegos y, según otras, sería una persona
diferente que habría heredado el mismo apelativo. En todo caso, los libros
de Hermes, que sí recogió por escrito parte del conocimiento de la
fraternidad, se difundieron más tarde por el Mediterráneo oriental e
impregnaron de sabiduría y misticismo todo el pensamiento y la filosofía
del mundo antiguo, por lo menos hasta el advenimiento del cristianismo.
Sus leyes e ideales, conocidos con el calificativo global de hermetismo (de
Hermes) u ocultismo (porque su enseñanza era lo bastante críptica para
permanecer a salvo de malos usos), permitieron fundar un linaje de
escuelas secretas en las que, según las fuentes, han bebido personajes tan
conocidos como Solón, Pitágoras, Manetón, Sócrates, Platón, Jesús, Dante,
Bacon, Newton y otros integrantes de la «aristocracia» del espíritu.
En el siglo XVII, este linaje afloró de nuevo a la luz con el nombre de
Orden Rosacruz. El nombre hacía referencia a dos de los principales
símbolos utilizados desde siempre por diversas organizaciones discretas.
Por un lado, la rosa roja, considerada como la «reina entre las flores», de la
misma forma que el iniciado era un «rey entre los hombres» al disponer de
unos conocimientos y capacidades (y por tanto unas responsabilidades) por
encima de lo común. Por otro lado, la cruz, signo solar repleto de
simbolismos y utilizado por todas las culturas de la Antigüedad, desde el
Ankh o cruz ansada egipcia hasta la Tau o cruz en forma de T griega,
pasando por la esvástica indoaria o la misma cruz en la que fue clavado
Jesús.
En Los brujos hablan, uno de los principales expertos en la materia, John
Baines, mantiene que esta fraternidad existía «desde hace miles de años»
con el propósito de salvaguardar «en toda su pureza original» una ciencia
«cuyas verdaderas enseñanzas se mantienen secretas y de las que han
trascendido al vulgo solamente interpretaciones personales de individuos
que han llegado a vislumbrar una pequeña parte del secreto». La necesidad
de ocultar esta enseñanza se debe a que sólo se puede confiar en «aquellos
seres humanos que presenten cierto grado de evolución», de la misma
forma que los derechos legales y políticos se reservan a los mayores de
edad y no pueden ser aplicados por los niños. Un viejo refrán hermetista
resume esta idea aseverando que «la carne es para los hombres y la leche
para los niños». Baines también señala que los rosacruces aparecen y
desaparecen públicamente en épocas históricas diferentes de acuerdo con
ciertos ciclos prefijados y reconoce que «se hicieron especialmente
conocidos entre los siglos XV y XVII ganando fama de magos, sabios y
alquimistas». Luego se desvanecieron de nuevo para seguir trabajando en
secreto por el bien de la humanidad, aunque dejaron a algunos de sus
representantes para explicar su ciencia «a los que su estado de conciencia
los hace acreedores de ser instruidos».
Las obras más conocidas, pero no por ello más inteligibles, de la Orden
Rosacruz son las que integran la trilogía que se publicó de forma anónima
en Europa central entre 1614 y 1616. El primero de los libros, Fama
Fraternitatis, estaba dirigido a la atención «de los reyes, órdenes y hombres
de ciencia» de toda Europa. Se narraba en él la vida del enigmático
fundador de la fraternidad, un tal C. R., que entre otras cosas defendía
principios cristianos más fieles al Jesucristo original que los que por aquel
entonces ponían en práctica los papas de Roma. En su discurso, abundan
las referencias herméticas y simbólicas y además se acusa a los poderes
establecidos poco menos que de prostituir la alquimia. Este arte,
inicialmente destinado a la evolución interior que convierte el plomo de las
pasiones en oro espiritual a través de un largo y esforzado trabajo personal,
había sido convertido en una mera búsqueda materialista destinada a
conseguir la transformación del plomo en oro.
El segundo libro, Confessio Fraternitatis, contiene ya el nombre real del
presunto jefe de la orden, así como algunos detalles sobre sus supuestas
andanzas. Según éste, Christian Rosenkreutz (Cristiano RosaCruz,
traducido textualmente del alemán; un nombre a todas luces simbólico o
alegórico de toda la organización) nació en 1378 a orillas del Rin y fue
internado a los cuatro años de edad en un extraño monasterio donde
«aprendió diversas lenguas y artes mágicas». Con 16 años, marchó a Tierra
Santa en compañía de un monje que murió en Chipre, lo que le obligó a
continuar en solitario un auténtico viaje iniciático que le llevó por tierras de
Arabia, Líbano, Siria y finalmente Marruecos, donde recibió el más alto
grado del conocimiento, así como la misión de fundar una sociedad secreta
para transmitirlo. En el mismo libro se refuerza la oposición a la autoridad
del Papa, a quien se califica de «engañador, víbora y anticristo», y se
afirma que los poderes de la orden permiten a sus miembros conocer «la
naturaleza de todas las cosas». El tercer y último libro se titula Las bodas
químicas de Christian Rosenkreutz y es otro texto saturado de símbolos
especialmente alquímicos. Siete años después, en agosto de 1623, diversos
rincones de París aparecieron empapelados con unos carteles en los que la
Orden Rosacruz se presentaba al mundo exponiendo sus principios,
verdaderamente revolucionarios para la época y contrarios a la autoridad
papal.
La mayoría de las hipótesis que se han barajado para explicar quién
escribió los libros y pegó los carteles apuntan a Alemania. Se sabía que
desde finales del siglo XVI existía allí una anónima fraternidad
denominada precisamente Hermanos de la Rosa Cruz de Oro. También se
conocen las investigaciones, en la misma época, del hermetista luterano
Johann Valentín Andreae y de un grupo de estudiosos de la Universidad de
Tubinga, dedicados a actividades bastante heterodoxas. Incluso se ha
llegado a invocar la autoría del extraordinario Theophrastus Phillippus
Aureo lus Bombastus von Hohenheim, popularmente conocido como
Paracelso.
No obstante, nadie fue capaz de averiguar la identidad de los enigmáticos
rosacruces, salvo, naturalmente, aquellos que lograron entrar en contacto
personal con ellos y que, tras ser aceptados, se colocaron desde entonces
bajo su dirección. Pero éstos tampoco revelaron más detalles. Lo único que
trascendió durante los siglos siguientes es que, de alguna forma, la orden
seguía trabajando en silencio de acuerdo con las directrices de un
denominado Colegio Invisible, también llamado en ocasiones Los
Superiores Desconocidos, compuesto por seres elevados espiritualmente,
cuyo único interés radicaba en el crecimiento interior de cada uno de los
miembros de la fraternidad, despreciando las pompas y laureles sociales y
sin aspiraciones de fama o poder, a no ser con carácter impersonal y
temporal, con el único objetivo de ayudar al ser humano.
Con el paso del tiempo, diversas organizaciones modernas como la Golden
Dawn Order (La Orden de la Aurora Dorada) británica o la AMORC
(Antigua y Mística Orden Rosa Cruz) norteamericana han proclamado a
gritos ser los «auténticos herederos» de la antigua Orden Rosacruz, pero
sus méritos para reclamar semejante privilegio parecen, cuando menos,
escuetos. Los verdaderos rosacruces parecen continuar detrás del telón, por
el momento.
La sinarquía blanca y la sinarquía negra
En el año 510a. J.C., cuando la tiranía se desmoronó en Atenas, los
miembros de la aristocracia en la más famosa de las ciudades estado
griegas volvieron a enfrentarse entre sí por el poder. Para evitar que esta
lucha condujera a males mayores, el político Clisteneo, abuelo del popular
Pericles, se encargó de reformar la constitución vigente e instaurar un
gobierno colegiado. Esto es, no elegido por los ciudadanos, sino formado
por un grupo de sabios y místicos reconocidos. Lo llamó sinarquía y
funcionó bastante bien durante decenios.
¿Quién fue el promotor real de la sinarquía? Durante la tiranía e incluso
antes, los antiguos griegos habían aprendido a diferenciar a los plutócratas
(originalmente, los plutos o dueños de la riqueza) del resto de los
ciudadanos porque la filosofía que aplicaban los primeros era la pleonexia
o deseo desmedido de poseer. De poseerlo todo: mercancías, esclavos,
tierras, influencia social y ciudadana... Con semejante actitud, destruyeron
la antigua sociedad pastoril e igualitaria, que duraba desde tiempo
inmemorial (y que las crónicas posteriores recordarían como un mundo
feliz, una auténtica Edad de Oro, con el nombre de Arcadia), y dieron lugar
a otra época en la que la desigualdad se convirtió en la norma común,
generando continuas guerras y hechos violentos.
Entonces apareció una clase de filósofos presocráticos llamada mesoi o
conciliadores, que abogaban por recuperar el espíritu de la era antigua y
para ello promocionaban su teoría del equilibrio, resumida en sentencias
populares como «la virtud siempre se halla en el justo medio» o «de nada,
demasiado». Para encontrar la virtud de nuevo era necesario crear
instituciones que regularan las prácticas comerciales desleales, la esclavitud
y el caos social, impidiendo que los más poderosos pudieran imponer sus
condiciones a los demás. De esta forma aparece también la filosofía de la
arkhé o armonía, según la cual, los ciudadanos (los habitantes de la polis)
sólo podían disfrutar de equidad (eumonía) si los acuerdos tomados entre
ellos libremente son respetados por todos. Según los filósofos, ésta era la
situación de los hombres al principio de los tiempos, cuando su armonía en
la tierra reflejaba la del universo entero.
La influencia de los mesoi fue inmensa en una sociedad en la que los
plutócratas eran apenas un puñado pero concentraban en sus manos el
poder real. Su propuesta de una sociedad syn arkhé (es decir, con armonía o
también con orden) pasó a convertirse en un ideal al que podía aspirarse
con esperanzas de materializarlo. Arkhé representaba la correcta evolución
de todo cuanto existe, un avance paulatino hacia la divinidad, que
idealmente debía extenderse en todos los ámbitos, no sólo en el de las
relaciones políticas y sociales, sino en la vida personal. Para vigilar su
correcta aplicación, se nombrarían los arkhontes o magistrados, encargados
de mantener el orden y la armonía: los verdaderos guardianes del demos o
pueblo.
Clisteneo aplicó estas ideas creando su gobierno de sabios aconsejado por
los filósofos, que además tenían la misión de instruir al pueblo a través de
las academias o centros de aprendizaje. Así se pusieron las bases de la
Grecia clásica, en la que su nieto Pericles instauraría la democracia o
gobierno del pueblo (aunque una democracia limitada, puesto que no
podían participar en ella ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros).
Algunos autores señalan que el actual momento de nuestra civilización se
parece mucho al descrito unos párrafos atrás: el deseo desmedido de
posesión de una minoría ha destruido la convivencia social, la armonía
entre el hombre y la mujer, el equilibrio entre la naturaleza y el ser
humano. ¿Estamos en puertas de que aparezcan los modernos mesoi, así
como un nuevo Clisteneo?, se preguntan éstos.
No está claro de dónde surgieron los filósofos conciliadores, los auténticos
impulsores de aquel cambio, pero resulta muy fuerte la tentación de
relacionarlos directamente con las sociedades secretas instruidas en el
antiguo Egipto y descendientes de cultos solares como los de Ajnatón. En
cuanto a los plutócratas, el número de ciudadanos que apoyaron la
sinarquía los forzó a retirarse a un segundo plano, pero su frustración no
hizo más que alimentar sus ansias de poder militar, económico y religioso y
los llevó a reflexionar que si un número de ciudadanos, aun siendo
mayoritario, podía agruparse y organizarse para defender sus intereses
comunes, ellos también podían superar sus diferencias internas y construir
su propia sinarquía. Conocemos la existencia de los mesoi, pero también
podemos sospechar la de otro grupo de filósofos rivales y consejeros de los
plutócratas. Unos filósofos, digamos, influidos por los descendientes de los
cultos al terrible dios Seth, enemigos por antonomasia de los primeros.
Tal vez en aquel momento nacieron la sinarquía blanca y la sinarquía
negra. La primera, decidida a ayudar al ser humano a caminar hacia un
reino de paz y felicidad. La segunda, dispuesta a apoderarse del reino, de la
paz y de la felicidad pero sólo para sus socios, condenando a los demás
hombres a la esclavitud.
Si faltase lo más mínimo a mi juramento,
que me corten el cuello, me arranquen el
corazón, los dientes y las entrañas y que los
arrojen al fondo del mar. Sea quemado mi
cuerpo y mis cenizas esparcidas por el aire,
para que no quede nada de mí, ni siquiera
el recuerdo entre los hombres y entre mis
hermanos masones.
Juramento masónico, 1869
La masonería
Se cuenta que, en la Edad Media, un joven quiso iniciarse en la masonería
constructora, pues había oído hablar de que los miembros de esta
organización no sólo se ayudaban entre sí en cualquier circunstancia, sino
que además disponían de conocimientos vedados al común de los mortales.
El joven sabía que los masones no revelaban su condición con facilidad,
pero un conocido le había dicho que uno de los tres obreros que estaban
trabajando en ese momento en las obras de la catedral de su ciudad
pertenecía a la fraternidad. Así que se dirigió allí de inmediato pensando en
cómo podría descubrir quién era para solicitarle el ingreso. Debía actuar
con astucia, pues sabía que si preguntaba directamente obtendría tres
negativas.
Cuando llegó a las obras vio, en efecto, a tres obreros ocupados todos en la
misma labor aunque cada uno instalado en un sitio distinto. Se acercó a
ellos y, uno por uno, les hizo la misma pregunta: «¿Qué estás haciendo?»
El primero respondió: «Estoy trabajando la piedra.» El segundo dijo:
«Estoy ganándome el jornal.» El tercero replicó: «Estoy construyendo una
catedral.»
Entonces el joven supo a ciencia cierta que el tercero era el masón.
La Camaradería francesa
Una de las catedrales más famosas del mundo es la de Chartres, en Francia.
Entre los muchos atractivos de esta maravilla de la arquitectura religiosa
figura un truco de iluminación muy querido por los constructores del
mundo antiguo: justo al mediodía de cada solsticio, tanto en verano como
en invierno, un rayo de Sol atraviesa un pequeño agujero en el vitral de san
Apolinar (un santo de resonancias obvias, puesto que Apolo era el principal
dios solar de la mitología grecorromana) y señala una muesca en el suelo
con forma de pluma. Un mensaje secreto que todavía hoy se desconoce qué
quiere decir.
Muchas sociedades secretas nacieron alrededor de la construcción. En la
misma Francia, la Compagnonnage o Camaradería surgió en un primer
momento para hacer frente al poder de los patronos, que controlaban el
aprendizaje de los oficios, los empleos y sus ascensos. La Seguridad Social
es un invento muy moderno en términos históricos: hay que esperar al
canciller alemán Otto von Bismarck, que fue el primero en poner en
marcha durante el siglo XIX una institución similar posteriormente imitada
por otras naciones occidentales. Antes de eso, el que no era rico o
pertenecía al clero debía ganarse el sustento cada día y no podía permitirse
el lujo de estar enfermo o perder un trabajo. De ahí el éxito de la
Camaradería francesa, porque llegó a funcionar como una especie de
sindicato que, además de trabajo, garantizaba la recepción de ayuda de todo
tipo a sus afiliados: alojamiento, comida e incluso ropa. Ingresar en la
organización se convirtió en sinónimo de una vida más segura y digna, por
lo que sus miembros adoptaron una serie de gestos y signos secretos para
reconocerse entre ellos y evitar que los desconocidos pudieran
aprovecharse de las ventajas de su fraternidad y la desvirtuaran.
Se cree que la Camaradería funcionaba al menos ya desde el siglo XI y,
aunque hoy se la considera como una organización exclusivamente
orientada a atender a los constructores, desde el principio demostró atesorar
otro tipo de conocimientos sorprendentes. Fueron camaradas los que
levantaron, entre los siglos XII y XIII, las catedrales de Chartres, Bayeaux,
Reims, Amiens y Évreux, un conjunto de templos que imitan, sobre el
suelo de Francia, la disposición de la constelación de Virgo en el cielo.
Para las sociedades ocultistas, Virgo equivale a la gran diosa madre de los
cultos antiguos, la Isis egipcia. Otro ejemplo, los camaradas erigieron a
principios del siglo XII la basílica de la Magdalena de Vézelay, punto de
partida del Camino de Santiago francés y considerada como cuna del arte
gótico. En el tímpano de la puerta principal una imagen de Jesucristo en
majestad separa a los hombres «buenos» elegidos para ir al Cielo de los
hombres «malos» condenados al Infierno. Estos últimos tienen que
someterse al pesaje de su alma en una balanza sujeta por un ángel que
confirma la magnitud de sus pecados y luego los encamina hacia la horrible
boca de un monstruo gigantesco que los devora. Exactamente, la misma
imagen que los iniciados egipcios describieron, dibujada y por escrito, en el
Libro de los Muertos, donde el dios Anubis sustituye al ángel en el pesaje
de la balanza y la diosa de voradora Ammit se encarga de tragar a los
malvados.
Los obreros de la Camaradería francesa pertenecían a cuatro oficios
concretos: talladores de piedra, carpinteros, ebanistas y cerrajeros. Cada
uno de ellos se dividía en grados de experiencia, casi siempre tres:
aprendices, compañeros (los compañeros recibidos eran los que
comenzaban la obra, que a veces duraba siglos, y los compañeros fraguados
eran los que la daban por terminada) y maestros o iluminados. Un adjetivo
místico este último puesto que los maestros llegaban a serlo por una doble
condición: la de expertos profesionales y la de inspirados por la luz de
Dios. Parece evidente que la Masonería no es otra cosa que la rama de la
Camaradería específicamente destinada a la construcción, ya que la palabra
francesa maçon significa albañil. Francmaçon significa «albañil libre» y
suele utilizarse como sinónimo, aunque en realidad es una expresión más
exacta porque masones eran todos los albañiles medievales pero sólo los
pertenecientes a la organización o iniciados en ella eran francmasones.
Durante la Edad Media, la Camaradería entró en crisis, probablemente
porque entraron en ella muchos obreros deseosos de aplicar el viejo
principio de beneficiarse de las ventajas del sistema sin asumir las
equivalentes responsabilidades. Sólo los cama radas encargados de trabajar
la piedra lograron compactarse sin fisuras, y a partir de entonces reforzaron
su secreto y la firmeza de sus responsabilidades. Así consiguieron mantener
algún tiempo más su organización, aunque tampoco pudieron eludir su
declive: a medida que la época de las catedrales se iba apagando, con ella
desaparecían los maestros constructores. Para evitar caer en el declive por
completo, la masonería se vio forzada entonces a abrir las puertas a nuevos
miembros que nada tenían que ver con la labor constructora. El hecho de
que muchos profanos en el trabajo de la piedra no sólo pudieran sino que
desearan ingresar en la organización hasta el punto de salvarla de su
definitiva extinción sugiere con bastante claridad que lo que se aprendía en
ella no se limitaba al trabajo físico de los obreros. Un indicio de ello es el
nombre de sus salas de reunión, las logias. Aunque se han planteado varios
orígenes para la palabra logia, resulta curioso que en griego signifique
precisamente «ciencia».
La masonería del siglo XXI afirma que su interés no es otro que el de
«conseguir la perfección del hombre y su felicidad, despojándole de vicios
sociales como el fanatismo, la ignorancia y la superstición, perfeccionando
sus costumbres, glorificando la justicia, la verdad y la igualdad,
combatiendo la tiranía y los prejuicios», así como estableciendo «la ayuda
mutua entre sus miembros». Sin embargo, presenta fuertes contradicciones,
como los enfrentamientos entre diversos tipos de masonería para ver cuál
de ellas es «la verdadera», o el hecho incuestionable de que la mayoría de
sus logias prohíba expresamente la iniciación de las mujeres.
La masonería moderna
A principios del siglo XVI, un grupo de maestros alemanes se trasladó a
Inglaterra para abrir las primeras logias de constructores del Reino Unido.
Los aprendices ingleses redactaron la primera ley masónica de la que
tenemos noticia, la llamada Constitución de York, a la vez que fundaban la
Orden de la Fraternidad de los
Masones Libres. Igual que sucedió en el continente, la organización
británica declinó poco a poco hasta que se vio obligada a aceptar a
profesionales liberales e incluso a miembros de la nobleza. A los nuevos
iniciados se les calificaba de «masones aceptados». En seguida surgió la
Fraternidad de los Masones Libres y Aceptados, los que, definitivamente,
habían abandonado la construcción y por tanto pasaron a denominarse
Masonería Especulativa en lugar de Masonería Operativa como hasta
entonces.
Este tipo de masonería tiene su carta de nacimiento en 1717, cuando cuatro
logias londinenses de aceptados, que utilizaban como nombre el de las
tabernas en cuyos salones sociales se reunían (La Corona, La Oca y la
Parrilla, La Copa y las Uvas y El Manzano), se fusionaron con una
autodenominada Sociedad de Alquimistas Rosacrucianos y fundaron así la
Gran Logia Unida de Inglaterra. Seis años más tarde, uno de sus miembros,
James Anderson, recibió el encargo de reunir toda la documentación
disponible sobre la sociedad discreta y redactar con ella lo que desde
entonces se conoce como las Constituciones de Anderson. En este
manuscrito se incluye una historia legendaria de la orden, los deberes u
obligaciones, un reglamento para las logias y los cantos para los grados
iniciales. También aparece la historia de Hiram Abiff, así como la
obligación de creer en una divinidad suprema descrita como el GAU o
Gran Arquitecto del Universo, pues «un masón está obligado por su
carácter a obedecer la ley moral y si entiende correctamente el Arte, jamás
será un estúpido ateo ni un libertino irreligioso».
La nueva Masonería Libre y Aceptada sustituyó pronto a lo que quedaba de
la Masonería Constructora original, por lo que la Gran Logia Unida se
convirtió en la referencia masónica por excelencia, tanto en Europa como
en las colonias americanas. Desde Inglaterra saltó a Bélgica en 1721, a
Irlanda en 1731, Italia y el norte de América en 1733. Después a Suecia,
Portugal, Suiza, Francia, Alemania, Escocia, Austria, Dinamarca y
Noruega y, finalmente, a mediados del XVIII, al resto de países europeos y
americanos.
Sus dos variantes más importantes fueron el Rito Escocés Antiguo y
Aceptado —diseñado por Andrew Michael Ramsay, el preceptor del hijo
de Jacobo II Estuardo de Escocia, donde encontraron cobijo algunos de los
caballeros templarios que huían de la persecución a que fue sometida su
orden tras ser desmantelada por el rey francés Felipe el Hermoso y el Papa
Clemente V— y el Gran Oriente de Francia, que se declaró «obediencia
atea» y se volcó en intereses sociales y políticos, más que espirituales;
desde entonces se la conoce como Masonería Irregular. Uno de los
miembros del Rito Escocés acabaría influyendo en la creación de la
llamada Estricta Observancia Templaria, rama que controlaría la masonería
alemana, en torno a la cual se forjaría la Orden de los Iluminados de
Baviera.
En 1738, el Papa Clemente XII condenó a la masonería a través de una bula
llamada In emminenti, que prohibía expresamente a los católicos iniciarse
como masones bajo pena de excomunión, puesto que «si no hiciesen nada
malo no odiarían tanto la luz». El motivo oficial de la condena era el
carácter protestante de la Gran Logia Unida de Inglaterra, pero el decreto
terminaba con una frase enigmática: «[...] y (también les condenamos) por
otros motivos que sólo Nos conocemos». Varios de sus sucesores, como
Benedicto XIV, León XIII y Pío XII entre otros, también publicaron
severas condenas contra una sociedad que según las denuncias del Vaticano
«se ha mostrado anticatólica y antimonárquica de manera reiterada». Ya en
el siglo XX, el Concilio Vaticano II levantó un poco la mano al respecto,
pero en 1983 el Papa Juan Pablo II todavía recordaba públicamente «la
incompatibilidad de ser masón y católico».
Lo cierto es que el llamado Siglo de la Razón marcó un punto de inflexión
en la masonería, que ya no volvería a ser la misma sociedad hermética
orientada en exclusiva hacia sus miembros. A partir de entonces, la mayor
parte de sus intereses quedó fijada en el mundo material. Especialmente, en
lo referente a la posibilidad de crear un imperio mundial al que se
someterían todas las administraciones nacionales. Un imperio dirigido por
una minoría «iluminada» que, basándose en el progreso de la ciencia, la
técnica y la producción, impulsara un mundo más lógico, racional y acorde
con los designios divinos del GAU. Quizá eso explique la proliferación de
la masonería en los salones del poder mundano de hoy. Todos los reyes
ingleses desde el siglo XVIII así como la mayoría de sus primeros
ministros, la mayor parte de presidentes del gobierno y de la República
francesa, innumerables políticos en Alemania (excepto en la época del
nacionalsocialismo), Italia (excepto durante el fascismo) y en todos los
demás países europeos, así como muchos de los miembros de las actuales
instituciones de la Unión Europea, la gran mayoría de los presidentes de
Estados Unidos y muchos de los dirigentes de otros países americanos han
sido o son masones. En algunos casos, los símbolos masones incluso han
ondeado en banderas oficiales como la de la extinta República Democrática
Alemana, que lucía sobre las franjas negra, roja y amarilla un martillo y un
compás orgullosamente laureados, y no una hoz como cabría suponer
tratándose de un régimen comunista.
En España, donde la masonería estuvo prohibida y perseguida por el
franquismo, casi todos los prohombres de las dos repúblicas pisaron las
logias, desde Pi i Margall hasta Alcalá Zamora, pasando por Castelar,
Negrín, Lerroux o Azaña. En 1979 consiguieron legalizarse de nuevo las
dos obediencias más importantes de la época, enfrentadas entre sí: el
Grande Oriente Español y el Grande Oriente Español Unido.
Contra el escaso poder real que en ocasiones se dice que tuvo la masonería
en España, consta no sólo la larga lista de políticos republicanos que
pertenecieron a sus filas, sino una extensa nómina de artistas y científicos
como el investigador Santiago Ramón y Cajal, el educador Francisco Ferrer
y Guardia, el músico Tomás Bretón, el ingeniero Arturo Soria o el
novelista Vicente Blasco Ibáñez. Por otra parte, varios estudios de
especialistas en masonería, como el de Pedro Álvarez Lázaro, La
Masonería., escuela de formación del ciudadano, demuestra la influencia
que tuvo, entre otros asuntos, en el desarrollo de una sociedad laica. Se cree
que la época de mayor expansión fue la comprendida entre 1868 y 1898,
cuando llegó a contar con 70.000 miembros. Curiosamente, la época en la
que España perdió sus últimas colonias.
El Iluminismo científico
Los Illuminati son los reales protagonistas de este libro, sin embargo, antes
de llegar a ellos, aún nos queda por conocer otra clase de «iluminados», a
los que algunos autores han llegado a considerar como sus precursores,
aunque no tuvieran nada que ver, los científicos. Rosacruces, masones,
templarios y el resto de innumerables organizaciones secretas nacidas
durante la interminable lucha entre la Tradición y la Antitradición basan el
origen último de su conocimiento y su poder, el origen de su iluminación,
en una revelación mística y por tanto ajena al común de los humanos, ya
que viene de la divinidad. Pero durante el siglo XVII asistimos al
advenimiento de una generación de hombres que, conectados o no con la
religión u otro tipo de misticismo, tuvieron la osadía de buscar esa misma
iluminación desde un punto de vista estrictamente científico. Para ellos, la
palabra razón ya no significaba pensar de acuerdo con la lógica aristotélica,
sino con datos matemáticos, precisos, concretos y demostrables.
Ellos redefinieron la razón como una «ley natural», que por supuesto podía
llegar a expresarse de forma exacta y que permitiría al hombre comprender
la vida y lo que le rodea gracias a su propio esfuerzo, sin necesidad de
esperar a que Dios se tomara la molestia de señalarle con el dedo. El
progreso científico empezó a ser entendido como «una progresiva
iluminación de toda la humanidad gracias a las luces de la razón que
despejan las tinieblas de la superstición, la ignorancia y las viejas
costumbres». Semejante espíritu fue la herencia más Importante que los
científicos renacentistas dejarían a los «ilustrados» del siglo XVIII
Uno de ellos fue el británico Francis Bacon, político, científico y filósofo
que llegó a ser lord del Sello Privado de la reina Isabel I y cuyas
extraordinarias capacidades le convirtieron en uno de los hombres más
cultos e influyentes de su tiempo. E incluso del nuestro, porque una de las
más polémicas teorías acerca del origen real de las obras firmadas por
William Shakespeare apuntan hacia su ilustre persona como el verdadero
autor de las mismas, aunque ésta es, como dice el clásico, otra historia.
Bacon escribió y firmó varios libros de interés, si bien uno de ellos le
conecta con la Tradición de manera directa. Se titula La Nueva Atlántida y
en él desarrolla la utopía de una ciudad de sabios que se organiza siguiendo
una ideología próxima a la Rosacruz.
De su aportación puramente científica, merece destacar su método de
lógica inductiva, hoy considerada como precedente del empirismo. Bacon
aboga por no limitarse a ordenar los hechos de la naturaleza, como hacían
hasta entonces la mayoría de los científicos, sino más bien por aprender a
dominarla. Como «para gobernar a la naturaleza es preciso obedecerla», se
hacía necesario estudiarla a fondo, conocerla, para poder aprovechar sus
recursos sin forzarla. Eso requiere superar los obstáculos para alcanzar el
verdadero saber que, en su opinión, son ido la o ídolos, prejuicios, de
cuatro clases: los idola tribus, propios de la comunidad humana y basados
en la fantasía y la suposición; los idola specus, pertenecientes a cada
hombre y fijados por la educación, las costumbres y los casos fortuitos; los
idola fori, procedentes del exterior y cuyo responsable es el carácter
abstracto del lenguaje y la falta de comunicación, y los idola theatri,
generados por las doctrinas filosóficas dogmáticas y las demostraciones
erróneas. Todo el trabajo científico de Bacon se desarrolló sobre estas
bases y, de hecho, murió ya retirado de la política cuando intentaba
comprobar los efectos del frío en la conservación de los alimentos.
Contemporáneos de Bacon son Federico Cesi, Francesco Stelluti, Johannes
van Heeck y Anastacio de Fillis. Los cuatro fueron grandes amantes de la
ciencia, a la que convirtieron en la razón de su vida. En agosto de 1603,
reunidos en Roma en el palacio de la familia Cesi, decidieron fundar un
grupo dedicado al estudio y la investigación utilizando para ello la
espléndida biblioteca del palacio, así como diversos equipos preparados al
efecto. Se llamaron a sí mismos la Accademia dei Lincei o Academia de
los Linces, simbolizando en la agudeza y agilidad de este felino las virtudes
que deseaban emular en sus trabajos.
Cesi, presidente de la academia, orientó sus inquietudes preferentemente
hacia la astronomía, lo que le permitiría diseñar y construir el primer
astrolabio. De Fillis asumió la secretaría de la nueva institución y trabajó en
diversas materias, mientras que Stelluti, aparte de asumir las tareas de
administración de la recién nacida sociedad, tomó el seudónimo de
Tardígrado y también realizó un trabajo multidisciplinar como geógrafo,
literato, jurista y científico. Van Heeck, el único de ellos nacido en los
Países Bajos, era sin duda el más preparado, pues había realizado las
carreras de medicina y filosofía además de tener estudios de teología, y
dominaba el latín y el griego, la astronomía y la astrología. En Praga, había
conocido a Johannes Kepler y se hacía llamar a sí mismo el Iluminado.
En aquella época, ninguna academia de este tipo podía ponerse en marcha
sin el visto bueno papal. Al principio, Clemente VIII recibió los esfuerzos
de los linces con benevolencia y les instó a que trabajaran por el progreso
de la humanidad, pero sólo siete años después Federico Cesi tuvo que
marcharse a Nápoles debido a las continuas acusaciones de ejercer la magia
negra, actuar contra la doctrina de la Iglesia y mantener un estilo de vida
escandaloso. En 1611, Cesi contactó con el astrónomo y físico Galileo
Galilei, al que invitó a incorporarse a la academia, convencido de que el
nivel de sus trabajos elevaría el de sus colegas. Galileo fue muy bien
recibido entre los linces y siempre recibió su apoyo, incluso durante la
mitificada disputa que mantuvo con las autoridades eclesiásticas en defensa
de la teoría heliocéntrica frente a la geocéntrica, formulada por Ptolomeo,
que entonces era la comúnmente aceptada.
Según una reciente encuesta del Consejo de Europa elaborada entre los
estudiantes de ciencias de la UE, casi el 30 % cree que Galileo fue
quemado vivo en la hoguera por la Iglesia por defender sus teorías,
mientras que el 97 % piensa que fue sometido a torturas. El 100 % conoce
la frase «Eppur si muove!» (¡Y sin embargo se mueve!) que había
susurrado con rabia después de la lectura de la sentencia condenatoria. Y,
sin embargo, todo lo anterior es rotundamente falso.
Galileo fue un gran hombre de ciencia, pero no infalible. Según relata
Vittorio Messori en Leyendas negras de la Iglesia, cuando el 22 de junio de
1633 escuchó la sentencia contra su tesis, se limitó a dar las gracias a los
diez cardenales autores de la misma, de los cuales tres habían votado por su
absolución, ante la moderada pena que se le impuso. El científico tenía
razón en su tesis heliocéntrica pero había intentado «tomar el pelo a estos
jueces, entre los cuales había hombres de ciencia de su misma
envergadura», asegurando que sus teorías «publicadas en un libro impreso
con una aprobación eclesiástica arrebatada con engaño, sostenían lo
contrario de lo que se podía leer». Es más, en los cuatro días de discusión
previos a la sentencia, «sólo fue capaz de presentar un argumento
experimentable y comprobable a favor de que la Tierra giraba en torno al
Sol. Y era erróneo: decía que las mareas eran causadas por la sacudida de
las aguas a causa del movimiento de la Tierra». Sus jueces y colegas
defendían que las mareas se debían a la atracción de la Luna, lo que, siendo
correcto, sólo mereció un comentario por parte de Galileo: que esa tesis
«era de imbéciles». Llovía sobre mojado porque, años antes, ya había
cometido otro grave error al asegurar que unos meteoritos observados en
1618 por astrónomos jesuítas e identificados por éstos como «objetos
celestes reales» no eran según él más que «ilusiones ópticas».
Respecto a la condena, Galileo 110 sufrió violencia física ni pasó un solo
día en los «sórdidos calabozos de la Inquisición»: en Roma, se alojó en una
residencia de cinco habitaciones con vistas a los jardines del Vaticano y un
servidor personal, todo a cuenta de la Santa Sede. Y, tras la sentencia, fue
alojado en la Villa Médici primero y luego en el palacio del arzobispo de
Siena, antes de regresar a su propia villa de Arcetri, que tenía el elocuente
nombre de La Joya. No perdió la estima ni la amistad de obispos y
científicos amigos suyos ni se le impidió continuar con sus trabajos. Lo que
por cierto le permitiría publicar poco después sus Discursos y
demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, considerada como
su obra maestra. Las penas impuestas (prohibición de desplazarse
libremente alejándose a su antojo de su hogar y rezar una vez por semana
los siete salmos penitenciales) le fueron levantadas a los tres años.
Galileo tuvo suerte: si hubiera sido juzgado por las autoridades de la Iglesia
protestante sí hubiera podido acabar en la hoguera como otros científicos
que tuvieron la desgracia de caer en manos de los líderes religiosos
defensores de la Reforma. El pro pió Lutero consideraba a Copérnico como
«un astrónomo improvisado que intenta demostrar de cualquier modo que
no gira el Cielo sino la Tierra», lo cual «es una locura»; fue Lutero también
quien advirtió de que «se colocará fuera del cristianismo quien ose afirmar
que la Tierra tiene más de seis mil años» y otras amenazas semejantes.
Finalmente, «Eppur si mouve!» resulta en este contexto una frase valiente y
rebelde pero no la pronunció Galileo. Se la inventó el periodista Giuseppe
Baretti en 1757 en una descripción de la obra del astrónomo.
La Academia de los Linces como tal sobrevivió hasta 1651. Desde
entonces hasta 1847, desapareció y fue refundada en varias ocasiones, hasta
que en esta última fecha se renombró como Academia Pontificia de los
Nuevos Linces, ya sin el carácter privado que había mostrado al principio,
puesto que quedaba bajo el patronato del Papa Pío IV. Desde 1944 hasta
nuestros días recibe el nombre oficial de Academia Pontificia de las
Ciencias y, hoy, está formada por ochenta científicos de todo el mundo,
respaldada por el Vaticano.
PRIMERA PARTE
El origen de los Illuminati
La verdad es lo que se hace creer.
FRANÇOIS MARIE AROUET, VOLTAIRE,
filósofo francés
Adam Weishaupt
La noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1776, la famosa y siniestra noche
de Walpurgis, un grupo de hombres decididos se reunía en un bosque de
Baviera, en el sur de Alemania, para juramentarse entre sí la consecución
de sus objetivos finales. El momento escogido no fue casual. Hubo que
esperar a que se produjeran los sucesos de los Mártires del Movimiento
obrero de Chicago, en 1886, para que el mundo moderno instituyera en su
recuerdo el primero de mayo como el Día Internacional del Trabajo,
aunque, en realidad, esta fecha ha sido sagrada para los europeos durante
milenios, ya que constituía uno de los dos ejes del antiguo calendario celta,
que rigió en la mayor parte de Europa occidental, antes de la expansión del
Imperio Romano. En aquella época se la conocía como Beltaine o Beltené
y en ella se celebraba el final del invierno —que comenzaba con otra gran
celebración céltica, la del Samhain, el 1 de noviembre, que conmemora en
la actualidad el cristianismo con el nombre de Todos los Santos, y el
paganismo, con la fiesta de Halloween— con distintos rituales que incluían
grandes hogueras. La luz de esas hogueras alumbró la mística de los
antiguos europeos. La luz de las que tuvieron que encender los
congregados en la oscuridad del bosque bávaro a finales del siglo XVIII ha
incendiado a partir de entonces el mundo entero, acercándole
progresivamente al culto de un ser torturado aunque poderoso: Lucifer, el
ángel de la luz.
Aquella fatídica noche nació la Orden de los Perfectibilis tas, más conocida
como la Orden de los Iluminados de Baviera o simplemente los Illuminati.
Con el tiempo se convertiría en la más poderosa de las sociedades de la
Antitradición.
Mi reino es de este mundo
Adam Weishaupt, catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de
Ingolstadt, es el enigmático fundador de esta orden, una de las sociedades
secretas con peor reputación de los últimos siglos porque sus planes
quedaron al descubierto de manera accidental. Nacido el 7 de febrero de
1748, su padre George Weishaupt era catedrático de Instituciones
Imperiales y de Derecho Penal en el mismo centro universitario, y su
familia era de origen judío. A los cinco años de edad se quedó huérfano y
fue acogido por su abuelo y tutor, el barón Johann Adam Ickstatt.
Convertido al cristianismo, Adam Weishaupt ingresó en el colegio de los
jesuítas, donde pronto destacó gracias a su gran memoria y su inteligencia
por encima de la media. Luego ingresó en la Facultad de Derecho, en la
misma universidad donde había enseñado su padre.
En la biblioteca de su abuelo tomó contacto con las obras de los filósofos
franceses y empezó a interesarse por la masonería y otras organizaciones
similares. Además, desarrolló un ideario personal que se vio reforzado por
su gran amistad con Maximilien Robespierre, al que conoció durante un
viaje a Francia. Más tarde, tuvo ocasión de contactar con un místico danés
llamado Kolmer, que había vivido varios años en Egipto en calidad de
comerciante y, a su regreso a Europa, había intentado poner en marcha una
sociedad secreta de orden maniqueo. Durante sus viajes, Kolmer se había
entrevistado, entre otros, con el enigmático conde de Cagliostro en la isla
de Malta. El joven Weishaupt, fascinado por su personalidad y sus
conocimientos, le pidió que le iniciara en los llamados Misterios de los
Sabios de Memfis, sin descuidar sus estudios «normales». Con 25 años se
convirtió en profesor titulado y dos años después ya era catedrático en
Ingolstadt.
La capacidad intelectual y personal de Weishaupt no había pasado
inadvertida para sus mentores jesuítas, que, de hecho, le orientaron en su
carrera hasta ordenarle sacerdote de su orden. Pero cuando descubrieron
sus actividades heterodoxas lo expulsaron. No se puede decir que él lo
sintiera mucho; para entonces ya estaba convencido de que el plan de Dios
para el desarrollo de su creación resultaba tan endeble como impracticable
en un mundo dominado por el materialismo, así que decidió cambiarse de
bando y buscar otro tipo de iluminación, justo el contrario del prometido
por el cristianismo. En ese sentido, necesitaba un grupo de trabajo que le
permitiera profundizar en SLIS propios anhelos místicos a la vez que
aplicaba sus ideas sobre el mundo físico. Una organización parecida a la de
los jesuítas o la masonería, pero que fuera en una dirección muy diferente.
Al no encontrar nada parecido, decidió fundarla él mismo en aquella noche
de 1776, tras crear un reglamento a medio camino entre ambas sociedades
y determinadas corrientes de falso rosacrucianismo. Entre los símbolos
figuraba uno que pronto se haría célebre en el mundo entero: una pirámide
con un ojo abierto en su interior, El Ojo que Todo lo Ve.
Sus primeros adeptos fueron cuatro alumnos de su propia cátedra, que
inicialmente se dedicaron al proselitismo de acuerdo con una norma básica:
sólo aceptaban la adhesión de personas bien situadas social y/o
económicamente. Nadie podía acceder a la orden por deseo propio, sino por
consentimiento de sus miembros. «Pocos, pero bien situados», solía repetir
Weishaupt, que no deseaba presidir una organización numerosa sino
poderosa. Por ello buscó y encontró desde el primer momento el apoyo
económico de un banquero que ha pasado a la historia como uno de los
hombres más ricos del planeta: Meyer Amschel Rothschild. La historia de
su clan estará muy presente en los sucesivos acontecimientos de este libro.
La estrategia de crecimiento selectivo surtió efecto y pronto apareció el
primer adepto de rango social elevado, un barón protestante de Hannover
llamado Adolph Franz Friedrich Ludwig von Knigge, que ya había sido
iniciado en la masonería regular y que introdujo a Weishatipt en la logia de
Munich, Teodoro del Buen Consejo. La ambición personal y la capacidad
de movilización de Von Knigge orientaron al grupo hacia un rápido
crecimiento, multiplicando por diez el número de miembros con la
incorporación sucesiva de nobles del rango del príncipe Ferdinand de
Brunswick, el duque de Saxe Weimar, el de Saxe Gotha, el conde de
Stolberg, el barón de Dalberg y el príncipe Karl de Hesse, entre otros. En
poco tiempo, los Illuminati abrieron diversas logias en Alemania, Austria,
Suiza, Hungría, Francia e Italia. Al cabo de dos años entre sus miembros
apenas había una veintena de estudiantes universitarios, todos los demás
pertenecían a la nobleza y la política o ejercían profesiones liberales como
la medicina, la abogacía o la justicia. Incluso el muy famoso escritor
Wolfgang Goethe se dejó seducir por los postulados de esa orden.
¿Cuáles eran estos? Según se revelaba a los nuevos miembros se trataba de
la sustitución del viejo orden reinante en el mundo por otro nuevo en el que
los Illuminati actuarían como mando supremo para conducir a la
humanidad hacia una era nunca antes vista de paz y prosperidad racional.
Eso equivalía a un gobierno mundial en el que cada hombre contara lo
mismo que los demás, sin distinción de nacionalidad, oficio, credo o raza.
Todos, excepto los propios Iluminados, encargados de regirlo. El propio
Weishaupt escribió: «¿Cuál es en resumen nuestra finalidad? ¡La felicidad
de la raza humana! Cuando vemos cómo los mezquinos, que son
poderosos, luchan contra los buenos, que son débiles... cuando pensamos lo
inútil que resulta combatir en solitario contra la fuerte corriente del vicio...
acude a nosotros la más elemental de las ideas: debemos trabajar y luchar
todos juntos, estrechamente unidos, para que de este modo la fuerza esté
del lado de los buenos. Pues, una vez unidos, ya nunca volverán a ser
débiles.»
Dicho así, sus intenciones resultaban incluso loables. Sin embargo, los
objetivos finales sólo eran conocidos por Weishaupt y sus más inmediatos
lugartenientes. Nesta Webster, autora de Revolución Mundial. El complot
contra la civilización y profunda conocedora del tema, describe así las seis
metas a largo plazo de los Illuminati:
1. Aniquilación de la monarquía y de todo gobierno organizado
según el Antiguo Régimen.
2. Abolición de la propiedad privada para individuos y sociedades.
3. Supresión de los derechos de herencia en todos los casos.
4. Destrucción del concepto de patriotismo y sustitución por un
gobierno mundial.
5. Desprestigio y eliminación del concepto de familia clásica.
6. Prohibición de cualquier tipo de religión tradicional.
Según el razonamiento de Weishaupt, no había grandes problemas para
conducir a los países de Oriente hacia esa unificación mundial, debido a la
posibilidad de manipular las profundas conexiones de su cultura con el
misticismo, el ritualismo y el eclecticismo. Sin embargo, el pensamiento de
Occidente era mucho más individualista, nacionalista y aventurero y
además llevaba mucho tiempo dominado por el cristianismo. En especial,
por la Iglesia católica, cuya obsesión por cortar de raíz cualquier mínima
desviación del dogma convertía cualquier heterodoxia espiritual en una
empresa arriesgada. Pero también por el movimiento protestante en ciernes,
que, en esencia, suponía una especie de catolicismo sin Papa.
En consecuencia, su primer objetivo debía orientarse contra la cultura
occidental. Y dado que tanto él como sus seguidores vivían en Occidente,
el secreto era un arma imprescindible. Según él mismo: «Se trata de
infiltrar a nuestros iniciados en la Administración del Estado bajo la
cobertura del secreto, al objeto de que llegue el día en que, aunque las
apariencias sean las mismas, las cosas sean diferentes.» Sólo de esta
manera podría «establecer un régimen de dominación universal, una forma
de gobierno que se extienda por todo el planeta. Para ello es preciso reunir
una legión de hombres infatigables en torno a las potencias de la tierra,
para que extiendan por todas partes su labor, siguiendo el plan de la orden».
La infiltración en la masonería
Weishaupt necesitaba ampliar su organización sin perder su control. Para
ello, empezó a infiltrar a sus miembros en la masonería: captaba así a
personas acostumbradas al secreto y el ceremonial, a las que sus ideas les
resultarían familiares. Como algunas de las viejas escuelas de la
Antigüedad, los masones llevaban mucho tiempo predicando que el sentido
último de la existencia humana pasa por el perfeccionamiento espiritual y
personal hasta el punto de que, en algún momento del futuro, el hombre
habría evolucionado lo suficiente para no necesitar Estado, ni religión, ni
sociedad según los parámetros conocidos, pues todos los hombres serían
hermanos. Este sistema global llegaría pacíficamente, a partir de una
evolución natural. La novedad que ofrecía ~Weishau.pt era la posibilidad
de acortar los plazos y no tener que esperar cientos, quizá miles de años,
hasta que la utopía deviniera realidad. Él prometía materializarla en pocos
años, quizá en el curso de una generación, aunque para ello hubiera que
aplicar la violencia, ya que el viejo orden no se dejaría descabalgar con
facilidad. A cambio, exigía obediencia ciega a su dirección, aunque sus
órdenes no se comprendieran en un primer momento. Su propuesta se hizo
tan popular que, según algunos autores, en 1789 controlaba por mano
interpuesta la mayor parte de las logias masónicas, desde el norte de África
hasta Suecia, desde España e Irlanda hasta Rusia, y también en los nuevos
Estados Unidos de América.
Lo más probable es que la gran mayoría de Illuminati, sobre todo los de
filiación masónica, desconocieran los métodos «mágicos» que pensaba
aplicar Weishaupt para «traer el Cielo a la Tierra» en tan poco tiempo y
que si hubieran imaginado los horrores que conllevaría la aplicación de sus
ideas, tal vez no le hubiesen apoyado como lo hicieron. Como todas las
organizaciones secretas de este tipo, aquí también se organizó el grupo de
acuerdo con la técnica de círculos concéntricos o capas de cebolla, donde
un iniciado adquiría más información a medida que probaba su utilidad y
su fidelidad y en consecuencia ascendía en la jerarquía, pero sólo los
máximos dirigentes de la orden estaban al corriente de todo el plan.
Con estos mimbres y con su propia experiencia adquirida en las ceremonias
masónicas, Weishaupt elaboró en compañía de Von Knigge el llamado Rito
de los Iluminados de Baviera, que constaba de trece grados de iniciación
agrupados en una jerarquía de tres series sucesivas. Algunos de ellos jamás
fueron practicados y sólo llegaron a existir sobre el papel. De menor a
mayor, estos grados eran los siguientes: 1.° preparatorio, 2.° novicio, 3.°
minerval, 4.° iluminado menor, 5.° aprendiz, 6.° compañero, 7.° maestro,
8.° iluminado mayor, 9.° iluminado dirigente, 10.° sacerdote, 11.° regente,
12.° mago y 13.° rey. El grado de iluminado menor marcaba la división
entre los llamados Pequeños Misterios o Edificio Inferior, basado en el
dominio de las capacidades del hombre, y los Grandes Misterios o Edificio
Superior, el dominio de las capacidades del mundo, que implicaba poder
político real. Según el reglamento de la orden, si un miembro alcanzaba el
grado de sacerdote, no sólo estaba capacitado para asumir los poderes del
Estado de manera efectiva, sino que debía actuar en consecuencia.
Además, Weishaupt dotó de un nombre simbólico a cada uno de los
miembros. Von Knigge, por ejemplo, era Philon. Xavier von Zwack, uno
de sus principales hombres de confianza, fue rebautizado como Catón; el
escritor Wolfgang Goethe recibió el apelativo de Abaris. El filósofo Johann
Gottfried von Herder se transformó en Damasus, etcétera. Él se reservó
para sí mismo el apelativo de Espartaco, en homenaje al gladiador de
origen tracio que en el 73 a. J.C. lideró la mayor revuelta de esclavos jamás
organizada en la antigua Roma. Se veía a sí mismo como un nuevo héroe
rebelde en contra del orden establecido tanto a nivel material como
espiritual, una especie de Lucifer humanizado. «Cada hombre es su rey,
cada hombre es soberano de sí mismo», decía el juramento del grado 13.°,
el último, de los Illuminati. De igual forma, las logias adoptaron nombres
en clave. La de Munich pasó a llamarse Atenas; la de Ingolstadt era
conocida como Éfeso; la de Frankfurt, Tebas; la de Heidelberg, Útica; y la
de Ba viera, Achaia.
En julio de 1782, diversas obediencias masónicas se reunieron en el
convento de Wilhelmsbad. Aprovechando el conocimiento y el prestigio
adquiridos durante los últimos años, Adam Weishaupt intentó dar el
definitivo golpe de mano que le permitiera unificar y controlar todas las
ramas europeas de la organización. Sólo consiguió parte de sus objetivos:
un acuerdo para refundir los tres primeros grados de todas las obediencias,
dejando el resto al libre arbitrio de cada una, así como un importante
trasvase de miembros: muchos francmasones de otros grupos decidieron
ingresar en la logia iluminista mientras que un número importante de
miembros de ésta hacían lo propio en otras logias, duplicando así su
filiación. En aquella época ya defendía abiertamente una iniciación muy
lejana de las influencias judeo cristianas y unos planteamientos políticos
que implicaban la revolución como elemento irrenunciable en el camino
hacia el éxito. Ni la Gran Logia de Inglaterra, que a partir de entonces
quedó enfrentada formalmente a los Illuminati, ni el Gran Oriente de
Francia, ni los iluminados teósofos del místico sueco Swedenborg le
apoyaron, pero sí los demás grupos.
Frustrado por los resultados del convento de Wilhelmsbad y pensando que
no merecía la pena seguir luchando, Von Knig ge dimitió y terminó sus
días retirado en Bremen, donde falleció en 1796 tras publicar sus obras
completas a las que añadió algunos sermones para varios templos
protestantes. Weishaupt se encontró en una situación delicada, recibiendo
los ataques de los masones ingleses a los que se unieron los de algunos
martinistas (discípulos de Martínez de Pasqually, Louis Claude de Saint
Martin y Jean Baptiste Willermoz, impulsores del martinismo, otra
obediencia de índole masónica), aunque el peor golpe fue la traición de
Joseph Utzschneider, quien, tras abandonar la orden, envió un documento
de advertencia a la gran duquesa María Anna de Baviera en el que advertía
de que «se da el nombre de Iluminados a estos hombres culpables que, en
nuestros días, han osado concebir e incluso organizar, mediante la más
criminal asociación, el horroroso proyecto de extinguir de Europa el
cristianismo y la monarquía».
El principio del fin... o el fin del principio
En junio de 1784, el elector de Baviera, duque Karl Teodoro Dalberg, ante
la creciente alarma social planteada por la difusión de las acusaciones
contra los Illuminati, aprobó un edicto por el cual quedaba estrictamente
prohibida la constitución de cualquier sociedad, fraternidad o círculo
secreto no autorizado previamente por las leyes vigentes. Un comunicado
posterior identificaba a los Illuminati como una rama de la masonería y por
tanto ordenaba el cierre de todas las logias masónicas. Poco después,
Weishaupt fue destituido de su cátedra y desterrado, aunque encontró
refugio en la corte de uno de sus adeptos, el duque de Saxe, que le nombró
consejero oficial y le encargó la educación de su hijo. El resto de dirigentes
de la orden se puso a salvo, refugiándose en la actividad de las logias
masónicas europeas y americanas, antes de que en mayo de 1785
comenzaran las persecuciones, detenciones y torturas de los miembros
inferiores de la organización.
Pero aún faltaba lo peor: en la noche del 10 de julio del mismo año, un
enviado de Weishaupt, el abad Lanz, fue alcanzado por un rayo cuando
galopaba en medio de una tormenta. Su cadáver no fue recuperado por
miembros de la orden sino por gentes del lugar que, al ver sus hábitos, lo
recogieron con cuidado y lo trasladaron a la capilla de san Emmeran. Allí,
entre sus ropas, encontraron importantes y comprometedores documentos
que revelaban los planes secretos de la conquista mundial. Eso selló
definitivamente el destino oficial de los Illuminati, que a partir de ese
momento se convirtieron en una organización maldita. La policía bávara
descubrió todos los detalles de la conspiración y el emperador Francisco de
Austria conoció así, de primera mano, lo que se estaba tramando contra
todas las monarquías y en especial contra la francesa, encabezada por su
yerno Luis XVI y su hija María Antonieta. Ambos fueron informados
también e incluso tuvieron oportunidad de examinar Los Protocolos o
Escritos originales de la orden y secta de los Illuminati, que acabó por
publicar el gobierno de Baviera para alertar a la nobleza y el clero de toda
Europa. No obstante, la desaparición formal de los Illuminati, junto con el
destierro de Weishaupt y la detención de muchos de sus adeptos, los
convenció de que la trama había sido abortada por completo.
Sin embargo, la llamada Revolución francesa estaba ya en puertas y nada
volvería a ser igual en el viejo continente a partir de 1789, empezando por
el hecho de que los reyes de Francia no sobrevivirían a la gran sublevación
del republicanismo. Adam Weishaupt murió mucho después, en noviembre
de 1830, a la edad de 82 años. Durante su largo exilio tuvo tiempo de sobra
para regodearse con los resultados de sus maquinaciones. Sabía que él no
sería el encargado de culminar el gran proyecto de los Illuminati, pero ya
no le importaba, otros lo terminarían por él y, cuando lo hicieran, no
tendrían más remedio que rendir homenaje a su memoria. En realidad, ¿no
había estado predestinado a eso desde el mismo instante de su nacimiento
por su propio nombre? ¿Acaso Adam no significaba «Adán» o «El primer
hombre»? ¿Acaso iveis no era un tiempo verbal del alemán wissen
«saber», y haupt se podía traducir como «líder» o «capitán»?
¿Acaso Adam Weishaupt no se podía interpretar como «el primer hombre
que lidera a aquellos que poseen la verdadera sabiduría?».
Además, los Illuminati no habían desaparecido definitivamente.
Permitidme fabricar y controlar el dinero de una
nación y ya no me importará quién la gobierne.
MEYER AMSCHEL ROTHSCHILD,
Banquero alemán
Los Rothschild
«No hay como ser rico para que todo el mundo se crea con derecho a
criticarlo a uno.» Eso debieron pensar los miembros de la familia
Rothschild cuando leyeron en enero de 1991 la entrevista a John Todd
publicada por la revista norteamericana Progreso para todos. Miembro del
Consejo Masónico de los Trece, John Todd afirmaba que el famoso icono
de la pirámide y el ojo resplandeciente con el que se representa por lo
general a Dios significa en realidad algo muy distinto: la mirada vigilante
de Lucifer. Según sus palabras, la imagen fue creada por los Rothschild y
llevada después a Estados Unidos por dos significados masones y padres
fundadores de la nación, Benjamín Franklin y Alexander Hamilton, antes
de que comenzaran la revolución y la guerra de independencia de
Inglaterra. «La familia Rothschild es la cabeza de la organización en la que
yo entré en Colorado, y todas las hermandades ocultas forman parte de
ella», aseguraba, «porque en realidad todas pertenecen al mismo grupo
dirigido por Lucifer para instaurar su gobierno a nivel mundial». Añadía
aún más: «Dicen que los Rothschild tienen trato personal con el demonio.
Yo estuve en su villa y lo he vivido. Sé que es cierto.»
Poderoso caballero...
La historia de los Rothschild, como la de todos los millonarios hechos a sí
mismos, resulta apasionante por la ambición, el riesgo, la falta de
escrúpulos y la inteligencia que a nivel personal demuestran todos los que
están convencidos de que desean morir en una cama de oro, aunque hayan
nacido en una de barro. Y también porque, como diría el refrán francés,
enseña la forma en que uno puede «pringar en todas las salsas sin que se
salpique la camisa».
Conviene aclarar un concepto erróneo en relación con el poder y el dinero:
estamos acostumbrados a pensar que la mayoría de los grandes dirigentes
históricos eran, sobre todo, personajes ricos. Tanto, que podían permitirse
todo tipo de lujos y aventuras gracias a sus presuntas inmensas fortunas
atesoradas en castillos protegidos por multitud de soldados. Su
divertimento favorito, pensamos, era hacerse la guerra unos a otros de vez
en cuando para ver quién se convertía en emperador.
En realidad, esos reyes, desde los antiguos mesopotámicos hasta los
monarcas ilustrados, disponían de guardias armados permanentes más o
menos numerosos, pero no de ejércitos formales que sólo se podían reunir
para ocasiones especiales porque la guerra ha sido siempre un vicio caro —
éste es uno de los motivos que obligó con el paso del tiempo a constituir los
ejércitos nacionales, es decir el servicio militar obligatorio—. Con la mayor
parte de la población dedicada a la producción agrícola, ganadera y
pesquera, sólo unos pocos se podían permitir el lujo de dedicarse a la
carrera de las armas desde temprana edad y éstos solían ser los que ya
tenían la vida solucionada pues pertenecían a la clase dirigente. Aparte de
ellos, el rey podía contar con tantos guardias personales en función del
dinero que tuviese para pagarlos de su propio bolsillo. Si se aspiraba a
conquistar un territorio vecino o simplemente destronar al monarca rival
para instalar a otro más amistoso hacía falta un mayor número de
combatientes. Durante mucho tiempo, el método más común para formar
un ejército fue el de reclutarlo por la ley o a la fuerza entre los campesinos.
Mal armados y entrenados, los integrantes de esta soldadesca carecían de
grandes tácticas y su forma de hacer la guerra consistía más en invadir y
devastar el territorio enemigo que en afrontar choques directos contra otra
chusma, armada de la misma manera. Además, las guerras sólo se podían
llevar a cabo en determinadas épocas del año: cuando las labores de
producción agrícola no requerían la presencia constante de los hombres en
el campo.
A medida que los reinos fueron creciendo de tamaño, y con ellos las
ambiciones de sus dirigentes, se hizo necesario replantear el concepto de
ejército para contar con una fuerza verdaderamente eficaz, bien equipada y
mejor entrenada, que pudiera actuar en cualquier época del año. El
problema seguía siendo el mismo: cómo pagarla. La solución fue el saqueo
de las ciudades, que para entonces ya eran núcleos de población importante
provistos de insospechados recursos. Los generales prometían a sus
hombres todo el botín que pudieran tomar durante el asalto a las ciudades
rivales después de ganar cada batalla: esclavos, ganado, joyas, telas o
cualquier otra cosa que no quedara fijada de antemano como objetivo
reservado para el mando. De esta manera, además, los mercenarios se
entregaban con mayor entusiasmo a la lucha pues sabían que si no vencían,
tal vez pudieran conservar la vida y el empleo, pero se quedarían sin
cobrar. Durante la época de la antigua Roma, ésta consiguió desarrollar una
magnífica maquinaria militar gracias a las riquezas que los legionarios
robaban en los sucesivos países conquistados (y que tan rápidamente
perdían en el juego o el despilfarro), pero también por otros alicientes: la
promesa de la ciudadanía romana y de concesión de tierras al final de su
servicio, y la propia y creciente disciplina impuesta por los veteranos.
Con todo, el número de hombres en armas nunca fue tan grande como las
engañosas imágenes del cine intentan hacernos creer hoy en día. En
general, no hubo ejércitos de miles, decenas o cientos de miles de guerreros
provistos de brillantes armaduras y luchando entre sí en las batallas de las
antiguas civilizaciones. En la Edad Media, por ejemplo, la guarnición de un
castillo importante podía contar con una docena de infantes y tres o cuatro
hombres a caballo, o poco más. Si eso parece poca defensa, hay que tener
en cuenta que tampoco solía haber muchos más atacantes. La posesión, el
mantenimiento y el entrenamiento de un solo caballo costaba mucho en
aquella época. En la llamada Edad Oscura, si un monarca pretendía iniciar
una guerra en serio contra otro debía consultarlo antes con sus señores
feudales. La mayor parte de los reyes medievales eran poco más que
primus inter pares sostenidos por la fuerza y el respeto de sus señores. Si
perdía su liderazgo ante ellos o pretendía retirarles algún privilegio, los
mismos leales vasallos podían organizar una rebelión con relativa rapidez y
despojarle del trono y de la vida.
Por lo demás, el rey era tan rico como lo fuese su reino. Los señores
feudales recaudaban de sus siervos una cantidad concreta —se ha calculado
que en torno a un tercio de la producción total final de cada siervo—, de la
cual deducían una parte para su soberano y se quedaban con el resto. A
menudo, el soberano tenía más problemas económicos que ellos, por culpa
de lo que hoy llamaríamos sus gastos de representación y, sobre todo, por
el afán de incrementar su reino para lo cual necesitaba armar un ejército de
vez en cuando y enviarlo a una campaña de conquista. Pero si ésta no
terminaba con victoria o, aun siendo un triunfo, no arrojaba el botín
esperado, el problema empeoraba.
La única solución era el banquero. La antigua y relativamente misteriosa
institución de la banca está documentada desde tiempos inmemoriales, pues
se ha encontrado una forma primitiva de ella en los templos de las antiguas
civilizaciones entre el Tigris y el Éufrates. El prestamista adquirió pronto
un papel primordial en el desarrollo de la economía de los pueblos, pues
sus recursos permitían afrontar aventuras para las que de otra manera no se
podía reunir la financiación necesaria con relativa rapidez. No obstante, su
prestigio económico aumentó en paralelo a su desprestigio social, tanto por
la envidia y el rencor del resto de la población como por la usura, que se
convirtió casi desde el primer momento en la perversión favorita del sector.
Además, el banquero siempre salía ganando en su negocio con
independencia de la suerte que el particular corriera con la suma
adelantada, porque reclamaba garantías iguales o superiores a la misma. Si
en el momento del vencimiento de la deuda el particular podía subsanarla,
él ganaba el interés. Y si aquél no podía hacer frente a la devolución
económica, el banquero se quedaba con la garantía: casa, tierra, ganado,
derechos mineros...
Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros cuando los primeros
reyes acudieron a ellos en busca de dinero para pagar a sus ejércitos no era
desdeñable. A un particular se le puede embargar aplicándole la ley, pero
¿a un monarca? Lo más probable era que si un prestamista pretendía
presionar a un rey moroso se encontrase con que su deudor diera la orden
de que le cortaran la cabeza, como de hecho debió de suceder al principio.
Así que hubo que aguzar el ingenio para compensar sus riesgos, y así nació
una doble estrategia.
En primer lugar, el banquero exigía cierta cuota de poder real inmediato a
cambio del préstamo, método por el cual accedía a títulos nobiliarios o
recibía el control de tierras o negocios públicos cuando el soberano no
podía compensarle económicamente. En poco tiempo, todos los tronos
europeos contemplaron así el nacimiento de una nueva e influyente
categoría de cortesanos y consejeros que no provenía de la aristocracia ni
del clero, sino de la banca. En segundo lugar, se diversificaron las apuestas.
Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de forma más
discreta a uno de sus más directos enemigos, un aspirante al mismo trono,
un monarca rival o incluso al mismo enemigo al que se enfrentaba en la
lucha y para la que había pedido previamente el dinero. De esta manera, en
caso de que el primero no devolviera la cantidad adelantada y en el tiempo
pactado, se podía cortar su financiación a la vez que se incrementaba la
línea de crédito al segundo, dándole a entender que dispondría de todo lo
que necesitara para destruir a su rival. De paso, se fidelizaba también al
enemigo del rey. En ocasiones, era preciso financiar a terceros y hasta
cuartos elementos factibles de entrar en el juego para asegurarse de que
éste terminara con el deseado beneficio.
Esta doble estrategia se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de
determinadas familias de banqueros. Durante el Siglo XIX, éstas adoptaron
además una pose cosmopolita, una proyección social y un interés
exagerado en asumir las deudas de los distintos gobiernos, por lo que se les
acabó conociendo como «banqueros internacionales».
El color de la revolución
La casa Rothschild, fundada por Meyer Amschel, apodado Rothschild,
pionero de la saga, constituyó desde el principio el mejor ejemplo de este
tipo de banca. Meyer nació en 1743 e instaló su primer negocio financiero
en la ciudad germana de Frankfurt am Main, su ciudad natal. Hijo del
banquero y orfebre judío Moisés Amschel Bauer, el origen de su famoso
apellido hay que buscarlo en el sobrenombre por el que todo el mundo le
conocía en la ciudad, debido a que en la fachada del edificio donde tenía
instalado su negocio colgaba un escudo de color rojo (en alemán, rot es
«rojo» y schild significa «escudo»). La tradición considera el rojo como
una tonalidad solar, vivificante, fortalecedora y de carácter positivo, pero, a
partir de la época del primer Rothschild y hasta la actualidad, el escudo o la
bandera de este color se convirtió en el emblema de las sucesivas
revoluciones de izquierdas que han sacudido el mundo.
Meyer se inició en el negocio bancario de su propio padre y más tarde viajó
a Hannover para perfeccionar su oficio con la familia Oppenheimer.
Gracias a su intensa actividad, su visión comercial y su don de gentes,
entabló amistad con el general Von StorfF, quien lo introdujo en la corte
del landgrave de Hesse Kassel, y poco después empezó a trabajar para el
mismo príncipe Wilhelm IX, que se dedicaba a ganar dinero de todas las
formas posibles y muy especialmente con la guerra. El príncipe reclutaba a
los mercenarios que necesitaban diversas monarquías europeas para
solventar sus rencillas entre sí, multiplicadas a raíz de los desequilibrios
generados por la Revolución francesa: los equipaba y alojaba hasta que
partían definitivamente a la batalla, y cobraba un porcentaje por cada
operación. Meyer comprendió en seguida cómo funcionaba el negocio y se
aplicó a él con gran eficacia. La mejor prueba es que pronto adquirió una
pequeña fortuna personal, que incrementó reinvirtiendo en todos aquellos
negocios en los que pudiera ganar más, desde el comercio de vinos hasta la
venta de antigüedades, sin olvidarse del original oficio bancario que
consolidó de regreso a su Frankfurt natal.
El dinero no es un fin en sí mismo, sino un simple medio de pago para
lograr otros objetivos verdaderamente importantes en la vida. Muchas
personas no comprenden lo que significa exactamente eso hasta que
cumplen una edad avanzada o hasta que, en casos contados, amasan una
gran fortuna como la que consiguió reunir Meyer en un tiempo récord.
¿Cuáles eran los sueños personales del primero de los Rothschild? ¿En qué
deseaba utilizar sus elevados ingresos, en realidad? Muy probablemente, en
ganar poder. Al fin y al cabo ésta es la gran tentación de todos los hombres
que consiguen sobresalir en la jerarquía social. Es posible que Meyer
fantaseara con la posibilidad de utilizar su riqueza para forzar su
coronación en alguna parte del mundo, aunque, en la época de las
monarquías absolutas ligadas a largas dinastías, el mero hecho de expresar
algo así en voz alta podría haberle costado la vida. Un puñado de espadas y
mosquetes de un rey pobre podían acabar con facilidad con los sueños de
un banquero rico. Y, sin embargo, ¿por qué la monarquía tenía que ser
hereditaria, aunque los sucesores de un hipotético buen rey fueran unos
ineptos? O aunque no lo fueran. ¿Por qué no se podía catapultar a los
verdaderos animadores de la economía y la sociedad, como él mismo se
consideraba, a primera fila? ¿Es que no había ninguna posibilidad de
cambiar el orden de las cosas?
En este escenario aparecieron los Illuminati de Weishaupt, y, de pronto,
Meyer entendió que existía otro medio de acceder al poder. Si no de frente,
actuaría entre bambalinas.
Desde el primer momento, la familia Rothschild amparó y financió la trama
de los Iluminados de Baviera, hasta el punto de que Meyer los congregó en
su propia casa de Frankfurt en 1786. Según diversos expertos, en aquella
reunión el objetivo principal fue el estudio detallado de los preparativos de
la Revolución francesa, que sucedió pocos años después. Allí se acordó,
entre otras cosas, todo el proceso de agitación prerrevolucionaria, el juicio
y ejecución públicos del rey francés Luis XVI y la creación de la Guardia
Nacional Republicana para proteger el nuevo régimen. Algunos años más
tarde, el diputado y miembro del Comité de Salud Pública de la Asamblea
Nacional, Joseph Cambrón, llegó a denunciar veladamente estos hechos,
recordando que a partir de 1789 «la gran Revolución golpeó a todo el
mundo, excepto a los financieros». Siguiendo el proyecto original de los
Illuminati, también se diseñó el plan para extender el proceso
revolucionario al resto del continente europeo y provocar un cataclismo
social que beneficiara a los intereses de la sociedad secreta.
Dos años antes de morir en 1812, el primero de los Rothschild ya había
planeado el futuro de su negocio asociando a sus cinco hijos varones (y,
según su testamento, excluyendo de manera explícita a sus hijas de
cualquier participación accionarial) en la empresa que a partir de entonces
pasaría a denominarse Meyer Amschel Rothschild e Hijos. Así constituyó
la primera red financiera europea de gran alcance, porque cada hermano se
instaló en una ciudad diferente y abrió su propio establecimiento, que
representaba una quinta parte de la propiedad general. Amschel hijo se
quedó en Frankfurt, Karl se marchó a Nápoles, Natham a Londres y
Salomón a París, donde al poco tiempo fue sustituido por James mientras él
abría una nueva sucursal, esta vez en Viena. Eran las ciudades más
importantes de la época, de modo que los cinco hermanos podían reunirse
periódicamente para intercambiar información y obtener una visión de
conjunto bastante veraz acerca del desarrollo político y económico de
Europa, así como para coordinar sus estrategias. Los hermanos se habían
juramentado para proseguir la labor de su padre, con la ventaja de que cada
uno de ellos podía contar con el apoyo incondicional de los demás, y
decidían así qué dirigentes de una u otra nación servían mejor a su causa y,
en consecuencia, les prestaban o no el dinero solicitado.
Su enriquecimiento económico aumentó junto a su influencia en los
distintos gobiernos europeos. Buen ejemplo es la rama francesa presidida
inicialmente por Salomón, que, en poco tiempo, pasó de figurar en los
archivos policiales por su actividad de contrabandista a ser una gran figura
de la corte y de la alta sociedad. Fue a partir de 1823 cuando el rey Luis
XVIII obtuvo de él un empréstito de 400 millones de francos, el primero de
una interesante serie. Meses después, el banquero era condecorado con la
Legión de Honor por «sus valiosos servicios a la causa de la Restauración».
Más tarde, Salomón partió a Viena donde muy pronto se hizo con la
amistad personal del canciller Metternich y con las simpatías de la corte
imperial. Sus relaciones con la curia romana también fueron viento en
popa, hasta el punto de negociar un importante préstamo al mismo Estado
Vaticano.
El resultado de todas esas maniobras fue que a partir de entonces la casa
Rothschild se convirtió en sinónimo de riqueza y poder sin fronteras.
Un ejercicio de estilo
Una de las armas principales de la familia para lograr el éxito constante en
sus negocios ha sido el manejo de información privilegiada para
adelantarse a sus competidores. Una cualidad muy útil en lugares como la
Bolsa, donde se puede perder o ganar una enorme cantidad de dinero en
unos minutos. En teoría, el mercado bursátil es un sistema útil a la hora de
facilitar dinero a las empresas en desarrollo. En la práctica, funciona a
menudo como una especie de casino especializado en el que los
especuladores llevan todas las de ganar y, de hecho, gustan de adornarse a
sí mismos con el título de «tiburones financieros».
Durante las guerras napoleónicas, los Rothschild apoyaron por igual a
Bonaparte y a Wellington (siguiendo la vieja regla de apostar por el rey y
por el monarca rival al mismo tiempo), pero la jugada maestra se produjo a
raíz de la batalla de Waterloo.
Para entonces, el Pequeño Corso ya había perdido el placer de los poderes
ocultos que le habían impulsado a lo más alto de SLI carrera, entre ellos
algunas poderosas logias masónicas, pero todavía le quedaban fuerzas y
ambición para un último intento de recuperar su vieja gloria. Así lo hizo
durante el período de los Cien Días, tras escapar de su primer exilio insular
en Elba. Ingleses, prusianos, austríacos y rusos organizaron en seguida un
importante ejército para aplastarle definitivamente y se enfrentaron con los
franceses en la planicie belga de Waterloo a mediados de junio de 1815.
Uno de los Rothschild fue testigo privilegiado de la batalla y, cuando se
aseguró de que Marte, dios de la guerra, sonreía a los aliados comandados
por el británico duque de Wellington y el general prusiano Bliicher, salió
del lugar al galope.
Llegó a la costa francesa reventando a sucesivas monturas, donde pagó un
dineral para cruzar con urgencia el canal de la Mancha y, una vez al otro
lado, volvió a galopar hasta llegar a Londres. Una vez allí irrumpió en el
English Stock Market (Bolsa de Valores Inglesa) y, con aire agitado,
empezó a vender acciones a cualquier precio hasta que se deshizo de todas
ellas. El resto de agentes bursátiles conocían el potencial informativo que
manejaba la red bancaria de los Rothschild, por lo que dedujeron que
semejante actitud sólo podía significar una cosa: los aliados habían sido
derrotados en Waterloo, Napoleón y Francia volvían a brillar en todo su
esplendor, y lo más probable es que sólo fuera cuestión de tiempo que
intentaran vengarse de Inglaterra, cruzando el canal de la Mancha e
invadiéndola. El pánico se apoderó del mercado, que cayó a mínimos nunca
vistos. En medio del caos, sólo un pequeño grupo de agentes anónimos se
dedicaba a comprar acciones, que quemaban en las manos de los
vendedores, a un precio miserable.
Poco después llegaron al fin noticias fidedignas de la victoria de
Wellington y Blücher. La Bolsa se recuperó con rapidez. La gran diferencia
era que las acciones más importantes estaban ahora en manos del banquero
que las había comprado a través de los agentes anónimos y que no era otro
que el mismo Rothschild. Nunca una cabalgada resultó más rentable.
Instalados en la respetabilidad que conceden las grandes fortunas, a partir
de ese momento los Rothschild no hicieron más que incrementar su poder
hasta que se quedaron sin rivales en Europa. Entonces se planteó un nuevo
reto: la conquista financiera de América. Un grupo de Illuminati había
escapado allí tras la persecución desatada en 1785 y se estaba
reorganizando con rapidez, a salvo del largo brazo de las fuerzas
monárquicas y católicas. En consecuencia, parte de la familia hizo las
maletas y cambió los elegantes y elitistas salones de té europeos por los
más rudimentarios establecimientos de los financieros del este de Estados
Unidos.
Una revuelta puede ser espontánea, una
revolución jamás lo es.
JACQUES BORDIOT,
periodista y escritor francés
La Revolución francesa
Entre las postales que hay a la venta en el Museo Carnavalet de París figura
una reproducción de uno de los cuadros más famosos que se pueden
admirar en su interior. Se trata de una alegoría de finales del siglo XVIII
que representa los derechos del hombre y el ciudadano, rubricados en 1789.
Como en otras obras del mismo estilo, el texto aparece impreso sobre una
especie de Tablas de la Ley rodeado de símbolos de la época. Un par de
ángeles pintados en la parte superior certifican la bondad del contenido y,
en lo más alto del cuadro, presidiéndolo todo, hay un triángulo con un ojo
abierto en su interior irradiando luz. El emblema que desde entonces se ha
utilizado en todo el mundo para representar a Dios... y también el signo
máximo de los Illuminati.
Curtís B. Dalí, ex yerno del presidente norteamericano Franklin D.
Roosevelt y declarado masón, es uno de los muchos especialistas que
aseguran que los Iluminados de Baviera no sólo no desaparecieron tras la
persecución y desmoronamiento de su organización en Alemania, sino que
se reconstituyeron en la clandestinidad y siguieron adelante con sus planes.
En su opinión, participaron, y muy activamente, en el desarrollo de la
Revolución francesa.
Preparando la revolución
Cualquier libro o enciclopedia de historia califica la Revolución francesa
como uno de los hechos fundamentales de la civilización moderna, que,
entre otras cosas, sirvió como precedente para definir algunos de los
estándares ideológicos que desde entonces ha lucido la democracia: el
concepto actual de ciudadano, los derechos civiles, el sufragio universal, el
humanismo y la libertad de pensamiento... El impacto de los hechos que
condujeron a la caída de la monarquía de Luis XVI y su sustitución por una
república, aboliendo el mito de invencibilidad del absolutismo, fue de tal
calibre que aún hoy los franceses celebran su fiesta nacional el 14 de julio,
festejando la toma de La Bastilla y cantando La Marsellesa. En general, la
imagen que el ciudadano de a pie posee de la Revolución francesa suele
estar bastante idealizada; piensa en ella como una época llena de peligros y
aventuras, pero también hermosa y esforzada, que hubiera merecido la pena
vivir.
Hay muchos libros escritos sobre los aspectos externos y visibles de los
hechos de 1789 y los años posteriores, así que no nos extenderemos
demasiado sobre ellos, sino sobre los que no suelen aparecer en primera
página porque los Iluminad se han especializado en disimular su presencia
en los documentos históricos.
Aquellos que justifican el desencadenamiento del proceso revolucionario
en las pésimas condiciones generales de la población francesa, y sobre todo
en las sucesivas hambrunas de las clases inferiores, desconocen la
influencia de los Illuminati en los acontecimientos. Prácticamente todos los
pueblos europeos han atravesado en algún momento de su historia
circunstancias críticas parecidas o peores y nunca hasta finales del siglo
XVIII se había producido una rebelión organizada como la que padeció
Francia en aquella época, ni una convulsión politicosocial como la que
llevó implícita. Tampoco el crecimiento de la burguesía, ni la cacareada
«crisis del absolutismo» o razones similares que se han aducido para
justificar los acontecimientos parecen suficientes. Ni siquiera la
combinación de todas ellas. ¿Entonces? ¿Acaso los franceses son Lina raza
aparte respecto al resto de los europeos?, ¿los únicos capaces de cambiar de
arriba abajo en tan poco tiempo un orden social consolidado durante siglos?
La única gran diferencia entre 1789 y otros momentos parecidos de épocas
anteriores radica en la preparación consciente del proceso revolucionario,
que fue calculado al detalle durante varios años antes de su estallido. Nada
quedó al azar. Cuando saltó la primera chispa fue porque la cadena de
acontecimientos que seguiría estaba perfectamente trabajada en ese sentido,
aunque, al final, la violencia y la brutalidad de su desarrollo hizo que sus
creadores perdieran las riendas de éste.
Los expertos en la materia saben que para que se produzca un proceso
revolucionario con éxito «es imprescindible disponer de una situación
previa de grave alteración generalizada que fuerce a la población no ya a
pedir, sino a exigir un cambio». Si éste no se produce, se multiplicarán los
motines y las revueltas, pero es casi imposible que se llegue a la revolución
en sí «a no ser que existan dos factores muy concretos» que canalicen la
misma: «un clima cultural e intelectual» que alimente y reconduzca las
fuerzas en efervescencia, y «un grupo constituido» que se encargue de
«organizar y movilizar a las masas» dirigiéndolas hacia los diversos
objetivos, aunque ellas o, mejor dicho, y sobre todo ellas «no se den cuenta
de que alguien las está manipulando».
El clima cultural que se necesitaba para la Revolución francesa se larvó en
los años previos de la Ilustración y el enciclopedismo, y sus principales
inspiradores fueron el filósofo Charles Luis de Secondât, barón de
Montesquieu, el teórico de la división de poderes, que fue iniciado en la
masonería durante una estancia en Londres v por ello, según cierta
tradición masónica, puede ser considerado como el primer masón real de
Francia, y François de Salignac de la Mothe, más conocido como Fenelón,
arzobispo de Cambrai, cuyo secretario y ejecutor testamentario fue Andrew
M. Ramsay, uno de los artífices de la masonería moderna.
En cuanto al grupo constituido, es evidente que los masones llevaron desde
el principio la voz cantante, aunque da la impresión de que había al menos
dos clases de masonería actúan do: la «normal» y la infiltrada por los
Illuminati. Diversas fuentes, empezando por algunos protagonistas de la
época como Marat o Rabaut Saint Étienne denunciaron en su momento la
presencia de «agitadores extranjeros», sobre todo ingleses y prusianos, que
dirigieron al populacho en los principales episodios, como la toma de La
Bastilla o el asalto al palacio de las Tullerías. En las confesiones obtenidas
durante el posterior proceso a la fracción extremista aparecen, entre otros
agentes, los de un banquero prusiano llamado Koch, los austríacos Junius y
Emmanuel Frey, y un español apellidado Guzmán. Sin olvidar que una de
las figuras de mayor interés al inicio de los acontecimientos, Felipe de
Orleans, posteriormente rebautizado como Felipe Igualdad, que llegaría a
ocupar el cargo de maestre del Gran Oriente de Francia, había sido iniciado
en la Gran Logia Unida de Inglaterra y, por tanto, podría haber actuado
aconsejado por estos rivales de los Illuminati.
Recordemos la reunión organizada por los Rothschild pocos años antes en
Frankfurt, en la que se había estudiado el desencadenamiento del proceso
revolucionario. Según el especialista Alan Stang, uno de los delegados
franceses que asistieron a ese encuentro fue el introductor de los
Iluminados en Francia, el político, orador y escritor francés Honoré Gabriel
de Riqueti, más conocido como conde de Mirabeau, presidente de la
Asamblea Nacional Francesa en fecha tan crítica como la de 1789, y cuyo
nombre simbólico era el de Leónidas.
Mirabeau había sido captado años atrás durante su visita a la corte prusiana
de Berlín como enviado del propio Luis XVI. Gracias a su influencia, los
Illuminati penetraron en la logia parisina Los Amigos Reunidos,
rebautizada como Philalethes (Buscadores de la Verdad). Entre los
prohombres conducidos a la «iluminación» por su labor proselitista figuran
Desmoulins, Saint Just, Marat, Chenier... y el obispo Charles Maurice de
Talleyrand Périgord, de trayectoria tortuosa pero larga, puesto que
siguiendo los planes de Weishaupt reorganizó en noviembre de 1793 las
iglesias en Francia, motivo por el cual fue formalmente excomulgado por el
Papa; más tarde fue el encargado de dar el visto bueno a la coronación de
Napoleón como emperador y, aún después, llegó a ser ministro de
Negocios Extranjeros con Luis XVIII durante la segunda Restauración.
Una de las obras más célebres de Mirabeau, en la que ya se esbozan
algunos de los ideales revolucionarios, es su Ensayo sobre el despotismo,
que había redactado durante uno de los encierros a los que le sometió su
padre en su juventud para intentar frenar sus costumbres libertinas. En
público, siempre defendió la monarquía constitucional, aunque su propia
ideología no podía estar más de acuerdo con los principios revolucionarios.
Además de los Illuminati, se ha hablado de la influencia de la orden de los
Templarios o, más bien, de sus herederos. La leyenda afirma que, cuando la
cabeza de Luis XVI caía guillotinada ante la turba, una voz más alta que las
otras gritó: «¡Jacques de Molay, estás vengado!» Recordemos que De
Molay fue el último de los maestres templarios, ejecutado por orden del rey
francés Felipe el Hermoso. Cierta tradición masónica liga a las logias con
el linaje templario, cuando un puñado de caballeros perseguidos logró
embarcar en el norte de Francia en un buque con destino a Escocia. Allí
encontraron refugio en las hermandades de constructores, con las que se
fundieron y constituyeron el llamado Rito Escocés Antiguo y Aceptado. En
aquel momento nació la idea de «la venganza templaria», según la cual, los
templarios «masonizados» asumirían como objetivo político no sólo el
derrocamiento de los herederos de Felipe el Hermoso, sino de toda la
dinastía Capeta. En el ritual del grado 30 del rito escocés se puede leer: «La
venganza templaria se abatió sobre Clemente V no el día en que sus huesos
fueron entregados al fuego por los calvinistas de Provenza, sino el día en
que Lutero levantó a media Europa contra el papado en nombre de los
derechos de conciencia. Y la venganza se abatió sobre Felipe el Hermoso
no el día en que sus restos fueron arrojados entre los desechos de Saint
Denis por una plebe delirante ni tampoco el día en que su último
descendiente revestido del poder absoluto salió del Temple, convertido en
prisión del Estado para subir al patíbulo [en referencia a Luis XVI], sino el
día en que la Asamblea Constituyente francesa proclamó frente a los
tronos, los derechos del hornee y del ciudadano.»
La Gloriosa
En un principio, la masonería de Francia se definía como una «sociedad de
pensamiento» de influencia cristiana, pero pronto renunció a este origen
bajo la influencia de ideólogos ingleses, de los que heredó el racionalismo
mecanicista que desembocó en las teorías de Voltaire y su círculo, y
alemanes, de los que asumió el fuerte misticismo germano y la orientación
del martinismo. La primera logia masónica había sido constituida en
territorio galo en 1725 con el nombre de Santo Tomás de París y fue
reconocida por la masonería de Inglaterra siete años más tarde. Se extendió
con rapidez entre la nobleza: el duque de Villeroy, amigo íntimo de Luis
XV, fue uno de los primeros iniciados franceses y se cuenta que el mismo
soberano llegó a ingresar en la logia de Versalles junto a sus dos hermanos.
Sin embargo, en 1737 fue oficialmente prohibida, ya que británicos y
franceses estaban en guerra y la monarquía de París temía que el secreto de
sus conciliábulos sirviera para albergar algún tipo de traición.
Fieles a su tradición de clandestinidad, los masones hicieron caso omiso de
la prohibición y prosiguieron sus reuniones aún con mayor discreción en un
hotel ubicado precisamente en el barrio de La Bastilla. Un primo del rey,
Luis de Borbón Conde, asumió la responsabilidad de gran maestre hasta
1771. De ese modo, la organización fue ganando peso e influencia mientras
se extendía por toda Francia y crecía el debate en su propio seno: ¿centrarse
en el trabajo interno o volcarse hacia el mundo y, en especial, hacia la
política? Al acceder a la dirección el duque de Chartres se produjo la
fractura definitiva entre el Gran Oriente de Francia y el Oriente de Francia.
Unos apostaban por la indiferencia religiosa y la intervención activa en el
ambiente politicosocial del país, mientras que otros insistían en que los
rituales masónicos se habían constituido originalmente para centrarse en el
desarrollo espiritual.
Poco antes del estallido revolucionario, existían al menos 629 logias en
Francia, de las que sólo París contaba con 63. Se calcula que el número de
francmasones franceses no bajaba de los 75 000. Y otro dato elocuente: el
período revolucionario comenzó con la convocatoria de los Estados
Generales, representantes del clero, la nobleza y el pueblo llano; de los 578
miembros del Tercer Estado, al menos 477 habían sido iniciados en
diferentes logias masónicas, a los que hay que sumar los 90 masones de la
aristocracia y un número todavía indeterminado en el clero.
No se conoce, si es que existe, un documento escrito en el que la masonería
definiera alguna directiva concreta para iniciar, dirigir, sostener o canalizar
directamente el proceso revolucionario, pero los números son elocuentes.
Todos los ideólogos del nuevo régimen, así como la totalidad de sus
dirigentes políticos sin ninguna excepción de interés, fueron masones.
Desde los teóricos y propagandistas, como Montesquieu, Rousseau,
D'Alambert, Voltaire y Condorcet, hasta los activistas más destacados de la
Revolución, el Terror, el Directorio e incluso el bonapartismo, como los ya
citados Mirabeau, Desmoulins, Marat y también Robespierre, Danton,
Fouché, Siéyés... hasta el propio Napoleón. El misterio reside en averiguar
cuáles de ellos militaban también en las filas de los Illuminati y cuáles eran
dirigidos por sus propios compañeros sin darse cuenta, aunque podríamos
encontrar alguna pista en los boletines de los clubes jacobinos que
utilizaban masivamente el icono del Ojo que Todo lo Ve.
No sólo eso. Los ciudadanos ignorantes asumieron como originales y
propios de la Revolución una serie de símbolos que en realidad siempre
habían pertenecido a la masonería, como el gorro frigio, los colores de la
bandera republicana (azul, blanco y rojo eran los distintivos de los tres
tipos de logia vigentes en la época) y la escarapela tricolor (inventada por
Lafayette, francmasón y carbonario), la divisa «Libertad, Igualdad,
Fraternidad» e incluso La Marsellesa (himno compuesto por el masón
Rouget de L'Isle e interpretado por vez primera en la logia de los
Caballeros Francos de Estrasburgo, el actual himno nacional de Francia).
El mismo Felipe Igualdad (Felipe de Orleans), en 1793 y tras haber votado
a favor de guillotinar a su primo el monarca y a su mujer María Antonieta,
quiso terminar con la práctica del secreto en la masonería porque según sus
palabras «la república es ya un hecho» y «en una república no debe haber
ningún secreto ni misterio». Quizá porque temía que, al igual que él había
conspirado contra Luis XVI, alguien podía conspirar contra él. Lo cierto es
que la masonería como tal desapareció del escenario poco después. Y que
Felipe Igualdad fue guillotinado ese mismo año, después de que su espada
ceremonial fue rota en la asamblea del Gran Oriente de Francia.
La revista Iíumanisme, editada por la Gran Logia de Francia, sentenciaba
en 1975 con gran claridad que «es conveniente recordar que la
francmasonería está en el origen de la Revolución francesa», ya que
«durante los años que precedieron a la caída de la monarquía, las
declaraciones de los Derechos del Hombre y la Constitución Rieron larga y
minuciosamente elaboradas en las logias. Y, naturalmente, desde que fue
proclamada la República francesa se adopta la divisa prestigiosa que los
francmasones habían inscrito siempre en el oriente de su templo: "Libertad,
Igualdad, Fraternidad"».
En la actualidad, los masones siguen refiriéndose a la Revolución francesa
como La Gloriosa.
La toma de La Bastilla
Algunos de los episodios de la revolución resultan tragicómicos cuando se
analizan en profundidad. Es el caso del famoso asalto a La Bastilla del 14
de julio que el imaginario colectivo suele retratar como la reacción popular
de los ciudadanos franceses, que, enardecidos contra la represión de las
autoridades monárquicas, atacaron la famosa cárcel y la destruyeron
después de poner en libertad a los muchos y agradecidos reos políticos que
se hacinaban en sus malsanos calabozos. La realidad es mucho menos
romántica.
Muchos historiadores han demostrado hace tiempo que al populacho no se
le ocurrió tomar La Bastilla hasta que no fue incitado a ello por una serie de
alborotadores profesionales. El experto Christian Funck Bretano llega a
asegurar en Las leyendas y archivos de La Bastilla que esos agentes fueron
contratados por los Illuminati, que movilizaron auténticas bandas de
criminales reclutados en Alemania y Suiza para aumentar los desórdenes en
París en los días previos a la revolución. En todo caso, cuando la turba se
presentó ante los muros de aquella auténtica fortaleza exigió sin más a su
comandante gobernador, De Launay, que se rindiera y abriera las puertas.
Lógicamente, el militar se negó y la muchedumbre inició entonces el
ataque que el batallón de Inválidos encargado de la custodia de la prisión
rechazó con facilidad. Este batallón estaba compuesto por soldados
veteranos que habían sufrido heridas de importancia o mutilaciones en
actos de guerra; el propio De Launay era cojo por esta causa.
Tras reflexionar someramente, los asaltantes comprendieron que no
conseguirían nada por la fuerza y propusieron un trato: prometieron
respetar la vida de todos los soldados y dejarlos ir si a cambio entregaban a
los presos y abandonaban pacíficamente el lugar. De esta manera se
evitaría un derramamiento de sangre inútil. Teniendo en cuenta la situación
general en Francia, y sobre todo en París, así como la imposibilidad para
De Launay de pedir ayuda, éste aceptó el trato. Abrió las puertas de la
prisión y en ese momento la multitud irrumpió en su interior. Esta aplastó a
los soldados por la pura fuerza de su número, los degolló y descuartizó, y
paseó después sus restos clavados en bayonetas por las calles de la capital
francesa. La misma cabeza del ingenuo De Launay fue pinchada en una
pica y llevada a Versalles para exhibirla antes las ventanas del palacio,
donde la propia reina María Antonieta la contempló con horror.
Y todo para liberar a los «muchos y torturados presos políticos que
agonizaban» en La Bastilla. Según algunos historiadores, en el momento de
la destrucción de la cárcel esos reos eran exactamente siete: dos locos
llamados Tabernier y Whyte, que fueron recluidos por el régimen
republicano poco después en el manicomio de Charenton; el conde de
Solages, un libertino juzgado y condenado por diversos crímenes, y cuatro
defraudadores llamados Laroche, Béchade, Pujade y La Corrége, todos
ellos encarcelados por falsificar letras de cambio en perjuicio de los
banqueros parisinos. Según otros historiadores, había un octavo preso, otro
libertino llamado Donatien Alphonse François, más conocido como el
marqués de Sade, quien precisamente en La Bastilla escribió algunas de sus
más famosas obras como Aliñe y Valcour, Las 120 jornadas de Sodoma o
Justine.
Poco después, un constructor probablemente masón e Illuminati llamado
Pierre Francois Palloy propuso desmantelar la prisión para construir con los
mismos bloques una pirámide, «a imitación de las construidas por los
egipcios». Nunca sabremos si este monumento habría incluido un ojo
abierto en su fachada, porque el proyecto fue desechado ante sus
dificultades técnicas. En los meses siguientes, el gobierno revolucionario
encarceló y ejecuto a muchas más personas que en el Antiguo Régimen.
Eso sí, su propaganda consagró la toma de La Bastilla como un heroico
suceso popular.
El irresistible ascenso de Napoleón Bonaparte
Uno de los sectores que había apoyado todo el proceso revolucionario
desde el principio había sido el financiero. Obviando a los Rothschild, el
historiador Albert Matiez señala a Jacques Necker, director general de
Finanzas y primer ministro con Luis XVI, Étienne Delessert, fundador y
propietario de la Compañía Aseguradora Francesa, Nicolás Cindre, agente
de cambio y Bolsa, y Boscary, presidente de la Caisse D'Escompte y titular
de varios cargos políticos, como algunos de los más relevantes banqueros
implicados. Agotado el periodo de la Convención, los hombres de negocios
ocuparon la práctica totalidad de los puestos de importancia en la
Administración republicana.
La Revolución francesa degeneró finalmente en uno de los momentos más
dramáticos de la historia de ese país: la dictadura impuesta por el Terror
jacobino, consagrada en el decreto del 14 Primario o diciembre de 1793,
que suspendía la Constitución, la división de poderes y los derechos
individuales. Todo ello, sumado a la creación de un tribunal revolucionario
sumarísimo, llevó al primer ensayo de régimen totalitario en la Europa
moderna. Pese a presumir de su carácter anticlerical y antimonárquico, lo
que incluía la persecución de la nobleza, una categoría contraria por
naturaleza al ideal de igualdad, se calcula que el número de víctimas
mortales durante este período no bajó de las 40 000 y, de ellas, un 70 %
fueron trabajadores y otro 14 %, gentes de clase media. Sólo el 8 % de las
víctimas fueron de origen noble y otro 6 % pertenecía al clero. Buen
ejemplo del tratamiento que los líderes revolucionarios dieron a las mismas
masas que los encumbraron fueron las matanzas de La Vendée donde la
Convención se propuso «exterminar a los bandoleros para purgar
completamente el suelo de la libertad de esa raza maldita». La palabra
bandoleros era un eufemismo para referirse a toda la población.
En un primer momento, los habitantes de La Vendée habían apoyado el
levantamiento siguiendo la inercia general y creyendo las promesas de
prosperidad y felicidad que traería la caída de la monarquía. Sin embargo,
la sucesión de calamidades, miseria y arbitrariedades políticas que se
sucedieron a partir del triunfo del régimen republicano acabó por
desencadenar una insurrección de los independientes y orgullosos
pobladores de la región. La Convención no se podía permitir ningún tipo de
reacción que pusiera en peligro el futuro del inestable régimen, así que
envió al ejército a la zona, señalando en uno de sus pronunciamientos
públicos que «se trata de despoblar La Vendée» hasta el punto de que
«durante un año ninguna persona, ningún animal, encuentre subsistencia en
ese suelo».
La brutal represión y las consiguientes matanzas de hombres, mujeres y
niños se extendieron bastante tiempo después de que la rebelión fuera
formalmente aplastada, como demuestra la masacre de Nantes, en la que
centenares de personas fueron ahogadas después de ser amarradas a
embarcaciones que posteriormente hundieron.
Al fin, y como suele suceder en estos casos, la Revolución francesa acabó
devorando a sus propios hijos y el ideal de fraternidad estalló
definitivamente en mil pedazos cuando empezaron a sucederse las
traiciones entre dirigentes. Herbert, por ejemplo, fue guillotinado con el
visto bueno de Danton, pero éste subió al patíbulo poco más tarde
empujado por Saint Just y Robespierre, quien, según algunas
investigaciones, había sido designado ^n persona por Adam Weishaupt
para conducir la revolución, al menos hasta entonces. Las cabezas de éstos
también rodarían en la denominada Reacción de Termidor, que desembocó
en el Directorio, constituido por masones como Joseph Fouché o el
vizconde de Barrás. Este último también aparece, según varias fuentes,
como miembro de los Illuminati. Fue el encargado de elegir a Bonaparte
para dirigir el ejército francés, pese a su juventud.
Después llegó el golpe de Estado del 18 y 19 Brumario, 9 y 10 de
noviembre, de 1799, en el que la figura más visible y gran protagonista fue
Napoleón, en aquellos momentos un héroe popular tras sus victorias en las
campañas militares contra los enemigos europeos de la Revolución
francesa. Napoleón había ingresado durante su campaña de Italia en la
logia Hermes de rito egipcio, aunque según otros autores ya había sido
iniciado en una logia marsellesa de rito escocés cuando era un oscuro
teniente del ejército. Durante su mandato, siempre se rodeó de masones,
algunos de ellos en contacto directo con los Illuminati. Su propio hermano
José, al que impuso como rey de España, donde recibió el apelativo popular
de Pepe Botella> llegó a ser gran maestre. En fecha tan simbólica como la
Nochebuena del mismo 1799, impulsó la nueva Constitución, que
estableció el Consulado y permitió que una paz relativa se fuera instalando
en el interior del país. A cambio, utilizó las energías bélicas aún latentes
para su propio beneficio, construyendo el ejército más poderoso de su
época y lanzándolo a la conquista de Europa.
Al principio, el emperador sumó una victoria tras otra, y no todas ellas
fueron de índole militar. En 1810, por ejemplo, confiscó uno de los tesoros
documentales más preciados para una organización como la de los
Illuminati, los Archivos Vaticanos, que fueron trasladados a París. Se habla
de varios miles de valijas con documentación de todo tipo. La mayor parte
fue devuelta tiempo después, pero no toda. Finalmente y tras haber
derrotado a casi todos sus enemigos, las tropas napoleónicas fracasaron en
los extremos de Europa: en España, donde la guerrilla y la resistencia
popular propiciaron las primeras derrotas de los hasta entonces invencibles
granaderos y, sobre todo, en Rusia, cuya campaña concluyó en un desastre
absoluto cuando los rusos incendiaron el Moscú recién conquistado y, con
la ayuda del «General Invierno», forzaron a la expedición francesa, carente
de pertrechos, a iniciar una agónica retirada. Se dice que algunos dirigentes
Illuminati juraron odio y venganza contra el pueblo ruso y su zar por haber
dado al traste con sus planes.
Las guerras napoleónicas reportaron grandes beneficios al entonces
denominado Sindicato Financiero Internacional, en el que figuraban
prohombres como Rothschild, Boyd, Hope o Betham. para empezar, sólo
dos meses después de la llegada de Bonaparte al poder nació el Banco de
Francia. Esta institución privada cuyo presidente y administradores no eran
nombrados por la Asamblea Nacional, sino por los accionistas
mayoritarios, recibió desde el principio un trato notable de la nueva
Administración: ejerció el privilegio de recibir en axenta corriente los
fondos de la Hacienda Pública y, tres años más tarde, también solicitó y
obtuvo la facultad exclusiva de la emisión de papel moneda. Este sistema
de control financiero y por tanto económico y a la larga político de las
naciones fue exportado en años sucesivos a otros países europeos.
El historiador británico McNair Wilson asegura que la verdadera razón de
la caída de Napoleón fueron las medidas que éste tomó contra los intereses
comerciales de los banqueros al organizar un bloqueo total contra
Inglaterra, a la que siempre consideró la principal potencia enemiga. En
esto coincide con el análisis de otros investigadores, según los cuales,
Bonaparte no fue más que un instrumento en manos de los Illuminati. Su
misión consistía en edificar una Europa unida bajo su autoridad, basada a
su vez en los principios inspiradores de la Revolución francesa, pero fue
retirado del juego cuando no sólo fracasó en la campaña de Rusia, sino que
empezó a tomar sus propias decisiones en lugar de acatar las órdenes que
recibía en secreto. Es un hecho que los hermanos Nathan y James
Rothschild financiaron los ejércitos del duque de Wellington, a la postre el
gran vencedor de Napoleón en el campo de batalla.
De cualquier manera, durante el imperio napoleónico comenzó un nuevo
ciclo que permitió la expansión de los principios revolucionarios, y también
los de los Illuminati, hasta el último rincón del viejo continente. Aunque su
aventura finalizara de forma diferente a como había sido diseñada en la
sombra, lo cierto es que, cuando el Pequeño Corso cayó definitivamente, el
antiguo orden europeo había quedado destruido por completo.
Los Illuminati se dieron por contentos con la experiencia adquirida y
permitieron una reordenación temporal del asolado continente europeo, en
el que se redistribuyeron los territorios conquistados a fin de conseguir un
mínimo equilibrio de poder entre las potencias triunfantes. El Congreso de
Viena sólo fue la cara visible de las negociaciones bajo cuerda que
sirvieron entre otras cosas para consolidar la restauración de la monarquía
en Francia con un débil Luis XVIII al frente de la institución y para señalar
a Suiza como el país neutral por excelencia a fin de servir mejor a los
intereses financieros.
Entretanto, los tres monarcas más importantes del momento, el zar
Alejandro I de Rusia, Francisco II de Austria y Hungría y Federico
Guillermo III de Prusia, firmaron en septiembre de 1815 la Santa Alianza,
un pacto por el cual se comprometían a ayudar a cualquier rey que se
comprometiera a defender los principios cristianos en todos los asuntos de
Estado, haciendo de ellos «una hermandad real e indisoluble». Todos
recordaban muy bien lo que le había ocurrido a Luis XVI y a su esposa
María Antonieta y ninguno deseaba que volviera a desatarse, ni en sus
respectivas naciones ni en el resto de Europa, otro proceso revolucionario
similar. Ninguno sospechaba, tampoco, que el ministro austríaco de
Exteriores, el príncipe Klemens Furst von Metternich, el llamado árbitro de
la paz en el Congreso de Viena, fuera un agente más de los Rothschild.
Los intentos posteriores de recomposición política sólo sirvieron para
causar sucesivas convulsiones y nuevas revoluciones que salpicaron
además al continente americano y acabaron conduciendo a la tremenda
hecatombe que comenzó aquel caluroso verano de 1914.
Hay dos historias, la oficial, embustera,
que se enseña ad usum delfini, y la real,
secreta, en la que están las verdaderas
causas de los acontecimientos: una historia
vergonzosa.
HONORÉ DE BALZAC,
escritor francés
La herencia de Weishaupt
Estudiando la evolución de los acontecimientos, resulta obvio que los
Illuminati no desaparecieron tras su «destrucción» oficial. En general,
todos sus dirigentes resultaron ilesos y la mayoría de ellos permanecieron
activos hasta el final de sus vidas, bien a través de su labor en las logias
masónicas en Europa o América, influyendo en los sucesivos
acontecimientos revolucionarios, bien organizando nuevas sociedades de
las que apenas nos han llegado algunos rumores sordos. Lo que parece
claro es que si alguno de ellos todavía no había comprendido la
importancia del secreto, a partir de entonces éste se transformó en
condición sine qua non para todas y cada una de sus actividades. Eso
implicaba ocultar la propia pertenencia a la orden a todos los que no
estuvieran iniciados en la misma o a los que se quisiera reclutar, incluso a
los propios familiares. De esta forma, los Illuminati lamieron sus heridas en
la oscuridad mientras reflexionaban sobre los errores cometidos en su
primer asalto al poder y perfeccionaban el plan para el segundo.
La fórmula de Hegel
Si los planes de conquista mundial de Weishaupt no se habían hecho
realidad con la Revolución francesa, fue tal vez por dos motivos. Primero,
porque aún no contaba con el número suficiente de conjurados para abarcar
todos los frentes. El mundo conocido se hacía más y más grande cada día
que pasaba, a medida que la exploración y la colonización en los siglos
XVIII y XIX extendían las fronteras occidentales. Es probable, por otra
parte, que si el lugar de operaciones se hubiera limitado a Europa como en
siglos precedentes, se habría podido alcanzar el objetivo previsto. Y
segundo, porque carecía de un buen plan para movilizar a las masas
ignorantes en apoyo de sus ideas.
En efecto, los Iluminados de Baviera comprendían que cuanto más grande
fuese un grupo de gente, más fácil resultaba manipularlo; sobre todo
cuando sus integrantes están convencidos de que viven en un régimen
protector de sus libertades y por tanto abdican de su individualidad y su
responsabilidad en el Estado. Pero en su época no disponían de medios para
transmitir sus mensajes. No existía todavía el cine, la televisión o Internet...
y la lectura de periódicos o libros se limitaba a las clases altas de la
sociedad. Por tanto, la única forma de llegar a las masas para convencerlas
de las bondades del plan iluminista, y sobre todo para evitar que dejaran de
apoyarlo por cansancio o por miedo, era a través de agentes instigadores en
los partidos políticos, los sindicatos y las organizaciones sociales. Ahora
bien, resultaba harto difícil unificar la estrategia ante el elevado número de
personas que debían disponer de las directrices, que, además, cambiaban
con cierta frecuencia.
En 1823, un profesor y filósofo alemán llamado Georg Wilhelm Friedrich
Hegel solucionó este problema. El famoso discípulo de Emmanuel Kant
estudiaba en el seminario de Tubinga cuando se desató la Revolución
francesa. Desde el principio, Hegel se sintió entusiasmado por los valores y
el espíritu que transmitía ese acontecimiento sin precedentes en la historia
de la Europa moderna. Es más, durante toda su vida celebró el día de la
toma de La Bastilla como si se tratara de su propio cumpleaños. El joven
Hegel había hecho de la polis, el concepto griego de ciudad, su ideal
personal. En su opinión, el hombre no necesitaba pensar en el más allá o en
otros mundos para ser feliz, porque los ideales de belleza, libertad y
felicidad podían materializarse en esa misma polis. Las primeras noticias
procedentes de París le hicieron pensar que lo que intentaban los
impulsores de la revolución era construir conscientemente en Francia lo
que los antiguos griegos habían disfrutado simplemente por vivir en ese
momento histórico. El hombre pasaba a ser el centro definitivo del
universo, sin necesidad de utilizar la muleta de ninguna divinidad.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y quedaba claro que los bellos
ideales del principio se transformaban en una orgía de sangre y horror hasta
desembocar en una auténtica dictadura, los ánimos de Hegel se enfriaron.
Al final de su vida seguía recordando con nostalgia el espíritu de la
revolución y, con horror, su materialización. Intentó explicar lo ocurrido
afirmando la contradicción de intentar imponer la libertad. Los
revolucionarios, en nombre del ideal universal de libertad, «han negado las
particularidades de los franceses comunes y en especial su fe cristiana. Al
negar lo particular, por lógica lo universal termina particularizándose
también. Para mantener la totalidad no se puede negar algo, sino incluirlo.
Lo universal debe incluir todas las particularidades».
Hegel acabó elaborando un nuevo tipo de lógica, la dialéctica, que reúne a
los opuestos en una nueva síntesis que los abarca y los supera a ambos. En
su opinión, esta lógica regía tanto al pensamiento humano como a la propia
naturaleza.
¿Cómo se podía aplicar semejante razonamiento en el caso de los
Illuminati? Según Hegel, la existencia de un tipo concreto de gobierno o
sociedad, llamada tesis, acabaría por fuerza provocando la aparición del
opuesto; es decir, una sociedad contraria llamada antítesis. Tesis y antítesis
comenzarían a luchar entre sí en cuanto tuvieran el menor contacto, puesto
que la existencia de una amenazaba la existencia de la otra. Si ambas
luchaban durante un largo período sin que ninguna de ellas consiguiera
aniquilar definitivamente a la otra, la batalla evolucionaría hacia un tercer
tipo de sociedad diferente constituida por una mezcla de las dos, un sistema
híbrido llamado síntesis, que acabaría por absorberlo todo, por
universalizar la sociedad.
Aplicando esta lógica a la historia de Europa, los Illuminati comprendieron
que, en efecto, en los conflictos entre sus pueblos y naciones siempre se
había producido el triunfo de una tesis sobre otra hasta desembocar en la
sociedad de su época: una síntesis que abarcaba las sucesivas herencias
paganas, grecorromanas y cristianas acumuladas durante tantos siglos y
que, dominada por el cristianismo, la monarquía y la libre empresa, se
agrupaba genéricamente bajo el nombre de sociedad occidental.
Ahora sí, el camino a seguir estaba meridianamente claro. Era
imprescindible arrebatar a la sociedad occidental su carácter de síntesis y
convertirla en una nueva tesis. Eso sólo se podía hacer mediante la creación
y oposición de una nueva antítesis, es decir, una nueva sociedad contraria a
la occidental, lo suficientemente poderosa como para amenazar su lugar en
el mundo, aunque no tanto como para destruirla. Después, bastaba con
mantener la guerra entre ambas durante varias generaciones para que, al
fin, las masas humanas de uno y otro bando, agotadas, reclamaran a gritos
la paz y el entendimiento entre ambos mundos. Eso desembocaría en la
formación de una nueva síntesis, una sociedad occidental y contraria a la
occidental al mismo tiempo, que globalizaría a la humanidad, y cuyo
advenimiento sólo sería posible gracias a los manejos en la sombra de los
Iluminados.
El proceso sería obviamente más largo y complejo de lo que en un
principio había imaginado Weishaupt, ya que a principios del siglo XIX no
existía en el mundo nada parecido a la nueva antítesis que necesitaba la
orden y tampoco interesaba sentarse a esperar a que surgiera por evolución
natural. Así que la clave definitiva a partir de ese momento fue doble:
primero, construir esa nueva sociedad que sirviera de antítesis y, segundo,
enfrentarla a la sociedad occidental de acuerdo con el concepto de guerra
permanente. Como decía Hegel: «El conflicto provoca el cambio y el
conflicto planificado provocará el cambio planificado.»
En realidad, todo el razonamiento era muy similar a la vieja técnica
bancaria de financiar a los dos bandos a la vez, con la diferencia de que
ninguno de los contendientes originales triunfaría en el combate final, sino
que lo haría un tercero por encima de ellos.
A esas alturas, resulta fácil imaginar cómo se sentaron a deliberar los
Illuminati sobre la mejor manera de crear una buena antítesis de la sociedad
occidental. Para ello bastaba con tomar las ideas sobre las cuales se
asentaba ésta e invertirlos. Si la tesis estaba basada en gobiernos
monárquicos, cristianos y económicamente favorables a la libre empresa y
a la individualidad personal, la antítesis por fuerza debía construirse a partir
de gobiernos populares (sólo en apariencia, porque si no degenerarían en
anarquía), ateos y económicamente dirigidos por el Estado, en los que los
ciudadanos carecerían de autonomía personal.
Quizá, sólo quizá, sea una coincidencia que Karl Marx, filósofo alemán,
que estuvo viviendo en París en 1843, fundara poco después la Asociación
Internacional de Trabajadores, también llamada la Primera Internacional, y
algunos años más tarde publicara una de las obras políticas más
importantes del mundo, en la que se recogían punto por punto los ideales
de los Illuminati, El Capital.
La guerra permanente
Un ex agente de los servicios secretos británicos, William Guy Carr,
publicó en su libro Peones en el juego parte de la correspondencia
mantenida entre 1870 y 1871 entre Giuseppe Mazzini y Albert S. Pike, que
hoy se conserva en los archivos de la biblioteca del British Museum, en
Londres. En una de las cartas, fechada el 15 de agosto de 1871, Pike le
comunica a Mazzini el plan a seguir por los Illuminati: «Fomentaremos tres
guerras que implicarán al mundo entero.» La primera de ellas permitiría
derrocar el poder de los zares en Rusia y transformar ese país en la
fortaleza del «comunismo ateo» necesaria como antítesis de la sociedad
occidental. Los agentes de la orden «provocarán divergencias entre los
imperios británico y alemán, a la vez que la lucha entre el pangermanismo
y el paneslavismo». Un mundo agotado tras el conflicto no interferiría en el
proceso constituyente de la «nueva Rusia», que, una vez consolidada, sería
utilizada para «destruir otros gobiernos y debilitar las religiones».
El segundo conflicto se desataría aprovechando las diferencias entre los
fascistas y los sionistas políticos. En primer lugar, se apoyaría a los
regímenes europeos para que derivaran hacia dictaduras férreas que se
opusieran a las democracias y provocaran una nueva convulsión mundial,
cuyo fruto más importante sería «el establecimiento de un Estado soberano
de Israel en Palestina», que venía siendo reclamado desde tiempos
inmemoriales por las comunidades judías, cuyos rezos en las sinagogas
incluían siempre la famosa muletilla, «el año que viene, en Jerusalén»,
expresando así el anhelo de reconstituir el antiguo reino de David. Además,
esta nueva guerra permitiría consolidar una Internacional Comunista «lo
suficientemente robusta para equipararse al conjunto cristiano». Los
Illuminati preveían que en ese momento podrían disponer así, por fin, de la
ansiada antítesis.
La tercera y definitiva guerra se desataría a partir de los enfrentamientos
entre sionistas políticos y dirigentes musulmanes. Este conflicto debía
orientarse «de forma tal que el Islam y el sionismo político se destruyan
mutuamente» y además obligara «a otras naciones a entrar en la lucha,
hasta el punto de agotarse física, mental, espiritual y económicamente».
Al final de la tercera guerra mundial, pronosticaba Pike, los Illuminati
desencadenarían «el mayor cataclismo social jamás conocido en el
mundo», lanzando una oleada revolucionaria que, por comparación,
reduciría la época del Terror en Francia a un simpático juego de niños.
«Los ciudadanos serán forzados a defenderse contra una minoría de
nihilistas ateos», que organizarán «las mayores bestialidades y los
alborotos más sangrientos». Las masas, decepcionadas ante la nula
respuesta de las autoridades políticas y religiosas, serían llevadas a tal nivel
de desesperación que «destruirán al mismo tiempo el cristianismo y los
ateísmos» y «vagarán sin dirección en busca de un ideal». Sólo entonces,
según Pike, se revelaría «la luz verdadera con la manifestación universal de
la doctrina pura de Lucifer, que finalmente saldrá a la luz». Los Illuminati
presentarían al mundo a un nuevo líder capaz de devolver la paz y la
normalidad al planeta (y que sería identificado como la nueva encarnación
de Jesucristo para los cristianos, pero al mismo tiempo como el mesías
esperado por los judíos y el mahdi que aguardan los musulmanes) y todo el
proceso desembocaría finalmente en la anhelada síntesis.
La horrorosa profecía coincidía con las ideas de Hegel y,
sorprendentemente, se ajusta hasta ahora de una manera bastante fiel a la
evolución histórica que conocemos. ¿Quién era este Albert S. Pike, que
hablaba con fría indiferencia de los mayores desastres de la humanidad?, ¿y
Mazzini, que asentía silenciosamente ante esos planes?
Como ya se ha explicado anteriormente, en Francia los Illuminati
sobrevivieron a través de la infiltración de sus miembros en la masonería;
en otros países europeos y americanos sucedió algo similar. La orden
encontraba refugio donde podía y cada vez se extendía más en su seno la
creencia de que los nuevos pasos a dar se tendrían que enmarcar en un
escenario diferente, fuera de Francia y de Alemania, donde habían actuado
preferentemente. Así que, según diversos autores, el italiano Giuseppe
Mazzini fue designado nuevo jefe de la orden en 1834. Mazzini había
alcanzado el grado 33 de la masonería italiana en la Universidad de Génova
y, al igual que habían hecho los Illuminati franceses, promovió a los
italianos para que mantuvieran una doble militancia integrándose en la
organización de Los Carbonarios. Esta última sociedad, cuya meta
declarada en 1818 era «idéntica a la de Voltaire y la Revolución francesa:
la aniquilación del catolicismo en primer lugar y, en último término, de
todo el cristianismo», gozó de una gran popularidad en el mundo rural
francés e italiano durante los años siguientes.
El origen del Carbonarismo o Masonería Forestal se encuentra en los
bosques del Jura. Al igual que la masonería clásica nació entre los gremios
de constructores medievales, las sectas carbonarias fueron en un principio
grupos de trabajadores y artesanos que se llamaban a sí mismos la
Hermandad de los Buenos Primos y que se dedicaban en su mayoría a
elaborar carbón vegetal A partir de la tala de árboles. SLI precedente más
conocido fue la Orden de los Cortadores, cuyos ritos esotéricos, practicados
por los leñadores del Borbonesado, fueron trasladados a París como un
exotismo rural por un caballero francés llamado Beauchaine. Durante el
siglo XIX la infiltración en los carbonarios de diversos refugiados políticos,
entre ellos masones e Iluminados, acabó poniendo también esta
organización en la órbita de las sociedades controladas por los herederos de
Adam Weishaupt.
Muchas de las ceremonias de los carbonarios, cuyas logias compuestas por
diez miembros se llamaron en principio Bosques Jurásicos y
posteriormente pasaron a ser Ventas, se desarrollaban en el interior de los
bosques, donde los asistentes se sentaban sobre troncos, y los instrumentos
del trabajo del leñador sustituían a los del constructor. En lugar de escuadra
y compás, los carbonarios utilizaban el hacha y la sierra, pero, por lo
demás, las preguntas y respuestas rituales de sus ceremonias se asemejaban
mucho a las de la masonería. Si un neófito superaba la prueba de iniciación,
le sentaban en un tronco cortado sobre el que debía sostener un hacha con
la mano izquierda. Con un puñal apoyado contra el pecho debía jurar
guardar el secreto sobre la X, es decir, sobre la Hermandad Carbonaria,
cuyo nombre no se pronunciaba jamás. Los juramentos se realizaban con el
puño cerrado y alzado, una expresión de la unión fraternal de los iniciados.
Si un renegado rompía su promesa de silencio era asesinado sin
misericordia. La obsesión por el secreto, heredada de la experiencia de los
Illuminati, desarrolló una serie de gestos para reconocerse entre sí, ya que
en la jerarquía carbonaria, sólo el fundador de cada venta, conocido como
diputado, tenía potestad para relacionarse con el nivel superior. Entre estos
gestos figuraba una serie de golpes con el dedo (uno aislado, dos rápidos y
tres lentos, sucesivamente) sobre el brazo izquierdo de otro miembro o bien
un ademán con las manos, como si alguien subiera una escalera.
En principio, la organización se había fundado para ayudar y dar soporte
entre sí a sus miembros, pero, tras caer en las manos de los Illuminati, éstos
reorientaron sus fines y empezaron a trabajar en favor de un gran proyecto,
la unificación de Italia, para la que se barajó en un principio el nombre de
Ausonia. El plan pasaba por crear una república moderna y federada, que
constara de 21 provincias y con una bandera triangular, como el sello de los
Iluminados.
Para conseguir el mayor apoyo posible, Mazzini constituyó la Joven Italia,
un grupo político que pronto fue imitado en todos los países donde los
carbonarios habían conseguido presencia, como Alemania (a la Joven
Alemania se afilió el poeta Heinrich Heine), Inglaterra (Benjamín Disraeli
comenzó en la Joven Inglaterra la carrera que le condujo hasta el puesto de
primer ministro británico) o España, entre otros. El carbonarismo, por otra
parte, había desembarcado en España en 1823, junto con un grupo de
exiliados napolitanos que huían de la derrotada revolución liberal en Italia.
Uno de ellos, llamado Pecchio, fundó en Madrid la versión ibérica de la
organización, que fue destruida con la llegada de los Cien Mil Hijos de San
Luis. El resultado natural de la idea dio lugar a una Joven Europa, una
federación que se constituyó en Berna sobre la base de los demás grupos y
que ya no escondía su deseo de impulsar a los países europeos hacia una
unificación política real. Sin embargo, las rivalidades, desconfianzas y
planes particulares de las diferentes sociedades truncaron la unidad en muy
poco tiempo.
Los carbonarios estuvieron detrás de diversas insurrecciones de corte
liberal en varios puntos de Europa, como en la revolución de 1830 en
Francia, cuya chispa fue la actuación de uno de los miembros de la
dirección suprema de la organización llamado Barthe, que instigó a un
grupo de patronos para que despidieran a sus obreros sin una buena
justificación y así aprovechar el descontento creado para lanzar las masas a
la calle. El caos social y político resultante acabó por llevar al poder a
Felipe de Orleans, o Felipe Igualdad, quien en agradecimiento nombró a
tres ministros carbonarios, entre ellos al propio Barthe. Otro de los
carbonarios más conocidos fue Philippo Michele Buonarrotti, llamado «el
primer revolucionario profesional», organizador de diversas sociedades
secretas y, según diversos estudiosos, probable modelo para el personaje
del conde de Montecristo en la novela homónima de Dumas. A pesar de la
brutalidad de sus métodos y su carácter revolucionario, el carbonarismo
dejó hondas secuelas en la historia del nacionalismo italiano, así como en
los acontecimientos políticos de otros países, como Portugal, donde se le
achaca ser uno de los probables responsables de la caída de la monarquía.
Pero los carbonarios no fueron los únicos revolucionarios utilizados por los
Illuminati. En una época minada de sociedades conspirativas y de
revoluciones de todo tipo, también es digna de contar la historia de Louis
Auguste Blanqui, un hombre violento e implacable pero de gran capacidad
organizativa, que fundó en Francia la organización conocida como Las
Familias, en cuya constitución y desarrollo participaron líderes carbonarios.
Diversos expertos afirman que Blanqui fue el primero en plantear el
concepto de lucha de clases, que más tarde Karl Marx desarrollaría con
mayor detalle, así como el de librepensador, que es como él mismo se
autodefinía. Cada Familia la componían doce miembros que actuaban
como un compartimento estanco trabajando por los mismos fines que la
Revolución francesa. En 1836 su conspiración fue descubierta y
desarticulada, pero menos de un año después Blanqui había inventado una
nueva. En realidad era la misma pero con otro nombre, Las Estaciones, y
había sido organizada con más precauciones. La unidad básica de la
sociedad era la Semana, compuesta por seis miembros dirigidos por un
séptimo. Cuatro Semanas, o, mejor, los séptimos de cuatro Semanas, se
reunían y formaban un Mes. Tres Meses tenían una Estación como jefe y
organizador. Cuatro Estaciones estaban a las órdenes de un agente
revolucionario designado muy probablemente por los Illuminati. En mayo
de 1839, las Estaciones se sublevaron, aunque casi todos los obreros que se
levantaron en armas tras la bandera roja enarbolada por Blanqui ignoraban
en realidad quiénes eran sus superiores últimos. Esta revolución también
fracasó y Blanqui acabó en la cárcel. Sin embargo, aunque había sido
condenado inicialmente a muerte, logró permutar el castigo y acabó
saliendo de prisión. Aún tuvo fuerzas para fundar una nueva organización
secreta llamada Los Cocodrilos que, como todas las anteriores, acabó en el
cubo de la historia. Murió en 1881.
Volviendo a Mazzini, durante el proceso de la unificación italiana apoyó
sin dudar a otros líderes revolucionarios como el mítico Giuseppe
Garibaldi, cuyos partidarios fueron conocidos como «los camisas rojas», y
a diversos intelectuales, entre los que destacó el famoso compositor
Giuseppe Verdi, cuyo apellido fue utilizado con doble sentido en
numerosas pintadas patrióticas en las que «¡Viva Verdi!» significaba en
realidad «¡Viva Vittorio Emmanuelle, Rege D'Italia!».
Tras largos años de guerras con sus respectivas derrotas y victorias, exilios
y regresos, en 1861 los revolucionarios lograron construir una Italia nueva
y unida, aunque no como república, como deseaba Mazzini, sino como una
monarquía dirigida por Víctor Manuel II, como proponía el aristócrata y
político Camilio Benso Cavour, artífice de la unificación de Italia.
El modo de comportarse de Mazzini generó críticas dentro de su propia
organización. En abril de 1836, bajo el apelativo de Nubius, uno de los
dirigentes de la Logia Alta Venta Romana, la principal de los carbonarios
en aquel momento, escribió a otro llamado Beppo, quejándose de la pose
de «conspirador de melodrama» que le gustaba adoptar a su jefe de filas,
así como de su incontinencia verbal: «Le gusta hablar de muchas cosas
[que no debería] y, por encima de todas, de él mismo. Nunca deja de
proclamar que él está por encima de todos los tronos y los altares, que él
fertiliza [la mente de] las gentes, que es el profeta del humanitarismo.»
Semejante actitud, sumada a las oportunidades de expansión de la orden
que entonces empezaban a presentarse en Estados Unidos, llevó
probablemente a la destitución de Mazzini como cabeza más o menos
visible de los Illuminati.
En 1860, todavía fundó otra organización llamada la Oblonica, cuyo
agresivo significado, «Cuento con un puñal», ya indicaba el tipo de
actividades que podía llevar a cabo. El círculo de poder interno de la
Oblonica fue bautizado como Mafia, que, según todos los especialistas, no
es más que un acrónimo como el nombre de Verdi. Hay diversas propuestas
para explicarlo, aunque la más curiosa es la de «Mazzini Autorizza Furti,
Incendi e Awelegementi» o, lo que es lo mismo, Mazzini autoriza a
cometer robos, incendios y asesinatos. Los encargados de llevar a la
práctica la autorización fueron conocidos como los mafiosi o mafiosos.
Mazzini murió en Pisa en 1872.
Socios de Lucifer
En los últimos años de SLI vida, como antes comentábamos, Mazzini se
carteó con Albert S. Pike, abogado y general sudista durante la guerra de
Secesión. Pero sabemos que además fue Lino de los máximos dirigentes de
la masonería del rito escocés en el nuevo continente y un activo miembro,
con el cargo de jefe de justicia, del Ku Klux Klan o Clan del Círculo. El
KKK había sido fundado por otro masón, Nathan Bedford Forrest, en
principio con el objetivo declarado de defender a los blancos del sur de las
posibles revanchas de la hasta entonces esclavizada población negra, así
como de los abusos que pudieran cometer las victoriosas tropas del norte.
De la importancia de Pike entre las sociedades secretas del siglo XIX en
Estados Unidos dan buena cuenta algunos de sus títulos, como el de
Soberano Pontífice de la Masonería Universal o Profeta de la
Francmasonería, así como el manual constitucional Moral y Dogma.
Especialmente fascinado por la posibilidad de ver en vida un gobierno
mundial, su intensa actividad y su eficacia lo llevaron a alcanzar el cargo
de responsable máximo de los Illuminati en 1859.
En otra de las cartas que Mazzini y Pike se escribieron, el europeo proponía
al norteamericano la creación de otro círculo dentro de los círculos, en el
que se desarrollase «un rito que sea desconocido y practicado sólo por
masones de altos grados», que «deben ser sometidos al más terminante de
los secretos». Gracias a este nuevo grupo «cuya presidencia será
desconocida» para los grados inferiores, «gobernaremos la francmasonería
entera». El control absoluto de todos los masones del planeta era el mismo
objetivo que Adam Weishaupt había intentado sin éxito en el convento de
Wilhelmsbad, pero en este caso parece que Pike triunfó donde el bávaro
había fracasado. Fundó el Nuevo y Reformado Rito del Paladín, creando
tres consejos, uno en Charleston, Carolina del Sur; otro en Roma, y el
tercero en Berlín.
Un documento de junio de 1889 y titulado Asociación del Demonio y los
Iluminados, en el que Pike dirigía unas instrucciones secretas a los
veintitrés consejos supremos de la masonería mundial, aporta algunos
detalles de ese nuevo rito, partiendo de la advertencia primera a sus
miembros: «A vosotros, Instructores Soberanos del Grado 33, os decimos:
Tenéis que repetir a los hermanos de grados inferiores que veneramos a un
solo Dios, al que oramos sin superstición. Sólo nosotros, los iniciados del
Grado Supremo, debemos conservar la verdadera religión masónica,
preservando pura la doctrina de Lucifer.»
En el mismo documento, Pike hablaba como un sacerdote: «Él, sí, Lucifer,
es Dios. Desgraciadamente, Adonai [en referencia al dios judeocristiano]
también es Dios, porque, según la ley eterna, no hay luz sin oscuridad,
belleza sin fealdad, blanco sin negro. El Absoluto sólo puede existir en la
forma de dos divinidades diferentes, ya que la oscuridad sirve a la luz como
fondo, la estatua requiere una base y la locomotora necesita el freno.» Y
añadía: «La religión filosófica verdadera y pura es la fe en Lucifer, que está
en pie de igualdad con Adonai. Pero Lucifer es el Dios de la luz, es bueno,
él lucha a favor de la humanidad contra Adonai, el oscuro y el perverso.»
Las prometeicas reflexiones de Pike serían puestas a prueba a lo largo del
siglo siguiente, el XX, bautizado como el siglo de la violencia.
El gobierno de Estados Unidos no está en
ningún sentido fundado sobre la religión
cristiana. El gobierno no es razón ni
elocuencia, es fuerza.
GEORGE WASHINGTON,
presidente estadounidense
La independencia de Estados Unidos
Sólo dos meses después de la fundación de la Orden de los Iluminados de
Baviera nació un nuevo país, que, a pesar de sus modestos comienzos,
estaba destinado a convertirse en la potencia mundial más importante del
planeta. El 4 de julio de 1776 los delegados de los trece estados —trece,
como los grados del ritual Illuminati— del territorio conocido hasta
entonces como Nueva Inglaterra proclamaron y rubricaron su Declaración
de Independencia y su constitución como nación con el nombre de Estados
Unidos de América.
Nueve de las trece firmas pertenecían a francmasones: Franklin, Hooper,
Walton, Ellery, Hancock, Whipple, Hewes, Stock ton y Paine. Otros nueve
firmantes de los artículos de la nueva confederación también pertenecían a
las logias masónicas: Adams, Dickinson, Laurens, Harnett, Bayard Smith,
Roberdau, Carroll y, de nuevo, Hancock y Ellery En cuanto a los trece
delegados encargados de firmar la Constitución de Estados Unidos, la Carta
Magna más antigua en vigor en la actualidad, pese a los numerosos
remiendos practicados durante los últimos poco más de dos siglos, todos
sus avalistas, absolutamente todos, eran masones: Washington, Blair,
Dayton, King, Broom, Gilman, Bedford, Paterson, McHenry, Brearley y
otra vez Franklin, Carroll y Dickinson.
Cincuenta de los cincuenta y cinco integrantes de la Asamblea Nacional
Constituyente que ratificó los acuerdos, igual que casi todos los mandos del
ejército republicano que derrotó a las tropas británicas también formaban
parte de la misma organización. ¿Cuántos de ellos eran, además, miembros
de los Illuminati?
Construyendo el Nuevo Mundo
La chispa que desató la revolución de las colonias británicas fue el
incidente de la Fiesta del Té. En diciembre de 1773, el gobierno del rey
Jorge III de Inglaterra aplicó un impuesto a todo el té importado por las
colonias, en una nueva vuelta de tuerca a una política fiscal que los
norteamericanos consideraban completamente desproporcionada. Las
protestas contra la metrópoli se generalizaron hasta el punto de que varias
docenas de colonos disfrazados de indios aprovecharon la noche para
abordar tres barcos que acaban de llegar al puerto de Boston, cargados con
la preciosa mercancía y arrojaron todos los fardos al agua. Las autoridades
locales culparon a los masones de haber provocado el incidente, y lo cierto
es que unos cuantos formaban parte del grupo de abordaje. La taberna
Green Dragón, próxima a los muelles de Boston, era el escenario de las
reuniones habituales de la logia Saint Andrews, pero la escasa asistencia en
la noche de los sucesos aconsejó posponer la reunión. La sala fue utilizada
entonces por una extraña organización llamada Hijos de la Libertad, cuyos
miembros, algunos de ellos masones militantes, fueron los que se
disfrazaron de indios y procedieron a la acción.
Poco después se produjo la famosa cabalgada de Paul Revere, uno de los
héroes de la Revolución americana, que a las diez de la noche salió al
galope para avisar a las tropas independentistas agrupadas en Lexington de
que el ejército realista británico estaba a punto de atacarlos. Recibido el
aviso, los milicianos de Massachusetts se adelantaron y empujaron a los
británicos hacia la localidad de Concord, donde, enfrentados por una fuerza
rebelde aún mayor, se vieron obligados a retirarse hacia Boston. Cerca de
300 soldados británicos murieron en esa batalla, la primera y simbólica
victoria de las tropas revolucionarias. Paul Revere era uno de los masones
de la logia Saint Andrews.
A partir de ese momento, la influencia de la masonería, no sólo en la
génesis y fundación, sino en toda la historia de Estados Unidos, es bastante
obvia y reconocida en general. La mejor prueba de ello es que al menos
quince de sus presidentes han sido francmasones, desde George
Washington (que se inició en la logia Fredericksburg 4 de Virginia) hasta
George Bush padre (grado 33 del Supremo Consejo), pasando por
Theodore Roosevelt (maestre en la logia Matinecock 806 de Oyster Bay en
Nueva York), William Howard Taft (gran maestre de la Masonería de
Ohio), Franklin Delano Roosevelt (grado 32 del Rito Escocés) o Gerald
Ford (inspector general honorario del Grado 33 y miembro de la logia
Columbia 3).
La misma Casa Blanca, residencia oficial del presidente en Washington,
fue diseñada por el masón James Hoban. También pertenecía a la orden
Frederick A. Bartholdi, el autor de la tan neoyorquina como simbólica
Estatua de la Libertad. Y por si faltaba algo, el monumento más grande
erigido en honor a la masonería se encuentra en la localidad de Alexandria,
en Virginia, junto al río Potomac, el George Washington Masonic National
Memorial (Monumento nacional masónico en memoria de George
Washington), que fue inaugurado en mayo de 1932 y sufragado por las
aportaciones de las logias norteamericanas. En su interior se puede visitar,
entre otros, una biblioteca con más de veinte mil libros sobre la masonería,
un museo dedicado a Washington y la réplica de una logia.
El movimiento de masones, e Illuminati, entre ambos lados del Atlántico se
concretó en casos como los del antiguo impresor norteamericano e inventor
del pararrayos Benjamín Franklin, que contactó con las sociedades secretas
de Londres y París, o el francés Marie Joseph Paul Yves Roch Gilbert du
Motier, bastante más conocido por su título nobiliario de marqués de
Lafayette, que encabezó una expedición militar de voluntarios en ayuda de
los colonos. Este es el mismo Lafayette masón que tomó parte en los
sucesos de la Revolución francesa y que ordenó la demolición de La
Bastilla, Lina vez tomada, para después enviar sus llaves como regalo a
George Washington. Es de suponer que éste agradeció la ayuda militar
prestada en su momento, pero, una vez conseguida la independencia, se
mostró más reacio a relacionarse con los masones franceses. Temía la
infiltración de los Illuminati, como refleja la carta que el propio primer
presidente estadounidense escribió en 1798 a un pastor protestante llamado
G. W. Snyder y en la que decía: «No tengo la menor intención de poner en
duda que la doctrina de los Iluminados y los principios del jacobinismo se
han extendido en Estados Unidos. Al contrario, nadie está más convencido
que yo. Lo que pretendo exponeros es que no creo que las logias de nuestro
país hayan buscado, en tanto que asociaciones, propagar las diabólicas
doctrinas de los primeros y los perniciosos principios de los segundos, si es
que es posible separarlos», pero luego reconocía que «lo que hayan hecho
las individualidades [miembros de las mismas logias, al margen de ellas] es
demasiado evidente para permitir la duda».
Y si faltaba algo que lo demostrara, ahí están los principales símbolos de
Estados Unidos: la bandera y el gran sello. En junio de 1777, el Congreso
aprobó la primera ley que establecía una enseña oficial que representara a
la nueva nación. Los colores que se utilizaron fueron los mismos que los de
la Revolución francesa, rojo, blanco y azul, y los signos insistían en el
número trece, trece barras y trece estrellas «representando a una nueva
constelación». Con el paso del tiempo, el campo de estrellas fue
ampliándose a razón de una por cada nuevo estado que se fue integrando en
la unión.
En cuanto al gran sello y escudo de Estados Unidos, el Congreso, reunido
en Filadelfia, encargó a John Adams, Benjamín Franklin y Thomas
Jefferson que elaboraran ese símbolo oficial, y cada uno de ellos sugirió su
propio diseño. Según las actas del comité correspondiente, Adams presentó
un tema de la mitología griega que representaba a Heracles, mientras que
Jefferson y Franklin echaron mano del Antiguo Testamento: el primero
sugirió una imagen de los israelitas marchando hacia la Tierra Prometida y
el segundo planteó una alegoría con Moisés conduciendo al «pueblo
elegido» a través de las aguas del mar Rojo. A estos proyectos iniciales se
añadieron otras versiones y propuestas hasta que se aprobó oficialmente el
diseño presentado por el entonces secretario del Congreso, Charles
Thomson, maestre de una logia masónica de Filadelfia dirigida por el
propio Franklin. En otra parte del libro ya hemos recogido la denuncia de
un masón de alto grado acerca de la autoría real de ese diseño.
En el anverso del sello aparece un águila calva americana con las alas
desplegadas que lleva sobre el pecho un escudo con el campo superior de
color azul y el inferior repartido en trece barras blancas y rojas. En una de
sus garras porta Lina rama de olivo y en la otra, trece flechas. Sobre ella
hay un dibujo circular en cuyo interior trece estrellas componen la «nueva
constelación», insinuada en la bandera, que de nueva no tiene nada, porque
se puede reconocer con claridad una estrella de David. Finalmente, el ave
lleva en el pico una cinta en la que se inscribe la primera leyenda oficial de
Estados Unidos: «E pluribus unum» («De muchos [se formó] uno»), el
mismo eslogan de Weishaupt. En cuanto al reverso de este sello es muy
popular en todo el mundo, puesto que se puede ver en los billetes de un
dólar. Fue el presidente Franklin D. Roosevelt quien ordenó imprimirlo en
1945.
Lo que más nos interesa, sin embargo, es que en el reverso aparece un
icono familiar: un triángulo con un ojo en su interior. Y que incluye la
leyenda «Novus Ordo Seclorum» o «Nuevo orden de los siglos». La
inclusión de esta frase, en principio tomada de Virgilio, se interpreta como
la intención de los padres de la nación norteamericana de equiparar a
Estados Unidos nada menos que con la Roma clásica. En realidad, la
comparación se puede establecer hoy —y de hecho aparece a menudo en
prensa y en ensayos políticos, donde se habla del imperio «fáctico» que
controla Washington, se compara a los norteamericanos con los romanos y
a los europeos con los griegos, se caracteriza a veces al presidente George
W. Bush como Un césar del Imperio y se describe a los marines como
analfabetos pero militarmente eficaces legionarios romanos—, pero en
1776, ¿quién podía pensar que una insignificante colonia de un rincón del
mundo llegaría a convertirse en lo que es hoy? A no ser que alguien lo
hubiera previsto así, naturalmente.
Martín Lozano asegura en El nuevo orden mundial que el verdadero
sentido de la leyenda está relacionado con un concepto astrológico propio
de la simbología iluminista: la nueva era de Acuario, que debe suceder a la
era de Piscis o era cristiana, abocada a desaparecer en el siglo XXL En su
opinión, 1776 marcaba el inicio de un periodo de 250 años durante el que
debía consumarse la transición entre una y otra era, y Estados Unidos sería
la nación encargada de desempeñar «un papel determinante» en ello.
Los temores expresados por George Washington en la carta antes
mencionada arrancan probablemente de 1785, cuando los Illuminati
abrieron su primera logia formal e independiente en territorio
estadounidense, la Columbia de Nueva York. Muchos prohombres de la
época se afiliaron entonces, como el gobernador De Witt, Clinton
Roosevelt, antepasado de Franklin Delano; Horace Greeley, e incluso el
propio Thomas Jefferson, según algunas fuentes. En el siglo XX, el nombre
de la organización cambió por el de Gran Logia Rockefeller.
Más ricos que Rockefeller
Si Europa tuvo a los Rothschild como genuinos representantes de los
llamados banqueros internacionales, América necesitaba su propia dinastía
de millonarios, y la encontró en el clan Rockefeller. John Davidson
Rockefeller, el fundador de la saga, nació en 1839 en Richford,
descendiente de una familia de inmigrantes judeoalemanes que había
llegado a Estados Unidos en 1733. Sus comienzos fueron bastante
humildes, aunque desde el principio se decantó por el negocio del dinero,
trabajando como contable de la firma Hewitt & Tuttle. Sus biógrafos lo
describen como una persona tan inteligente y ambiciosa como fría y austera
en sus necesidades personales, con una gran visión de futuro, una ansia
desmedida por la riqueza y una capacidad de trabajo fuera de lo normal.
Dicen que su personalidad sirvió de modelo al propio Walt Disney para
crear uno de sus personajes, el tío Gilito (Scrooge, en el original, como el
nombre del avaro personaje de Cuento de Navidad, de Charles Dickens).
Asociado con un hombre de negocios inglés, fundó su primera compañía, la
Clark & Rockefeller, que multiplicó su volumen comercial a raíz de la
guerra de Secesión y le permitió disfrutar de su primer éxito económico.
Sin embargo, la verdadera carrera hacia la cúspide comenzó a raíz de la
fundación de su propia compañía petrolera, la mítica Standard Oil, y la
South Improvement Company, en cuya sociedad atendió a los petroleros
más importantes del sur de Estados Unidos.
Durante aquellos años, Rockefeller utilizó todos los medios legales y
menos legales para ir eliminando uno a uno a sus competidores mientras
repetía a todo el mundo una de sus alabanzas favoritas: «God bless the
Standard Oil!» (¡Dios bendiga a la Standard Oil!). Su fama de depredador
de los negocios (incluyendo la coacción a los clientes de otras empresas, el
soborno a los propios empleados de las mismas e incluso la compra de
algunos parlamentarios corruptos), unida a la complejidad legal y jurídica
con la que había construido su compañía, y que hacían prácticamente
inútiles las leyes antimonopolio en su caso, le convirtieron en un
negociante temible, hasta el punto de que muchos de sus competidores
decidieron unirse a él en lugar de competir.
La producción de la Standard Oil, que en el año de su fundación, en 1870,
era de aproximadamente el 4 % del mercado petrolífero americano, se
multiplicó hasta alcanzar, sólo seis años más tarde, el 95 %. Y por si
necesitaba ayuda, Rockefeller empezó a trabajar codo con codo con los
Rothschild a partir de 1880, cuando buscaba la manera de abaratar el
transporte de cada barril de petróleo que embarcaba en los ferrocarriles de
Pennsylvania, Baltimore y Ohio, controlados por la banca Kuhn, Loeb &
Company. A partir de ese momento, su compañía quedó definitivamente
consolidada, aunque, hacia 1882, había crecido tanto que se vio obligada a
adaptarse y transformarse en la Standard Oil Trust, el primer trust de la
historia de la economía: el sueño de Weishaupt, hecho realidad en el
terreno industrial.
Esta posición de predominio no frenó la avalancha de demandas judiciales
contra su negocio petrolero, más bien al contrario. Pero de todas las que se
presentaron en su momento sólo una pareció prosperar, en 1907, cuando un
juez apellidado Landis le condenó nada menos que por 1 642 casos de
extorsión. La sentencia incluía el pago de indemnizaciones por valor de
más de 29 millones de dólares de la época. Su reacción cuando tuvo noticia
del fallo fue sorprendente, puesto que se limitó a comentar: «El juez Landis
estará muerto mucho antes de que hayamos saldado esta deuda.» Los
hechos le dieron la razón porque la condena fue recurrida y finalmente
anulada varios años más tarde.
Aún hubo otra tentativa de desmontar su monopolio cuando el juzgado
federal de Missouri emprendió un proceso contra él bajo la acusación de
complot contra el libre comercio. Después de sucesivos recursos y
contrarrecursos, la causa llegó al Tribunal Supremo, que en 1911 decretó la
desmembración de la Standard en 39 compañías diferentes, cada una de las
cuales debía operar de forma independiente y en competencia unas con
otras. Legalmente así sucedió, pues el trust dejó de actuar con el mismo
nombre. Sin embargo, teniendo en cuenta que las acciones de las nuevas
empresas seguían estando en manos de los mismos accionistas que
controlaban la vieja empresa, empezando por el propio Rockefeller, que era
el accionista mayoritario, la situación tampoco cambió demasiado.
Con ánimo de eludir futuros problemas con la ley, Rockefeller se dedicó a
crear varias fundaciones filantrópicas, que, aparte de mejorar su imagen
social, sirvieron para poner a salvo buena parte de su patrimonio, previa
transferencia. Las leyes norteamericanas eximen a las fundaciones de pagar
impuestos, pero no les impide poseer, comprar o vender todo tipo de bienes
o valores bursátiles; además, los fondos transferidos a una fundación se
pueden deducir de la declaración de la renta, y todos los bienes que les son
entregados están exentos también de derechos sucesorios. Buen ejemplo de
la utilidad de las fundaciones es el artículo aparecido en la prensa
norteamericana en agosto de 1967 donde se denunciaba la cantidad
«irrisoria» que pagaban los Rockefeller en concepto de impuesto sobre la
renta, a pesar de sus innumerables riquezas. Según este artículo, uno de los
miembros del clan llegó a pagar la cifra de 685 dólares en impuestos,
cuando su fortuna personal incluía propiedades, mansiones, yates, aviones
privados... que oficialmente estaban a nombre de sus fundaciones
familiares «sin ánimo de lucro» aunque nadie más utilizara estos bienes.
Las fundaciones de los Rockefeller permitieron a los miembros del clan
entablar un contacto directo y fluido con los personajes más importantes de
la economía y la política mundiales, y también de la religión. John
Davidson Rockefeller junior, su hijo, siguió la estela marcada por el
fundador e introdujo mejoras en el sistema de la empresa familiar, creando
una nueva categoría de colaboradores, llamados asociados, cuyo principal
objetivo era doble: por un lado, actuar como consultores del trast y, por
otro, tejer Lina red de influencias cada vez más amplia (preferiblemente
entre personas bien situadas), que apoyara el trabajo de las fundaciones.
Rockefeller hijo también se convirtió en el principal promotor de un cierto
ecumenismo protestantista, que promovía la incorporación de los principios
religiosos a las tesis del capitalismo expansivo y progresista. Para ello
dedicó parte de su tiempo y de su dinero, en aportaciones considerables, a
instituciones como el Movimiento Mundial Interiglesias, el Consejo
Federal de Iglesias y el Instituto de Investigaciones Sociales y Religiosas.
Tal vez siguiera el viejo esquema Illuminati de unificar no sólo los
gobiernos y las economías sino también las almas de todos los seres
humanos.
En el siglo XX, la actividad de los Rockefeller se centró en dos líneas
básicas: la económica y la política, representada por los hermanos Nelson y
David, y entremezcladas ambas en más de una ocasión. Otro importante
paso adelante para el clan fue la introducción en el ámbito bancario. En
1930, el clan Rockefeller ya controlaba el Chase National Bank, convertido
en la primera institución financiera del país. El proceso de consolidación
financiera culminaría en 1955 con la fusión con el Bank of the Manhattan
Company, ligado al grupo Warburg, de donde salió el Chase Manhattan
Bank, que durante muchos años estuvo presidido por David Rockefeller.
En la actualidad es difícil encontrar un sector económico mundial en el que
no aparezca representado algún agente del clan.
SEGUNDA PARTE
La expansión de los Illuminati
¡Filadelfos de todos los países, uníos!
CONSTANTIN PEQUEUR,
masón francés y presidente de la
Sociedad Filadelfa
La siembra...
El 12 de julio de 1842 un conocido poeta del Romanticismo alemán,
miembro secreto de los carbonarios, publicó un extraño texto con aires de
profecía en la revista Franzosische Züstade, de Hamburgo. En él se advertía
de que «el comunismo, que aún no ha aparecido pero que aparecerá
poderoso y será intrépido y desinteresado como el pensamiento [...] se
identificará con la dictadura del proletariado» y «aunque de él se hable
ahora muy poco [...] será el héroe tenebroso al que se reserva un magno
pero pasajero papel en la moderna tragedia. Sólo espera la orden para entrar
en escena». Vaticinaba además «la guerra entre Francia y Prusia, que será
sólo el primer acto del gran drama, el prólogo. El segundo acto será el
europeo, la Revolución universal, el gran duelo de los desposeídos contra la
aristocracia de la propiedad. Entonces no se hablará de nación ni de
religión. Sólo existirá una patria, la Tierra. Y una sola fe, la felicidad sobre
la Tierra» porque «existirá quizá tan sólo un pastor y un rebaño, un pastor
libre con un cayado de hierro, y un rebaño humano esquilado y balando de
modo uniforme».
El autor de estas líneas en las que se augura el advenimiento del
comunismo, la guerra franco prusiana de 1870 y la globalización, que
además utiliza por vez primera la expresión dictadura del proletariado de la
que posteriormente se apoderó Lenin, fue el poeta Heinrich Heine.
Cualquier enciclopedia relata los hechos más conocidos de su vida, que
estudió en varias universidades alemanas donde se doctoró en leyes, que
viajó por diversos países europeos como Italia, Francia o el Reino Unido,
que se relacionó con personajes populares de su tiempo como Humboldt,
Lasalle, Víctor Hugo, Wagner o Balzac y que ganó fama por el lirismo de
su obra poética, reflejada en títulos como sus Cuadernos de Viaje.
Otras circunstancias son menos conocidas o destacadas, como que era
sobrino del banquero Salomón Heine de Hamburgo, que en la Universidad
de Berlín tuvo oportunidad de relacionarse con Hegel (el autor de los
conceptos de tesis, antítesis y síntesis), que trató a los Rothschild de
Londres y que uno de sus más íntimos amigos fue Karl Marx. De hecho,
fue gracias a Heine que Marx consiguió llegar sano y salvo a Inglaterra,
huyendo de la persecución de las policías prusiana y francesa. En aquel
momento, un masón británico protegido también en su día por la misma
casa Rothschild ocupaba el asiento de primer ministro del Reino Unido,
Benjamin Disraeli.
Los precedentes del socialismo
En el siglo XIX dos esoteristas franceses recuperaron y revitaliza ron para
el mundo moderno los ideales de la sinarquía desarrollados en la época de
la antigua Grecia. El primero de ellos fue el erudito Fabre d'Olivet, cuya
agitada vida estuvo repleta de contactos y aventuras con distintos grupos de
masones, teósofos y otras sociedades secretas. Algún autor asegura que
llegó a contactar con los Illuminati aunque no a militar en su organización.
En su afán por llegar hasta el significado original de las ceremonias de las
viejas religiones aprendió latín, hebreo y sánscrito para traducir
directamente todos los textos que llegaran a sus manos. D'Olivet fundó una
curiosa variante de la masonería, lejanamente emparentada con las
primitivas y bucólicas asociaciones de carbonarios, y que se basaba en la
jardinería y la agricultura. Los tres grados de su organización eran
aspirante, labrador y cultivador, que sustituían a los clásicos aprendiz,
compañero y maestro. Sus ideas y reflexiones sobre el bienestar de la
humanidad influyeron mucho en algunos socialistas utópicos, como
Charles Fourier o Claude Henry Rouvroy, conde de Saint Simón, así como
en literatos de la talla de Víctor Hugo, André Bretón y Rainer Maria Rilke.
El segundo esoterista de importancia fue un conocido de D'Olivet, su
principal discípulo y amigo Saint Yves d'Alveydre, que, al trabajo de su
maestro, añadió su propia aportación derivada de las influencias religiosas
y mitológicas hindúes, así como de su conocimiento de la lengua árabe.
Además, contó con una ventaja inusual, la solvencia económica de por vida
que le dio el hecho de casarse con la rica condesa de Keller, con lo que
pudo dedicarse con tranquilidad a sus investigaciones.
Fue él quien introdujo en Occidente el arquetipo oriental del Rey del
Mundo: un monarca tan enigmático como poderoso, verdadero dueño de la
Tierra, y que dirigiría los destinos de todos los seres humanos desde un
centro de poder oculto en Agartha, una ciudad mágica ubicada en un lugar
indeterminado, próximo a los Himalaya o quizá en el interior de las mismas
montañas. Por otra parte, la auténtica tradición oriental nunca ha hablado
de Agartha sino de Shambala, por lo que no está claro si Saint Yves utilizó
el primer nombre como sinónimo del segundo, si creía en la existencia de
ambos lugares o si simplemente mezcló las dos versiones de manera
arbitraria. En cualquier caso, Saint Yves elaboró su propia teoría sobre la
reorganización ideal de la sociedad, utilizando el concepto de Agartha de la
misma forma que había hecho Platón con la Atlántida en varios de sus
diálogos.
Para Saint Yves, el ideal de la felicidad social pasaba por una teocracia en
la que se modificaran las relaciones del hombre con lo sagrado, de manera
que éste fuera lo más importante de la civilización. Este sistema precisaba
de una clase sacerdotal diferente de la establecida por el Vaticano o por
otras confesiones cristianas, de las que no se fiaba. Así llegó a la
conclusión de que los nuevos hierofantes debían ser «los miembros de la
aristocracia económica». Debido a sus contactos diarios con los ricos
prohombres europeos con los que trataba gracias a su esposa, Saint Yves
dedujo que sólo esta clase social estaba dotada de los medios suficientes
para modificar y mejorar la situación socioeconómica de la población una
vez asumido el poder político real. Creía que elevando ese nivel económico
se elevaría también el nivel cultural y, de esa forma, las masas podrían
comprender mejor a la divinidad y ser más felices.
Es obvio que si hubiera dispuesto del don de la videncia para ver cómo
funciona el mundo actual, habría desechado sus ideales, puesto que, si algo
hemos aprendido en Occidente especialmente en los últimos cien años, es
que el incremento de las comodidades materiales y del tiempo de ocio no
parece generar precisamente una mayor inquietud espiritual, sino más bien
todo lo contrario. Pero el caso es que sus ideas impactaron en una serie de
pensadores posteriores, como John Ruskin, que pertenecían a una corriente
conocida como los socialistas utópicos.
El socialismo utópico había nacido del magma de influencias relacionadas
con la Industrialización, el enciclopedismo y ciertas enseñanzas de la
masonería, el martinismo e incluso de los Iluminados de Baviera. Estos
primitivos socialistas, considerados precursores de las teorías de Karl
Marx, pretendían aplicar el espíritu de la Revolución francesa, pero
librándolo en lo posible de la sangría y la destrucción que había causado a
finales del siglo anterior.
Uno de sus principales ideólogos, el conde de Saint Simon, fundó una secta
a medio camino entre la política y el misticismo anticatólico. Se jactaba de
ser descendiente de Carlomagno, que, según él, se le había aparecido en
sueños durante la época del Terror jacobino mientras aguardaba en un
calabozo su turno para ser guillotinado. El rey de los francos le habría
vaticinado que viviría para dedicarse a la filosofía y la política y, en efecto,
como fue indultado a última hora, achacó lo ocurrido a influencias
sobrenaturales y se puso manos a la obra. En su concepción del mundo, la
Iglesia debía desaparecer y el científico sustituir al sacerdote en la cúspide
de la pirámide social, mientras que el resto de la población (excepto los
literatos y artistas, que ocuparían el papel de la nobleza y el clero en el
Antiguo Régimen) se dedicaría al trabajo puro y duro. Gran admirador de
la Edad Media, recomendaba caminar hacia la unidad del continente
europeo basándola en un vago ecumenismo medieval, que,
paradójicamente, fue posible precisamente gracias al cristianismo que tanto
le irritaba.
Sus teorías fueron ampliadas y completadas por Charles Fourier y Pierre
Leroux, que explicaban el origen de las desigualdades sociales como
premios o castigos a existencias anteriores, en una chocante amalgama
entre política y reencarnación. Fourier, además, tuvo contactos con los
Illuminati: había vivido en Lyon, una de las capitales del ocultismo de su
época y allí había colaborado con ellos en la edición del sugerente folletín
de Lyon. Allí también conoció a varios francmasones, y todo apunta a que
se inició con ellos en el Gran Oriente de Francia y posiblemente en la orden
martinista. Entre sus ideas más conocidas figura el planteamiento de «una
estructura social perfecta» (¿o tal vez quiso decir perfectibilista?) basada en
los falansterios o comunidades autónomas en cuanto a producción y
consumo de los productos que necesitaran y donde se practicaría la
poligamia. Una idea que no pudo llevar a la práctica en su tiempo, aunque
más tarde el movimiento hippy intentara materializarlo, más o menos con
éxito, durante los años sesenta y setenta del siglo XX.
Entre las aportaciones más bizarras de Fourier figura su cosmogonía, en la
que Dios era el punto de partida de una cadena de seres que incluía la
existencia en el universo de hasta 23 millones de sistemas solares como el
nuestro. Cada uno de los planetas de estos sistemas poseería vida propia,
con sus instintos, sus pasiones, sus intereses... e incluso su propio aroma,
que impregnaría a todos los seres que en él habitaran. Además, y según sus
cálculos, el alma estaba obligada a migrar un total de 810 veces de uno a
otro mundo: sólo 45 de esas encarnaciones serían desgraciadas, mientras
que las otras 756 serían felices. Este dato le hizo especialmente popular
entre sus seguidores, sobre todo entre los que no estaban muy satisfechos
con su vida actual.
El anticapitalismo místico y globalizador de la humanidad que desprendían
los escritos de los socialistas utópicos fue transformado por Karl Marx en
otro de carácter materialista y científico, pero igualmente destinado a
promocionar la idea de unión de todos los seres humanos sin que importara
su lugar de nacimiento ni SLI clase social.
Pero antes de la irrupción en escena del creador de El Capi tal aún hubo
tiempo para los manejos de personajes como Graco Babeuf, fundador de la
llamada Sociedad de los Iguales y agitador de diversas conspiraciones
orquestadas por las sociedades secretas del primer tercio del siglo XIX en
Francia, y considerado por los marxistas como el primer líder del
movimiento revolucionario de la clase obrera; Esteban Cabet, uno de los
doce miembros de la dirección suprema de los carbonarios y fundador de
varias comunas, y el inventor español del submarino, Narciso Monturiol,
que perteneció a la órbita filosófica de Cabet. Finalmente, el último de los
grandes socialistas utópicos sería el profesor de Oxford, John Ruskin, que
formó un círculo de pensamiento con los más notables de entre sus
alumnos, como el historiador Arnold Toynbee, el economista William
Morris o el masón lord Alfred Milner, e influyó decisivamente en el
nacimiento de la Sociedad Fabiana en 1883.
Los fabianos son el eslabón entre el socialismo utópico y el laborismo
británico, precursor a su vez de la socialdemocracia, tal y como la
entendemos en la actualidad. Tomaron su nombre de Quintus Fabius
Maximus, el general romano que durante las guerras púnicas rehuyó con
gran habilidad un choque directo entre sus legiones y las tropas
cartaginesas, ante la superioridad de éstas. En lugar de acudir a luchar en
campo abierto de acuerdo con las leyes del honor militar, organizaba
escaramuzas por sorpresa, atacando pequeños objetivos y retirándose en
seguida o escondiéndose a medida que avanzaban los cartagineses.
Mantuvo la táctica hasta que sus guerreros estuvieron preparados como él
deseaba; además se conjugaron una serie de circunstancias que le daban
todas las ventajas en la batalla. Entonces atacó y consiguió una importante
victoria que le dio la fama. La táctica de los socialistas fabianos respecto al
asalto al poder imitaba al general romano: la idea era ir introduciendo un
proceso gradual de reformas sociales que evitara enfrentamientos directos
entre la clase obrera y los capitalistas, a la vez que se extendía la ideología
de igualdad y fraternidad entre los trabajadores de todos los sectores.
Además de Toynbee, el alumno de Ruskin, este movimiento contó con
muchas caras famosas de la intelectualidad anglosajona, entre ellos los
escritores Virginia Wolff, H. G. Wells, George Bernard Shaw y el filósofo
Bertrand Russell, y también mantuvo intensos contactos con la Sociedad
Teosófica. La Sociedad Fabiana fue la creadora de la London Economic
School, donde en la actualidad continúan formándose las élites capitalistas
e internacionalistas. Según diversos autores, los fabianos apoyaron durante
un tiempo el marxismo, pero en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo
tras el congreso del Partido Socialdemócrata alemán de Bad Godesberg en
1959, se volcaron en apoyo de una ideología más suave basada en la
Realpolitik, o política realista, en la que la transformación hacia el nuevo
orden mundial —resucita el concepto públicamente— se llevaría a cabo
mediante la aceptación del liberalismo y la economía de mercado,
convenientemente manejada y reconducida. Y así con el paso de los años
cualquier analista político ha podido comprobar, en efecto, que la política
económica de los partidos socialdemócratas se ha ido aproximando cada
vez más a la de las formaciones de carácter conservador hasta el punto de
llegar a ser, en muchas ocasiones, casi idéntica.
El profeta
En 1911, el comunismo estaba todavía en pañales y en principio nada
parecía augurar que fuera a llegar más lejos de lo que habían llegado hasta
entonces otras teorías políticas más o menos similares, como las que habían
ido surgiendo a lo largo del siglo XIX De hecho, ni siquiera se llamaba así
todavía. Sus principales promotores, Karl Marx y Friedrich Engels,
hablaban de socialismo sin más.
No obstante, aquel año, el diario norteamericano Saint Louis Post Dispatch
publicó una llamativa caricatura del dibujante Robert Minor, que militaba
en el Partido Socialista de América. En ella se ve al propio Marx en medio
de Wall Street, la calle neoyorquina de las finanzas por excelencia,
flanqueado por los rascacielos y rodeado por una muchedumbre entusiasta.
Lleva sus obras en la mano izquierda mientras con la derecha le da la mano
a un sonriente George Perkins, socio del banquero J. P. Morgan, quien
figura al lado de ambos junto con Andrew Carnegie y John D.
Rockefeller, todos esperando su turno para estrechar la mano del autor de
El Manifiesto Comunista. Al fondo, entre Marx y Perkins, está el
presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt.
¿El principal promotor de las ideas socialistas, agasajado y respaldado por
lo más granado del capital, al que tan severamente atacaba en sus obras?
La teoría oficial que encontramos en todos los libros de historia de
cualquier país occidental es que el capitalismo y el comunismo fueron
desde el principio sistemas contradictorios que se combatieron a muerte,
especialmente a raíz de la constitución de la Unión Soviética como
encarnación de las ideas marxistas. Sin embargo...
Las metas planteadas por los Illuminati en su camino hacia la conquista del
mundo que ya adelantamos anteriormente se parecen mucho a las fijadas
por Marx, si es que no son las mismas. Donde la sociedad secreta pedía la
abolición de la monarquía y de cualquier tipo de gobierno organizado
según el Antiguo Régimen, el filósofo hablaba del poder para las masas,
representadas en un Estado carente de reyes o líderes unipersonales y en el
que no existieran las clases sociales. Donde la primera especulaba con la
abolición de la propiedad privada y los derechos de herencia, el segundo
exigía lo mismo. Donde se había planteado la destrucción del concepto del
patriotismo de las naciones, ahora se impulsaba exactamente eso
sustituyéndolo por un difuso sentimiento de internacionalismo,
posteriormente mutado en la idea de globalización. Donde los Illuminati
querían la eliminación del concepto de familia tradicional y la prohibición
de cualquier religión, se postulaba el amor libre y el ateísmo puro y duro
para terminar con «el opio del pueblo».
¿Escribió Marx El Capital y El Manifiesto Comunista bajo el influjo de los
Illuminati?
Nacido en la ciudad alemana de Tréveris, en mayo de 1818, Karl Marx
había sido partidario en su juventud de la llamada izquierda hegeliana y por
tanto conocía perfectamente la ecuación Tesis frente a antítesis produce
síntesis. Todos los investigadores que han estudiado el caso coinciden en
afirmar que cuando publicó sus libros sabía perfectamente lo que se traía
entre manos.
Aquélla era la anhelada antítesis por la que habían estado suspirando los
sucesores de Adam Weishaupt para enfrentarla con la tesis de la sociedad
tradicional y mantener el pulso durante el tiempo suficiente para
transformar la mentalidad de las gentes en la dirección deseada y alcanzar
así la nueva síntesis bajo el control de los Illuminati.
Persona inteligente, astuta y polemista, periodista con facilidad de palabra
y de expresión, auto declarado apátrida y revolucionario, a raíz de sus
problemas con la justicia en Prusia y Francia, y provisto de un aspecto
físico rotundo, Marx, que a los 17 años había culminado sus estudios
graduándose con gran brillantez en todas las asignaturas excepto una,
religión, era un Moisés redivivo dispuesto a predicar su buena nueva a las
masas de los nuevos «israelitas»: los obreros oprimidos por los faraones del
capitalismo, a los que prometía conducir a una nueva Tierra Prometida. El
objetivo final de sus prédicas literarias, periodísticas u oratorias (como las
que ofreció en la fundación de la Primera Internacional, que se vino abajo
porque los anarquistas, que participaron en ella, querían anarquía y la
querían ya, sin esperar a más) siempre fue el mismo, que el impacto de sus
ideas provocara un maremoto lo suficientemente potente para desatar una
revolución equivalente a la francesa, como acabó sucediendo en Rusia,
aunque él no llegara a verlo.
Todas las definiciones al uso señalan que las fuentes del pensamiento
marxista hay que buscarlas en tres circunstancias concretas: la filosofía de
Hegel, el socialismo francés y la escuela clásica de economistas británicos.
Las tres, como hemos visto antes, relacionadas de una u otra forma con los
manejos de los Illuminati. El dato que no suelen recoger las enciclopedias,
aunque los originales se guarden en las colecciones de documentos del
British Museum, es que fue Nathan Rothschild quien firmó los cheques de
la llamada Liga de los Hombres Justos, con los que Marx fue gratificado
por la elaboración de sus famosas obras.
Y es que el negocio es el negocio, y los representantes del capitalismo
internacional infiltrado por los Illuminati no iban a desaprovechar la
oportunidad de seguir enriqueciéndose mientras maduraba la lucha entre
tesis y antítesis. El próximo objetivo era la Revolución rusa, que se
convertiría en breve en el más ambicioso campo de inversiones para los
millonarios del mundo. Ya en El Manifiesto Comunista,, Marx declaraba la
necesidad de «centralizar el crédito en manos del Estado por medio de un
banco nacional con capital estatal y monopolio exclusivo». Esto es, un
banco central controlado, como los demás, por la banca privada. Rusia era
uno de los pocos países europeos que todavía no contaba con uno. Algunos
años más tarde, Lenin explicaría también por qué había que asumir el poder
financiero igual que el militar. Según sus propias palabras, el
establecimiento de una institución de este tipo suponía «el 90 por ciento de
la comunicación de un país». La obsesión de los dirigentes comunistas por
controlar los flujos de dinero llegó a originar un famoso y sarcástico
comentario de Mijail Bakunin, el alma del anarquismo: «Los marxistas
tienen un pie en el movimiento socialista y otro en el banco.»
Bakunin todavía no sabía que un movimiento radical en el interior de un
país concreto sólo puede alcanzar el éxito definitivo si cuenta, entre otras
cosas, con mucho dinero y un sólido apoyo del exterior. Como en el caso
de la Revolución francesa, es imposible explicar la rusa desde el punto de
vista de una revuelta de ciudadanos hambrientos contra el gobierno. Sobre
todo en un país como Rusia, cuyos habitantes tradicionalmente habían
soportado grandes penurias de todo tipo sin levantar la voz.
El escenario estaba dispuesto. Un nuevo acto de la tragedia iba a comenzar.
La humanidad se divide en buenas personas,
personas a secas y malditos bolcheviques.
PELHAM GRENVILLE WOODEHOUSE,
escritor inglés
Y la cosecha
Un diario de San Petersburgo llamado Znamia (Estandarte) publicó por
capítulos, entre agosto y septiembre del año 1903 un extravagante texto
anónimo titulado «Programa judío de conquista del mundo». Dos años
después apareció una edición completa en un solo folleto bajo el nombre de
El origen de nuestros males.
Esta publicación causó un profundo malestar no sólo entre las autoridades
locales, sino en la mayor parte de la población que tuvo acceso a su lectura,
porque el Testamento de Satanás, como fue calificado a nivel popular,
contenía reflexiones de este porte: «Aquellos que seducen al pueblo con
ideas políticas y sociales están sujetos a nuestro yugo. Sus utopías
irrealizables están socavando el prestigio de los gobiernos nacionales y los
pilares de los actuales Estados de derecho. [...] Después de desprestigiar a
las monarquías, haremos que salgan elegidos como presidentes aquellas
personas que puedan servirnos sumisamente. Los elegidos deben tener
algún punto oscuro en su pasado con el fin de tenerlos amordazados, por
temor a ser descubiertos por nosotros, a la vez que, atados a la posición de
poder adquirido, disfrutando de honores y privilegios, se sientan ansiosos
de cooperar para no perderlos. [...] Cuando, decepcionados por sus
gobernantes, los pueblos empiecen a clamar por un gobierno único que
traiga paz y concordia, será el momento de entronizar a nuestro soberano.»
Sin embargo, la difusión masiva de estos escritos se produjo a raíz de su
inclusión en la obra de Serge Alexandrovitch Nilus, Lo grande en lo
pequeño: el Anticristo como posibilidad política inminente. Escritos de un
ortodoxo, editada en 1905. Nilus ya había publicado una edición príncipe
cuatro años antes pero en ella aún no estaban incluidos los que desde
entonces se conocen como Los Protocolos de los Sabios de Sión y uno de
los libros más vilipendiados del siglo XX.
El Testamento de Satanás
A diferencia de otros textos de la época como El Capital, cuyos dos
volúmenes se reeditan periódicamente, hoy día resulta complicado
encontrar un ejemplar de Los Protocolos en el mundo occidental fuera del
circuito de las librerías de viejo o de Internet. Y eso que en su época fue
todo un best seller, que llegó a ser calificado por el ocultista René Guenon
como la más clara demostración de «la táctica destinada a la destrucción
del mundo tradicional».
Los escritos en sí son de lectura complicada porque parecen hablar de
muchas cosas diferentes al mismo tiempo, sin orden aparente, aunque todas
ellas especulan sobre un monopolio del poder. En esencia, parecen las
notas de un secretario tomadas a toda prisa durante las deliberaciones
mantenidas por un grupo de personas, cuyo tema de fondo sea
precisamente la mejor manera de conquistar el mundo.
Aunque no se cita a su autor en ningún momento, ni tampoco se describe
quién está deliberando, a lo largo de sus páginas se utilizan algunos
términos de origen judío, como la palabra goím para referirse a los
cristianos, y se nombra a los reunidos con el vago apelativo de los Sabios
de Sión. Por ello, desde un primer momento los analistas del texto llegaron
a la conclusión de que lo que tenían entre manos no era otra cosa que una
filtración, o la pérdida de las notas originales que habían servido para
elaborar las actas, de las reuniones secretas del Congreso Judío de Basilea
que se celebró en 1898. Durante este encuentro, el más conocido del
sionismo político, Theodoro Herzl, padre del sionismo político y fundador
de la Organización Sionista Mundial, profetizó la constitución «de aquí a
cincuenta años más» de un nuevo Estado de Israel «libre e independiente»
en la antigua Palestina, como así sucedió más tarde.
Sin embargo, la transcripción de las sesiones a puerta cerrada nunca se hizo
del dominio público, como por otra parte SLI cede en muchas reuniones
similares de organizaciones políticas, sindicales, religiosas o filatélicas.
Pero eso contribuyó a que se acusara al propio Herzl de ser el autor, aunque
también se barajó el nombre de Asher Ginzberg, uno de los asesores de
lord Balfour, al que en noviembre de 1917 el mismo Ginzberg consiguió
arrancar la promesa definitiva de «un hogar nacional» para el pueblo judío
en Oriente Medio.
Actualmente, está comúnmente aceptado que Los Protocolos no son otra
cosa que una hábil falsificación de la Okrana, la policía secreta del zar,
destinada a alimentar el tradicional odio del pueblo ruso hacia los judíos, e
incluso se señala a Piotr Ivanovitch Ratchkovscky, quien dirigió la policía
secreta, como el autor material del texto. Por otra parte, hasta el
advenimiento del nacionalsocialismo en Alemania, la inmensa mayoría de
los judíos no sólo estaban integrados en la sociedad alemana, igual que en
la francesa o en la inglesa, sino que además ocupaban un alto porcentaje de
puestos relevantes en ésta, lo que no ocurría en los países eslavos y
especialmente en Rusia y Polonia, donde los pogromos o persecuciones de
judíos siempre habían disfrutado de gran aceptación popular. Según la tesis
oficial, el texto serviría además para atacar a las sociedades de corte
masónico, en cuyos rituales y simbolismos existe una clara influencia de la
tradición cabalística judaica.
Pero, en aquellos tiempos, nadie dudó de su aparente significado. Como en
otros países europeos, Rusia era un hervidero de conspiraciones, y las
autoridades del país estaban dispuestas a movilizar todos sus recursos,
incluso los temores y odios tradicionales de la población, para refrenar
cualquier intentona revolucionaria, viniera de donde viniera.
La redacción del texto, alambicada y llena de sugerencias sobre «los únicos
que saben y pueden» porque poseen «una enseñanza acumulada durante
siglos», alimentaba todas las sospechas. El propio Nilus poseía el
manuscrito original, encuadernado «en unas hojas amarillentas con un
borrón de tinta en la cubierta», según el testimonio publicado por
Alexandre du Chayla, un oficial cosaco de origen francés que se entrevistó
con él cuando coincidió en 1909 en un retiro en el monasterio de Optina
Poustyne. Du Chayla, por su parte, llegó a formar parte del Estado Mayor
del Ejército de los Cosacos del Don hasta 1921.
El prior del monasterio, el archimandrita Xenophon, le había presentado
personalmente a Nilus, cuya familia era de origen escandinavo y se había
instalado en Rusia en tiempos de Pedro I. El erudito había estudiado la
carrera de leyes en Moscú y conocía a fondo la literatura y la filosofía
europeas porque hablaba correctamente varios idiomas, entre ellos el
francés, el inglés y el alemán. En 1900 había ingresado como monje para
entregarse a una vida de contemplación mística y, según sabemos, llegó a
ser confesor del zar. Tras la revolución, se sumó a los innumerables rusos
que huyeron de su país para escapar del yugo bolchevique y se instaló en
Polonia, donde murió en 1929. Du Chayla siempre consideró el original
como un documento real, no una falsificación.
En cualquier caso, el libro saltó a la fama en toda Europa a raíz de la
elogiosa crítica que le hizo el periodista británico Wicham Steed en el
periódico londinense The Times con motivo de su primera edición en
inglés, en mayo de 1920. En su artículo, Steed afirmaba la existencia
«desde hace muchos siglos de organizaciones secretas y políticas de los
judíos» encargadas de proyectar «un odio tradicional y eterno a la
Cristiandad», así como «una ambición tiránica de dominar el mundo». En
ese marco, Los Protocolos encajaban perfectamente, ya que en ellos se
detallaba cómo «inocular ideas disolventes de una potencia de destrucción
cuidadosamente dosificada y progresiva, que va desde el liberalismo al
radicalismo, del socialismo al comunismo, llegando hasta la anarquía» en
el tejido social y político a través de «la prensa, el teatro, la Bolsa, la
ciencia, las leyes mismas, [...] medios para producir una confusión, un caos
en la opinión pública, la desmoralización de las juventudes, el estímulo del
vicio en los adultos [...], la codicia del dinero, el escepticismo materialista y
el cínico apetito del placer».
Es fácil entender el pánico intelectual que semejante crítica causó no sólo
en el Reino Unido, sino en otros países occidentales, donde llegó primero
la referencia periodística y poco después la correspondiente traducción. El
mismo año de 1920 se publicó la primera edición en Estados Unidos, al año
siguiente en Francia y, a continuación, en Alemania. Más tarde llegó a
Italia y España. La lectura del libro multiplicó las alarmas en una Europa
donde todavía no habían cicatrizado las heridas de la sucesión de
conspiraciones y revoluciones que la habían azotado a lo largo del siglo
XIX y elevó a la enésima potencia la suspicacia hacia todo lo que estuviera
relacionado con el judaísmo. Además, contribuyó a enrarecer el ambiente
en el territorio alemán, facilitando la posterior distribución de los mensajes
de ideología nazi en los que se defendía la imperiosa necesidad de
«expulsar al judío» (como arquetipo tanto o más que como grupo de
personas de una extracción racial determinada) para permitir el «libre
desarrollo de Alemania y Europa».
Tras la segunda guerra mundial, Los Protocolos fueron acusados de
pertenecer a la nueva categoría de «literatura antisemita» y pasaron a un
segundo plano, arrinconados por la censura de los países vencedores en el
conflicto. Sin embargo, a raíz de las guerras entre israelíes y palestinos, el
texto empezó a circular otra vez con mucho éxito, en los países
musulmanes y especialmente en los árabes. Muchos jefes de gobierno e
incluso de Estado, como el saudí Faisal, el egipcio Nasser o el libio
Gadaffi, tenían la costumbre de ofrecer a sus visitantes ilustres un ejemplar
del libro como regalo personal.
Desde nuestra óptica, poco importa si el manuscrito fue redactado por un
grupo de judíos maliciosos, de pérfidos agentes de la Okrana, de
bolcheviques conspiradores, de cosacos resentidos o de críticos literarios.
Lo que parece bastante claro leyendo sus páginas es que, fueran quienes
fuesen sus autores y aunque se tratara de una falsificación, conocían los
planes de los Illuminati o pertenecían a su organización.
Entre otras cosas porque muchas de las circunstancias que se anuncian en
sus páginas, algunas de las cuales eran absolutamente impensables en su
época, se han ido cumpliendo paso a paso con sorprendente precisión
durante los últimos cien años. Una teoría en boga en los últimos tiempos
atribuye precisamente la redacción de Los Protocolos a la dirección de los
Illuminati, que se habrían limitado a hacer públicos sus planes con total
impunidad, garantizando así que éstos llegaran a todos sus agentes en el
mundo occidental gracias al escándalo generado por su difusión literaria y
camuflando su identidad al introducir referencias de carácter judaico. De
esta forma, además, harían recaer las sospechas sobre el sionismo político e
irían preparando el terreno para los próximos conflictos mundiales
pronosticados en las cartas intercambiadas por Pike y Mazzini.
Resumiendo mucho el texto, Los Protocolos describen, entre otras, las
siguientes tácticas para conseguir el éxito final de su estrategia:
Respecto a la religión se trataría de atacar sistemáticamente al cristianismo
en todas sus formas, alimentando de paso «todo tipo de cismas e iglesias
diferentes» y el desprecio popular hacia la doctrina y las jerarquías
eclesiásticas; infiltrarse en el Vaticano para «minar desde dentro» el poder
papal y, por extensión, el carácter cristiano de los estados occidentales;
parodiar y ridiculizar «los hábitos del clero», así como sus costumbres y
ceremonias, y apoyar y difundir masivamente cualquier idea que prime el
laicismo y el materialismo.
En el orden politicoeconómico, se tendría que utilizar el dinero para
«comprar y corromper a la clase política» y a la prensa para manejar y
«reorientar a la opinión pública»; establecer un sistema económico mundial
basado en el oro y controlado por la organización; distraer a las masas con
«una oratoria insensata de apariencia liberal»; traspasar gradualmente todo
el poder desde las monarquías a los gobiernos democráticos hasta que las
primeras se conviertan «en meros adornos» sociales; fundar e impulsar
instituciones políticas o sociales en apoyo del plan, y emplear la hipocresía
y la fuerza directamente «cuando sea necesario para vencer una resistencia
concreta».
En cuanto a la moral, habría que primar siempre las condiciones ventajosas
para la organización sobre «cualquier consideración de índole moral»;
argumentar con el engaño, la corrupción o la traición «siempre que se
muestren de utilidad» para apoyar la causa; usar el asesinato en caso
necesario, ya que, siendo la muerte en sí «un hecho natural», está
«justificada y es preferible anticipar» la de los que se puedan oponer a los
planes en curso y llevar a efecto la reflexión de Maquiavelo según la cual
«el fin justifica los medios», ya que los seres humanos son considerados en
general como «pequeñas bestias» cuya existencia está justificada para
servir a los Sabios de Sión.
A estas consideraciones hay que añadir una larga serie de profecías que
contienen Los Protocolos y que se han hecho realidad durante el último
siglo. Entre ellas: las guerras mundiales de 1914 1918 y 19391945, la
implantación del comunismo como experiencia política real, la creciente
tendencia hacia la constitución de un gobierno mundial, que debilita al
mismo tiempo a los estados tradicionales con la creación paralela de
regionalismos separatistas, la carrera de armamentos, el avasallador poder
de los medios de comunicación, la supresión progresiva de la pena de
muerte, el auge del deporte profesional o el establecimiento del terrorismo
en la vida diaria de los pueblos.
Así que la pregunta pertinente no es tanto quién redactó el libro o si se trata
de una falsificación o un libelo, sino ¿por qué se parece tanto a los planes
de los Illuminati? ;Y por qué los hechos previstos hace cien años se han ido
materializando en la vida real?
Catorce años después de la primera publicación de Los Protocolos en un
diario de San Petersburgo estalló la Revolución rusa en la misma ciudad.
La advertencia de Rasputín
Grigori Yefimovich, más conocido como Rasputín (Libertino), fue
asesinado en la noche del 29 al 30 de diciembre de 1916. La última mañana
de su vida la dedicó entre otros asuntos a escribir varias cartas, una de las
cuales iba dirigida al zar Nicolás II. En ella le advertía de que una de sus
visiones le había revelado que «dejaré esta vida antes del próximo uno de
enero», aunque ignoraba quién se encargaría de matarle. Y precisaba: «Si
soy asesinado por plebeyos y especialmente por mis hermanos los
campesinos, tú, zar de Rusia, nada tendrás que temer... Tu trono se asentará
por cientos de años. Tu hijo será zar. Pero si soy asesinado por nobles, mi
sangre permanecerá en sus manos. La nobleza tendrá que abandonar Rusia,
los hermanos se enfrentarán con los hermanos, el odio dividirá a las
familias, el país se quedará sin imperio... Tú, tu esposa y tus hijos moriréis
a manos del pueblo.»
Rasputín fue asesinado violentamente horas después a manos de un grupo
de nobles encabezado por el príncipe Yusupoff, quien paradójicamente
había sido el primer miembro de la nobleza en beneficiarse de sus poderes
magnéticos para curarse de una depresión y cuyo testimonio motivó el
interés del resto de la corte rusa por los extraños poderes del llamado
Monje Loco. Año y medio antes, Rasputín ya había sido víctima de un
extraño atentado cuando, durante una visita a su pueblo natal, una mujer le
asestó una cuchillada en los intestinos al grito de «¡He matado al
Anticristo!». A pesar de la gravedad de la herida y de la abundante pérdida
de sangre, Rasputín reaccionó dando un golpe a la mujer y, tras recibir una
primera cura de urgencia, terminó sus compromisos previstos para la
jornada. A los pocos días estaba completamente restablecido. Semejante
recuperación le valió cierta fama de «inmortal» entre el supersticioso
populacho.
Así pues, invitado al palacio de Yusupoff con la excusa de una fiesta para
celebrar que el año estaba a punto de terminar, Rasputín fue conducido a un
salón donde se le dijo que tuviera la amabilidad de aguardar un poco
porque había sido el primero en llegar. Para entretener la espera, le
ofrecieron un pastel de chocolate y una botella de vino de Madeira en la
que un médico amigo de los conjurados había inyectado cianuro de potasio
suficiente para matar a una docena de hombres. Sin embargo, el veneno no
sólo no hizo mella en su cuerpo, sino que, cansado de hacer tiempo, a la
media hora exigió más vino y pidió a Yusupoff que tocara la guitarra para
pasar mejor el rato.
El príncipe se hizo con un revólver y disparó a Rasputín tres veces por la
espalda y prácticamente a quemarropa. Los nobles creyeron que estaba
muerto y lo celebraron brindando alegremente, pero, ante el terror de los
presentes, el monje se incorporó y atacó, ensangrentado como estaba, a su
verdugo. Los otros cogieron unas barras de plomo y le golpearon con
fuerza para que soltara su presa. Como pudo, Rasputín salió de la
habitación, cruzó el patio y se lanzó hacia la puerta de la calle.
Recuperados de su asombro ante la increíble resistencia de su víctima, los
conjurados fueron tras él y le derribaron, según algunas versiones, con otra
andanada de balas; según otras, golpeándole otra vez con las barras.
Temiendo que pudiera levantarse de nuevo, envolvieron el cuerpo con una
sábana y, tras practicar un agujero en el hielo, lo lanzaron a las gélidas
aguas del río Neva. Dos días después, el cadáver apareció flotando, pero,
cuando se le practicó la autopsia, el forense dictaminó que la causa
definitiva de su muerte no había sido el veneno, ni las balas, ni la paliza.
Rasputín había fallecido... ahogado.
Enterrado en secreto en el parque del palacio Imperial, su tumba fue
profanada al año siguiente por un grupo de revolucionarios, que
desenterraron sus restos y los quemaron. El 16 de julio de 1918, el zar
Nicolás II y su familia fueron brutalmente asesinados en Yekaterimburgo.
La extraordinaria personalidad de Rasputín, sus raros poderes y su
intervención en la política durante la etapa previa a la Revolución rusa han
llevado a plantear la posibilidad de que estuviera implicado de alguna
forma en el proceso impulsado por los Illuminati para hacerse con el poder
en Rusia. No parece haber pruebas de ello, aunque estudiando sus escritos
crece la sospecha de que él sabía o intuía lo que se estaba preparando. Se
puede citar un par de sus profecías en este sentido. La primera de ellas nos
recuerda al plan diseñado para provocar una serie de tres guerras
mundiales, ya que, según sus palabras, «cuando los dos fuegos sean
apagados, un tercer fuego quemará las cenizas. Pocos hombres y pocas
cosas quedarán, pero lo que quede deberá ser sometido a una nueva
purificación antes de entrar en el nuevo paraíso terrestre». En cuanto a la
segunda, parece sugerir también el enfrentamiento provocado entre el
sionismo político y el Islam, puesto que «Mahoma dejará su casa y
recorrerá el camino de los padres. Las guerras estallarán como temporales
de verano, abatiendo plantas y devastando campos, hasta el día en el que se
descubrirá que la palabra de Dios es una, aunque sea pronunciada en
lenguas distintas. Entonces, la mesa será única, como único será el pan».
De origen mujik o campesino, Rasputín había nacido en una aldea siberiana
en la segunda mitad del siglo XIX y nunca llegó a recibir una mínima
formación intelectual. A pesar de que su imagen ha sido caricaturizada y
ensuciada hasta la saciedad (hasta el punto de convertirle en un auténtico
satanista que pacta con el diablo para provocar la Revolución rusa en una
reciente y absurda película de dibujos animados), lo cierto es que fue uno
de los hombres más populares de su época. Desde pequeño dio muestras de
poseer un acusado misticismo, así como extrañas dotes que pronto le
hicieron famoso: presagiaba hechos que se materializaban poco después,
curaba enfermedades y hacía milagros de todo tipo como si fuera un
moderno Jesucristo, hipnotizaba sin esfuerzo a todo aquel que se atrevía a
mirar fijamente sus profundos ojos y repartía entre los pobres el dinero y
los regalos que le hacían sus agradecidos pacientes. Pero, al mismo tiempo,
su personalidad poseía un lado salvaje que le permitía entregarse con
regularidad a auténticas orgías de sexo, alcohol y violencia, en ocasiones
durante días enteros, de ahí que lo calificaran de libertino.
Pese a estar casado y con cuatro hijos, no había mujer que deseara que no
cayese rendida a sus pies. Y eso que su aspecto físico no era especialmente
atractivo y además desprendía un fuerte olor corporal producido por la
suciedad, ya que se jactaba de no bañarse nunca. Como los antiguos santos
medievales, pensaba que el cuerpo debía mantener el «olor de santidad» si
quería permanecer en «estado de gracia». Él mismo explicaba su
extravagante comportamiento, a medio camino entre el chamanismo, el
magnetismo animal y el sexo tántrico, afirmando que «el ser humano está
obligado a descender hasta los más abyectos extremos de la bajeza y del
pecado para purificarse nuevamente mediante la oración y llegar así a
Dios». En efecto, culminado cualquier episodio licencioso, solía caer de
rodillas para orar y podía permanecer así durante mucho tiempo.
Cuando llegó a San Petersburgo a finales de 1907, el palacio imperial de
Tsarkoie Selo le esperaba con los brazos abiertos. La fama de Rasputín
había llegado a oídos de la familia imperial, que había decidido llamarle
como última solución a un problema dramático: su único hijo, el zarévich
heredero Alexis, estaba a punto de morir. Como tantos nobles de la época,
procedentes todos del mismo puñado de familias europeas que se habían
casado entre sí durante generaciones, Alexis padecía hemofilia, la
enfermedad de la sangre que impide su coagulación normal y que, en
aquella época, solía implicar la muerte del afectado con la más mínima
herida. El pequeño la había heredado de su madre, la zarina Alejandra, y en
ese momento sufría una hemorragia que ningún médico había logrado
detener. Algún especialista pronosticaba incluso el inminente fallecimiento.
Entonces llegó Rasputín, se sentó al lado de Alexis y empezó a rezar. Cayó
en uno de sus trances místicos y al poco tiempo la hemorragia se detuvo
ante el asombro de todos los presentes. El zarévich estaba a salvo.
A partir de ese momento, la zarina Alejandra le tomó como asesor personal
y espiritual, y su endeble y dubitativo marido, Nicolás II, no hizo nada para
oponerse, pues también había quedado impresionado ante semejante
demostración de poder.
Durante muchos años, la crédula emperatriz, natural de Hesse, había
admitido en palacio a todo tipo de hipnotizadores y charlatanes, y también
a algunos octiltistas notables, como el médico hispano francés Papus, que
llegó a organizar para la familia imperial una pequeña sesión de espiritismo
en la que se había invocado a Alejandro III, padre del zar. Según las
crónicas, el fantasma apareció realmente y lo hizo para advertir a su hijo de
que no debía oponerse a «las corrientes liberales que afluyen a la nación»
porque «cuanto más dura sea la represión, más violenta será la respuesta
del pueblo». Curioso mensaje para un desencarnado, aunque cobra mucho
sentido si recordamos que Paptis era en aquel momento gran maestre de la
orden martinista, vieja enemiga de los Illuminati en sus orígenes, y que, no
bien finalizó la sesión, el propio Papus se encargó de tranquilizar a la
familia imperial ase guiando que nada grave sucedería mientras él estuviera
vivo y pudiera brindarles su protección personal. El problema es que Papus
falleció poco después.
Ansiosos de un guía místico que les señalara el camino a seguir, el zar y su
esposa se arrojaron en brazos de Rasputín, que a partir de entonces empezó
a intervenir directamente en la administración del Estado, lo que despertó
numerosas envidias y un profundo malestar entre la nobleza y los popes o
sacerdotes ortodoxos, que empezaron a intrigar contra él hasta que se puso
en marcha la conspiración que terminó con su vida.
Años más tarde, María (una de las hijas de Rasputín, a la que había
bautizado así en recuerdo de una visión en la que se le había aparecido la
Virgen) publicó un opúsculo defendiendo a su padre, en el que insistía en
que la imagen pública de su persona era «irreal» y había sido
«deliberadamente falseada». En estas memorias, María confirmó que el
Monje Loco solía dictar sus profecías después de permanecer durante
mucho tiempo sin comer ni dormir, rezando enfebrecidamente delante de
sus iconos hasta que entraba en trance. En una de estas ocasiones reveló a
su hija una «visión atroz» en la que se veía a sí mismo «transformado en un
espíritu que contemplaba desde lejos a los zares colocados frente a un
pelotón de ejecución», y no podía hacer nada para salvarles.
La guerra «que acabará con todas las guerra»
El asesinato del archiduque de Austria-Hungría Francisco Fernando y su
esposa en Sarajevo, a manos de un serbio llamado Gavrilo Princip que
pertenecía a una sociedad secreta conocida como La Mano Negra, desató la
cadena de acontecimientos que condujo a la primera guerra mundial. En la
correspondencia Illuminati se pronosticaba que ese conflicto sería atizado
lanzando los intereses alemanes contra los británicos, por un lado, y contra
los eslavos, por otro. Poco importaba dónde cayera el triunfo final, siempre
y cuando se alcanzaran los dos propósitos más importantes: el agotamiento
de Europa y el derrocamiento del régimen zarista, para construir en su lugar
la nueva Rusia regida por el comunismo. Eso fue lo que sucedió.
Después de tres años de guerra total como nunca antes habían padecido los
europeos, pese a su larga experiencia previa en todo tipo de conflictos
armados, la Revolución rusa estalló en octubre de 1917. Una vez tomado el
control, las autoridades bolcheviques solicitaron y obtuvieron de Alemania
una negociación para poner fin a las hostilidades y, el 3 de marzo de 1918,
Moscú firmaba el documento en el que reconocía su derrota ante Alemania
y le cedía el control sobre Ucrania, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, el
Cáucaso, Polonia y las áreas rusas controladas por rusos «blancos» o anti
bolcheviques.
Pocos meses después, el 11 de noviembre del mismo año, los aliados
occidentales también firmaron un armisticio con las potencias centrales.
Técnicamente hablando y sin contar ya con el destino de Rusia, la guerra
terminaba así con una especie de empate, un pulso nulo entre ambos
bandos. No podemos olvidar que si bien es cierto que en el momento de la
firma de la paz las tropas germanas habían perdido la iniciativa, siempre
combatieron fuera de Alemania (lo que no ocurrió durante la segunda
guerra mundial, cuando en la última fase de la guerra el territorio alemán
fue invadido, ocupado y arrasado, tanto por el este como por el oeste). El
mismo día del armisticio, las tropas alemanas se hallaban fuertemente
atrincheradas en suelo francés y belga.
Sin embargo, los delegados de Berlín que firmaron el Tratado de Versalles,
entre los que figuraban algunos de los que habían colaborado en el
complejo plan que condujo a la previa abdicación del káiser Wilhelm y su
marcha al exilio holandés, asumieron unas condiciones humillantes,
propias de un Estado derrotado y, según reconocen hoy todos los
historiadores, absolutamente imposibles de cumplir en lo económico. Lord
Curzon llegó a decir que «esto no es un tratado de paz, sino una simple
ruptura de hostilidades».
Tal vez podríamos empezar a sospechar por qué se firmó semejante
documento si nos fijamos en quiénes lo rubricaron. Allí nos encontramos
entre otros nombres con el del masón y representante directo de la casa
Rothschild, lord Alfred Milner, y con dos hermanos de la familia Warburg,
representantes indirectos de la misma banca. De origen alemán, los
Warburg habían sido tempranos colaboradores de los Rothschild. Los
hermanos Paul y Félix habían emigrado a América mientras Max se
quedaba al frente del negocio en Frankfurt. Ya en Estados Unidos, Paul se
casó con Nina Loeb (hija de Salomón Loeb, uno de los directores de la
poderosa firma Kuhn, Loeb & Company) mientras Félix lo hacía con
Frieda Schiff (hija de Jacob Schiff, el verdadero «cerebro gris» detrás de la
misma firma). En Versalles y, con el mayor de los descaros, Paul firmó
como representante de Francia mientras que Max lo hacía en el nombre de
Alemania. Los Iluminan ya tenían lo que deseaban y, en consecuencia,
habían movido sus piezas para tranquilizar las cosas.
Si leemos los testimonios de los propios alemanes al final de la Gran
Guerra (como se la conoció en un principio por ser la única que había
alcanzado cifras tan devastadoras de víctimas) nos daremos cuenta de que
en su país todo el mundo aplaudía el final de la carnicería, pero no existía
conciencia de ser los perdedores. Es más, a medida que fueron
transcurriendo los años y la penuria económica y social general causada por
las imposiciones del Tratado de Versalles repercutía en el país, comenzó a
extenderse con cierto éxito la teoría de la puñalada por la espalda, que
posteriormente utilizó Adolf Hitler para enardecer a las masas mientras
recuperaba el control de antiguos territorios alemanes que habían sido
arrebatados a Berlín, como la cuenca del Ruhr o los Sudetes, en una
reconstrucción del país que finalizó como tal con el famoso Anschluss o
unión con Austria.
Según esta teoría, si la guerra hubiera durado un tiempo más, Alemania
habría acabado ganando a los aliados igual que a Rusia, como demostraría
el hecho de que el frente del oeste sólo pudiera mantenerse tras la entrada
en el conflicto de Estados Unidos. La puñalada la habrían propinado un
grupo de conjurados que se infiltró en el gobierno del káiser para minarlo
por dentro, al mismo tiempo que impulsaba bajo cuerda todo tipo de
revueltas sociales internas apoyándose en dirigentes revolucionarios como
Karl Liebknecht, Clara Zetkin o Rosa Luxemburgo, todos ellos
simpatizantes de la república, el socialismo y, en general, las teorías de
Carlos Marx, así como impulsores de lo que sería la Segunda Internacional.
Todos ellos, además, militaban en un grupo revolucionario conocido como
Spartakus o Espartaco. Exactamente el mismo sobrenombre simbólico
asumido por Adam Weishaupt, el fundador de los Iluminados de Baviera.
La teoría de la puñalada por la espalda implicaba en esos oscuros manejos a
la oligarquía politicobancaria norteamericana. Hasta la primera guerra
mundial, los ciudadanos de Estados Unidos habían vivido en un relativo
«espléndido aislamiento» respecto a los acontecimientos europeos.
Descendientes de ingleses, franceses, alemanes, holandeses, españoles,
etcétera, la inmensa mayoría de los norteamericanos habían encontrado al
otro lado del Atlántico una nueva patria común en apariencia más pacífica
que las de sus países de origen y no sentían el más mínimo deseo de
involucrarse en ninguna guerra por un pedazo de tierra en el viejo
continente, cuando en el nuevo había toda la que un hombre podía desear y
más.
Tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, se activaron las
complejas alianzas europeas y casi todos los países se vieron implicados de
inmediato en el enfrentamiento armado, pero Estados Unidos no podía
invocar ningún tratado de ayuda mutua que le permitiera intervenir. ¿Cómo
sumarse, entonces, a la matanza bélica?
Cuando Woodrow Wilson fue reelegido presidente de Estados Unidos en
las elecciones de 1916, su campaña se basó entre otras cosas en la promesa
de no enviar soldados norteamericanos a luchar en la Gran Guerra, lo que
subrayaba su eslogan: « ¡Él nos mantuvo fuera de la guerra!» Pero diversos
textos de la época sugieren que su intención real desde el primer momento
fue apoyar a los aliados con tropas y material, y no sólo con dinero. Los
Illuminati temían que, si las potencias centrales ganaban el conflicto bélico
demasiado pronto, no sólo no se conseguiría el ansiado efecto de
agotamiento general, sino que el káiser podría apoyar a la familia imperial
rusa cuando se desatara la revolución, pues no en vano la zarina Alejandra
era de origen alemán. Además, los banqueros recordaron una de las viejas
reglas de su negocio: cuanta más guerra, más beneficios.
Así que, seis meses después, en abril de 1917, Estados Unidos se sumaba al
conflicto con la ayuda de otro afortunado eslogan, «Ésta será la guerra que
acabe con todas las guerras», y una propaganda masiva que retrataba a las
potencias centrales y especialmente a la Alemania del káiser como una
especie de monstruo infernal, cuyo único propósito era dominar el mundo.
La misma publicidad olvidaba mencionar que Inglaterra tenía más soldados
repartidos por ese mundo, en su todavía vigente Imperio británico, que el
resto de las naciones implicadas juntas. Y, por supuesto, no decía nada
acerca de que los alemanes habían demostrado ser serios competidores en
los mercados internacionales hasta el punto de que uno de los planes
estrella del vanidoso y ambicioso káiser Wilhelm era la construcción de un
ferrocarril Berlín-Bagdad. A través de esta vía se impulsaría la importación
y exportación de Europa a Oriente de muchos productos, entre ellos, los
que los británicos monopolizaban hasta entonces gracias a su poderosa
flota.
Uno de los puntos más trabajados de la propaganda fue el hundimiento del
Lusitania, que la indignada prensa norteamericana describía como «un
inocente barco de pasajeros y mercancías hundido vilmente en el Atlántico
por los traicioneros submarinos del káiser cuando viajaba hacia Inglaterra».
La realidad es que este buque estaba registrado como crucero auxiliar de la
Marina británica y el diario New York Tribune ya había publicado en 1913
que acababa de ser equipado con «armamento de alto poder». Cuando
partió de Nueva York rumbo a su último viaje llevaba a bordo, además de a
«los inocentes pasajeros», una carga registrada de «seis millones de libras
de municiones», lo cual era ilegal, ya que existía un acuerdo internacional
para no transportar al mismo tiempo material civil y militar, precisamente
para evitar un incidente de este tipo. Aún más, días antes de zarpar, el
gobierno alemán había publicado varios avisos en todos los diarios
neoyorquinos recordando que Berlín y Londres estaban en guerra y eso
incluía la guerra en el mar. Por eso advertía «muy seriamente» a los
ciudadanos de otras nacionalidades que evitaran viajar en barcos como el
Lusitania, al que citaba específicamente, so pena de convertirse en objetivo
de los torpedos de sus submarinos.
Lo cierto es que la propaganda se impuso a la realidad y el «crimen de
guerra» alemán acabó justificando las intenciones bélicas de Wilson e
iniciando una nueva era de intervencionismo de Estados Unidos, que a
partir de entonces no han cesado.
Al finalizar la primera guerra mundial, lord Ponsomby, uno de los
miembros de la Cámara de los Lores, se dirigió al pueblo alemán durante
una de las sesiones para presentarle oficialmente excusas por el hecho de
que su gobierno hubiera «faltado repetidamente a la verdad» con sucesivas
campañas de propaganda en las que se dijeron auténticas barbaridades
sobre presuntos crímenes y atrocidades que jamás cometió el ejército
alemán, pero que «fueron necesarias en aras del interés nacional». Lo
mismo hizo, poco después, el secretario de Estado norteamericano, Robert
Lansing.
En julio de 1939, semanas antes de comenzar la segunda guerra mundial, el
propio Winston Churchill confirmó que si el gobierno estadounidense no
hubiera llevado a su país a la guerra «habríamos logrado una paz rápida que
además hubiera evitado el colapso que condujo a Rusia hacia el
comunismo; tampoco se habría producido la caída del gobierno en Italia
seguida del fascismo y el nazismo no habría ganado ascendencia en
Alemania».
El sueño hecho realidad
La Revolución rusa no derribó al zarismo. Nicolás II había caído tiempo
atrás, víctima de su propia debilidad e incompetencia. Los desastres
militares rusos frente a las tropas alemanas, los graves desórdenes en San
Petersburgo y la creciente sensación general de inseguridad política y
social se sumaron a las presiones de Londres y París, que acabaron por
hacer que el negligente y desorientado zar abdicarse en la primavera de
1917. El príncipe Lvov fue designado para instaurar un gobierno
provisional que evitara el caos total. Lvov temía nuevas intentonas
desestabilizadoras, como la fracasada Revolución roja de 1905, y además
miraba con admiración el afianzamiento político, económico y social de
Estados Unidos, por lo que se planteó transformar el imperio ruso en una
república moderna como la norteamericana.
Careció del tiempo y los apoyos necesarios y, además, cometió el grave
error de incluir en su gobierno a personajes intrigantes como Alexander
Kerensky, una de cuyas medidas más significadas fue dictar una amplia
amnistía general para los comunistas y revolucionarios encarcelados o
exiliados. Se calcula que durante las siguientes semanas regresaron a Rusia
en torno a doscientos cincuenta mil, entre ellos Vladimir Ilich Ulianov,
Lenin, y su compañero de andanzas León Trotski, dos de los principales
líderes intelectuales de la Revolución roja.
Lenin fue enviado a través de la Europa en guerra en un tren sellado y
blindado, que llevaba entre cinco y seis millones de dólares en oro,
necesarios para pagar una nueva intentona revolucionaria. Ese viaje había
sido planeado y organizado por el alto mando alemán en connivencia con
los Warburg. Según el proyecto de Max Warburg, si Lenin conseguía
volver a entrar en su país y movilizar a sus partidarios, el éxito de su
movimiento aceleraría la cada vez más cercana derrota de Rusia y su
retirada definitiva del conflicto internacional. Los generales alemanes se
mostraron de acuerdo, pues de este modo podrían desmovilizar el ejército
que mantenían en el frente del este y trasladarlo al oeste, donde la reciente
incorporación de Estados Unidos a las hostilidades había incrementado la
presión por pura superioridad numérica. A sugerencia de los Warburg, el
káiser no fue informado del plan, pese a ser el general en jefe de los
ejércitos germanos. Se creía que nunca daría su visto bueno porque hubiera
temido, con razón como luego se demostró, que el éxito de la revolución en
el país vecino se extendiera hasta Alemania.
Juntos de nuevo en San Petersburgo, Lenin y Trotski aplicaron toda su
inteligencia, su astucia y el dinero del tren a maquinar los planes que
permitieran hacer realidad cuanto antes y de una vez por todas, su sueño de
«traspasar todo el poder a las masas proletarias». Aunque la verdad es que
éstas nunca llegaron a disfrutar de él. La revolución de octubre de 1917 que
permitió a los bolcheviques adueñarse de Rusia se gestó y desarrolló en su
mayor parte en la ciudad de San Petersburgo, luego Petrogrado, con un
puñado de hombres bien preparados y colocados en puestos clave. Firmada
la paz con Alemania, los bolcheviques pasaron los años siguientes
entregados a dos batallas: la primera, física: una guerra civil con los rusos
blancos o partidarios del régimen anterior, a los que terminaron aniquilando
o exiliando tras un encarnizado combate. Y la segunda, política, para que la
nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas resultante de su golpe de
Estado fuera reconocida internacionalmente.
Tendremos un gobierno mundial, guste o no
guste. La única duda es saber si lo
crearemos por la fuerza o con
consentimiento.
PAUL WARBÜRG,
banquero norteamericano
Inversiones exóticas
Entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, tres hombres se repartieron el mundo
en sendas zonas de influencia, aunque prometiéndose apoyo mutuo para el
control y equilibrio de cada uno de los espacios.
El presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, el primer ministro
británico Winston Churchill y el dictador soviético Josef Stalin se sentaron
juntos en el balneario de Yalta y, además de hacerse una fotografía
histórica, decidieron qué países tendrían derecho a qué compensaciones y
cuáles a qué castigos ante el ya próximo final de la segunda guerra
mundial. Las decisiones que se tomaron allí afectaron al porvenir del
mundo entero durante decenios y, en muchos aspectos, aún siguen
influyéndolo.
En el plano puramente político, había que resolver la cuestión de la realeza
en Bélgica, el gobierno provisional de la República francesa, el futuro de
Polonia, la guerra con Japón, la futura ocupación y partición de Alemania o
la expansión de la democracia en general en «los pueblos libres» en
sustitución de los regímenes hasta entonces más o menos autoritarios.
También se habló de dinero.
Se busca socio capitalista
Durante el tiempo en el que se gestó la Revolución rusa, en el mismo
momento de su estallido y en el posterior desarrollo de los acontecimientos,
los «banqueros internacionales» infiltrados por los Illuminati apoyaron con
entusiasmo el proyecto de consolidación de la URSS. No fue sencillo ni
barato, pero, con lo que había costado hacerse con un país de tan colosales
dimensiones para experimentar en él la creación de la deseada antítesis, no
era cuestión de escatimar recursos. Sobre todo porque, igual que sucedió
durante la Revolución francesa con los campesinos de La Vendée, muchos
rusos que en principio apoyaron la caída del 'zarismo se lo pensaron dos
veces cuando comprobaron la arbitrariedad, el fanatismo e incluso el
salvajismo con el que llegaron a comportarse los bolcheviques una vez
instalados en el poder.
A finales de febrero de 1921, la tripulación del acorazado Petropavlosk
emitió una resolución en la que incluía las reivindicaciones de los
marineros, que se hacían extensivas a otros colectivos. Los principales
puntos del programa eran: reelección de los soviets, libertad de palabra y de
prensa para los obreros, libertad de reunión, derecho a fundar sindicatos y
derecho de los campesinos a trabajar la tierra como lo deseasen. Las
peticiones no se podían considerar más de acuerdo con el programa teórico
en nombre del cual se había hecho la revolución. Por eso a nadie le extrañó
la unanimidad de la guarnición de Cronstadt para aprobar la propuesta,
junto con la siguiente queja: «La clase obrera esperaba obtener su libertad
[durante la revolución bolchevique de octubre de 1917, hacía ya casi tres
años y medio] pero el resultado ha sido un mayor avasallamiento de la
persona» por lo que «hoy es una evidencia que el Partido Comunista ruso
no es el defensor de los trabajadores que dice ser, que los intereses de éstos
le son ajenos y que una vez llegados al poder no piensan más que en
conservarlo».
La reacción de los dirigentes encabezados por Lenin fue fulminante. Tras
acusar a la guarnición de participar en una «conspiración de rusos blancos»
enviaron a 50 000 soldados del nuevo Ejército Rojo creado por Trotski para
aplastar la revuelta. Los escasos supervivientes de Cronstadt fueron
fusilados o trasladados a los campos de concentración de Arkangelsk y
Kholmogory. A partir de entonces, la palabra gulag o campo de
concentración soviético se convirtió en una de las más temidas de Rusia.
Periódicamente se aportan nuevos datos sobre las víctimas causadas por el
nazismo, pero, como denuncia la obra de Martin Amis Koba el Terrible
(Koba era uno de los alias de Josef Stalin), la complicidad intelectual de los
partidos políticos occidentales próximos a las ideas marxistas ha ocultado
durante muchos años las cifras de víctimas causadas por el comunismo,
bastante más elevadas, especialmente durante la época estalinista. Ya en
1925, el dato oficial de fusilados en la URSS se aproximaba a los dos
millones de personas, de las cuales el 75 % eran campesinos, obreros y
soldados. Cuando Stalin falleció, el balance total de víctimas, incluidas las
ocasionadas por las hambrunas deliberada y artificialmente planeadas por
el gobierno de Moscú, superaba los 35 millones de muertos y, según
algunas fuentes, llegaba incluso a los 55 millones: un verdadero genocidio
del pueblo ruso.
Con semejante política, cuyas noticias de todas formas llegaban sólo de
manera parcial hasta las sociedades occidentales, no es de extrañar que los
escandalizados ciudadanos de éstas se negaran a apoyar al nuevo Estado
surgido de la revolución e incluso presionaran para que sus gobiernos no lo
reconocieran diplomáticamente. Este ambiente ayudó a impulsar la fuerte
corriente conservadora que empezó a recorrer toda Europa y que
contribuyó al ascenso del fascismo y el nazismo a principios de los años
treinta. Un ambiente que justificaba plenamente obras como el primer
cómic de un personaje que hizo famoso a su dibujante, el belga Georges
Remi, más conocido como Hergé. En Tintín en la URSS describía parte de
las atrocidades cometidas por los bolcheviques en un lenguaje tan asequible
como el tebeo, el denominado «cine de los pobres».
En cualquier caso, la nueva Unión Soviética necesitaba de todo, y para
comprar de todo es menester el dinero, que, en efecto, empezó a fluir de las
manos del nuevo gobierno. Primero, para financiar un ejército potente con
el que asegurar el control de la situación y, después, para todo lo demás.
Pero ;de dónde salía ese dinero? A pesar de las inmensas riquezas naturales
de un país tan grande, el caos social y económico creado en Rusia tras el
esfuerzo de la primera guerra mundial y el desmoronamiento del régimen
zarista era de tal calibre que nada presagiaba que el nuevo gobierno pudiera
consolidarse y prosperar.
Viejos conocidos
No obstante, prosperó y general ruso blanco y general Arséne de
Goulevitch describió en El Zarismo y la revolución el origen del dinero que
sirvió para ello: «Los principales proveedores de fondos de la revolución
[...] eran ciertos círculos británicos y americanos que durante mucho
tiempo prestaron su apoyo a la causa revolucionaria rusa.» Entre otros
nombres, señalaba de manera específica el papel del banquero Jacob Schiíf
que «aunque sólo ha sido parcialmente revelado, ya no se puede considerar
un secreto». En febrero de 1949, el diario New York Journal American
recogía las impresiones de John Schiff, el nieto de Jacob, que afirmaba que
su abuelo había invertido un total de veinte millones de dólares para que
triunfara el bolchevismo en Rusia. El propio Jacob reconoció su «aporte
financiero personal», cuya cuantía no reveló pero sí cuándo se produjo, en
abril de 1917. Después, las entidades bancarias controladas por el mismo
John Schiff financiarían el primer plan quinquenal de Stalin.
Con el tiempo se descubrió que J. P. Morgan y el clan Rockefeller habían
invertido también en aquel insólito negocio, que, ideológicamente, no
podía estar más en las antípodas de sus propias actividades. De Goulevitch
también apuntaba a los británicos sir George Buchanan y lord Alfred
Milner como inspiradores, en parte financieros, en parte teóricos, de la
Revolución Soviética. Milner, el mismo que conocimos en la firma del
Tratado de Versalles y al que se le atribuye un gasto de más de 21 millones
de rublos en la causa revolucionaria, fue el fundador de otra sociedad
secreta que examinaremos más adelante y que bautizó como La Mesa
Redonda. Según el general ruso, en 1917 San Petersburgo «estaba lleno de
ingleses», y no eran precisamente turistas.
En 1920, Lenin había fijado su Nueva Política Económica (curiosamente,
el mismo nombre con el que el presidente norteamericano Richard Nixon
definió la suya, basada en un mayor control de los precios y los salarios), y
la Reserva Federal de Estados Unidos empezó a presionar al gobierno para
que reconociera internacionalmente a la nueva URSS y se abriera al
comercio con ella. Pero la sociedad norteamericana estaba igual de
aterrorizada que la europea ante las noticias de la brutalidad con que
actuaban los bolcheviques con su propia población y por tanto se mostró en
contra de ese reconocimiento. En consecuencia, Washington se abstuvo de
ayudar... oficialmente.
Las ayudas llegarían gracias a los esfuerzos de personas como Herbert
Hoover, miembro del recientemente creado Council of Foreign Relations o
CFR, que en un primer momento organizó la recolecta de fondos para
comprar alimentos, que fueron enviados a Rusia en concepto de
donaciones. En cuanto a la financiación monetaria pura y dura, ésta no
tardó en realizarse a través de importantes banqueros como Frank
Vanderlip, agente de Rockefeller y presidente del First National City Bank,
que solía comparar a Lenin con George Washington. Otro de los agentes de
Rockefeller, el publicista Ivy Lee, fue encargado de desarrollar una
campaña publicitaria, explicando que los bolcheviques en realidad no eran
más que «un puñado de incomprendidos idealistas», que debían ser
ayudados «por el bien de toda la humanidad».
La «humanitaria» ayuda del clan Rockefeller le fue compensada con
contratos como los que le permitieron adquirir para la Standard Oil de
Nueva Jersey el 50 de los campos petrolíferos rusos en el Cáucaso, que
habían sido teóricamente nacionalizados. O ayudar a construir una refinería
en 1927, que fue publicitada como «la primera inversión de Estados Unidos
desde la revolución», para a continuación llegar a un acuerdo de
distribución de petróleo soviético en los mercados europeos con un
préstamo de 75 millones de dólares por medio. Éste lo concedió el Chase
National Bank de los Rockefeller, que más tarde se fusionaría con el
Manhattan Bank de los Warburg. Fue la misma entidad que promovería el
establecimiento de la Cámara Rusoamericana, cuyo presidente fue Reeve
Schley, también vicepresidente del Chase.
Detrás fueron muchas otras empresas: la General Electric, la Sinclair Gulf,
la Guggenheim Exploradon... Un informe del Departamento de Estado
estadounidense indicaba que la banca Kuhn, Loeb & Company también
actuó como financiero del primer plan quinquenal y, de hecho, según un
informe firmado por el banquero y embajador estadounidense en Rusia,
Averell Harriman, en junio de 1944, el mismo Stalin había reconocido que
«cerca de dos tercios de la gran organización industrial de la URSS habían
sido construidos con la ayuda o asistencia técnica de Estados Unidos».
La ayuda fue también bélica. El New York Times del 15 de febrero de
1920 reseña «la espectacular despedida» que la ciudad soviética de
Vladivostok rindió a un contingente norteamericano que, entre 1917 y
1921, proporcionó la ayuda militar necesaria para que el régimen soviético
pudiera «expandirse por Siberia». Los magnates del petróleo
estadounidense estaban especialmente interesados por esa enorme y en
general inhóspita extensión de terreno, debido a las grandes cantidades de
crudo detectadas en las prospecciones. Más tarde, durante la segunda
guerra mundial, la propaganda de Moscú glosó la «heroica producción de
los trabajadores de sus fábricas» para construir sin descanso las armas que
derrotarían al ejército alemán en el frente del este. Sin embargo, todos los
informes facilitados por las distintas unidades militares alemanas, y en
especial los de los observadores de la Luftwaffe o fuerzas aéreas, señalaban
la «avasalladora presencia» de modelos norteamericanos con insignias
soviéticas en la mayor parte del equipamiento de la URSS: bombarderos,
cazas, camiones de transporte...
El flujo de ayudas impulsadas por la oligarquía estadounidense infiltrada
por los Illuminati nunca se detuvo. Para evitar los problemas generados por
la inexistencia de relaciones diplomáticas, éstas recorrían un circuito bien
tortuoso, a través de las empresas controladas por Schiff y Warburg y con
cuentas abiertas por intermediarios en distintas capitales europeas, como
Copenhague o Estocolmo. En 1933, Washington reconoció por fin a la
URSS como un Estado más.
Pese a los miedos generalizados al enfrentamiento nuclear o simplemente
convencional, que fueron atizados sin descanso por los medios de
comunicación occidentales en la segunda mitad del siglo XX y que
alimentaron la leyenda de la guerra fría, lo cierto es que las señales de
entendimiento entre Washington y Moscú fueron in crescendo tras la
segunda guerra mundial. ¿ llene sentido que si Estados Unidos aspiraban a
derribar realmente el régimen comunista, se dedicaran a vender al gobierno
soviético a un precio excepcionalmente bajo el grano que necesitaba para
alimentar a su hambrienta población en los años en los que las cosechas de
cereales fueron muy malas? ¿O que la publicitada «carrera espacial» fuera
en realidad, y durante muchos decenios, una estrecha colaboración entre la
astronáutica norteamericana y la rusa, con multitud de misiones conjuntas
incluso a bordo de la MIR, y ello teniendo en cuenta que los astronautas de
ambos países, hasta muy recientemente, eran todos militares?
Recurrimos de nuevo al New York Times para ilustrar un ejemplo del
constante apoyo de la industria y la economía de las grandes empresas
estadounidenses. En 1967, el diario publicó Lina noticia en la que se
confirmaban las intenciones de la International Basic Economy
Corporation (IBEC) y la Tower International Inc. de impulsar diversos
planes para promover el comercio entre Estados Unidos y «los países del
otro lado del llamado Telón de Acero, incluyendo a la URSS». Richard
Aldrich, uno de los miembros del clan Rockefeller, era el hombre fuerte de
la IBEC, mientras que la Tower estaba controlada por Cyrus Eaton júnior,
hijo del banquero del mismo nombre, que inició su carrera precisamente
como secretario de John D. Rockefeller. En 1969, los londinenses N. M.
Rothschild e Hijos entraron en la misma sociedad. El mismo diario
neoyorquino publicó después que una de las consecuencias de esas
gestiones fue la firma de un acuerdo para suministrar todo tipo de patentes
norteamericanas a la industria soviética. No es de extrañar que el abogado
Anthony Sutton, ce la Universidad de Stanford, pudiera elaborar una obra
de tres tomos, sólo con los documentos facilitados por el Departamento de
Estado, en la que demostraba «la falsedad de la leyenda de los ingeniosos
inventores soviéticos», ya que la casi totalidad de sus adelantos
tecnológicos habían sido adquiridos por directa concesión occidental y
posteriormente rebautizados como originales en la URSS.
Detalles como éstos explican cómo y por qué un magnate como David
Rockefeller pudo irse pública y oficialmente «de vacaciones» a la Unión
Soviética en octubre de 1964, habiendo en el mundo tantos otros paraísos
realmente atractivos para un millonario capitalista.
Finalmente, una serie de informes desclasificados por el FBI y el
Departamento de Estado estadounidense, apoyados por un documento del
Kremlin filtrado tras la caída de la URSS confirman que uno de los
magnates que financió desde el primer momento la revolución soviética fue
Armand Hammer. No deja de llamar la atención que Albert Gore sénior,
padre del político del mismo nombre que fue vicepresidente de Estados
Unidos con Bill Clinton y que perdió luego las elecciones presidenciales
ante George Bush júnior, tras el polémico recuento electoral en Florida,
trabajó buena parte de su vida para Hammer. O que el propio Gore júnior
paralizara, desde su puesto de la Comisión de Relaciones Exteriores en el
Senado, varias investigaciones federales que pretendían aclarar todas las
relaciones entre Hammer y el gobierno soviético.
¿Qué es lo más difícil de todo? Lo que
parece más sencillo: ver con nuestros ojos
lo que hay delante de ellos.
GOETHE,
filósofo y escritor alemán
Alemania, año cero
Durante su aparente retiro en Gotha tras el desmantelamiento formal de los
Iluminados de Baviera, Adam Weishaupt tuvo tiempo de sobra para
saborear los resultados de sus planes revolucionarios. En especial, dos de
ellos: la decidida actuación de su amigo Robespierre, que se había
encargado de hacer cortar la cabeza del rey Luis XVI, y la posterior auto
coronación de uno de sus protegidos, Napoleón Bonaparte, que se había
permitido el lujo de desvalijar los archivos del papado, entre otras hazañas.
Cierto es que no todo había salido de acuerdo con lo previsto. La reacción
de las monarquías absolutistas había permitido la restauración del Antiguo
Régimen, que ahora estaba prevenido ante la existencia de un nuevo poder
secreto dispuesto a aniquilarlos, y empezaba a organizarse en serio contra
él, a raíz del Congreso de Viena de 1814.
Por lo tanto sería necesario actuar con mayor cautela y eficacia respecto a
los planes futuros, y ampliar el campo de acción. A pesar del regreso de la
monarquía, Francia estaba ya minada y no aguantaría un nuevo golpe para
devolverla a la república en el momento adecuado.
Ahora se imponía apoderarse del otro lado del Rin. Había llegado el turno
de los reinos alemanes.
La Unión Germana
Si existe un país europeo en constante construcción y desconstrucción a lo
largo de la historia de Europa, ése es Alemania, que toma su nombre en
español de la vieja tribu de los alamanes, aunque lo cierto es que éste sólo
fue uno de los muchos grupos humanos que lo poblaron. Si repasamos un
atlas histórico, veremos que las movedizas fronteras germanas se han
extendido o comprimido como un auténtico acordeón de siglo en siglo. Sin
ir más lejos, lo que hoy llamamos la República Federal de Alemania, pese
al pomposamente denominado proceso de reunificación, impulsado tras la
caída del muro de Berlín a finales del siglo XX, está francamente reducida
de tamaño respecto a la Alemania del Tercer Reich previa a la segunda
guerra mundial. Además, el actual modelo político, de corte federal, está
basado en el modelo medieval de coexistencia entre diversos reinos, como
Baviera o Hesse, y auténticas ciudades-Estado, como Hamburgo o Bremen.
Esta breve reflexión quizá nos ayude a comprender la angustia existencial
de los patriotas alemanes, que, sin necesidad de pertenecer a los Illuminati,
suspiraron a lo largo de los siglos por la posibilidad de edificar una nación
unida y centralizada siguiendo los modelos de países políticamente más
«maduros», como España, Francia o el justamente llamado Reino Unido. Y
por qué, una vez recibido el conveniente impulso, así como la orientación
adecuada del grupo de Weishaupt, empezó a desarrollarse con fuerza, igual
que sucedió en Italia, el concepto y la necesidad de la unificación.
En 1785, en plena debacle oficial de los Illuminati, uno de sus miembros no
descubierto por las autoridades, el profesor de la Universidad de Leipzig
Charles Frederick Bahrdt, recibió una carta firmada con una escueta
dedicatoria: «De parte de unos masones, grandes admiradores suyos.» En
su interior figuraban los planes para desarrollar un grupo que apoyara con
éxito una futura unión germana, el gran sueño de los nobles y políticos que
aspiraban a la construcción de un Estado alemán moderno. Bahrdt, que
había hecho propaganda religiosa para Adam Weishaupt y conocía
perfectamente los planes de su grupo para promocionar la progresiva unión
de los pueblos europeos, se dedicó al nuevo proyecto con energía,
reclinando para sus filas a muchos de los supervivientes de los Iluminados
de Baviera que habían conseguido escapar de la persecución oficial. De sus
contactos con la masonería inglesa y de sus propios esfuerzos —según
algunos autores, de los esfuerzos del propio Weishaupt, que sería en
realidad el encargado de dirigir esta iniciativa, aunque Bahrdt apareciera
como responsable— nació una sociedad llamada precisamente Unión
Germana, que adoptó la forma externa de un club literario y de discusión.
Pronto, nacieron clubes de la Unión Germana en diversas ciudades. Uno de
ellos en Landshut, en la mismísima casa de Von Zwack, uno de los
antiguos lugartenientes de Weishaupt. Estos locales funcionaban como
asociaciones de acceso limitado y también como librerías con suscriptores,
que distribuían preferentemente un tipo de literatura próximo a los ideales
de los Illuminati. Ésa era la tapadera, porque internamente los sucesivos
clubes que fueron apareciendo no eran más que tentáculos del primero que,
aún dirigido por Bahrdt, fue estructurado jerárquicamente por Von Knigge,
otro de los hombres fuertes de Weishaupt.
Este círculo interno, bautizado como La Hermandad o La Sociedad de los
22, estaba compuesto por el mismo Bahrdt y un puñado de amigos,
probablemente Illuminati y/o masones, además de al menos quince jóvenes
idealistas. Todos ellos se ordenaban de acuerdo a seis grados que
comenzaban en el adolescente y terminaban en el superior.
Asentado el proyecto, Bahrdt redactó un panfleto titulado A Todos los
Amigos de la Razón, la Verdad y la Virtud, en el que anunciaba que uno de
los propósitos de la Unión Germana era «iluminar» a los ciudadanos a fin
de promover una religión «sin prejuicios populares» y en la que «la
superstición sea arrancada de la raíz, restaurando así la libertad de la
humanidad». Con más lentitud de la deseada, la iniciativa fue creciendo
hasta tal punto que en 1788, el rey de Prusia Frederick Wilhelm,
preocupado por las consecuencias que pudiera traer semejante semillero
ideológico y quizá intuyendo los sucesos revolucionarios que se estaban
preparando en Francia, ordenó a su ministro Johann Christian von Wollner
que escribiera un panfleto opuesto a sus fines, llamado Edicto de Religión.
En cuanto éste llegó a sus manos, Bahrdt redactó una nueva publicación
satírica con el mismo título.
Sin embargo, la Unión Germana ya no engañaba al que tuviera ojos para
ver. Al año siguiente, un librero llamado Goschen también publicó su
propio panfleto, revelando que «la Unión Germana de los 22» no era otra
cosa que «una nueva sociedad secreta para el bienestar de la humanidad» y
una mera «continuación de los Illuminati». Poco después estallaba la
Revolución francesa y, tras conocerse su impacto en Francia, los dirigentes
políticos del resto de Europa desataron una nueva ola de represión contra
las organizaciones secretas.
Bahrdt dejó el grupo y abrió una taberna (lugar habitual de reunión de las
logias masónicas) con el nombre de El reposo de Bahrdt. Murió en 1793, y
poco después se extinguió formalmente la Unión Germana, aunque no sin
conseguir tino de sus propósitos: el de sembrar una profunda inquietud
entre determinados estratos de la sociedad pre-nacional alemana, que
durante mucho tiempo actuó como caldo de cultivo del que finalmente
surgió un proceso de unificación política muy influido por el misticismo y
cierto sentido de predestinación divina.
La OTO de Theodor Reuss y Aleister Crowley
Pertenecer a una sociedad secreta era casi un imperativo social en la mayor
parte de Europa entre los siglos XIX y XX. Sectas, organizaciones y
grupúsculos de todo tipo proliferaban por doquier y calaban en todas las
clases sociales e incluso en el interior de la Iglesia católica. Muchos de
estos grupos estaban animados por ideas políticas y revolucionarias y se
organizaban de acuerdo con los modelos masónicos heredados de los siglos
anteriores. Otros iban a la búsqueda de un misticismo libertario, a menudo
de carácter orientalista o teosófico, o bien se dejaban influir por las
doctrinas espiritistas. Incluso los más racionalistas se interesaban por este
tipo de actividades, cautivados por la novedad y también por la posibilidad
de explorar «de una manera científica» los misterios del más allá.
En aquella época resultaba muy difícil encontrar a una persona
desinteresada en esas materias. Se puede decir que los Illuminati nunca
habían estado más a sus anchas, protegidos por el entorno social. Tal vez
por ello decidieron volver a presentarse en sociedad, aunque esta vez con
un nuevo nombre. Esto es lo que afirman todos los especialistas al señalar a
la OTO, Ordo Templi Orientis, la Orden del Templo del Oriente, como la
heredera de los de Baviera. En el fondo, el apelativo no era tan distinto,
porque la logia masónica donde había actuado Adam Weishaupt se llamaba
Estricta Observancia Templaria.
El fundador oficial de la OTO fue el químico austríaco Karl Kellner, quien,
siguiendo la costumbre Illuminati, tomó un nombre simbólico latino, Frater
Renatus. No obstante, el alma verdadera del grupo y su dirigente máximo a
partir del fallecimiento de Kellner en 1905 fue Theodor Reuss, Frater
Peregrinus, bajo cuya dirección se redactó la constitución de la orden.
Ambos contaron desde el principio con el apoyo directo del doctor Franz
Hartmann.
La nueva organización había surgido a partir de los llamados Ritos de
Memfis Misraím, del británico John Yarker, que tenía diversos contactos
con la Societas Rosicruciana in Anglia o Sociedad Rosacruz de Anglia
(Inglaterra), uno de los muchos grupos de supuesta herencia rosacruz que
proliferaron en la época, pero que nada tenían que ver en realidad con los
verdaderos miembros de esa antigua sociedad. Yarker fue quien dio el visto
bueno definitivo a la fundación de una nueva logia alemana practicante del
ceremonial, tras recibir la solicitud de Kellner, Reuss y Hartmann.
Reuss fue el encargado de instaurar ritualmente en 1902 el a partir de
entonces Soberano Santuario de Memfis Misrai'm y, tras la muerte de
Yarker en 1913, también asumió el cargo de Cabeza Internacional del Rito.
Según la historia oficial de la OTO difundida por sus propios miembros a
través de su revista Oriflamma, su orden poseía «la llave que abre todos los
secretos tanto masónicos como herméticos; esto es, la enseñanza de la
magia sexual, que hace comprensibles todos los secretos de la naturaleza,
todo el simbolismo de la francmasonería y de todos los sistemas
religiosos». La magia sexual o tantrismo decían haberla aprendido de tres
adeptos orientales: el faquir árabe Solimán ben Haifa y los yoguis hindúes
Bhima Sen Pratap y Sri Mahatma Aganya Guru Paramahamsa. Existieran o
no estos místicos, la oferta de sexualidad combinada con poder y un cierto
aroma oriental supuso un poderoso reclamo en la encorsetada sociedad
europea del momento, sobre todo en los países anglosajones, agarrotados
por una moral puritana rayana en la paranoia, y la OTO se extendió con
rapidez y no sólo en Alemania.
En 1910, el célebre Aleister Crowley ingresó con el nombre de Frater
Bafomet, lo que supuso una importantísima incorporación para el grupo.
Edward Alexander Crowley está considerado como uno de los principales
brujos del siglo XX e incluso ha sido calificado como «padre del satanismo
contemporáneo». Iniciado primeramente en la Golden Dawn Order (Orden
de la Aurora Dorada), uno de los referentes clásicos del ocultismo
británico, estudió Cábala, magia y yoga mientras viajaba por Europa y
Oriente Próximo hasta desarrollar su propio sistema basado en la sentencia,
un tanto anarquista y en principio poco espiritual, de «Haz lo que quieras».
Según sus propias confesiones, su filosofía le había sido dictada por
entidades superiores como Aiwass, un espíritu que, decía, se le había
aparecido en El Cairo. Su obra más famosa se llama precisamente El libro
de la ley, donde aparecían versos como «gracias a mi cabeza de halcón,
pico los ojos de Jesús mientras pende de la cruz. Bato mis alas ante el
rostro de Mahoma y lo dejó ciego. Con mis garras arranco la carne del
hindú, del budista, del mongol y de todo aquel que salmodia oraciones». En
los años veinte, Crowley fundó en Italia la Orden de Thelema, una sociedad
de tintes satanistas, cuyos sucesivos escándalos le llevaron a la expulsión
del país. En el Reino Unido, donde se le acusó de drogadicto, alcohólico,
bisexual y adorador del diablo, era conocido como la Bestia, 666, el
hombre más perverso del mundo y otros apodos similares. Crowley ha sido
una referencia constante en determinados ambientes de la contracultura
anglosajona contemporánea. Por ejemplo, en el ámbito musical, donde los
Beatles, Rolling Stones, Ozzy Osbourne o Daryl Hall han reivindicado su
figura y/o su mensaje a través de sus canciones.
En la época que nos ocupa, sólo dos años después de su ingreso, Crowley
asumió la jefatura de la rama inglesa, rebautizada para el caso como
Mysteria Mystica Maxima (Máximos Misterios Místicos). El relato de
cómo lo consiguió resulta, por otra parte, especialmente llamativo. Poeta y
filósofo, había publicado ya varios libros cuando una noche de 1912 recibió
la visita indignada del propio Reuss, que se presentó en su casa londinense
sin aviso previo acusándole de haber publicado alegremente el secreto más
exclusivo de la orden, el del grado noveno. El británico negó esa acusación
porque, recordó, ni había llegado a tal puesto de la jerarquía, ni conocía
cuál era el susodicho secreto. Entonces, el jefe máximo de la OTO tomó un
pequeño libro de uno de los estantes de la biblioteca, Liber333. El libro de
las mentiras, escrito por el propio Crowley, y en el capítulo 36, «con un
índice amenazador» según relata el protagonista, «señaló la frase que decía
"bebed del Sacramento y pasáoslo los unos a los otros"». Este sacramento,
según él mismo reconocería después, no era otra cosa que el semen vertido
por el mago en la vagina de la sacerdotisa durante determinado ritual
mágico, que después era recogido de los genitales femeninos y consumido
por los asistentes. Se suponía que Crowley no podía estar enterado de ello,
e insistió en que nadie humano se lo había revelado, sino que se trataba de
una inspiración llegada desde un plano más elevado.
Tras una intensa pero corta discusión, los dos adeptos creyeron reconocer
la intervención de una mano sobrehumana en este asunto y descubrieron
que tenían muchas cosas en común. Theodor Reuss debió de quedar
impresionado por los conocimientos y las capacidades de Aleister Crowley,
porque, cuando abandonó finalmente la casa, lo hizo con la promesa de
entronizarlo en un futuro viaje a Berlín como Rey supremo y santo de
Irlanda, de lona y de todas las Bretañas que se encuentran dentro del
santuario de la Gnosis. Y cumplió su promesa.
Aleister Crowley fue jefe de la orden a partir de 1921, con lo que el ciclo se
cerraba: el ritual había partido de Inglaterra hacia Alemania y ahora
regresaba a Inglaterra, eso sí, habiendo reactivado en tierras germanas los
planes Illuminati. La rama alemana quedó entonces en manos de Karl
Germer o Frater Saturnas, quien se estableció en Munich para impulsar
desde allí la Pansofía (Sabiduría Total) y se dedicó a editar los libros del
británico, así como a expandir sus ideas. En 1935, con el Partido
Nacionalsocialista ya en el poder, Germer fue detenido y conducido a un
campo de concentración. Los nazis habían prohibido poco antes todas las
organizaciones de carácter masónico, templario y demás variantes
conocidas. Sin embargo, tuvo suerte: después de diversas peripecias,
consiguió salir del país y embarcar para Estados Unidos donde restableció
la orden en California y, tras la muerte de Crowley en 1947, asumió el
mando de la sociedad, ya reunificada. En seguida se dio cuenta de que el
cargo le venía grande e intentó traspasarlo a Kenneth Grant, uno de los
discípulos favoritos de Crowley, pero Grant prefirió fundar su propia
organización, la Logia NuIsis de Londres, y seguir su propio camino. Tras
la muerte de Germer, la OTO pasó a manos del brasileño Marcelo Ramos
Motta, Frater Parzival, y, tras el fallecimiento de éste, a las del
norteamericano David Bersson, Frater Sphynx.
En nuestros días, la OTO sigue viva, pero dividida en dos. Por un lado, la
rama americana dirigida por Bersson y, por otro, la española fundada por
Gabriel López de Rojas, Frater Prometeo, que, entre otros títulos
masónicos, afirma ostentar el grado 33 del rito escocés antiguo y aceptado
de la logia Albert Pike para «miembros de la orden Illuminati y masones
catalanes». López de Rojas asegura que a finales del año 2000 recibió «la
orden de los superiores desconocidos de la orden Illuminati de reestructurar
la única OTO heredera de la de Aleister Crowley por su condición de gran
maestre de la orden Illuminati». En febrero de 2001, y «tras contactar con
los Illuminati de Estados Unidos», López de Rojas refundo la sociedad en
Barcelona. Según la información facilitada por su propia organización, uno
de cuyos eslóganes reza «Homo est deus» (El hombre es Dios), los
Illuminati han sido víctimas de una campaña de «falsas acusaciones y
alarmismo social», con el propósito de «ser exterminados».
Trescientos hombres, cada uno de los
cuales conoce a los demás, deciden los
destinos del mundo y eligen a sus sucesores
WALTER RATHENAU,
político alemán
H de Hitler
En un almanaque astrológico publicado a principios de 1923, Elisabeth
Ebertin incluyó sus predicciones para el futuro en las que indicaba sus
pronósticos políticos para varios países europeos. En el caso de Alemania,
la astróloga vaticinaba que «un hombre de acción nacido el 20 de abril de
1889, con el Sol en el grado 29 de Aries en el momento de su nacimiento
puede exponerse a un peligro personal por una acción demasiado
apresurada y podría muy probablemente desencadenar una crisis
incontrolable. Sus constelaciones muestran que hay que tomar muy en serio
a este hombre. Está destinado a desempeñar el papel de caudillo en futuras
batallas. [...] El hombre en el que pienso está destinado a sacrificarse por la
nación alemana».
Ese mismo año de 1923, un joven Adolf Hitler nacido el 20 de abril de
1889 encabezaba el llamado Putsch de la Cervecería, porque fue gestado en
una de las populares tabernas muniquesas, destinado a tomar el poder en
Baviera.
Ese asalto violento al poder fracasó y lo llevó a la cárcel, donde escribió su
famoso Mein Kampf, pero lo hizo famoso y sobre todo representó el primer
jalón de una carrera irresistible que le inmortalizaría como uno de los
hombres más poderosos, y también más odiados, del convulso siglo XX.
El hombre predestinado
Han pasado sesenta años de la caída del Tercer Reich y de la desaparición
de su máximo dirigente y, sin embargo, aún es tarea inútil buscar en las
librerías un texto que trate de manera desapasionada la enigmática figura de
Hitler. Incluso sus biógrafos más racionalistas le describen a menudo como
una auténtica encarnación del Mal, cuya inhumanidad intrínseca está fuera
de toda duda, hasta el punto de que una reciente película de producción
alemana sobre sus últimos días en el búnker de Berlín tuvo serios
problemas a la hora de encontrar un actor adecuado para interpretar el
papel del Führer porque nadie se atrevía a hacerlo. Los escasos libros
elogiosos sobre su persona, que los hay, aunque sean de distribución muy
reducida, resultan igualmente poco fiables porque pertenecen al entorno
más extremo de la ultraderecha europea y, más que profundizar en su
personalidad, suelen limitarse a negar los ataques del resto de obras sobre
el tema.
Sin embargo, Hitler no es un personaje tan diferente a tantos otros
conquistadores que han desencadenado guerras o matanzas de gran calibre,
algunos de los cuales no han sido demonizados hasta este extremo. Ni
siquiera es el último. El gobierno de Estados Unidos aniquiló a la práctica
totalidad de nativos indios (y condenó a los supervivientes a la pobreza y el
alcoholismo dentro de grandes campos de concentración eufemísticamente
llamados reservas indias) durante la denominada conquista del oeste, y el
dictador soviético Josef Stalin ordenó durante su mandato la muerte (no
sólo en los gulags) de muchos más millones de personas en tiempos de paz
oficial de las que perecieron en toda la segunda guerra mundial. Eso, por no
retrotraernos a las salvajes masacres de siglos precedentes, donde quizá no
murieran tantas personas como en el período comprendido entre 1939 y
1945 (no hubo tanta pérdida cuantitativa, entre otras cosas porque no había
tanta población en el mundo), pero sí desaparecieron pueblos enteros en
verdaderos genocidios programados (se produjo así una mayor pérdida
cualitativa).
Incluso en lo referente a la persecución de los judíos, una de las principales
razones esgrimidas para describir la satánica filiación hitleriana, el Tercer
Reich en realidad tampoco aportó nada nuevo, por más que se recurra a tan
fáciles como dramáticas metáforas del estilo de «Hitler industrializó el
horror». No hay más que estudiar la sistemática persecución y expulsión de
los judíos de los reinos medievales, la actuación de la Inquisición o los
pogromos de los países eslavos. El historiador Cesar Vidal lo demuestra en
sus Textos para la historia del pueblo judío, donde recoge fragmentos
escritos del pensamiento antijudío en diversas épocas históricas. Desde el
historiador latino Tácito, «odian a todos los que no son de los suyos como
si fueran enemigos mortales y [...] son gente muy dada a la deshonestidad»,
hasta el socialista francés Jean Fierre Proudhon, «el judío es antiproductivo
por naturaleza [...] intermediario siempre fraudulento y parasitario, que se
vale del engaño, la falsificación y la intriga», pasando por el escritor
medieval Chaucer, «el niño [...] fue agarrado por el judío [...] que le cortó
la garganta. [...] ¡Maldita nación, Herodes redivivos!», o el industrial
norteamericano Henry Ford, «el único trato inhumano que los judíos sufren
en este país proviene de su propia raza, de sus agentes y amos, pero [...]
esto ellos lo ven como negocio y viven con la esperanza de un día poder
hacer lo mismo».
Vidal aporta además textos musulmanes, para que quede claro que la
inquina no es un asunto exclusivamente europeo, como refleja la Carta
Nacional Palestina, «El sionismo [...] es fascista y nazi en sus medios de
acción», o el mismo Corán, «Si Allah no hubiera decretado su expulsión,
los habría castigado en esta vida. Pese a todo, en la otra vida padecerán el
castigo del fuego, por haberse apartado de Allah y de su enviado».
Los mismos intelectuales judíos se han quejado en los últimos años de la, a
su juicio, «frivolización» con la que el cine, la literatura y el periodismo
han tratado la Shoah. Así, el rabino Arnold Jacob Wolf, director de la
Fundación Académica Hillel de la Universidad de Yale, dijo públicamente:
«Me da la impresión de que en lugar de dar clases sobre el Holocausto lo
que se hace es venderlo.» Y el escritor judío Norman G. Filkenstein, cuyos
padres lograron sobrevivir a los campos de concentración de Auschwitz y
Majdanek, asegura en La industria del Holocausto que «hay que establecer
distinciones históricas, de eso no cabe duda, pero crear distinciones
morales entre "nuestro" sufrimiento [el de los judíos] y "su" sufrimiento [el
del resto de la humanidad] es una parodia moral. Como señaló Platón: "no
se puede comparar a dos pueblos desgraciados y decir que uno es más feliz
que otro"».
Además, existe la curiosa teoría del posible origen judío de Hitler. Según
ésta, el servicio secreto alemán se apoderó durante el Anschluss, la anexión
de Austria, de una documentación elaborada por el antiguo canciller
austríaco Engelbert Dollfuss, según la cual, en 1836 Salomón Mayer
Rothschild, entonces residente en Viena, tomó a su servicio a una joven
doncella de provincias llamada María Anna Schicldgruber. El banquero, de
origen judío, sedujo a la muchacha, quien por las mañanas le hacía la cama
y por las noches se la deshacía. Con tanto trasiego, Maria Anna se quedó
embarazada y al descubrirse su estado fue devuelta a Spital, su localidad
natal, donde se arregló un matrimonio de conveniencia con Johan Georg
Hiedler. En 1837 nació el pequeño Alois, que jamás fue reconocido por
Hiedler. Así que durante cuarenta años llevó el apellido de su madre hasta
que decidió cambiárselo por el de Hiedler o Hitler. Este Alois Hitler, a su
vez, tuvo varios hijos. Entre ellos, Adolf. Nunca han aparecido los
documentos que probarían los hechos, pero se dice que citando el Führer
tuvo conocimiento de su existencia ordenó una investigación profunda
sobre su linaje paterno para comprobarlo y, si era necesario, borrar todas
las pistas.
El asunto de la persecución de los judíos resulta en todo caso especialmente
doloroso y delicado de tratar. Sobre él, como sobre otros muchos temas
citados por fuerza muy someramente en esta obra, se podrían publicar
auténticas enciclopedias. Pero no es ése nuestro objetivo. Sólo estamos
preguntándonos por qué Hitler suscita tantas emociones, todavía hoy.
Muchos autores opinan que eso es debido a su relación con los Illuminati.
La teoría tiene dos vertientes. Según una de sus interpretaciones, Adolf
Hitler fue una simple marioneta en manos de la organización. Fue apoyado,
primero, tanto en lo político como en lo financiero en su escalada hacia el
poder, y aconsejado después, precisamente para actuar como lo hizo y
desencadenar el segundo conflicto planteado en la correspondencia entre
Pike y Mazzini. Desde este punto de vista, la persecución contra los judíos
estaba también prediseñada a fin de utilizarla posteriormente para la
creación del anhelado Estado de Israel. Después, los Illuminati le dejaron
caer como hicieron con Napoleón (cuya campaña en Rusia tanto se parece
a la del propio Hitler), apoyando a la coalición internacional que le derrotó.
Según la otra versión de la teoría, la sociedad secreta aupó a Hitler hasta la
cancillería, pero, una vez allí, fue éste quien decidió independizarse y
seguir su propio camino. O tal vez pensaba hacerlo desde el principio y
consiguió engañar a los herederos de Weishaupt para aprovecharse de sus
recursos y llegar lo más lejos posible antes de que descubriesen sus
verdaderas intenciones. Para ello se blindó con su propia organización
secreta y armada, las SS dirigidas por Heinrich Himmler. Eso habría
explicado, entre otras cosas, el hecho de que decidiera mantener la guerra
hasta el final, prefiriendo la destrucción de Alemania y su propia
autoinmolación antes que caer en manos de sus antiguos patrocinadores,
que, al no poder vengarse personalmente, optaron por satanizar su imagen
pública por los siglos de los siglos. De esta manera, además, los Illuminati
advertían a todos los futuros colaboradores de sus planes sobre el destino
que les aguardaba si algún día también se les ocurría traicionarlos.
¿Resulta demasiado increíble? La propia personalidad de Hitler, por lo que
sabemos, era en sí bastante increíble, como increíbles resultan muchos
hechos de su vida y su propia e imparable transformación desde un
desconocido agitador de provincias durante la posguerra hasta el Führer del
Imperio de los Mil Años. Los historiadores «rigurosos» han prestado
mucha atención a sus antecedentes familiares, su experiencia política, sus
decisiones militares... pero rehúyen constantemente los aspectos más
inverosímiles de su existencia, pese a que éstos existen y están bien
documentados.
August Kubizek, uno de los escasos amigos de juventud de Hitler, relató la
etapa vienesa de ambos, en la que el futuro caudillo alemán malvivía como
un artista callejero más, vendiendo sus propias acuarelas y leyendo todos
los textos de mitología, orientalismo, sociedades secretas y otros temas
similares. Probablemente de aquella época data su decisión de hacerse
vegetariano, abstemio y no fumador, lo que mantuvo hasta el final de sus
días. Kubizek cuenta que ambos eran muy aficionados a la ópera y
especialmente a las obras de Richard Wagner, el adalid musical del
nacionalismo alemán. En el verano de 1906 acudieron al teatro de la Ópera
de la capital austríaca para disfrutar de su Rienzi, en cinco actos.
Esta obra se basa en la novela homónima del británico George Bulwer
Lytton, directamente relacionado con círculos de influencia rosacruciana y
autor de una de las mejores novelas jamás publicadas sobre el tema,
Zanoni, así como de otro clásico de la literatura ocultista de su época, La
raza que vendrá, en la que aparece una estirpe de hombres subterráneos que
disponen de una poderosa energía llamada Vril. Rienzi, el último de los
tribunos romanos cuenta la trágica historia de un patriota italiano del siglo
XIV que falleció en el Capitolio devorado por las llamas. Su argumento
rebosa de luchas por el poder, ambiciones personales, populachos
enardecidos y otros sucesos muy de moda en las producciones del
momento. De hecho, el propio Wagner consiguió la fama con el estreno en
Dresden de su versión, que la crítica calificó como «de estilo parisino y
descendiente directa de las óperas espectáculo de tema histórico».
Kubizek y Hitler disfrutaron de la ópera, quizá en exceso, porque según las
propias palabras del primero, cuando salieron a la calle su amigo empezó a
comportarse de un modo «extraordinario» pues «nunca había visto así a
Adolf, parecía estar literalmente en trance». Lo cierto es que tuvo que
correr tras él y zarandearle, porque de pronto había empezado a caminar a
buen paso en dirección opuesta a la residencia donde se alojaban. «Cuando
volvió en sí, aunque con una mirada enfebrecida y llena de excitación»,
Hitler empezó a balbucear algo acerca de una extraña «misión que los seres
humanos normales no comprenderían», a la que tendría que dedicar su vida
porque así se lo habían encargado «los Poderes Superiores» que se le
habían manifestado a través de la música de Wagner. Más de treinta años
después, el entonces Führer tuvo ocasión de visitar en la localidad de
Bayreuth la mansión de los Wagner y explicar a la viuda del compositor,
Winifred, los detalles de esa experiencia, que para él había sido tan
importante. Tanto, que llegó a confesar: «En aquella hora nació el
nacionalsocialismo.»
Los banqueros, Thule y el Vril
Diversos libros explican las misteriosas anécdotas que salpican la
trayectoria vital de Hitler. Sería laborioso resumir todas ellas ahora, así que
nos limitaremos a mencionar algunas por encima:
a) Su nacimiento en el pueblo austríaco de Braunau am Inn,
próximo a la frontera con Baviera, y considerado tradicionalmente un
centro de médiums y videntes.
b) Sus primeros encuentros con la esvástica, esculpida por
doquier en la abadía benedictina de Lambach, donde había ingresado
en el coro de seminaristas con la intención de hacerse sacerdote y por
donde pasó el monje cisterciense Adolf Lang, que poco después
fundó en Viena la Orden del Nuevo Temple. Y su obsesión
permanente por los libros de ocultismo, magia, reencarnación y
espiritualidad, y su relación constante con personas movidas por los
mismos intereses.
c) Su intuición para prever el peligro que, durante una cena con
sus compañeros en una trinchera de la primera guerra mundial, le
hizo levantarse sin saber por qué y «apenas lo había hecho [...]
estalló un obús perdido en medio del grupo donde había estado
sentado unos minutos antes. Todos murieron».
d) Su capacidad magnética para fascinar e hipnotizar no sólo a las
masas, sino individualmente, además de su afán personal por
comenzar la conquista política de Alemania justo en Baviera.
e) Su afán por apoderarse de diversos objetos arqueológicos como la
llamada Lanza del Destino, perteneciente a las joyas imperiales de
los Habsburgo que se guardaban en el Hofburg de Viena y cuya
incautación fue una de las primeras misiones de las SS tras
producirse el Anschluss o anexión de Austria.
f) Sus extravagantes comentarios, como el que hizo a un sorprendido
Herman Rauschning, jefe nazi del gobierno de Danzig: «Si cree
usted que nuestro movimiento se reduce sólo a un partido político,
¡es que no ha entendido nada!» O el que su séquito pudo escuchar
durante el homenaje que rindió a Napoleón ante su tumba en Los
Inválidos tras la rendición de Francia: «Una estrella protege París.»
Padecía, además, extrañas visiones que le hacían caer en estados de
trance o en crisis nerviosas, que según los testigos le llevaban a
despertarse por la noche «lanzando gritos convulsivos», «miraba a su
alrededor con aire extraviado y gemía: "¡Es él, es él, ha venido aquí!"
[...] Pronunciaba números sin sentido, palabras muy extrañas y trozos
de frases inconexas [...] aunque no había ocurrido nada
extraordinario».
g) Su apoyo a las más extrañas misiones de exploración,
incluyendo el envío de tropas de montaña a coronar el monte El bruz
en el Cáucaso o a entablar contacto con las «autoridades espirituales»
del Tíbet. En este sentido, también su obsesión por conquistar
Stalingrado, ciudad «construida sobre la antigua capital de los arios»,
en lugar de concentrar sus fuerzas en la más lógica conquista de
Moscú.
h) Sus extraños compañeros de viaje al final del camino: un
grupo de tibetanos vestidos con uniformes de las SS desprovistos de
insignias que se suicidaron en el interior del búnker del Reichstag en
1945.
Hitler había participado como soldado raso en la primera guerra mundial,
encuadrado en el Primer Regimiento de Infantería bávaro. Según sus
biógrafos, allí se comportó con cierta temeridad. No ascendió más allá de
cabo, pero a cambio, recibió la Cruz de Hierro de primera clase, la más alta
condecoración para un militar de su rango. Fue uno de los muchos
combatientes alemanes que nunca entendieron por qué finalizó el conflicto
de aquella manera y, desde entonces, fue un firme partidario de la teoría de
la puñalada por la espalda.
En la confusa y caótica posguerra de la República de Weimar y aún en el
ejército a Hitler se le encargó adoctrinar contra el pacifismo y el
socialismo, a la vez que infiltrarse en varios partidos políticos como el
Socialdemócrata austríaco o el Partido Obrero Alemán. En 1919 participó
por vez primera en una reunión de este último y allí descubrió, o fue
incitado a descubrir, SLI vocación política. Se retiró definitivamente del
ejército y, afiliado a ese partido, su capacidad de maniobra le permitió
hacerse pronto con la dirección. Le cambió el nombre por el de Partido
Nacional Socialista y buscó el apoyo de un ex oficial llamado Ernst Rohm,
que organizó para él un auténtico ejército privado, las Sturmabteilungen o
SA, las secciones de asalto, fácilmente reconocibles por sus camisas de
color pardo, que durante años lucharon a brazo partido en las calles contra
sus equivalentes comunistas o socialistas.
Es un misterio cómo el minúsculo Partido Nazi empezó a multiplicar de
pronto sus afiliados hasta el punto de que sólo cuatro años después contaba
con los apoyos suficientes para promover el fallido golpe de Estado contra
el gobierno bávaro. Y más extraño aún que, a pesar de lo ocurrido, no sólo
no perdiera la confianza de los suyos ni que su formación política se
resintiera, sino que, al contrario, las afiliaciones se produjeran por decenas
de miles. En 1929, cuando se produjo la gran crisis financiera de Wall
Street, el Partido Nazi contaba con cerca de 180 000 afiliados y, en las
siguientes elecciones generales obtuvo 107 diputados en el Reichstag o
Parlamento. Tras una serie de crisis gubernamentales que degeneraron en
una de Estado, las elecciones de 1932 le dieron la mayoría con 230
diputados.
Después se produjo el incendio del Reichstag, del que se acusó a un
comunista de escasas luces, aunque siempre se sospechó que fue provocado
por los propios nazis. El caso es que, en 1933, Hitler se hizo con el poder
absoluto al declarar a los comunistas fuera de la ley. Todos los demás
partidos se fueron disolviendo hasta que el 14 de julio, una fecha llamativa
para cualquier conocedor de la Revolución francesa, Alemania se convirtió
en un Estado monopartidista. Tras la eliminación de la competencia política
vino la de las organizaciones sindicales y profesionales, el control de la
prensa y la prohibición de sectas y sociedades secretas. En 1935, muerto el
anciano Hindenburg, el único que había sido capaz de frenar relativamente
las ambiciones políticas de Hitler, éste se hizo dueño definitivo de
Alemania. Denunció el Tratado de Versalles, restableció el servicio militar
obligatorio y creó la Luftwaffe o aviación militar. El resto es harto
conocido.
¿Quién financió a Hitler a lo largo de ese camino? Los mismos banqueros
internacionales que habían financiado la Revolución rusa. Entre ellos, el
Mendelshon Bank de Amsterdam, controlado por los Warburg; el J. Henry
Schroeder Bank, cuyo principal consejero legal era la firma Sullivan &
Cromwell, a la que pertenecían como socios más antiguos John y Allen
Foster Dulles, o la Standard Oil de Nueva Jersey, del clan Rockefeller. En
este último caso, es interesante comprobar cómo las relaciones entre la
petrolera estadounidense Standard Oil y la corporación petroquímica
alemana I. G. Farben se prolongaron incluso durante los primeros años de
la guerra. Una carta dirigida en 1939 por el vicepresidente de la compañía,
Frank Howard, a sus socios controlados por el régimen nazi, insistía en que
«hemos hecho todo lo posible por trazar proyectos y llegar a un modus
vivendi, independientemente de que Estados Unidos entre o no en guerra».
Fritz Thyssen, hijo del magnate del acero y padre del barón Hans Heinrich
Thyssen Bornemisza, escribió en 1941 un libro que levantó cierto
escándalo, Yo pagué a Hitler, en el que explicaba cómo el caudillo nazi
había conseguido, a través de sus gestiones, buena parte del dinero
necesario para impulsar su proyecto político y cómo había roto con él a raíz
de la invasión de Polonia. Según sus propias palabras, en 1931 gestionó la
concesión de un primer crédito de 250 000 marcos de la época mediante el
banco holandés Voor Handel de Scheepvaart, cuyo socio norteamericano
era el Banco de Inversiones W. A. Harriman. Un año después, el Partido
Nacional Socialista había recibido unos tres millones de marcos. Otra
entidad financiera controlada por banqueros holandeses que financiaron a
Hitler fue la Union Banking Corporation, en cuya junta de directores se
sentaba el abuelo del actual presidente de Estados Unidos, George W.
Bush.
Un detalle más: el presidente del Banco Central de Alemania, Greeley
Schacht, vinculado con la Banca Morgan norteamericana, fue uno de los
principales encargados de alimentar, al principio de los años treinta, la
inestabilidad que acabó haden do caer a los sucesivos cancilleres alemanes
hasta que Adolf Hitler asumió el cargo.
¿Hitler conocía en aquella época la teoría sobre su supuesta descendencia
de los Rothschild? ¿Utilizó ese argumento para convencer a los banqueros
favoritos de los Illuminati de que él era «su hombre» y que en consecuencia
les convenía apoyarle?
Además de los barones encargados de controlar la economía y las finanzas,
Hitler necesitó el apoyo ideológico, y lo obtuvo, de ciertas organizaciones
secretas, en principio no vinculadas con los Illuminati, pero tan ansiosas
como ellos por llegar al poder y actuar desde él. Además de la Orden del
Nuevo Temple de Adolf Lang (que se autoproclamaba sucesor del último
gran maestre del Temple, Jacques de Molay, y que publicó la popular
revista Ostara, en la que defendía las teorías de la eterna lucha entre la
«verdadera humanidad» compuesta por la raza aria contra los «seres
demoníacos» nacidos del «pecado sexual del bestialismo» cometido por los
arios con miembros de razas inferiores), una de las principales influencias
del régimen nazi fue la Sociedad Thule, creada por el barón Rudolf von
Sebottendorf y considerada una filial de la Orden de los Germanos fundada
en 1912.
Fascinado por el esoterismo islámico e incansable viajero por diversos
países orientales, Von Sebottendorf aseguraba haber entrado en contacto
con iniciados drusos que recibían sus enseñanzas directamente del Rey del
Mundo, quien dirigía los destinos de la humanidad desde la ciudad oculta
de Shambala. Su objetivo, decía, era llevar a Occidente esas enseñanzas, y
para ello nada mejor que fundar una sociedad secreta cuyo nombre hiciera
honor al paradisíaco y maravilloso Reino de los Hiperbóreos, cuna de la
raza aria primigenia, perdida más allá de las brumas y los hielos, pero cuyo
linaje espiritual seguiría irradiando desde lo oculto.
La Thule, que según diversos expertos mantuvo vínculos con la Golden
Dawn y con la OTO, se ramificaba en pequeños grupos secretos que
reclutaban a sus seguidores sobre todo en el sur de Alemania. En ella
militaron algunos de los más importantes y futuros cargos nazis, como el
número dos del régimen, Rudolf Hess, a quien Hitler deseaba como sucesor
suyo, pero cuya misión secreta en su vuelo solitario a Inglaterra terminó
mal; el periodista y político Alfred Rosenberg, el filósofo e ideólogo de
todo el movimiento nazi; el economista Gottfried Feder, cuyas tesis
aplicadas desde la Secretaría de Estado del Ministerio de Economía y
después como ministro de Comercio del Tercer Reich permitieron el
llamado milagro económico nazi, o el abogado Hans Frank, posteriormente
gobernador general de la Polonia ocupada.
Sin embargo, la figura central de ese círculo fue Dietrich Eckart, que
introdujo a Hitler en la Sociedad Thule y que, según todos los indicios, fue
su maestro personal en la transmisión de determinados conocimientos y
prácticas mágicas. De hecho, cuando falleció inesperadamente en 1923,
apenas un mes después del fracasado Putsch de la Cervecería, sus últimas
palabras fueron: «Le hemos dado [a Hitler] los medios para comunicarse
con "ellos". Yo habré influido más en la historia que cualquier otro alemán
[...]. Hitler bailará, pero yo he compuesto la melodía.»
Ese enigmático «ellos» ¿a quiénes se refería exactamente? ¿A los
Superiores Desconocidos de la tradición secreta?, ¿A los drusos
contactados con el Rey del Mundo?, ¿a los Illuminati?
Entroncada con la Thule, aparece también la Sociedad del Vril o Logia
Luminosa, cuyo dirigente más destacado era Karl Haushofer, quien
también acabaría en el partido nazi en calidad de recaudador de
contribuciones. Haushofer viajaba con asiduidad a Japón y la India, donde
entabló relación con los miembros originales de esa organización y pidió
permiso para establecer su rama europea. El Vril, aparte de uno de los
factores del éxito de la anteriormente citada novela de Bulwer Lytton, era
una forma de llamar a la energía universal detrás de todo lo aparente (el
equivalente del Chi de los chinos, la Mente para los hermetistas, el Orgón
de los experimentos de Wilhelm Reich, la Materia Oscura de la ciencia
moderna...), y el Sol estaba considerado como su principal fuente para los
seres humanos. Los miembros de la Sociedad del Vril saludaban todas las
mañanas al astro rey elevando hacia él las palmas de las manos con los
brazos extendidos. Haushofer fue, además, el creador del concepto de
geopolítica, asignatura de la que era catedrático en la Universidad de
Munich, que desde entonces ha sido utilizado a la hora de explicar las
relaciones internacionales. Su ayudante en la universidad y también
iniciado en la Sociedad del Vril era el mismo Rudolf Hess.
A estas influencias hay que sumar las corrientes teosóficas y ariosóficas
que aún coleaban desde el siglo XIX. Las primeras, promocionadas por los
seguidores de la sorprendente y misteriosa esoterista rusa madame
Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica de Nueva York en 1875 y
que escribió La doctrina secreta, una amalgama de ideas religiosas y
filosóficas impregnadas de orientalismo, en la que la evolución humana es
el relato de su degeneración desde un inicial estado de gracia divino.
Blavatsky sostenía haber recibido una revelación sobre la existencia de una
antiquísima civilización que se habría desarrollado en lo que hoy es el
desierto de Gobi y cuyos descendientes vivían todavía en un reino
subterráneo. Las segundas tendencias fueron las ariosóficas, promovidas
por los seguidores de Guido von List, ocultista alemán partidario de
reconstruir la antigua religión autóctona, que había sido violentamente
sustituida por el cristianismo. Von List creó la Alta Orden Armánica,
inicialmente integrada por diez personas a las que conducía por toda
Alemania en busca de las huellas de Wotan y de la antigua cultura
germana. La organización creció y fue estructurada en los tres clásicos
grados de aprendiz, compañero y maestro, cada uno de los cuales tenía
acceso a un nivel determinado de conocimiento.
Teósofos y ariosofistas utilizaron la esvástica como símbolo del acto
creador de Dios: una forma de proyección de la energía a partir de Un
centro fijo e inmutable.
La Orden Negra
Uno de los principales símbolos del régimen nazi fueron sus temidas SS o
Schultz Staffeln, una organización elitista también conocida como la Orden
Negra, porque además de utilizar uniformes de ese color había sido
cuidadosamente planificada siguiendo modelos como el de las antiguas
órdenes medievales. Tal y como explican Louis Pawels y Jacques Bergier
en El retorno de los brujos, SLI existencia «no responde a ninguna
necesidad política o militar, sino a una necesidad mágica»: la de crear una
orden de guerreros escogidos, una suerte de «semidioses», encargados entre
otras cosas de la protección del «dios» encarnado como Führer. Pero no
sólo de eso.
Las SS constituyeron un auténtico Estado dentro del Estado, siguiendo la
teoría de los círculos concéntricos de las sociedades secretas, puesto que
estaban destinadas a perdurar una vez finalizara la segunda guerra mundial
con la «previsible» victoria de las tropas alemanas. Los soldados de la
Wehrmacht o ejército de Tierra podrían desmovilizarse, pero no así las
unidades SS. Para asegurarse la correcta instrucción y entrenamiento de sus
mandos, los jerarcas nazis adquirieron y remodelaron el castillo de
Wewelsburg, en Westfalia. Su peculiar forma triangular debía constituir en
el futuro la punta de una gigantesca lanza edificada de acuerdo con un
colosal diseño arquitectónico en el que estaba previsto instalar oficinas,
escuelas de oficiales, campos deportivos y todo tipo de instalaciones anexas
cuando terminara el conflicto bélico.
En la mitología del nacionalsocialismo, los SS eran los nuevos ostrogodos
(literalmente, los «dioses brillantes», puesto que godo es una palabra que
deriva de Goth que en alemán significa «Dios»), los nuevos monjes
guerreros, los nuevos templarios y caballeros teutónicos encargados de
rechazar la amenaza de las hordas asiáticas sobre Europa en el pulso eterno
entre Oriente y Occidente, así como de dirigir la Drachnach Osten o
Marcha hacia el Este, que permitiría a los arios apoderarse de nuevas tierras
y recursos para extender su dominio y su civilización.
Pero también eran los guardianes y constructores del modelo «definitivo»
que garantizaría la unión del continente europeo: una Federación de las
Patrias Carnales con capital en Viena, que presuponía la destrucción de
todas las naciones y su sustitución por algo más de un centenar de
autonomías o gobiernos regionales provistos de un poder político
equivalente, aunque muy limitado por las directrices nazis. De esta manera,
pensaban, se acabaría de una vez por todas con problemas como los de los
Balcanes o el Ulster. En el caso de la península Ibérica, según revela
Miguel Serrano en El Cordón Dorado, los planes de los SS pasaban por
dividirla en doce regiones: Galicia. Asturias (con capital en Lugo), Duero
(capital Valladolid), País Vasco (capital Pamplona), Aragón (capital
Zaragoza), Cataluña (capital Barcelona), Extremadura (capital Badajoz),
Guadalquivir (capital Sevilla), Bética (capital Granada), Levante (capital
Valencia) y La Mancha (capital Madrid), a las que había que sumar
Portugal norte (capital Oporto) y Portugal sur (capital Lisboa).
Paradójicamente, el personaje escogido para dirigir retos de este calibre no
podía tener una apariencia menos heroica, el Reichsführer o comandante
supremo del cuerpo, Heinrich Himmler, un hombrecillo con aspecto de
burócrata de segunda fila, aunque dotado de una mente organizativa y una
capacidad de intriga asombrosas. Himmler era otro entusiasta de la astro
logia, el ocultismo, la reencarnación y lo que hoy llamaríamos agricultura
biológica. Estaba convencido de que en una vida anterior había sido el rey
sajón Heinrich el Pajarero y lo cierto es que organizaba ceremonias anuales
en su honor cada 2 de julio (en algunas ocasiones llegó a disfrazarse de
caballero medieval).
Su obsesión por la Edad Media le llevó a crear una orden secreta dentro de
los SS: un grupo de doce hombres escogidos entre sus mejores
Obergruppenführer, u oficiales de alta graduación, que se sentaban junto a
él en el castillo de Wewelsburg, en una sala de reuniones muy
característica, en torno a una mesa redonda de roble macizo, como un
remedo de Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda. Esta especie de
consejo supremo de la Orden Negra tomaba las decisiones en conjunto,
aunque bajo la dirección del Reichsführer. Cada uno se acomodaba en su
propio butacón de cuero, personalizado con una placa de plata que llevaba
su nombre y su escudo de armas, y disponía en el castillo de un aposento
decorado a su gusto, de acuerdo con distintas épocas históricas. La única
manera de entrar en este «núcleo duro» era previo fallecimiento de uno de
sus integrantes y votación del resto. Además, en la sala inferior, existía un
sótano abovedado de piedra natural donde Himmler hizo construir un lugar
de culto para los caballeros SS muertos. Contenía una especie de platillo de
piedra en el centro de una depresión donde se quemarían los escudos de los
fallecidos. Las urnas con las cenizas debían colocarse después en uno de
los doce zócalos de piedra, uno por cada caballero, que se habían dispuesto
en torno a la pared del sótano.
Con estos antecedentes no nos puede extrañar la creación, también dentro
de las SS, de una oficina especial llamada Ahnenerbe o Herencia de los
Ancestros, dedicada al estudio de todo tipo de materias relacionadas con la
cultura alemana. Llegó a contar con 43 departamentos diferentes en los que
se estudiaba el folclore popular, la geografía sagrada, las canciones
tradicionales... y el esoterismo puro y duro. El encargado de este último
departamento fue Friedrich Hielscher, que dirigió diversas expediciones en
busca de posibles emplazamientos de la Atlántida, edificios sagrados de los
antiguos templarios y hasta el santo Grial.
Uno de los más polémicos proyectos fue el relacionado con Schwarze
Sonne o Sol Negro. Las teorías geológicas y astronómicas que manejaban
los científicos nazis aseguraban que la Tierra, como el resto de los cuerpos
cósmicos, es en realidad un planeta hueco y no macizo, a cuyo interior se
podría acceder en las condiciones adecuadas. En lugar de un núcleo central,
se creía que existía un sol interior, o «negro», en contraposición con el Sol
exterior, que iluminaba y permitía la vida y el crecimiento de plantas,
animales y también hombres más desarrollados que los que caminaban
sobre la superficie del planeta, que podrían convertirse en poderosos
aliados. La Ahnenerbe organizó varios viajes para intentar encontrar la
entrada al mundo interior en diversos puntos de Asia y América del Sur.
Una de las lecturas favoritas de los expedicionarios era el libro publicado
pocos años antes del estallido de la segunda guerra mundial, Bestias y
hombres y dioses, en el que el viajero ruso Ferdinand Ossendowsky
contaba su peripecia personal a través de Asia Central. En este texto se
refería explícitamente al mítico Rey del Mundo y afirmaba que tanto el
barón Unger Khan von Stenberg como el Dalai Lama habían recibido a sus
emisarios y mantenían contacto con él.
La expedición más conocida fue la dirigida por el oficial de las SS y
etnólogo, Ernst Scháffer, que regresó del Tíbet con una serie de objetos
curiosos, entre ellos dos importantes documentos. El primero de ellos, un
pergamino en el que el Dalai Lama firmaba un tratado de amistad con la
Alemania nazi y reconocía en Hitler al «jefe de los arios». El segundo, de
mayor interés aún, era el Tantra de Kdlachakra, la iniciación suprema del
budismo «que asegura el renacimiento en Shambala» en el momento de la
batalla final contra las fuerzas del Mal. Esta iniciación está vinculada a la
leyenda de Gesar de Ling, un monarca guerrero tibetano cuyo reinado fue
tan provechoso que el relato novelado del mismo acabó siendo una de las
principales epopeyas locales. Según el mito, al final de los tiempos volverá
al mando de un ejército de fieles con el que derrotará para siempre a las
tropas de la oscuridad. Es el mismo tema de «el rey que vendrá» que
caracteriza a narraciones europeas similares como la de Arturo o el rey
Federico Barbarroja.
Llega el Séptimo de Caballería
El desarrollo de la segunda guerra mundial fue parecido al de la primera:
Alemania llevó la iniciativa en un primer momento, derrotó otra vez a
Francia y a sus aliados europeos, y abrió un segundo frente en el este con la
Unión Soviética, adelantándose así a los planes secretos de Stalin para
atacar Alemania al año siguiente. Y, como en el conflicto anterior, el
gobierno estadounidense estaba deseando entrar en guerra en apoyo directo
del Reino Unido, pero volvía a encontrarse no sólo con la actitud
aislacionista de su población, sino con un estado de opinión favorable a
Hitler entre numerosos intelectuales, políticos y diversos personajes
públicos. Así que el presidente Franklin D. Roosevelt intentó seguir los
pasos de su predecesor Woodrow Wilson y buscó algo parecido al
hundimiento del Lusitania. Como no lo encontró, provocó diversos
incidentes en el Atlántico atacando algún buque alemán, pero la
Kriegsmarine o Armada alemana tenía orden de no responder,
precisamente para no provocar la entrada del gigante americano en la
guerra.
Roosevelt encontró la solución a su problema en el pacto del eje Berlín-
Roma-Tokio, que obligaba a cualquiera de los firmantes a prestarse mutua
ayuda y defensa en caso de ser atacados. Si conseguía que Japón le
declarara la guerra, podría contestar a los nipones y de paso intervenir en
Europa. Así que comenzó el acoso político, diplomático y comercial de
Estados Unidos al imperio nipón, al que por cierto hacía tiempo que venía
estudiando como futuro rival en el área del Pacífico. Washington
entorpeció y desbarató de manera sistemática los planes de expansionismo
del gobierno nipón en el sur de Asia, básicamente destinados a garantizarse
las materias primas inexistentes en su propio territorio.
Por fin, la situación rebasó todos los límites y Tokio decidió declarar la
guerra al belicoso gobierno de Roosevelt. Hoy sabemos que el presidente
norteamericano conocía no sólo las intenciones de las autoridades del país
del sol naciente, sino la inminencia de su primer ataque contra Pearl
Harbour, su principal base en el Pacífico. Hasta ocho fuentes distintas
advirtieron a Roosevelt de lo que se estaba preparando, pero éste,
aconsejado por el oscuro Henry Lewis Stimson (alto cargo en su
Administración y en las de Taft, Hoover y Truman, y señalado por varias
fuentes como uno de los agentes de los Illuminati) no hizo nada para evitar
lo que luego se calificó como «el día de la infamia».
Lo más sangrante del caso fue que los japoneses se limitaron a imitar a los
propios norteamericanos en el famoso ataque a Pearl Harbour. El plan
original fue diseñado y experimentado por el almirante H. E. Yarnell para
demostrar al alto mando de la Marina de Estados Unidos la necesidad de
invertir en la construcción de los buques portaaviones frente a los
acorazados, porque, en su opinión, los primeros estaban destinados a ser el
arma del futuro para las operaciones en el Pacífico. En las sorprendentes
maniobras aeronavales del 6 de febrero de 1932, Yarnell, al mando de una
flotilla compuesta por dos portaaviones y cuatro cazatorpederos, eludió las
defensas de la base de Pearl Harbour (uno de los mejores puertos naturales
del mundo, que contaba con una división de infantería, numerosas baterías
antiaéreas y de costa, además de un centenar de aeroplanos) y la flota que
presuntamente la protegía (mucho más numerosa y en la que se incluían
más de media docena de grandes acorazados), y lanzó una oleada de 152
cazabombarderos que «atacaron» sin problemas todos los objetivos
marcados como dignos de «ser destruidos». Si el ataque simulado hubiera
sido real, la flota norteamericana que solía concentrarse en el puerto habría
sido hundida al completo.
Sin embargo, la mayoría de los miembros del alto mando consideraron el
ejercicio como un golpe de suerte y no aceptaron la petición de Yarnell. El
espionaje japonés, en cambio, sí tomó buena nota de cómo destruir la base
con facilidad y de la importancia de empezar a construir portaaviones
cuanto antes. El resultado fue que el 7 de diciembre de 1941 el ataque
sorpresa se reprodujo, pero esta vez era de verdad. De los ocho acorazados
norteamericanos que había en el puerto, dos fueron hundidos, otros tres
quedaron inutilizados durante mucho tiempo y tres más, averiados.
Además, otros siete buques menores resultaron tocados. De la flota aérea,
casi 200 aparatos fueron destruidos y 160 averiados. Más de 3 000 militares
estadounidenses perecieron.
Roosevelt tenía su excusa para entrar en guerra. Los Illuminati se frotaban
las manos porque, igual que sucedió en la primera guerra mundial, la
actuación de Estados Unidos no sólo proporcionaría grandes beneficios
económicos a sus banqueros, sino que desequilibraría la balanza del
conflicto en el sentido deseado: del lado de los aliados.
De esta manera terminaba también uno de los sueños más largamente
acariciados por Hitler, que era llegar a la paz al margen del Reino Unido,
para dedicarse exclusivamente a combatir a la Unión Soviética. Ya lo había
intentado antes, aunque nunca se reconoció de manera oficial, enviando a
su lugarteniente Rudolf Hess en un vuelo tan solitario como oficialmente
misterioso a las islas Británicas, cuyo objetivo era fijar las condiciones del
acuerdo. Hess fue capturado y, tras escuchar su propuesta, el primer
ministro británico Winston Churchill se negó a considerarla y lo encerró en
prisión. Tras el final de la guerra y el ajuste de cuentas de Nüremberg, el ex
número dos del régimen nazi vivió encerrado en solitario en la cárcel de
Spandau, donde falleció en 1987 víctima de un extraño suicidio.
Hoy se empieza a aceptar el hecho, negado durante mucho tiempo por las
autoridades británicas, de que Lina amplia representación de la aristocracia
inglesa, empezando por el propio rey Eduardo VIII, no era partidaria de la
guerra y creía, como Hitler, que era necesario llegar a un entendimiento
entre británicos y alemanes. Ese es el motivo, según algunos historiadores,
de que Eduardo VIII, enamorado de la norteamericana Wally Simpson, de
tendencias filonazis, fuese obligado a abdicar en su Hermano Jorge VI.
Hombre es quien estudia las raíces de las
cosas. Lo demás es rebaño.
JOSÉ MARTÍ,
patriota cubano
2000 años después
Pedro Arrupe fue elegido superior general de la Compañía de Jesús el 22 de
mayo de 1965. Sólo siete meses más tarde, durante su discurso en el
Consejo Ecuménico de finales de diciembre, se refirió a uno de los grandes
enemigos de la Iglesia católica sin llegar a nombrarlo expresamente.
La prensa recogió sus palabras al día siguiente: «Esta sociedad [...] carente
de Dios, actúa de un modo extremadamente eficiente, al menos en sus
niveles de alto liderazgo. Hace uso de todo medio posible a su alcance, sin
importarle que éste sea científico, técnico, social o económico. Sigue una
estrategia perfectamente planeada. Tiene influencia casi completa en las
organizaciones internacionales, círculos financieros y en el terreno de las
comunicaciones de masas, prensa, cine, radio y televisión.»
Era una manera de reconocer la creciente potencia de los Illuminati, y
también de retarlos. Varios autores aseguran que Arrupe perdió el desafío.
Creen que hace tiempo que los representantes de los Iluminados de Baviera
consiguieron su viejo anhelo de infiltrarse en la Santa Sede.
«Ad maiorem Gloria Dei»
Si existe una institución eclesiástica organizada al estilo de las sociedades
secretas, ésa es la Compañía de Jesús. Fundada por un hombre «iluminado»
por la divinidad y provisto de una personalidad poderosa que desarrolló a
lo largo de una vida llena de sucesos y viajes, fue constituida en primera
instancia por siete (el número sagrado) estudiantes de teología. Se organizó
de acuerdo a una fuerte jerarquía y con un reglamento estricto, que incluía
como uno de sus principales votos el de la obediencia, al servicio directo
del Papa y no de otro escalón intermedio del Vaticano, y con clara
vocación internacionalista, puesto que desde el primer momento envió sus
misioneros a la conquista de todo el mundo conocido. Su reglamento
interno y su forma de actuar fueron copiados hasta la saciedad por diversos
grupos, incluso por sociedades contrarias a la Iglesia católica como los
propios Illuminati.
Ignacio, o Iñigo, de Loyola había nacido en 1491 en el seno de una de las
familias más antiguas y nobles de la región. Fue el más joven de once
hermanos, sirvió en la Corte y se incorporó al ejército para repeler una
invasión francesa en el norte de Castilla. Su carrera militar no duró
demasiado, terminó cuando una bala de cañón le destrozó la pierna durante
la defensa del castillo de Pamplona. Rendida la fortaleza, los franceses le
capturaron y le enviaron en litera a su hogar natal, donde soportó una
convalecencia de muchos meses, salpicada con sucesivas operaciones que
no impidieron que quedara cojo.
Según su biografía formal, para distraerse durante su forzado reposo pidió
que le proporcionaran libros de caballería, pero lo único que se encontró en
el castillo de sus padres fue una historia de Jesucristo y un libro de vidas de
santos. Ambos textos, acompañados de largas reflexiones en la soledad de
su reposo, le llevaron a pensar que su destino pasaba forzosamente por la
entrega a la fe. Se convenció al tener una visión mística de la Virgen María
llevando en brazos el cuerpo de Jesús. Semejante experiencia, sumada a
una peregrinación al santuario catalán de Nuestra Señora de Montserrat, le
determinó a viajar a Tierra Santa. Durante un tiempo vivió de las limosnas
y orando en la pobreza como los santos a los que quería imitar. Entonces
empezó a escribir sus famosos Ejercicios espirituales, que publicó muchos
años después y cuyo fin específico es «llevar al hombre a un estado de
serenidad y desapego de las cosas pasajeras para que pueda elegir sin
dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general
de su vida, ya acerca de un asunto particular».
Finalmente embarcó hacia Palestina, adonde llegó previo paso por Roma,
Chipre y Jaffa. Desde esta última ciudad viajó a Jerusalén a lomos de un
mulo, a imitación de Jesús. Se cree que durante el tiempo que permaneció
allí pudo conocer otras doctrinas sagradas como la de los sufíes
musulmanes. En cualquier caso, algo extraño debió de aprender porque,
pues, tras regresar a España y pasar fugazmente por la Universidad de
Alcalá de Henares, fue acusado de propagar «doctrinas peligrosas» y
encarcelado. Liberado por los inquisidores, volvió a abandonar España para
viajar esta vez a Francia, Fland.es e Inglaterra, donde perfeccionó sus
estudios sin abandonar sus obligaciones espirituales. En 1534 obtuvo el
título de maestro en artes en la Universidad de París y, poco después, con la
compañía de otros seis estudiantes de teología (Pedro Fabro, un sacerdote
de Saboya; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, brillantes
estudiantes; Simón Rodríguez, de origen portugués, y Nicolás Bobadilla)
decidió crear una pequeña congregación religiosa, que hizo votos de
pobreza, de castidad (más tarde se añadiría el voto de obediencia) y de
predicación en Palestina y, si esto último no fuera posible, donde quisiera
mandarles el mismo Papa Paulo III. Así nació la Compañía de Jesús,
aunque Ignacio nunca utilizó el nombre de «jesuítas», que comenzó siendo
un apodo.
Una vez en Roma, al Pontífice le agradó la iniciativa y permitió la
ordenación de todos los miembros de la compañía. Más tarde, Ignacio tuvo
una nueva visión, esta vez del propio Jesucristo, y al poco tiempo, Paulo III
aprobó la formalización de la compañía como una orden en toda regla al
servicio del Vaticano. Ignacio de Loyola fue elegido primer general de la
misma, aunque sólo aceptó el cargo por mandato de su confesor. A partir
de entonces, la labor de los jesuítas se mostró muy valiosa para el Vaticano,
sobre todo en labores misioneras, en Asia, África y América, así como en
diversas obras de caridad y educativas. Durante la Contrarreforma, la
compañía desempeñó un papel importante en el enfrentamiento contra el
protestantismo. Su estructura jerárquica, casi militar, su cohesión interna y
la calidad humana y cultural de muchos de sus miembros la convirtieron en
una auténtica tropa espiritual de choque para el Papa. Cuando Ignacio
murió en 1556, había cerca de diez mil jesuítas por todo el mundo.
Se conservan las instrucciones que dio personalmente Ignacio de Loyola a
los jesuítas encargados de fundar un colegio en Ingolstadt, ciudad natal de
Weishaupt: «Tened gran cuidado en predicar la verdad, de tal modo que si
acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y
moderación cristianas, No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por
sus errores.» Sus enviados debieron de hacerlo bien, pues recordamos que
el futuro fundador de los Iluminados de Baviera no sólo estudió en el
colegio jesuita, sino que se ordenó sacerdote de la compañía antes de optar
por fundar su propia organización.
La canonización de san Ignacio de Loyola y de uno de sus compañeros, san
Francisco Javier, unida al trabajo monumental desarrollado desde SLI
fundación, llevó a la Compañía de Jesús a alcanzar tanta fuerza en el seno
de la cristiandad que el general de la institución llegó a ser apodado «el
Papa Negro», debido a sus vestiduras siempre oscuras y a que, según decía,
nadie tenía más poder que él en el Vaticano, excepto el Sumo Pontífice. Y
eso que la historia de esta institución no ha estado libre de altibajos. Los
recelos que despertaron algunas de sus obras los llevaron a ser expulsados
de algunos países e incluso a la supresión de la orden en 1773, aunque fue
restablecida de nuevo en 1814, como dice su divisa, «Ad maiorem Gloria
Dei» o, lo que es lo mismo, a mayor gloria de Dios.
Algunas fuentes aseguran que, a lo largo de su azarosa vida, Ignacio tuvo
ocasión de contactar con sabios y místicos de muy diversa procedencia, e
incluso se ha sugerido la influencia de alguna escuela rosacruciana en
algunos hechos concretos de su vida. Lo que parece evidente es que quiso
construir un auténtico ejército espiritual al servicio del Papa y que lo
consiguió.
Otras organizaciones secretas vaticanas no tuvieron tanta influencia.
Especialistas como José María Ibáñez y Pedro Palao describen SLIS
características generales: una rígida moral, un evidente conservadurismo y
una profunda devoción por los más rancios aspectos del catolicismo, pero
sin gran visión de futuro. Entre las más conocidas figuran la francesa Liga
Santa, fundada en 1576 por el duque de Guisa con apoyo de Felipe II y el
Vaticano. Autoproclamada «el partido de Dios» y organizada al estilo
masónico con un directorio secreto de diez miembros ubicado en París,
tenía por principal objetivo combatir la herejía y las sectas cristianas
contrarias al catolicismo. Los Caballeros de la Fe o Asociación de las
Banderas fue fundada en 1810 por Ferdinand de Bertier, quien, con su
hermano Bénigne, había militado en diversos grupos realistas, aparte de ser
él mismo masón y miembro de la logia Perfecta Estima. La cúpula de este
grupo la formaban nueve miembros que conocían el origen y las
intenciones de la orden mientras los militantes de base pensaban pertenecer
a una simple asociación de caridad. La Cofradía del Santo Sacramento o
Cábala de los Devotos estaba dirigida por un misterioso Cenáculo Invisible
y Fraternal, en el que se encontraban entre otros Vicente de Paúl, Nicolás
Pavillion y Jean Jacques Olier, este último también fundador de otra
organización llamada Santo Suplicio.
Todas estas organizaciones conocían la existencia de las diversas conjuras
para minar la Iglesia católica desde dentro, y una de las principales razones
de su existencia fue intentar protegerse alrededor del poder papal no sólo
de las sucesivas desviaciones del catolicismo dentro del propio
cristianismo, sino de los «caballos de Troya» que los Illuminati enviaron,
uno tras otro, hasta traspasar la muralla.
La obra del escribano
Inquieto por las noticias de suicidios colectivos en Francia y otros países, el
Parlamento de Bélgica encargó en 1997 a una de sus comisiones de
investigación que elaborara una lista de grupos sectarios «que pudieran
suponer una potencial amenaza para la sociedad». Entre los cerca de
doscientos nombres enumerados en los primeros informes entregados por la
comisión figuraban la Orden del Templo Solar (que se hizo famosa en esa
época, precisamente por el suicidio conjunto de varios de sus miembros),
diversas organizaciones satanistas como la Logia Negra o Las Cruces de la
Nueva Babilonia, la polémica Iglesia de la Cienciología, fundada por L. R.
Hubbard, los Testigos de Jehová... y el Opus Dei.
Los obispos belgas no tardaron en poner el grito en el cielo por la inclusión
del Opus en la «amalgama irresponsable» de nombres redactada por la
comisión. El caso abrió una fuerte polémica en un país en el que tres de
cada cuatro habitantes se confiesan católicos, además de que el movimiento
fundado por Escrivá de Balaguer tiene hoy rango de prelatura personal de
la Iglesia gracias al Papa Juan Pablo II. Sin embargo, según el informe, la
doctrina de esta organización puede definirse como «catolicismo integrista
y elitista». Sus métodos de captación y formación han sido con diferencia
los más criticados dentro y fuera de la propia Iglesia católica, y los
familiares de algunos de sus miembros la acusan de mantener la estructura
y el comportamiento de una secta destructiva.
Cuando su polémico fundador falleció en 1975, muchos pensaron que la
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Obra de Dios o, para abreviar, el
Opus Dei (Trabajo de Dios) entraría en un acelerado declive y acabaría
perdiendo su ascendencia política y social en diversos países católicos, y su
influencia religiosa en el Vaticano. Muy al contrario, en la actualidad la
Obra se encuentra más extendida que nunca, pues según sus propios datos
cuenta con más de 80000 miembros repartidos en sesenta países de los
cinco continentes, e incluso disfruta desde octubre de 2002 de un santo que
vela personalmente por ella, el propio san José María Escrivá de Balaguer,
a quien en los mismos círculos religiosos se le apoda el Santo Ferrari por la
inusitada velocidad con que consiguió la canonización, un proceso por lo
general muchísimo más largo y complejo de lo que lo fue su causa.
Más adelante, donde se describe la muerte del Papa Juan Pablo I, se explica
el porqué de esta velocidad según la opinión de muchos investigadores. Lo
cierto es que el poder y la influencia de la Obra crece cada día que pasa
hasta el punto de superar incluso el tradicional papel preeminente de la
orden jesuita. En el momento de escribir estas líneas, muchos de los
hombres de confianza del Pontífice pertenecen a esta organización, desde
su portavoz, Joaquín Navarro Valls, hasta los cardenales Ratzinger,
Martínez Somalo, Moreira Neves o López Trujillo. Se calcula que los
miembros del Opus Dei en Italia están en torno a los 4 000 (entre ellos
aparecen Marcello dell' Utri, uno de los ayudantes personales del primer
ministro italiano Silvio Berlusconi, o Mario Pentinelli, ex director del
diario II Messaggero), pero sus amigos y simpatizantes (como es el caso
del gobernador de la banca italiana Antonio Fazio, el ex presidente
Francesco Cossiga o el industrial Giampiero Presentí) superan esta cifra y
se muestran muy activos a la hora de protegerla, como demostraron al
impedir en 1986 una investigación parlamentaria y judicial que había
pedido la Hacienda italiana a propósito de las cuentas de la organización.
La asociación Católicos por el Derecho a Decidir publicó un informe poco
antes de la canonización de Escrivá en el que advertía de que «la evidencia
actual es que el Opus ejerce una influencia cada vez mayor. Con su
afiliación a la Obra, un creciente número de intelectuales, médicos,
parlamentarios, ministros, jueces y periodistas dan al Vaticano Lina fuerza
poderosa y oculta que pretende imponer su código moral no sólo sobre los
católicos, sino a través de las leyes y la política». Otros autores creen que
está sucediendo lo contrario. Es decir, no es que el Vaticano disponga con
el Opus de un nuevo ejército espiritual a su servicio, sino que el Opus se ha
apoderado del Vaticano para sus propios fines.
Así, Manuel Magaña afirma en Revelaciones sobre la santa Mafia que en
las reuniones secretas de los dirigentes de los miembros de la Obra se
discute entre otros asuntos la mejor manera de introducirse en los medios
para adquirir «el control de la prensa, el cine, la radio y la televisión, a fin
de que sus planes de infiltración político religiosa, de alcances
internacionales, resulten favorecidos con una imagen pública que oculte sus
verdaderos propósitos». Para llevarlos a cabo, sean cuales sean éstos, es
imprescindible, como siempre, el secreto.
Daniel Artigues, en El Opus Dei en España, la calificaba como «sociedad
casi secreta» que aspira a «captar a las élites» a la vez que persigue «fines
mal conocidos pero más políticos que religiosos», utilizando incluso señas
y toques, como los masones y otras organizaciones «discretas». Una de sus
más conocidas contraseñas, utilizada en reuniones sociales donde una
persona es presentada a otras, pasa por decir en voz alta la palabra latina
Pax (paz) para significar la pertenencia a la Obra. Si algún miembro de la
organización está presente responderá In aeternum (para la eternidad, o
para siempre).
Como cualquier asociación cristiana, el Opus Dei insiste en que su
principal objetivo es defender el cristianismo, y en especial el catolicismo,
siguiendo el ejemplo de Jesús cuando dijo «Yo soy el Camino, la Verdad y
la Vida», aunque da la impresión de que la interpretación de estas palabras
difiere un tanto del original. El fundador de la organización tituló Camino a
su célebre colección de reflexiones, que publicó por vez primera en 1934
como Consideraciones espirituales y que hoy ha alcanzado la significativa
cifra de 333 ediciones y más de cuatro millones de ejemplares en 42
idiomas. Pero no deja de llamar la atención que la hagiografía oficial del
santo se refiera a José María Escrivá de Ba laguer, cuando su verdadero
nombre según consta en el registro fue el de José María Escriba Albás. La
afición al baile de letras, más sugerente de lo que en principio pudiera
parecer, llevó a algún crítico de la Obra a señalar que Opus Dei (trabajo de
Dios) podría ser un anagrama de Opus Die (trabajo de la muerte). Sin llegar
a estos extremos, para una detallada descripción de su biografía resulta
muy ilustrativa Vida y milagros de monseñor Escrivá de Balaguer,
fundador del Opus Dei del periodista Luis Carandell.
Noble cosa es, aun para un anciano, el
aprender.
SÓFOCLES,
escritor griego
La cruz torcida
La tarde del 28 de septiembre de 1978, Juan Pablo I mantuvo una ácida
discusión durante más de dos horas con el cardenal Villot, secretario de
Estado de la Santa Sede. Desde que fue elegido Papa hacía poco más de Un
mes, Albino Luciani, el nuevo Pontífice de la Iglesia católica, no había
hecho otra cosa que estudiar las acusaciones sobre tráfico de influencias,
estafas y desfalcos varios en los que aparecían implicados muchos e
importantes nombres de la curia vaticana. Entre ellos, el director del Banco
Vaticano Paul Marzinkus, que había sido relacionado con la Mafia y
también con el escándalo del Banco Ambrosiano, por sus relaciones con
dos de los turbios personajes de la trama, Michelle Sin dona y Roberto
Calvi. También estaba en entredicho el cardenal John Cody de Chicago,
acusado de malversación de fondos y otros escándalos. Y el trabajo del
propio Villot tampoco satisfacía al nuevo Papa porque el secretario de
Estado nombrado por su predecesor Pablo VI parecía estar al tanto de todos
los problemas sin haber hecho gran cosa para resolverlos.
Así que Juan Pablo I le anunció su decisión de destituirlos a los tres,
Marzinkus, Cody y Villot, como parte de un plan de renovación más
amplio que tenía intención de llevar a cabo en las próximas semanas, para
dar nuevos aires a los enmohecidos sótanos de las finanzas vaticanas. La
contestación de Villot, según algunas fuentes bastante fiables fue: «Es
usted libre para decidir. Yo obedeceré. Sepa sin embargo que estos cambios
suponen una traición a la herencia de Pablo VI.» A lo que Albino Luciani
contestó: «Ningún Papa gobierna a perpetuidad.» Después, los dos hombres
se separaron en un ambiente de palpable tensión.
A las cinco y diez minutos de la mañana del día siguiente, la hermana
Vincenza llevó su habitual taza de café a la sacristía de la capilla donde el
Papa realizaba sus oraciones de primera hora antes de la misa de las cinco y
media. Pero nadie se bebió el café. Extrañada, se dirigió a los aposentos
papales y se encontró camino de ellos con Diego Lorenzi, uno de sus
secretarios personales. A las cinco y veinte encontraron a Albino Luciani
sentado en la cama, con la luz encendida, las gafas puestas y unos
documentos en las manos. Su cuerpo estaba todavía tibio y su rostro estaba
contraído en una mueca agónica. La hermana Vincenza le tomó el pulso
rápidamente. Estaba muerto.
La extraña muerte del Papa «bueno»
Trece días antes de la muerte de Juan Pablo I, la revista italiana Op publicó
una lista que incluía nada menos que 121 nombres de prelados vaticanos
afiliados, según la investigación periodística, a la masonería. Aunque la
reacción oficial de la Iglesia católica pasaba por ignorar el dato,
atribuyéndolo a una «turbia maniobra» de algún enemigo de la institución,
lo cierto es que el Pontífice conocía la información antes de que fuera
publicada, porque Roberto Calvi en persona se había encargado de
facilitársela. En esa lista figuraban, entre otros, Villot, Baggio y Marzinkus,
y posiblemente constituyera una de las razones inmediatas por las que
quería «poner orden» en la jerarquía vaticana. Y deseaba hacerlo, además,
cuanto antes.
Es imposible demostrar que Juan Pablo I fuera asesinado por este motivo,
al menos a través del examen del cadáver, porque la secuencia de
acontecimientos fue tan rápida que no dejó ninguna prueba a la vista.
Precisamente por ello, su fallecimiento ha estado rodeado de demasiadas
sospechas para aceptar que falleció de muerte natural.
Cuando Vincenza y Lorenzi le encontraron muerto avisaron a John Magce,
su otro secretario personal, quien a su vez llamó al cardenal Villot. Poco
después, éste llegaba acompañado por un médico que confirmó el
fallecimiento. Asumiendo las funciones de camarlengo, Villot tomó el
control del interregno papal y lo primero que hizo fue prohibir a la monja
que hablara con nadie de lo ocurrido y llamar a los embalsamadores, los
hermanos Signoracci del Instituto Forense, que a las seis de la mañana, en
un tiempo realmente récord, ya se encontraban allí. El propio jefe del
servicio médico vaticano, profesor Fontana, y uno de sus médicos, el
doctor Buzzonetti, no llegaron hasta las siete y ya no pudieron hacer nada.
Durante esa hora, los embalsamadores ya habían encajado y maquillado la
cara del difunto, que ahora mostraba un plácido semblante, insinuando
incluso una sonrisa. Sus gafas y sus sandalias habían desaparecido, igual
que las notas en las que estaba trabajando instantes antes de morir.
Hacia las siete y media de la mañana, el cardenal Villot empezó a informar
a los demás cardenales de la muerte del Pontífice, y una hora más tarde
Radio Vaticano hacía pública la noticia. Según la versión oficial que
entonces se distribuyó, «hacia las cinco y media de la mañana el secretario
particular del Papa, que no le había visto como de costumbre en su capilla,
le encontró muerto en la cama con la luz encendida, como si aún leyera», y
el doctor Btizzonetti, que acudió de inmediato, constató su fallecimiento,
que «probablemente acaeció hacia las once de la noche del día anterior, a
causa de un infarto agudo de miocardio», apenas hora y media después de
haberse retirado a sus habitaciones. Según la opinión de los hermanos
Signoracci, que habían tenido acceso al cuerpo en mejores condiciones que
Buzzonetti, el óbito se produjo en realidad entre las cuatro y las cinco de la
mañana, poco antes de que lo encontrara la hermana Vincenza.
La versión oficial del Vaticano añadía que lo que Albino Luciani leía en el
momento de fallecer era una edición de Imitación de Cristo de Tomás de
Kempis, que se había encontrado a los pies de la cama, pero otras fuentes
aseguraban que en realidad se trataba de una lista con el nombre de todos
los cargos vaticanos que iban a ser destituidos y de sus sustitutos. Germano
Pattaro, consejero teológico del Pontífice, confirmó tiempo después que se
trataba de «unas notas sobre la conversación de dos horas que el Papa había
mantenido la tarde anterior con el secretario de Estado, el cardenal Villot».
Si quedaba alguna oportunidad de averiguar de qué había muerto realmente
el Papa, el cardenal Oddi se encargó de sepultarla al advertir de que el
Sacro Colegio Cardenalicio «no considera la posibilidad de abrir
investigación alguna sobre la muerte, ni de realizar una autopsia al
cadáver». El Santo Padre había fallecido por designio divino y no había
más que hablar. Pocas horas después de que sus últimas pertenencias
fueran retiradas del' dormitorio acudió un equipo de limpieza que no se
limitó a pasar una fregona, sino que pulió y enceró el suelo. Si todavía
quedaba alguna prueba o resto físico de alguna irregularidad, desapareció
definitivamente.
El día anterior a su muerte, Juan Pablo I había hablado por teléfono con dos
cardenales y se había reunido personalmente con otros dos. A Villot lo
había recibido por la tarde, pero antes, por la mañana, se había entrevistado
con el cardenal Baggio, al que comunicó algunos de los importantes
cambios que pretendía introducir en la jerarquía vaticana, entre otras cosas
porque uno le afectaba directamente. Baggio disfrutaba entonces del puesto
de Prefecto para la Congregación del Clero, pero el nuevo Papa quería que
se marchara a Venecia para ocupar la sede que él mismo había dejado
vacante tras su elección. La noticia desató la ira del cardenal, que tuvo que
ser aplacado por el propio Luciani. A mediodía, en conversación telefónica
con el tercer cardenal de la jornada, Benelli, el Papa le comentó la muy
poco cristiana reacción de Baggio antes de ofrecer al propio Benelli el
puesto de secretario de Estado en sustitución de Villot. El cuarto cardenal
con el que habló, también por teléfono, fue Colombo, a quien también
explicó poco antes de las nueve de la noche los cambios que pensaba hacer.
Después se fue a sus habitaciones, de las que no volvió a salir por su propio
pie.
La sucesiva desaparición de los diferentes protagonistas del suceso ha
echado más tierra sobre el asunto y también ha alimentado las sospechas.
Por ejemplo, el cardenal Villot murió seis meses después por culpa de «una
neumonía bronquial». O eso dijo el primer informe médico, porque el
segundo examen que se practicó a su cadáver afirmaba que en realidad
había fallecido por «problemas renales». Para aclarar la causa definitiva del
óbito hubo una tercera investigación, cuyas conclusiones fueron
«hepatitis», y aún un cuarto análisis que dictó «hemorragia interna». Nadie
sabe cuántas más causas de la muerte se podrían haber encontrado en el
cuerpo si se le hubieran practicado más autopsias.
Los mercaderes del templo
El obispo Paul Marzinkus nació en Illinois, Estados Unidos, en 1922. Tras
estudiar en la Universidad Gregoriana de Roma y doctorarse en derecho
canónico fue recomendado en 1963 por el cardenal de Nueva York, el
intrigante Francis Spellman, ante el propio Pablo VI, que lo tomó como
intérprete y guardaespaldas, y fue apodado el Gorila. Sin embargo,
Marzinkus consiguió ganarse la plena confianza de Pablo VT, hasta el
punto de ser nombrado años más tarde director del IOR, el Instituto para las
Obras de Religión o, más sencillamente, la Banca Vaticana.
El principal objetivo que se le encomendó fue redistribuir las inversiones
que hasta entonces habían seguido la estrategia diseñada desde los años
cuarenta por un seglar llamado Bernardino Nogara, fideicomisario de la
casa Rothschild de París. Este ya había cambiado entonces la política anti
usura que la Iglesia católica había mantenido durante los siglos anteriores.
Para ello dispuso de los beneficios fiscales, aduaneros y diplomáticos
concedidos durante el régimen fascista de Benito Mussolini gracias al
Tratado de Letrán de 1929. Gracias a esos beneficios se dedicó a invertir en
el mercado del oro y a especular en todo tipo de transacciones bursátiles.
Muchas de las inversiones se dedicaron a la compra de acciones de
empresas de alta rentabilidad, como las que entonces fabricaban
armamento y métodos anticonceptivos (como las píldoras Luteolas,
fabricadas por el Instituto Farmacológico Sereno). Más adelante optó por
comprar varios bancos, así como acciones en diversos sectores, como los
seguros, el acero o la propiedad inmobiliaria, donde llegó a poseer el 15 %
de la empresa La Società Generale Inmobiliare.
Cuando Marzinkus se hizo cargo del Banco del Vaticano se redujeron las
inversiones en el mercado italiano y se traspasaron a mercados extranjeros,
en especial a Estados Unidos, donde conectó con J. P. Morgan, Chase
Manhattan Bank y otras entidades financieras que ya conocemos. En estas
operaciones utilizó los consejos y la red financiera internacional de un
banquero siciliano que conocía a Pablo VI de la época en la que todavía era
el arzobispo Montini de Milán. Este banquero se llamaba Michele Sindona.
Sindona era un viejo conocido de la Mafia, pues había comenzado su
carrera lavando dinero negro de la Cosa Nostra neoyorquina a través de la
compra de entidades financieras y después construyó su propio entramado
bancario, de dimensiones internacionales. Gracias a los beneficios de sus
negocios, llegó a donar al entonces cardenal Montini dos millones de
dólares para la construcción de un asilo. Así que cuando Montini llegó a la
cima de su carrera religiosa, Sindona se convirtió nada menos que en el
consejero financiero de la fortuna del Vaticano. Aprovechó su racha de
suerte para actuar en una doble dirección: a la vez que orientaba y
manejaba las inversiones que Marzinkus había puesto en sus manos,
utilizaba la propia estructura bancaria de la Santa Sede para evadir
impuestos y seguir blanqueando el dinero de la Mafia.
Por otra parte, Licio Gelli, un poderoso empresario del sector textil de la
Toscana con un extenso curriculum de secretos a sus espaldas,
proporcionaba cobertura política a Sindona. Gelli había luchado en la
guerra civil española y después había militado en las SS de Himmler. Tras
la segunda guerra mundial emigró a Argentina, donde llegó a ser consejero
económico del general Perón. De regreso a Italia trabajó primero para la
KGB soviética y después para la CLA. En la época en la que colaboró con
Sindona era el gran maestre de la logia masónica P2 o Propaganda Due
(Propaganda Dos). Esta no era una logia más, había sido fundada en 1966 a
instancias del entonces gran maestre del Oriente de Italia, Giordano
Gamberini, y sus planes de fondo eran similares a los de los Illuminati,
pues no aceptaban en sus filas a ningún miembro que no dispusiera de un
mínimo de influencia, riqueza o poder en algún sector de la sociedad.
Según algunos expertos, este grupo era heredero directo de los carbonarios.
El caso es que en su ceremonial iniciático se sucedían una serie de
amenazas al neófito que recuerdan mucho a los rituales de esta hermandad.
Entre otras respuestas, el nuevo miembro debía contestar afirmativamente a
preguntas como: «¿Estás preparado, pagano, para luchar y tal vez tener que
sentir vergüenza y morir, para que nosotros que quizá seamos tus hermanos
podamos destruir este gobierno y formar una presidencia?» La última
prueba consistía en dejar caer a su lado una víbora. Si el aspirante se dejaba
vencer por el miedo, no era admitido, pero si aguantaba serenamente
durante un minuto, se le daba la bienvenida. En el juramento posterior, el
nuevo miembro de la P2 se comprometía a «combatir los males del
comunismo, asestar un golpe al liberalismo y luchar para establecer un
gobierno presidencial». Gelli había ingresado dos años antes en la
masonería, pero en poco tiempo alcanzó el grado que le permitió controlar
Propaganda Due y edificar gracias a ella un importante centro de tráfico de
influencias políticas y militares.
Así pues, Sindona recibía protección política de Gelli y a cambio le pagaba
con importantes sumas de dinero para financiar las actividades de la P2. Y
no sólo eso: la mano derecha de Gelli en su organización masónica,
Umberto Ortolani, era abogado y gentilhombre de Su Santidad. Por este
motivo, Gelli podía comer regularmente con Marzinkus e incluso fue
recibido en varias ocasiones en audiencia privada por Pablo VI.
Todo funcionó correctamente hasta que la masiva evasión de capitales
vaticanos fuera de Italia originó una crisis económica en el país en 1970.
Sin embargo, los miembros de la trama no se dieron por aludidos ante el
primer aviso. Por aquella época, otro de los masones de Propaganda Due,
Roberto Calvi, pasó a engrosar las filas de los consejeros financieros del
cardenal Marzinkus y fue nombrado director del Banco Ambrosiano,
también conocido como «la lavadora» por las enormes cifras de dinero
negro que se blanqueaban cada año. El propio Marzinkus le vendió a Calvi
la Banca Católica del Véneto para que la sumara a su irregular red
financiera. El resultado es que ese banco, que tradicionalmente había hecho
préstamos a bajo interés a sus clientes con menos ingresos, cambió
radicalmente de política. Varios obispos solicitaron entonces al cardenal
Albino Luciani que estudiara el caso, y éste acabó descubriendo la
verdadera naturaleza de los negocios de Calvi, Sindona y el mismo
Marzinkus, pero poco pudo hacer en aquel momento.
Finalmente, una serie de quiebras de bancos europeos y norteamericanos
descubrió todos esos manejos en 1974. El hundimiento del Banco Nacional
Franklin de Nueva York fue el más oneroso para la Banca Vaticana, que
perdió una cantidad espectacular de dinero mientras Sindona era arrestado
en Estados Unidos, donde fue juzgado y condenado por malversación de
cuentas. El gobierno italiano pidió su extradición para llevarlo también a
juicio y la obtuvo. En su propio país fue condenado a cadena perpetua por
su implicación en la muerte del fiscal encargado de investigar la quiebra de
sus bancos. Dos días después de ingresar en una prisión de máxima
seguridad, Sindona falleció víctima de un extraño ataque descrito
alternativamente como «infarto» y «derrame cerebral».
A duras penas, Marzinkus y Calvi lograron salvar el Banco Ambrosiano y
la Banca Vaticana, pidiendo cuantiosos préstamos a banqueros
internacionales (como sabemos, uno de los instrumentos predilectos de los
Illuminati) y ofreciendo a cambio la «garantía moral» del Vaticano. Pero
entonces falleció Pablo VI y Luciani fue elegido nuevo Papa con el nombre
de Juan Pablo I. Los responsables de la finanza vaticana se encontraban,
pues, en una posición precaria, pues sabían que el nuevo Pontífice, hombre
idealista y admirador del espíritu pobre pero honrado de la denominada
Iglesia primitiva, sería capaz de provocar la quiebra definitiva de las dos
entidades bancarias con tal de depurar a la Santa Sede de especuladores y
buscavidas.
Sus cuitas, empero, no duraron mucho, ya que «un golpe de fortuna» los
libró del problema con la sorprendente y rápida muerte de Luciani. Poco
después asumió el poder su sucesor Ka rol Wojtyla, con el nombre de Juan
Pablo II.
Mientras tanto, la policía italiana proseguía sus investiga dones y de alguna
forma acabó llegando hasta Gelli. En marzo de 1981, una operación
policial intentó detenerlo en su villa residencial, pero cuando los agentes
entraron, el dirigente masón había desaparecido. Tras efectuar un riguroso
registro, aparecieron los archivos secretos de la logia Propaganda Due,
entre los que figuraban los nombres de sus 953 miembros activos.
El escándalo fue enorme en Italia, porque en la lista figuraban, entre otros,
el ex presidente Giulio Andreotti y varios ex primeros ministros italianos,
así como tres ministros del gobierno, entre ellos, el responsable de Justicia,
Adolfo Sartí; noventa jueces, más de cuarenta parlamentarios, diversos
líderes de partidos políticos, banqueros, directores de periódicos, casi
doscientos oficiales de los tres ejércitos, entre ellos, Torrissi, el entonces
general en jefe del Alto Estado Mayor; los directores de los tres principales
servicios de inteligencia, y numerosos profesores universitarios. En
realidad, nada nuevo bajo el sol. Desde la época de Mazzini y Garibaldi,
muchos de los dirigentes políticos italianos han pertenecido a una u otra
logia masónica. El mismo Silvio Berlusconi perteneció a Propaganda Due,
donde se inició al menos tres años antes de que se produjera la operación
policial, aunque, según explicó posteriormente en una entrevista, lo hizo
«sólo por congraciarse con un amigo» y, por supuesto, dijo, «nunca asistí a
sus reuniones ni me vi favorecido por sus maquinaciones». Todos los
miembros de la P2 habían jurado obediencia absoluta a su gran maestre,
aunque el sistema jerárquico estaba tan bien organizado que muchos no
sabían que el jefe era Licio Gelli, al que ni siquiera conocían. En todo caso,
la grave crisis política estaba servida, ya que el gobierno de Foriani,
entonces en el poder, estaba plagado de miembros de Propaganda Due.
La idea de fondo de esta logia masónica, según los documentos
descubiertos por las autoridades, era enterrar el régimen político italiano
nacido de la segunda guerra mundial y basado en el enfrentamiento de dos
fuerzas principales, comunistas y democristianos, para sustituirlo por un
gobierno de corte más presidencialista y ciertos tintes autoritarios —la
vieja táctica de tesis y antítesis superadas por la síntesis—. Ese gobierno
estaría bajo control oculto de la P2, cuya presencia nunca sería pública.
No deja de ser curioso que en los años noventa del siglo pasado y tras la
llamada Crisis de Tangentópolis, la arquitectura política italiana siguiera
precisamente ese camino, con el desmoronamiento de ambos bloques y la
aparición de un partido político «anónimo» y populista, Forza Italia (que
sería como fundar en España uno llamado Viva España) dirigido
precisamente por Berlusconi, ex miembro de P2.
A finales de julio de 1981, el lazo se estrecha un poco más. El Banco
Ambrosiano quebró definitivamente y Calvi intentó presionar a Marzinkus
para que acudiese en su ayuda. Condenado por la justicia italiana con una
pena poco severa, consiguió la libertad bajo fianza un año después y lo
primero que hizo fue subirse a un avión para viajar a Londres. Según
diversas fuentes, buscaba el apoyo de una muy poderosa logia masónica y
tal vez llevaba consigo cierta documentación que había guardado en una
caja de alta seguridad de la banca suiza del Gottardo. Poco después, su
cadáver apareció colgado de un puente londinense. En sus bolsillos tenía un
pasaporte falso, veinte mil dólares y cinco kilos y medio de piedras
preciosas. Su muerte aún no ha sido aclarada.
De vuelta a Italia, Gelli también fue implicado en la quiebra del
Ambrosiano y encarcelado en 1982 en una prisión de máxima seguridad de
la que escapó poco más tarde. En 1986, el Tribunal Supremo le acusó de
estar implicado en una brutal matanza en Bolonia, dirigida según los
magistrados por ciertos elementos de la ultraderecha. Capturado
finalmente, fue encarcelado de nuevo, pero, por motivos de salud, se le
permitió cumplir arresto domiciliario hasta el final de sus días.
El porqué de un santo
El hundimiento del Banco Ambrosiano dejó a la Banca Vaticana a las
puertas de la ruina. Los banqueros internacionales se mostraron insensibles
a las sugerencias de una refinanciación de lo ya invertido. Se limitaron a
guardar silencio, como si esperaran algo. Lo cierto es que las deudas eran
de tal calibre que toda la estructura de la Iglesia católica se tambaleó. Sólo
un milagro podía salvar los intereses vaticanos. Pero si hay algo que no le
falta a la institución vaticana, son hacedores de milagros.
Y el milagro se materializó. Inesperadamente, el Opus Dei se ofreció a
enjugar la desesperada situación financiera y, de propina, a hacerse cargo
del 30% de los gastos anuales del Vaticano. A cambio de algunas
concesiones, por supuesto, quid pro quo.
Como es lógico, Juan Pablo II aceptó y aquel mismo año se vio obligado a
pagar la primera «letra» a la Obra, concediéndole el estatuto especial de
Prelatura Personal del Papa. En los años sucesivos pagaría el resto
facilitando primero el desembarco en la administración vaticana de una
auténtica legión de miembros del Opus Dei, que coparon los puestos
decisivos, y promoviendo después la Subida a los altares de Escrivá de
Balaguer. Sólo 17 años después de su muerte, el fundador de la Obra
adquiría la categoría de beato y, en 12 años más, accedió a la de santo. Si
estos plazos nos parecen largos a la hora de proclamar un nuevo santo
según el Vaticano, tengamos en cuenta que las causas de canonización
pueden extenderse por períodos mucho mayores, como bien lo saben, por
ejemplo, los impulsores de la de Isabel la Católica, quien, pese a su
apelativo, da la impresión de que tendrá que seguir esperando bastante.
El sacerdote Jesús López Sáez resume así la situación en su libro Se pedirá
cuenta: «La diferencia es que Juan Pablo I quiso echar a los mercaderes del
templo, mientras que Juan Pablo II expulsó a unos [miembros de la
masonería] para echarse en brazos de otros [miembros del Opus Dei].»
Antes de morir, Luciani había confesado a varios de sus amigos que no
confiaba en disfrutar de un pontificado largo porque sabía que tenía
poderosos enemigos. En alguna ocasión llegó a aseverar que ya conocía el
nombre del que le sucedería en el trono papal y, aunque nunca lo nombraba
directamente, se refería a él como «el extranjero» (por su nacionalidad
polaca frente a la cadena de Papas de origen italiano que lo habían
precedido, como él mismo) o bien «el que estaba sentado frente a mí en el
cónclave» donde fue elegido. Y éste, en efecto, no era otro que Karol
Wojtyla, candidato apoyado por el cardenal Villot y otros miembros
importantes de la curia.
Una hipótesis extravagante, pero que, por las fechas en las que todo
ocurrió, puede acercarse a la realidad de los hechos, afirma que cuando el
cardenal polaco tuvo ante sí la misma información que su predecesor dudó
ante la posibilidad de seguir los pasos de Juan Pablo I o doblegarse a los
manejos de sus consejeros financieros. En ese momento, se habría decidido
por un tercer camino: revelar a las autoridades policiales italianas, por
medio de intermediarios, la implicación real de Gelli y facilitar su
detención, así como la intervención de los documentos compre metedores
en los que figuraban los miembros de Propaganda Due. Como sabemos, la
operación policial se desarrolló en marzo de 1981, aunque se desconoce la
información de la que disponía la policía para ponerla en marcha.
Dos meses después, Juan Pablo II sufrió el misterioso atentado que estuvo a
punto de costarle la vida a manos de Alí Mehmet Agca, un asesino
profesional del que nunca ha quedado claro para quién trabajaba.
Lo cierto es que, una vez recuperado del atentado y tras la intervención del
Opus Dei, Wojtyla no volvió a ocuparse de las cuestiones financieras.
Concentró sus esfuerzos en sus actividades religiosas y políticas y diseñó
una agenda que le llevaría a recorrer el mundo varias veces, convirtiéndose
de ese modo en el Papa más viajero, con diferencia, de toda la historia de la
Iglesia católica.
Juan Pablo II tiene ya una edad avanzada y su estado de salud deja bastante
que desear, hasta el punto de que en los últimos años se llegó a plantear un
debate público sobre la posibilidad de su dimisión. Nadie sabe cuánto
tiempo mis permanecerá en este valle de lágrimas, pero lo que sí está claro
es que su sucesor habrá sido prácticamente nombrado por él. Las reformas
del Colegio Cardenalicio durante los últimos años, en los que Wojtyla ha
escogido y nombrado personalmente a muchos de los nuevos cardenales,
garantizan que el próximo Sumo Pontífice seguirá fiel a la línea del actual.
La rendición
¿Cuál es, en todo caso, esa línea? Si examinamos de cerca los cambios
sucedidos en el seno de la Iglesia católica desde el Concilio Vaticano II
comprobaremos que algunos de los más importantes se parecen bastante a
determinados objetivos de los Illuminati. Por ejemplo, el actual concepto
de ecumenismo o universalismo, sospechosamente similar a una
globalización religiosa más que a una extensión de la «verdadera Palabra
de Dios», como hasta ahora rezaba su doctrina oficial.
Durante siglos, la Iglesia católica se empeñó en cristianizar el mundo
cayera quien cayese, a sablazo limpio si era preciso, alejándose
progresivamente de las orientaciones más pacíficas y espirituales de
Jesucristo, mientras edificaba un poder puramente material como el
simbolizado por la Ciudad del Vaticano, que en poco se distinguía de otros
belicosos reinos medievales y cuyos abusos y errores provocaron sucesivos
cismas y rupturas dentro del cristianismo. Anglicanos, protestantes,
ortodoxos, puritanos y demás ramas desgajadas de la Iglesia de Roma han
actuado aún peor, pues mientras ésta se ha ido moderando con el paso del
tiempo, la gran mayoría de aquéllas ha hecho gala de un fanatismo y una
cerrazón de ideas (y muchas siguen haciéndolo en la actualidad) muy
parecidas a la actitud de los integristas musulmanes que tanto miedo
despiertan hoy en Occidente, sólo que sus miembros llevan ahora traje y
corbata.
En todo caso, desde los años sesenta del siglo XX la antigua postura
eclesial de «o estás conmigo o contra mí» ha evolucionado claramente,
pero no lo ha hecho hacia un más lógico, desde su punto de vista, «yo tengo
la razón y tú no, pero si no quieres recapacitar y venir conmigo, sé libre de
equivocarte como quieras», sino hacia un confuso «yo tengo la razón y tú
también la tienes aunque nuestras religiones se contradigan, pero, qué más
da, celebremos juntos y que cada uno rece lo suyo y luego que haga cada
uno lo que quiera, pues en el fondo somos lo mismo». Los últimos papas y,
en especial Juan Pablo II, han apostado fuerte por este ambiguo
ecumenismo, como demuestra la fundación del llamado Consejo Mundial
de las Iglesias impulsado por Wojtyla. El constante acercamiento a otras
confesiones cristianas ha sido calificado por algunos líderes religiosos,
como los popes de la Iglesia Ortodoxa rusa, de auténtico «abrazo del oso»,
pues aseguran que el Papa «no busca reunificar el cristianismo sin más,
sino absorber dentro del catolicismo a todas las creencias posibles del
mundo, no sólo a las cristianas».
Dentro de esa estrategia, Karol Wojtyla llegó a calificar en 1982 a los
cristianos de «semitas espirituales» y «descendientes de Abraham».
Cualquiera que tenga unos mínimos conocimientos de teología es
consciente de que el hecho de que tanto el judaísmo como el cristianismo
surgieran en un mismo escenario geográfico, si bien en tiempos diferentes,
y aunque el mismo Jesús hubiera nacido dentro de la fe judía, semejante
circunstancia no equivale a una continuidad de una religión a la otra. El
mero hecho de leer y comparar los textos agrupados en las dos partes de La
Biblia, el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, nos lleva a deducir
de inmediato que el Dios de Jesucristo no tiene mucho que ver con el de los
profetas judíos, que en realidad se trata de dos creencias parecidas pero en
esencia diferentes.
En 1986, Juan Pablo II organizó durante las celebraciones en honor a san
Francisco de Asís una oración multirreligiosa por la paz mundial. Michael
Howard, autor de La Conspiración oculta, describía así la ceremonia: «Los
tradicionalistas se horrorizaron al ver que el Pontífice compartía
alegremente semejante plataforma con un lama tibetano, un swami hindú,
un médico brujo indígena norteamericano, un rabino judío y un sumo
sacerdote maorí. [...] La unidad de todas las religiones del mundo y el
reconocimiento de que todas derivaron de la misma fuente antigua es la
filosofía central de las sociedades secretas». Y eso está en franca
contradicción con la doctrina formal de la Iglesia católica, según la cual la
doctrina impartida por Jesucristo es la única verdad revelada.
El mismo Howard se refería también a la información publicada
anteriormente por la prensa italiana en el verano de 1976, según la cual
circulaba una lista de altos jerarcas eclesiásticos que habían sido iniciados
en varias sociedades secretas, casi todas ellas logias masónicas. Entre ellos
figuraba el secretario privado del
Papa Pablo VI, el director general de Radio Vaticano, el arzobispo de
Florencia, el abad de la Orden de San Benedicto y al menos siete obispos
italianos. Pese a los desmentidos oficiales, Lina investigación posterior
sacó a la luz una nueva lista con los nombres de 125 prelados miembros de
este tipo de organizaciones.
Así, el último gran proyecto impulsado por diversos grupos y sectas,
cristianas o no, pretendía transformar la ciudad de Jerusalén en una especie
de comodín religioso que fuese capaz de reconciliar las llamadas
«religiones del Libro», judaísmo, cristianismo e islamismo, instaurando
lugares comunes de culto para las tres, de tal forma que acabara siendo
designada como una especie de capital espiritual del mundo. En agosto de
1990, el director de un seminario de la Sociedad Teosófica en Boston
aseguraba que el plan para poner en marcha una llamada religión pagana
del nuevo orden mundial exigía que el Papa viajara a Jerusalén «en un
momento preciso» para presidir una conferencia religiosa mundial con
representación de miembros de todos los grandes credos del mundo. El
colofón de esa conferencia sería el anuncio formal del Papa cié que, a partir
de ese momento, «todas las religiones del planeta se fundirían en una sola».
Según las voces de algunos sectores integristas del clero católico, así
calificados por su afán en mantenerse anclados en la manera de entender el
cristianismo previa al Concilio Vaticano II, la organización de éste fue el
caballo de Troya utilizado por los Illuminati para introducirse
definitivamente en el seno de la Iglesia católica, aunque existieron intentos
previos. Según Bill Cooper, autor de He ahí un caballo pálido, uno de ellos
fue la alianza presuntamente firmada en 1952, cuando «por primera vez en
la historia se unieron las Familias Negras [entendiendo como tales a la
parte de la nobleza europea habitual practicante del espiritismo y de otras
actividades místico religiosas "políticamente incorrectas"], los Illuminati, el
Vaticano y los masones, todos trabajan ahora juntos para traer el nuevo
orden mundial». Aunque muchos tradicionalistas no llegan a los extremos
de Cooper, acusan a Juan Pablo II de actuar como punta de lanza de
intereses ajenos a la misma institución y ven en cada uno de sus gestos o de
sus palabras señales secretas que indican hasta qué punto representa un
papel en el que ya no cree.
Piers Compton, ex editor de un periódico católico norteamericano llamado
The Universe (El Universo), se preguntaba en su libro La cruz torcida:
«¿Qué es lo que realmente ha causado los cambios en la Iglesia?» Y se
contestaba a sí mismo: «La obra deliberada de un plan de siglos para
destruirla desde dentro.» Compton recordaba que entre los planes
originales de Adam Weishaupt figuraba su intención de «amalgamar las
religiones al disolver todas las diferencias de creencias y rituales que las
habían mantenido aparte, y apoderarse del papado, colocando a un agente
suyo en la silla de Pedro» sin que los fieles católicos lo advirtieran. Y
señala que en el Congreso Eucarístico de Filadelfia de 1976, justo en el 200
aniversario de la fundación de los Iluminados de Baviera, un gran triángulo
con un ojo en su interior presidió las reuniones de los fieles. Una
reproducción de esta imagen apareció en una serie de sellos emitida por el
Vaticano en 1978.
Pero Compton va mucho más allá. En su opinión, el primer Papa que «se
rindió» a los Illuminati fue Pablo VI, quien el 4 de octubre de 1965
pronunció un discurso en las Naciones Unidas «que propagó el evangelio
social, tan cercano al corazón de los revolucionarios, sin una sola referencia
a las doctrinas religiosas que los mismos revolucionarios encontraban tan
perniciosas». Después, fue al salón de Meditación de la ONU, donde, en
secreto, realizó «un ritual ocultista de iniciación» cuya validez quedó
rubricada por la posterior construcción en Washington del llamado Templo
del Entendimiento, provisto también de un triángulo con el ojo
correspondiente, y en el que se representa a las seis creencias más
extendidas del mundo: hinduismo, budismo, confucianismo, judaísmo,
cristianismo e islamismo. Por último, Pablo VI fue el primer Pontífice que
empezó a utilizar un «símbolo siniestro, utilizado por los satanistas en el
siglo VI. [...] Éste era una cruz torcida o partida, en la que se exhibe una
figura repulsiva y distorsionada de Cristo, de la cual los practicantes de la
magia negra [...] habían hecho uso».
En el último tomo de las memorias de Karol Wojtyla, titulado ¡Levantaos,
vamos!, una inquietante fotografía nos muestra al Papa detrás de esa «cruz
torcida» mientras mira a la cámara con un solo ojo.
El 14 de agosto de 2004, Juan Pablo II visitó Lourdes, donde oró por la paz
en el mundo. En este viaje tuvo ocasión de entrevistarse con el presidente
de Francia Jacques Chirac en el mismo aeropuerto de Tarbes, próximo al
famoso santuario mariano. Allí hablaron sobre asuntos políticos y
religiosos, como la guerra en Irak o la mención del cristianismo en la futura
Constitución Europea. Chirac pronunció frases firmes pero conciliadoras
que pueden interpretarse de muchas formas: «Lenta pero inexorablemente,
los pueblos, las naciones y los estados reconocen que la protección del más
débil es un imperativo moral que trasciende las fronteras.» Y también:
«Francia y el Vaticano coinciden en la afirmación de una conciencia
universal en defensa de los valores de paz, libertad y solidaridad y en el
combate por un mundo que coloca al hombre en el centro de todo
proyecto.»
Son, sin duda, opiniones que nos resultan familiares, pero más
espectaculares resultaron las palabras del Papa: «La Iglesia católica desea
ofrecer a la sociedad SLI específica contribución en la edificación de un
mundo en el que los grandes ideales de libertad, igualdad y fraternidad
puedan constituir la base de la vida en la búsqueda y en la promoción
incansable del bien común.»
Por primera vez en la historia del Vaticano, un Papa se atrevía a reclamar
como propios, en voz alta, los ideales masónicos, los ideales de los
Illuminati.
TERCERA PARTE
Los Illuminati en la actualidad
La historia de la libertad es la de la lucha
por limitar el poder del gobierno.
THOMAS WOODROW WILSON,
presidente de Estados Unidos
Un nuevo instrumento
Ser presidente de Estados Unidos encarna uno de los grandes sueños de
cualquier político con aspiraciones de la mayor potencia mundial de
nuestros días. Sin embargo, no es un puesto fácil de alcanzar debido a la
cantidad de influencias y dinero necesarios. Tampoco se puede decir que se
trate de un cargo especialmente cómodo; ni siquiera seguro, pese a la
parafernalia de escoltas que lleva aparejado en cada desplazamiento. Llama
la atención comprobar que prácticamente todos los que han logrado ocupar
la Casa Blanca tras ganar unas elecciones en un año cuya cifra termina en
cero y un decenio par han muerto en el ejercicio del cargo.
Para la astrología moderna, la explicación hay que buscarla en una
desafortunada conjunción que forman Júpiter y Saturno exactamente cada
dos decenios. Para algunos estudiosos de la historia y la cultura de los
indios americanos, los nativos autóctonos que fueron progresivamente
despojados de sus tierras y luego prácticamente exterminados, la culpa es
de una maldición lanzada por importantes chamanes contra el «padre
blanco de "Washington que nos engañó». Algunos autores piensan que se
trata de un tipo de impuesto siniestro y espectacular de los Illuminati, o
alguna organización paralela, en forma de sacrificio humano.
Así pues, William Henry Harrison (1840), Abraham Lincoln (1860), James
A. Garfield (1880), Warren Harding (1920),
Franklin D. Roosevelt (1940) y John R Kennedy (1960) fallecieron
víctimas de atentados o «enfermedades». Entre paréntesis figura el año de
su elección. George W. Bush fue elegido en el 2000 y de momento parece
que goza de buena salud a pesar de algunos pequeños tropiezos domésticos.
Y Ronald Reagan, que fue elegido en 1980, resultó gravemente herido en
un atentado del que consiguió recuperarse, aunque durante un tiempo corrió
el rumor de que tuvo que ser sustituido por un doble. Nada raro, teniendo
en cuenta que los ciudadanos estadounidenses son los más aficionados del
mundo occidental a la teoría de las conspiraciones y que además, en la
actualidad, un presidente de Estados Unidos no es más que el vértice
visible en el poder y no toma decisiones unipersonales.
Por lo demás, los ciudadanos norteamericanos tampoco son ángeles ni seres
especiales, sino simples seres humanos como los demás, con sus defectos y
sus virtudes. Por ello, y aunque se empeñen en ver como un héroe arrojado,
digno y fuerte a todo el que se envuelva con la bandera de las barras y
estrellas, lo cierto es que están expuestos a ser engañados, traicionados y
desorientados por sus propios dirigentes, igual que el resto de pueblos de la
tierra. Sobre todo si están infiltrados los Illuminati.
El golpe de Estado que nunca existió
El asalto violento del poder, los golpes de Estado a la vieja usanza no son
exclusivos de los «viejos» y «desorientados» países europeos o los
«corruptos» regímenes del Tercer Mundo, como suele creer la mayoría de
estadounidenses. También su propio país ha sufrido alguno que otro,
aunque pocos se hayan enterado.
En 1926 y durante un discurso pronunciado ante la Sociedad Química
Americana, uno de los entonces prohombres de la alta sociedad
estadounidense, el industrial Irenee Du Pont, disertó sobre uno de sus temas
favoritos: la necesidad de mejorar la raza humana o, mejor, de crear una
nueva raza de superhombres que pudiera afrontar con garantías el incierto
futuro de la especie. En su opinión, la sana juventud norteamericana podría
verse catapultada hacia nuevos y mejores estándares de vida si se le
aplicaba una combinación adecuada de drogas y técnicas psicológicas (lo
que por cierto constituyó, durante la segunda mitad del siglo XX, la génesis
de uno de los superhéroes más famosos de la historia del cómic Marvel: el
capitán América). El problema es que, según reconocía el propio Du Pont,
la mayoría de sus contemporáneos no parecían preparados para asumir
semejante objetivo.
Como tantos otros ciudadanos americanos y europeos, sobre todo de las
clases acomodadas, Du Pont era un decidido partidario tanto del racismo,
entendiendo como tal la necesidad de evitar la mezcla de razas y preservar
las diferencia entre ellas, especialmente la blanca para evitar que
desapareciera a través del mestizaje, como de la etigenesia, una rama de la
ciencia hoy casi maldita desde que salieron a la luz algunos de los
experimentos nazis.
En teoría, la eugenesia no tiene nada de demoníaco. De hecho, se practica
desde tiempos inmemoriales con las plantas y el ganado al cruzar los
mejores ejemplares de una especie, favorecer las condiciones ambientales
para su desarrollo y, en general, dando un pequeño empujón a la evolución
natural. En el caso del ser humano, se trataría básicamente de buscar y
poner en práctica la metodología y las técnicas precisas para ayudarlo a
mejorar de forma progresiva, física y mentalmente; por ejemplo,
facilitándole sistemáticamente una dosis de vitaminas extra para redoblar la
capacidad del sistema inmunológico. El problema es cuando la eugenesia
se reserva en exclusiva para una serie de individuos escogidos, con el fin de
lograr no una elevación general del nivel humano, sino sólo la de esos
individuos, a los que se dotaría, de esta forma, de una ventaja que les
permitiría ir siempre por delante respecto a los demás.
Como veremos más adelante, el régimen nazi no fue el único que investigó
en este sentido, pero, por las fechas en las que ocurrieron los sucesos que
en seguida relataremos, Hitler aún no había llegado al poder. Sin embargo,
Du Pont y muchos otros grandes industriales y magnates norteamericanos
elaboraron una serie de planes, que los llevó a financiar a comienzos de los
años treinta organizaciones racistas como la Liga de la Libertad Americana,
que, según algunos expertos, llegó a contar con un millón de seguidores. En
el fondo, los prohombres compartían muchas de las ideas de los nazis y
deseaban aplicarlas también en su país.
En 1934, y teniendo en cuenta la evolución de la política europea, la
situación parecía lo bastante madura para intentar hacerse abiertamente con
el poder en Estados Unidos. Se trataba de quitar de en medio al entonces
presidente Franklin D. Roosevelt, al que los conjurados acusaban de pro-
bolchevique y antiamericano, para sustituirlo por otro mandatario y otro
tipo de régimen. No obstante, en un país donde la libertad de armamento
está consagrada por la Constitución, y, por tanto, cualquier ciudadano sin
problemas con la justicia tiene derecho a disponer en su casa de las armas
que quiera, se hacía imprescindible contar con el apoyo directo del ejército
y de un hombre de acción capacitado para conducirlo, si es que llegaba el
momento de imponerse por la fuerza. Los conspiradores estudiaron
cuidadosamente las opciones disponibles y decidieron embarcar en su
aventura a uno de los generales más populares de la época, Smedley
Darlington Butler, ex comandante en jefe de los marines, con un amplio y
brillante historial militar y condecorado en dos ocasiones con la Medalla de
Honor del Congreso, uno de los militares más laureados de la historia de
Estados Unidos.
El encargado de contactar con Butler fue Gerald G. MacGuire, quien decía
a todo aquel que quisiera escucharle que Estados Unidos «necesita un
gobierno fascista» para «salvar a la nación de los comunistas, que sólo
aspiran a destruir y arrasar todo lo que hemos construido en América». El
plan, según le explicó al general Butler, era lanzar un ultimátum a
Roosevelt para que éste nombrara un nuevo secretario de Asuntos
Generales afín a los conspiradores. Dotado de pleno apoyo presidencial,
este cargo pondría en marcha de manera pacífica el proceso de transición
hacia el tipo de régimen que deseaban Du Pont, MacGuire y los suyos. En
caso de que el presidente se negara a asumir esas exigencias, Butler debería
liderar un ejército privado, que se organizaría en poco tiempo a partir del
medio millón de veteranos de la Legión Americana, así como de otros
grupos de milicias fascistas. Entonces, el militar podría dar un golpe de
Estado en Washington, que debería ser apoyado por las tropas regulares
gracias a su prestigio personal.
Nadie sabe lo que habría ocurrido si el Cuáquero luchador, apelativo
popular de Butler, hubiera decidido secundar ese plan, pero lo más
probable es que la historia contemporánea fuera muy diferente de la que
hoy conocemos. De puertas afuera, el general simuló un gran entusiasmo
ante esa propuesta, pero en realidad se juró a sí mismo desbaratarla en
cuanto descubriera la identidad de todos los conspiradores. Durante un
tiempo participó en los preparativos del golpe, mientras reunía la suficiente
información para desmontar toda la trama. Sin embargo, no pudo aguantar
mucho el doble juego. Entre otras cosas, porque pensó que los
acontecimientos se estaban precipitando cuando conoció al banquero y
financiero Robert S. Clarke, uno de los principales «tiburones» de Wall
Street en aquella época, el cual le explicó que estaba dispuesto a poner
treinta millones de dólares de su propia fortuna para conducir el proyecto
hasta sus últimas consecuencias. Clarke le confirmó que había varios
magnates y empresas implicados y provistos de fondos equivalentes con los
que financiar la toma del poder. Sus nombres eran: Rockefeller, Morgan,
Pitcairn, Mellon, Goodyear...
Después de esa entrevista, el general Butler decidió acudir al Congreso y
denunciar lo que estaba ocurriendo. Lo hizo en el seno del Comité
McCormack Dickstein, el mismo que posteriormente se transformaría en el
famoso Comité de Actividades Antiamericanas. El caso fue estudiado
durante el mes de noviembre del mismo 1934 y su informe final es claro,
ya que, según indica, «todas las acusaciones del general Butler están
fundadas [...] y han sido verificadas».
El intento de golpe de Estado no se hizo público de inmediato. A Butler le
resultaba difícil de asimilar las explicaciones que le dieron para evitar la
difusión de lo ocurrido. El planteamiento era que Estados Unidos todavía
estaba saliendo de una de las peores crisis financieras de la historia, el
crack de 1929 y la Gran Depresión posterior. Si en ese mismo momento el
gobierno detenía y encarcelaba a los principales magnates de la industria, la
economía y la finanza, acusados de alta traición contra el Estado, eso
supondría un gran escándalo internacional y, sobre todo, nacional, además
de un golpe mortal para el sistema económico y político del país, y
originaría un shock de tal calibre que podría degenerar incluso en una
nueva guerra civil. Esto es, acabaría facilitando los objetivos iniciales de
los conspiradores. En la Casa Blanca, le dijeron, se creía que una vez
descubierta la intentona, resultaba más práctico neutralizar a los
implicados, procediendo a severas advertencias bajo cuerda y asignándoles
vigilancia perpetua por parte de las agencias federales. En consecuencia, la
versión pública del informe final fue censurada y los medios de
comunicación advertidos para que dieran la mínima cobertura posible.
Los implicados en el asunto salieron bien librados y el general Butler,
profundamente decepcionado y sintiéndose traicionado en su lealtad al
Estado, intentó denunciar el caso a través de entrevistas radiofónicas, cuyos
ecos pronto se apagaron sin recibir una respuesta popular de interés. El
ciudadano común no llegó a comprender muy bien lo ocurrido y todo el
asunto fue rápidamente clasificado y archivado. Pese a que esta
conspiración está documentada históricamente e incluso figura en las actas
del propio Congreso de Estados Unidos, no aparece siquiera en los libros
de texto escolares de este país ni, por descontado, de otros. «Ayudé a hacer
de Haití y Cuba un lugar decente para que los chavales del National City
Bank [propiedad de los Rockefeller] pudieran tener beneficios. Contribuí
en la intervención de media docena de repúblicas centroamericanas a
mayor gloria de Wall Street. Mi historial de delincuencia es largo»,
comentó Butler con amargura en 1935.
Los Illuminati habían tanteado el terreno para apoderarse definitivamente
de Estados Unidos. Aprendieron que tendrían que ser más cuidadosos en
adelante.
Tapando huecos
Muchos desconocedores de la forma de actuación de las sociedades
secretas de índole criminal están convencidos de que el asesinato es el
método habitual para resolver acusaciones como las del general Butler.
«Hubiera sido más sencillo matarle antes de que pudiese contar todo lo que
sabía», piensan. Pero la sociedad moderna ofrece medios menos ruidosos e
igual de eficaces para seccionar un dedo acusador o tapar una boca
delatora. Por ejemplo, el dinero. Como decía Napoleón: «Todo hombre
tiene un precio y basta con pagarle lo suficiente para ponerlo de nuestra
parte.» Éste es el origen de la corrupción, uno de los peores males de la
política contemporánea y, en especial, de los regímenes democráticos.
En el caso de las personas honestas que pudieran rechazar la compra de su
dignidad, incluso con la amenaza de la pérdida de su trabajo o la inclusión
en una «lista negra» de carácter laboral, existe otro tipo de «precio», como
la amenaza de escándalo (de revelar algún comportamiento no
especialmente honorable de su pasado o incluso su presente), la
intimidación de su familia más inmediata o el descrédito social
(difundiendo mentiras de todo tipo sobre su persona). Otro método más
indirecto es el de la multiplicación de pistas. No hay mejor forma de
esconder una cosa que dejarla en apariencia desprotegida y a la vista de
todo el mundo, si bien rodeada por miles de imitaciones sólo distinguibles
por un experto. En la Antigüedad, las escuelas tanto de la Tradición como
de la Antitradición se podían contar con los dedos de las manos. Resultaba
muy difícil hallar una y, todavía más, ingresar en ella. Hoy, hay miles de
pseudoescuelas que proclaman su linaje «auténtico» y tienen sus puertas
abiertas a todo el que llega.
Si todas estas técnicas no ofrecen el resultado deseado o si de lo que se
trata es de quitarse definitivamente de encima a alguien, entonces sí que se
utiliza el asesinato, como sucedió en los casos de Abraham Lincoln y John
Fitzgerald Kennedy. Existen una serie de coincidencias asombrosas entre
ambos presidentes que dan mucho qué pensar.
Abraham Lincoln fue elegido congresista de Estados Unidos en 1846 y
alcanzó la Casa Blanca en 1860 mientras que JFK comenzó su carrera en el
Congreso en 1946 y asumió la presidencia en 1960. Lincoln tenía un
secretario privado que se apellidaba Kennedy, que le aconsejó que no
acudiera al teatro el día que fue tiroteado, mientras Kennedy tuvo un
secretario privado llamado Lincoln, que también le aconsejó que no visitara
Dallas, escenario de su asesinato. Ambos presidentes, cuyos apellidos
tienen siete letras cada uno, estuvieron vinculados en la defensa de los
derechos civiles durante su etapa presidencial y ello les valió el cariño y el
respeto de muchos de sus conciudadanos, aunque a la hora de la verdad
tampoco aplicaron grandes reformas. Además, sus respectivas esposas
sufrieron abortos mientras sus maridos eran presidentes, y en los dos casos
se acusó de negligencia a los ginecólogos que las atendieron.
Los dos fueron asesinados en viernes, de disparos en la cabeza. Y fueron
sucedidos por sendos presidentes del Partido Demócrata, procedentes del
sur y apellidados Johnson: Andrew Johnson, nacido en 1808, sucedió a
Lincoln, y Lindon Johnson, nacido en 1908, sucedió a Kennedy. Sus
presuntos magnicidas tenían tres nombres y quince letras cada uno: John
Wilkes Booth (1839) fue acusado de matar a Lincoln, y Lee Harvey
Oswald, nacido en 1939, de matar a Kennedy. Los dos eran partidarios de
fórmulas políticas muy impopulares en su país: Booth se declaraba
anarquista y Oswald, comunista. Por cierto, Lincoln fue tiroteado cuando
estaba en un palco en el Teatro Kennedy y Kennedy, cuando viajaba en un
automóvil marca Lincoln. Según la versión policial, Wilkes Booth salió
corriendo del teatro donde fue cometido el crimen, pero le detuvieron en un
almacén, mientras que Oswald huyó del almacén desde donde se cree que
disparó y fue detenido en un cine teatro. Ninguno de ellos llegó a testificar
porque fueron los dos a su vez asesinados antes de poder ser procesados: a
Booth le mató Jack Rothwell mientras que a Oswald le disparó Jack Ruby.
El director norteamericano Oliver Stone se basó en la historia del fiscal de
Nueva Orleans Jim Garrison, que investigó el caso, para realizar su larga e
inquietante versión del asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Stone recibió
severas críticas en su propio país, que lo acusaban poco menos que de
antipatriota, por sostener la teoría de que uno de los presidentes más
populares del siglo XX había caído víctima de una compleja conspiración
en la que aparecían implicados políticos, militares, agentes secretos,
mañosos, exiliados cubanos y quién sabe cuántos más extraños personajes,
en lugar de aceptar la sencilla teoría del francotirador chiflado y solitario,
cuya veracidad se suponía que había demostrado la Comisión Warren.
Sin embargo, esa investigación oficial puesta en marcha para aclarar el
magnicidio ofreció resultados muy poco creíbles y dejó sin aclarar puntos
muy oscuros. Existe además la película Zapru der, así llamada por su autor,
un ciudadano que había acudido a la plaza Dealy, por donde iba a pasar el
séquito presidencial, dispuesto a inmortalizarlo con su pequeña cámara de 8
mm. Finalmente y sin quererlo obtuvo un precioso documento histórico.
Si Kennedy, tal y como rezan las conclusiones definitivas de la Comisión
Warren, recibió el balazo que acabó con su vida por la espalda, donde
estaba situado Oswald, ¿por qué se ve en la película cómo rebota su cabeza
hacia atrás como si en realidad le hubieran disparado de frente? ¿Por qué
un chorro de sangre y de masa encefálica salieron disparadas de la parte
trasera de su cráneo? En La mejor evidencia, David Lifton asegura que el
cadáver del presidente había sido manipulado por el forense encargado del
caso en el Hospital Naval de Bethesda para eliminar la prueba de la
existencia de más impactos de bala de «los que tenían que aparecer». De
hecho, la ley de Texas prohíbe que los cadáveres de las personas que
mueren en ese estado sean trasladadas a otro sin la pertinente autopsia
local, aunque sea un presidente de Estados Unidos. Pero según algunos
miembros del Hospital Parkland Memorial de Dallas, los agentes de
seguridad de la Casa Blanca llegaron a amenazarlos con sus armas para que
no tocaran el cadáver y permitieran su traslado urgente a Washington.
Por otra parte, numerosos y anómalos fallos en la seguridad demuestran
desde un principio la inminencia del atentado, como el hecho de que la
escolta motorizada que solía rodear al coche del presidente fuera colocada
detrás del mismo y no a su alrededor, con lo que su función pasaba a ser
meramente teniendo en cuenta además que se trataba de un descapotable.
Jean Hill, testigo presencial de los hechos, afirma que uno de esos policías
era amigo suyo y que le confirmó que la ruta de la caravana presidencial
había sido alterada sin previo aviso nada más llegar Kennedy al aeropuerto
de Dallas: «El plan inicial era ir por la carretera principal, pero se cambió
para cruzar la plaza Dealy en dirección a la calle Elm.» El mismo policía
aseguró que uno de sus compañeros de la escolta del vicepresidente, que
iba detrás, le confesó que había visto cómo Johnson se agachaba en su
asiento como si buscara algo y permanecía así cuando entraron en la plaza
«por lo menos treinta segundos» antes de que se produjera el atentado.
Como si esperara que fuera a suceder.
Con los años hemos sabido que era técnicamente imposible que Oswald
hubiera podido matar a JFK con un arma como la que utilizó, de escasa
calidad, con la mira mal ajustada y una cadencia máxima de tiro demasiado
larga para el intervalo de disparos que oyeron los testigos. En cuanto a
éstos, Jim Marrs, en Fuego cruzado. El complot para asesinar a Kennedy,
recoge la siguiente estadística: durante los tres años posteriores a la muerte
de Kennedy y de Oswald, 18 testigos presenciales que sostenían una
opinión contraria a las conclusiones de la Comisión Warren murieron. Seis
por arma de fuego, cinco por «causas naturales», tres en accidente de
tráfico, dos por suicidio, uno porque le cortaron el cuello y el último con un
golpe de karate. Marrs añadía el análisis de un matemático contratado por
el diario británico London Sunday Times, que concluyó en 1967: «La
posibilidad de que tantos testigos hayan muerto en estos pocos años es de
100 000 trillones entre una.»
El congresista Alie Bogs, miembro de la Comisión Warren, explicó que él
no estaba de acuerdo con el informe final de sus compañeros, y llegó a
acusar al FBI de utilizar «técnicas dignas de la Gestapo» durante la
investigación. Pocos días después de mostrar su disconformidad con el
documento y de plantearse seguir estudiando el caso por su cuenta se subió
a su avioneta particular para viajar a Alaska. Se estrelló por el camino. El
último y más divertido de los datos es que el chófer del coche que le llevó
al aeropuerto y le acompañó hasta el aparato donde encontraría la muerte
fue un joven del Partido Demócrata, que, muchos años después, llegó a ser
presidente de Estados Unidos: Bill Clinton.
En cualquier caso, ¿por qué murió Kennedy? Podemos suponer que hizo
algo «indebido» respecto a los planes que los Illuminati habían trazado para
él, pero ¿qué? Según los principales especialistas en el caso, Kennedy
cometió no uno sino dos «errores». Primero, oponerse a la guerra de
Vietnam, que, a raíz de su asesinato, se recrudeció hasta convertirse en el
conflicto más oneroso, hasta el momento, en la memoria colectiva de los
estadounidenses. Segundo, intentar desmantelar la Reserva Federal. Según
cuenta el coronel James Gritz en Llamado para servirle. Los archivos de la
conspiración desde John E Kennedy hasta George Bush, Kennedy ya había
dado la orden de empezar a imprimir dólares con el sello del gobierno de
Estados Unidos para sustituir al dinero con la firma de la Reserva Federal y
recuperar así el control de las finanzas del país.
La conjura de la isla de Jekyll
Según un reciente estudio de la Comisión Federal de Comercio de Estados
Unidos, el crédito se ha convertido en el mejor medio de estafa en este país,
donde todos los años uno de cada seis ciudadanos es víctima de un fraude
de ese tipo. El estudio cifra en 25 millones el número de estadounidenses
afectados, que pagan servicios financieros para conseguir préstamos que
luego nunca reciben, se ven obligados a abonar honorarios excesivos por el
uso de tarjetas de crédito, así como seguros para éstas, o son involucrados
en las llamadas «pirámides financieras», donde, por supuesto, nunca
alcanzan la cúspide. Según Howard Beales, director del Departamento de
Protección del Consumidor de esa comisión, sólo un 8% de los afectados
presenta una denuncia formal ante las autoridades.
Éste es un «pequeño negocio» comparado con las grandes cuentas que
manejan los banqueros favoritos de los Illuminati. Los Rothschild
empezaron a asociarse con antiguos rivales del sistema financiero cuando
se hizo evidente la necesidad de ampliar el negocio si realmente querían
seguir manejando la situación. Estados Unidos crecía a gran velocidad y
también lo hacía su influencia en el mundo. Pronto sería Lina nación
demasiado grande para manejarla entre cinco hermanos, como había hecho
la segunda generación de la familia en Europa. Así que se plantearon la
posibilidad de implantar un banco central desde el que controlar la moneda
y, mediante ella, la evolución de los acontecimientos. Sin embargo, la
octava sección del artículo uno de la Constitución norteamericana dejaba
bien claro que «el Congreso se reserva el poder de acuñar dinero y regular
su valor», como representante del pueblo. La mayoría de políticos,
industriales y magnates locales, en general todos los que no estaban
confabulados con los Illuminati, eran reacios a cambiar la situación, igual
que los ciudadanos informados.
En consecuencia, era preciso obligarlos a reconsiderar su opinión...
Diversos autores señalan a John Pierpont Morgan, un norteamericano
instruido en Inglaterra y Alemania, como el agente más importante
utilizado por la casa Rothschild en esa operación. Él fue el encargado de
tirar de los hilos para provocar una serie de pánicos financieros y bursátiles
durante varios años, a base de retirar grandes cantidades de dinero y
volverlas a colocar de forma aleatoria e inoportuna. El senador Robert
Owen explicó ante un comité del Congreso cómo se gestó esta cadena de
desequilibrios financieros. Según Owen, los directores de las entidades
recibían de sus superiores una orden, que fue bautizada como «la circular
del pánico de 1893», en la que se decía textualmente: «Usted debe retirar
de una vez la tercera parte de su dinero circulante y al mismo tiempo
recoger la mitad de sus préstamos.» Al reducir bruscamente semejante
cantidad de dinero en circulación, la crisis estaba servida.
En 1907, el peor año del pánico, Paul Warburg empezó a escribir y dar
charlas sobre la «necesidad inmediata» de Lina reforma bancaria «para
estabilizar la situación». En la tarca de propaganda le ayudaba el senador
por Rhode Island y dirigente del Partido Republicano, Nelson Aldrich (uno
de los lugartenientes de Morgan y cuya hija Abigail se casó con John D.
Rockefeller), quien por cierto fue nombrado poco tiempo después jefe de la
Comisión Monetaria Nacional por el Senado. Aún debemos retener otro
nombre, el de Frank Vanderlip, presidente del National City Bank de
Nueva York y agente de Rockefeller, que dejó escrito en sus Memorias que
«hubo una ocasión [...] en la que fui tan reservado, de hecho tan sigiloso
como cualquier conspirador [...] respecto a nuestra expedición secreta a la
isla de Jekyll, a propósito de lo que después se convertiría en el sistema de
Reserva Federal». Es el mismo Vanderlip que apareció en el apartado
dedicado a la financiación de la Revolución rusa.
El 22 de noviembre de 1910, ocho hombres vinculados a las más
importantes instituciones bancarias de Estados Unidos se sentaron a la
misma mesa en una de las salas de la mansión que Nelson Aldrich poseía
en la isla de Jekyll, en la costa de Georgia. Junto al propio Aldrich y su
secretario personal, el señor Shelton, estaban el subsecretario del Tesoro
Abraham Piatt Andrew, el banquero Henry P. Davidson, representando a J.
P. Morgan; el presidente del First National Bank neoyorquino, Charles
Norton; el presidente de la Bankers Trust Company, Benjamín Strong, y los
ya conocidos Paul Warburg y Frank Vanderlip. Ninguno de ellos se levantó
sin haber comprometido su participación en el asalto definitivo al control
financiero norteamericano y sentado las bases para la creación de un banco
central participado y dirigido por entidades privadas, la Reserva Federal,
que sustituyera al Bank of the USA, una entidad pública dependiente del
Departamento del Tesoro. En esa reunión también se elaboró el informe de
la Comisión Monetaria que debía apoyar la idea, así como la Ley Aldrich,
que se encargaría de imponerla. La conjura, y los detalles de la misma, se
mantuvo durante muchos años en el más estricto de los secretos y lo más
probable es que nunca hubiéramos conocido lo ocurrido si Vanderlip y
Warburg no lo hubieran revelado en sus respectivas memorias, dejándose
llevar por el narcisismo.
Los episodios de atracos al estilo de las películas del Oeste, con pistoleros
que se llevaban el oro o los dólares de la caja fuerte, eran imposibles de
reproducir en las oficinas bancarias europeas, la mayoría de las cuales tenía
la mínima cantidad de efectivo, muy ajustada a la necesidad diaria, pues
trabajaban con cheques y pagarés. Y es que los países europeos ya llevaban
tiempo controlados por bancos centrales similares al sistema de la reserva
que ahora quería imponerse en Estados Unidos. Para entender la
importancia de la imposición de la Reserva Federal debemos recordar que
los primeros colonos no estaban sujetos a un sistema fiscal. Gracias a la
independencia de Inglaterra, establecieron un gobierno que rechazaba los
impuestos directos y se limitaba a imprimir papel moneda para pagar las
obras públicas y el mantenimiento de infraestructuras y edificios de uso
común. A fin de mantener la estabilidad de los precios y el pleno empleo,
el gobierno se limitaba a controlar que el papel moneda en circulación no
excediera en valor los bienes y servicios ofrecidos en el mercado.
En su libro Y al séptimo día crearon la inflación, F. J. Irsigler explica que
«todos los estados de la Unión que observaron durante más de 130 años
este simple sistema alcanzaron la prosperidad en poquísimo tiempo,
gozaron de unos precios estables de sus productos y servicios y no tuvieron
nunca problemas de paro».
Según diversos autores, con la Reserva Federal impulsada por los
Illuminati, el gobierno perdía la gestión monetaria, que pasaba a manos de
los «banqueros expertos, para apartarlo de las tentaciones de la política».
Los mismos banqueros a los que, a partir de entonces, cada vez que
cualquier presidente estadounidense quisiera poner en circulación una
cantidad concreta de dinero tendría no sólo que pedir permiso (que la
Reserva Federal podía o no conceder), sino además devolverlo con
intereses. Es decir, en la práctica, la reserva se convertía en el prestamista
del presidente y su gobierno. La acumulación de deudas y, sobre todo, de
intereses, explica el astronómico déficit público que afronta desde entonces
la Administración de Washington (es decir, todos los ciudadanos, que a la
postre son los que tienen que pagarlo, con los impuestos que no existían en
la época de los colonos), como los países europeos.
Después de intentar sacar adelante su plan infructuosamente durante tres
años, los banqueros internacionales apoyaron la investidura del presidente
Woodrow Wilson, a cambio de que éste se comprometiera a hacerlo
realidad. Cuando Wilson consiguió llegar a la Casa Blanca, lo hizo
acompañado por LUÍ oscuro personaje que se hacía llamar coronel sin serlo
y actuaba como su secretario permanente. El presidente lo llamaba «mi otro
yo». Era Edward Mandell House, hijo de un representante de diversos
intereses financieros ingleses y autor de un libro en el que sostenía la
necesidad de establecer «el socialismo como fue soñado por Karl Marx».
Otro de sus consejeros fue Bernard Mannes Baruch, relacionado con los
financieros de la isla de Jekyll y asesor influyente de sucesivos presidentes:
Hoover, Roosevelt, Truman y Eisenhower. Mandell House y Mannes
Baruch fueron los encargados de recordar a Wilson que cumpliera su parte
del pacto y «mostrara su progresismo modernizando el sistema bancario».
En aquella época, 1913, la mayoría de los congresistas seguía estando en
contra de cambiar el modelo financiero y, cuando Wilson anunció que
presentaría de todas formas su propuesta, se prepararon para denegarla. No
pudieron hacerlo, merced a la treta utilizada por el presidente de la cámara,
Cárter Glass, que convocó un pleno exclusivamente dedicado a la
aprobación del sistema de Reserva Federal el 22 de diciembre, cuando la
mayor parte de los parlamentarios habían tomado ya las vacaciones de
Navidad, porque el mismo Glass les había prometido sólo tres días antes
que no convocaría ese pleno hasta enero de 1914.
Pese a que no existía el preceptivo quorum parlamentario y por tanto no
podía aprobarse la ley, Glass echó mano de la legislación según la cual «en
caso de urgente necesidad nacional» el presidente de la Cámara de
Representantes podía obviar ese obstáculo y dar vía libre a una ley
concreta. La artimaña fue denunciada por el indignado congresista Charles
A. Lindbergh (padre del famoso aviador que cruzó en solitario el Atlántico
por primera vez), el cual denunció que «este acto establece el más
gigantesco trust sobre la tierra. [...] Cuando el presidente lo firme, el
gobierno invisible del poder monetario, cuya existencia ha sido probada en
la investigación del trust del dinero, será legalizado».
Wilson se apresuró a aprobar la ley presentándola como «una victoria de la
democracia sobre el trust del dinero» cuando la realidad era justo lo
contrario: los principales beneficiarios y defensores del sistema eran
aquellos a los que se suponía que había que desplazar, los fieles aliados
financieros de los Illuminati. Si quedaba algún iluso que todavía pudiese
creer al presidente Wilson, tuvo tiempo de darse cuenta de su falacia al
conocer los nombramientos del primer consejo de la Reserva Federal, que
dictó Mandel House: Benjamin Strong fue encargado de presidir el selecto
grupo en el que también estaba Paul Warburg.
Pese al enfado de los congresistas, la decisión tomada era legal. Se pensó
en revocarla, pero el trámite parlamentario era complejo y había asuntos en
apariencia más importantes en los que volcarse. Entre otras cosas porque
1914 iba a ser un año terrible, el del comienzo de la primera guerra
mundial. El debate sobre el nuevo sistema fue posponiéndose hasta que sus
defensores lograron consolidar sus posiciones.
El consejo de la Reserva Federal ni siquiera se molestó en guardar las
formas. Habían tomado el control asegurando que con su sistema se
terminaría la inestabilidad y las depresiones financieras y, sin embargo, lo
primero que hizo fue saturar los mercados de dinero barato. Entre 1923 y
1929 la oferta subió en un 62 % y la mayor parte fue a parar a la Bolsa.
El gobernador del Banco de Inglaterra, Montagu Norman (el mismo que
aseguró en plena segunda guerra mundial que «la hegemonía del mundo
financiero debería reinar sobre todos, en todas partes, como un solo control
de mecanismo supranacional»), viajó a Washington en febrero de 1929
para conversar con Andrew Mellon, secretario del Tesoro. Inmediatamente
después de esa visita la reserva empezó a subir la tasa de descuento. En
octubre se produjo el mayor crack financiero de la historia, que enriqueció
como nunca a un puñado de elegidos (los mismos que, sabedores de lo que
iba a ocurrir, vendieron todas sus acciones a tiempo y buen precio y
compraron después del crack los mismos valores hasta un 90 % más bajos)
y empobreció a todos los demás ciudadanos. Desde entonces, las
«impredecibles» crisis financieras se han sucedido a un ritmo irregular.
El consejo de la Reserva Federal jamás ha permitido una auditoría de sus
cuentas. En 1967, el congresista y presidente del Comité de la Comisión
Bancaria, Wright Patinan, anunció tras un infructuoso intento de revisarlas:
«En Estados Unidos tenemos hoy dos gobiernos: [...] uno legal,
debidamente constituido, y otro independiente, sin control ni
coordinación.»
La creciente deuda generada por este sistema bancario, implantado en
realidad no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo occidental,
fuerza a constantes subidas de impuestos. En 2001 se publicó en la prensa
un trabajo realizado en diversos países para calcular el tiempo que los
trabajadores dedican al Estado a cubrir los impuestos, tanto directos como
indirectos. Según este estudio, en el caso de España, el dinero que un
ciudadano medio abona cada año equivale al trabajo que realiza entre el 1
de enero y finales de junio, en torno a un 48%. Otros países están en peores
condiciones, como Suecia, donde se paga cerca del 70% de los ingresos
anuales en impuestos. Todos los países del planeta arrastran una deuda,
todos son acreedores de los mismos banqueros infiltrados por los Illuminati
desde hace tres siglos.
Hasta el infinito y más allá...
El premio Nobel de Economía de 2001, Joseph Stiglitz, responsabilizó
públicamente, en mayo de 2002, al Fondo Monetario Internacional de la
gravísima crisis de Argentina: uno de los países más ricos del mundo en
recursos naturales y en población cualificada y, sin embargo, sumido en la
miseria. Stiglitz, que fue asesor del presidente estadounidense Bill Clinton
y vicepresidente del Banco Mundial, opinaba que si los gobiernos
argentinos hubieran seguido a rajatabla las recetas del FMI desde el primer
momento «el desastre habría llegado antes y de forma aún peor». Según su
análisis, no se puede sostener que el derroche fuera la causa del
hundimiento de la economía argentina porque «a principios de los años
noventa su déficit comercial no era muy superior al de Estados Unidos, y
en los últimos dos años recortó su gasto en un 10 %, lo que supone un gran
esfuerzo para cualquier democracia».
Stiglitz cree que el Fondo Monetario es el principal culpable de lo ocurrido,
lo mismo que de las crisis precedentes en otros lugares del mundo, como
Indonesia o Brasil. «Las políticas económicas del FMI en los países
liberalizados y privatizados en Iberoamérica en el último decenio sólo han
beneficiado a un 10 % de la población. Los pobres, hoy, lo son aún más
que antes de que se aplicaran sus recomendaciones.» Y concluye: «Éste es
el fracaso de la globalización, porque si Argentina era el estudiante con
sobresaliente, ¿qué pensará el resto de países sobre el futuro que les
espera?»
El control de la Reserva Federal, como el previo de los bancos europeos,
sólo era un paso más en el plan a largo plazo de los Illuminati. El siguiente
movimiento lógico era el acceso a los resortes de la finanza mundial. Según
diversos autores, eso se con siguió a finales de 1944 cuando se celebró en
Bretton Woods, New Hampshire, una conferencia con delegaciones de 44
estados que se hallaban en guerra contra Alemania y Japón. El objetivo
formal era «evitar desasistes monetarios», así como «propiciar la vuelta al
multilateralismo de los pagos», imponiendo el patrón oro y constituyendo
un banco internacional. Este banco debería respetar la autonomía de las
políticas monetarias de cada Estado y cumplir las funciones de una cámara
internacional de compensación.
Hermosas palabras si no fuera porque en aquel momento Estados Unidos
ya poseía dos tercios de las reservas mundiales de oro, cuyo valor lo fija
diariamente la Banca Rothschild & Hijos de Londres. Pero la situación
internacional era la que era y, quien no apoyara a los futuros vencedores de
la segunda guerra mundial, los tendría en contra, así que las delegaciones
se mostraron en general muy sumisas a la hora de firmar los acuerdos
definitivos.
Hace pues medio siglo de la constitución del Fondo Monetario
Internacional con sede en Washington, una institución organizada como
una especie de sociedad anónima en la que cada Estado miembro tiene un
derecho de voto proporcional a la cuota que aporta, fijada ésta de acuerdo
con su importancia económica, aunque en el fondo totalmente irrelevante
porque Estados Unidos posee la mayoría absoluta e impone el código de
conducta financiera que le place.
En cuanto al Banco Mundial, su nombre original fue Banco Internacional
de Reconstrucción y Desarrollo, porque se fundó en 1945 como resultado
de las conversaciones de los aliados, y su principal objetivo fue conceder
préstamos a los países europeos devastados por la guerra. A partir del
famoso Plan Marshall de 1948 se dedicó a financiar proyectos de naciones
en vías de desarrollo. También con sede en Washington, cuenta con una
asamblea de representantes de cada país, aunque los asuntos diarios de la
institución están en manos de una veintena de directores ejecutivos. Entre
los accionistas más importantes del Banco Mundial figuran los inevitables
Rothschild, así como los Rockefeller.
El FMI y el Banco Mundial son las organizaciones más importantes de este
tipo pero no las únicas. Muchas más actúan en coordinación con las
anteriores para garantizar el control de la situación. Así, la Organización
Mundial del Comercio cuenta con un grupo de trabajo llamado LOTIS o
Comité de Liberalización del Comercio en los Servicios, en uno de cuyos
informes se reconoce que «todos los gobiernos han aceptado que sus
regulaciones internas no deben constituir obstáculos encubiertos al
comercio», y eso va desde el control de la contaminación hasta las leyes
para el trabajo infantil. El presidente de este comité, que en lugar de la
defensa del interés público obliga a la adopción de principios comerciales
en busca del mayor beneficio, es León Brittan, ex presidente de la UE y
vicepresidente del banco internacional UBS Warburg Mellon Read en
2003.
Una de las analistas más conocidas de la globalización es la escritora
Viviane Forrester, autora de El horror económico y La extraña dictadura.
En ésta, su última obra, llama a luchar no contra la globalización en sí, sino
contra el régimen político ultra liberal que «con vocación totalitaria ha
sustituido la economía real por una economía de casino, puramente
especulativa» y que esconde «una dictadura sin cara que no pretende
hacerse con el poder, sino controlar las fuerzas que lo tienen». Forrester
cambia la palabra Illuminati por la expresión régimen ultraliberal, pero se
refiere al mismo concepto. En una reciente entrevista recordaba que la
globalización «no es un hecho sobrenatural, mágico e inevitable» y añadía
que «la dictadura sin rostro utiliza una propaganda muy fuerte, que se basa
en repetir que no existe alternativa». Una de sus frases favoritas, insistía, es
la de «qué lástima, no hay nada que hacer, el mundo es así y sólo nos queda
adaptarnos». El Fondo Monetario, el Banco Mundial, la OCDE, la OMC,
los organismos internacionales de carácter económico tienen según ella el
poder real sobre los gobiernos de todo el mundo porque «aunque se supone
que su misión es aconsejar, no hacen otra cosa que dar órdenes». Y
sentencia, «con su postura, sólo consiguen destruir la civilización».
La argumentación de fondo podría ser: «De acuerdo, nos dejamos dominar
por los Illuminati, les entregamos el poder si a cambio conseguimos paz y
prosperidad.» Pero éste no es el caso. Una encuesta publicada en
septiembre de 2000 por el Banco Mundial aseguraba que casi la mitad de la
humanidad, unos 2 800 millones de personas, vive con menos de dos
dólares al día. De ellos, 1 200 millones, la quinta parte de los seres
humanos, se conforma con menos de un dólar al día. La miseria crece
espectacularmente por doquier. Sólo en la antigua URSS y los países antes
conocidos como Europa del Este, los pobres se han multiplicado por más
de veinte. Según el documento, «las condiciones humanas han mejorado
más en el último siglo que en todo el resto de la historia de la humanidad»,
puesto que «la riqueza mundial, las conexiones internacionales y la
capacidad tecnológica son mayores que nunca» y, sin embargo, el ingreso
medio en los 20 países más ricos es 37 veces mayor que el de los 20 países
más pobres, y esa brecha se ha duplicado en los últimos 40 años.
Finalmente, Estados Unidos, con una población de algo menos del 6 % de
todo el planeta, controla directamente el 50 % de la riqueza mundial, y su
presupuesto militar es del 52% del total: es decir, superior al de todos los
demás países del mundo juntos.
Extraña forma de mejorar las condiciones de vida, pero totalmente
coherente con los planes que conocemos.
El poder es el mayor afrodisíaco.
HENRY KISSINGER,
político estadounidense
Skull and Bones
El 14 de marzo de 1994 fallecía en un hospital de Barcelona uno de los
mayores expertos españoles en teorías de la conspiración y temas
enigmáticos en general, Andreas Faber-Kaiser. Cinco meses antes había
entregado su última colaboración periodística en la revista Más Allá. Se
titulaba «Entre la vida y la muerte» y en ella reconocía que era portador del
virus del sida, pero ignoraba cómo, dónde y cuándo lo había contraído.
Incansable viajero, aventurero e investigador, había recorrido buena parte
del mundo civilizado, y del menos civilizado, siempre con una salud de
hierro. Pero la parte más impresionante del texto se encontraba en un
epígrafe con interrogantes: «¿He hablado demasiado?»
En este testamento periodístico reflexionaba sobre la relación de sus
investigaciones a propósito de la extraña intoxicación masiva de 1981,
conocida popularmente como el síndrome tóxico del aceite de colza
(aunque más tarde se demostró que este aceite no podía ser la causa última,
puesto que muchas personas lo habían consumido sin sufrir ningún
problema mientras que otras que no lo habían ingerido sí fueron víctimas
del síndrome), y la aparición de su enfermedad. Decía: «Un mes después de
iniciar la investigación [...], tras donar sangre para la madre de una amiga
mía, el análisis rutinario siguiente muestra la existencia en mi sangre de
anticuerpos contra el VIH. Me sumo, pues, a la serie de investigadores,
médicos y hasta autoridades, como Juan José Rosón, que murieron o
quedaron afectados de repentinos e inexplicables cánceres y otras dolencias
durante la investigación del síndrome tóxico.» Pese a ello, publicó en 1988
el libro Pacto de silencio, que recogía sus estudios y que llegó a ser
utilizado en las sesiones del juicio sobre la intoxicación masiva con aceite
de colza.
En el mismo texto, Faber-Kaiser recordaba que, en 1993, a raíz de publicar
dos nuevos artículos extraordinariamente críticos con los sistemas
sanitarios oficiales, padeció una súbita neumonía que estuvo a punto de
acabar con su vida. Y sentenciaba que esta vez el aviso había sido
«demasiado certero y mi vida vale más que determinadas noticias», motivo
por el cual anunciaba su firme decisión de no publicar lo que calificaba de
«una bomba periodística, un reportaje que tituló "Noches de Blanco Satán.
Satán en la Casa Blanca" y que desvela, con abundancia de documentación,
las implicaciones de determinados sectores de la Casa Blanca sin excluir al
anterior presidente [se refería a George Bush padre, porque Bill Clinton
había llegado al poder en enero de 1993] en una ultra secreta y restringida
secta satánica nacida en una cripta de la Universidad de Yale, con
ramificaciones en altos sectores de la industria, la economía y el
periodismo norteamericanos, con prácticas de ritos satánicos, pedofilia,
perversión de menores, etcétera». Según su denuncia, «demasiada gente»
que conocía el asunto en Estados Unidos «ha fallecido de muerte
repentina» durante sus investigaciones. Por ello, su decisión estaba tomada
y la hacía pública: «No daré publicidad a este informe. Habéis ganado.
Pero seguiré vivo. [...] Lo que más me importa es la vida.» En efecto, su
reportaje jamás se publicó, pero poco después el periodista entraba en coma
y fallecía.
Insignias de piratas
Faber-Kaiser era el mismo autor que había publicado un esquema de la
«hegemonía efectiva», que según su opinión dominaba el mundo en la
sombra y ante la ignorancia general. La pirámide de poder que describía
tras largos años de trabajo se asentaba sobre una serie de familias
adineradas entre las que destacaban los
Rothschild y los Rockefeller. Por encima de ellos se encontraba el Club
Bilderberg y, un paso más arriba, el llamado Consejo de los 33, que reunía
a los más altos masones iniciados en el mundo con el mismo grado. En el
nivel superior estaba el Cran Consejo de los Trece Grandes Druidas,
compuesto por trece super masones, y, más allá, un grupo aún más
misterioso conocido como El Tribunal. En el pináculo de la pirámide,
dominando a todas las fuerzas anteriores, si es que no había otro escalafón
superior, se encontraría el llamado Grado 72 (integrado por los 72
cabalistas más importantes del planeta, dotados de capacidades por encima
de lo corriente y, quizá, de lo humano. En este punto, el periodista
recordaba que cabalista también significa «iluminado»).
El 1 de agosto de 1972, según Faber-Kaiser, muchos de los miembros de
esta pirámide se reunieron en Texas donde «Philip von Rothschild anunció
ante el Consejo de los Trece, reunido en el casino Building de San Antonio,
la planificación de la historia a partir de 1980. Las indicaciones fueron muy
concretas: ''Cuando después de esa fecha veáis apagarse las luces de Nueva
York, sabréis que nuestro objetivo se ha conseguido"». El apagón era una
señal para ellos y, para comprobar que era factible, se habría «ensayado»
en 1965 y 1977.
¿Qué había de cierto en todo esto?
Sólo seis años después, en el año 2000, se estrenó una película titulada The
Skulls (Los Calaveras), aunque en España se respetó el título original, si
bien se le añadió un subtítulo aclaratorio y se promocionó como The
Skulls. Sociedad Secreta, que pasó sin pena ni gloria por las pantallas
europeas, pero que tuvo mucho éxito en Estados Unidos, hasta el punto de
generar dos secuelas además de lo que parece un interesante negocio de
venta de películas por Internet. La publicidad la presentaba como un
«thriller original basado en hechos irrefutables y más escalofriantes que
ninguna película», empezando por la realidad de «la existencia de
sociedades secretas elitistas a las que pertenecen algunos de los hombres
más poderosos del planeta, como el presidente George W. Bush».
The Skulls relata la historia de un joven estudiante llamado Luke
McNamara (un guiño, tal vez, en referencia a Robert McNamara, ex
secretario de Seguridad de la Casa Blanca y ex presidente del Banco
Mundial), que aspira a ingresar en lo que parece una de las clásicas
fraternidades universitarias de estudiantes norteamericanos. La
particularidad de ésta, y su prestigio, reside en la dificultad para acceder a
ella ante el elevado nivel económico y social de las familias de sus
integrantes, todos masculinos. Inesperadamente, Luke recibe una invitación
para incorporarse al grupo, lo que consigue tras superar las pruebas
iniciáticas que le imponen los veteranos. Una vez aceptado, descubre que la
fraternidad es en realidad una auténtica sociedad secreta en la que los
miembros se conjuran para prestarse ayuda mutua más allá de los estudios
universitarios en sus respectivas carreras hacia la cumbre, donde relevarán
a sus respectivos padres. Estos pertenecen a generaciones anteriores de
Skulls y son presidentes, senadores, banqueros, industriales y altos cargos
de la Administración norteamericana. Para lograr este objetivo están
dispuestos a hacer lo que sea, incluso a emplear el asesinato.
Aprovechando el estreno de la película, varios medios especializados
publicaron algunos artículos advirtiendo acerca de la existencia real, desde
mediados del siglo XIX, de una extraña sociedad secreta hasta entonces
completamente desconocida y llamada precisamente Skulls and Bones
Order (Orden de la Calavera y los Huesos), cuyo principal interés sería
«ejercer como la rama estadounidense de los Iluminados de Baviera».
Según estas fuentes, el funcionamiento de la orden era muy similar al
descrito en el largometraje: miembros veteranos se encargarían de
promover cada año la selección de un grupo distinguido de graduados, en
torno a unos quince, en la Universidad de Yale. La oferta es un pacto de
índole casi fáustica: la garantía de un futuro pleno de éxitos económicos y
sociales integrados en la clase dirigente, a cambio de una completa
subordinación a los mandatos de la organización. Si los neófitos aceptan, y
parece que el 99,9 % suele hacerlo, se someten a unas pruebas secretas que,
una vez superadas, dan paso al ingreso como miembros de pleno derecho.
En ese momento, cada uno recibe un hueso con una inscripción que a partir
de entonces certifica su condición de Skull. Cuando terminen sus estudios
serán «presentados en sociedad» y a partir de entonces dirigidos y
apoyados por sus predecesores en la orden, hasta conseguir el anhelado
éxito personal y al mismo tiempo la oportunidad de servir a la creciente red
de influencias de todo el entramado.
Ese hueso personalizado explica la parte del nombre referido a bones, pero
¿de dónde viene el apelativo de skulls? Las informaciones antes reseñadas
denunciaban que parte de la liturgia secreta de la sociedad pasa por la
profanación de tumbas y de cadáveres. Y citaban un caso concreto acaecido
en 1918, cuando un grupo de skulls, entre los que se encontraba un senador
llamado Prescott, profanó el sepulcro de uno de los últimos grandes jefes
de la rebelión india, Jerónimo, de la tribu apache, a cuyo cadáver robaron la
cabeza para utilizarla en sus rituales. A mediados de los años ochenta del
siglo pasado, otro indio, Ned Anderson, líder de la tribu de San Carlos,
consiguió retiñir y presentar una serie de fotografías y documentos que
probaban el suceso. Según sus datos, el encargado de echar ácido sobre la
cabeza de Jerónimo para pelar la calavera, quemando la cabellera y la carne
que aún quedaban en ella, fue un personaje llamado Neill Mallon.
Anderson llegó a entrevistarse formalmente con miembros de los skulls
para pedirles que devolvieran el cráneo, pero no consiguió que lo hicieran.
Similar suerte sufrieron los restos del revolucionario mexicano Pancho
Villa, cuyo ataúd también fue asaltado por un grupo de desconocidos y su
cuerpo decapitado, aunque algunas versiones aseguran que esta vez no
fueron los skulls los que actuaron directamente, sino que pagaron a unos
sicarios para conseguir su calavera. Como en el caso de Jerónimo, Villa
había causado muchos problemas a la Administración estadounidense en el
pasado. Aparte de humillar su memoria, tal vez su cráneo habría sido
utilizado, igual que el del jefe indio, para realizar algún tipo de magia
simpática: por ejemplo, mantener sometidas a las etnias india y mexicana,
garantizando que no volvieran a protagonizar ninguna rebelión contra la
clase dominante en Estados Unidos, a la que pertenecían los miembros de
la orden.
Un tercer suceso del mismo tipo apareció publicado en una revista política
estadounidense de cierto prestigio: NACLA. Report on the Americas.
Según esta publicación, los skulls también fueron los responsables de la
profanación de la tumba del general Ornar Torrijos justo el 1 de mayo,
fecha con indudables resonancias bávaras, de 1990. Diversos testigos
confirmaron que ese día un grupo de desconocidos «que hablaban con
acento extranjero» abrieron la sepultura del líder panameño y robaron sus
cenizas. Torrijos había sido convertido por sus compatriotas en símbolo de
la resistencia del nacionalismo panameño frente a las ansias expansionistas
y neo imperialistas del gobierno de George Bush padre, que por entonces
ocupaba el Despacho Oval. Lo cierto es que el suceso coincidió con el
lanzamiento de la llamada Operación Causa Justa contra Panamá, con la
que la Administración norteamericana se garantizó la docilidad de las hasta
entonces inquietas autoridades locales, sobre todo en lo referido al canal,
imprescindible para controlar el tráfico marítimo entre el Atlántico y el
Pacífico que pasa por él.
Una tradición familiar
Skulls and Bones fue registrada oficialmente en 1856 con el nombre de
Asociación Russell y durante algunos decenios estuvo domiciliada en la
sede neoyorquina de la Banca Brown Brothers Harriman. En aquella época
tenía el sobrenombre de La Hermandad de la Muerte, porque las familias
de sus fundadores estaban involucradas en el tráfico de opio en Turquía y
China, gracias a la British East India Company, la legendaria Compañía de
las Indias. Precisamente en China trabajaba como delegado de esa primera
multinacional Warren Delano, el abuelo del futuro presidente Franklin
Delano Roosevelt.
Otro de los nombres de Skull and Bones es Capítulo 322, aunque nadie
sabe exactamente qué significa. En Estados Unidos, la palabra capítulo
suele utilizarse para referirse a las organizaciones locales dependientes de
otra de mayor envergadura, pero en ciertos ambientes es sinónimo de logia
masónica. Algunas versiones apuntan a que ese número encierra parte del
misterio sobre su origen real, referido a una organización secreta alemana,
cuyo nombre se ignora, aunque está confirmado que data de 1832. En
consecuencia, la cifra se descompondría en (18) 322.°, porque los skulls no
serían otra cosa que el segundo capítulo de esta organización germana
bávara en realidad?). La explicación más banal, defendida en público por
algunos miembros del grupo de Yale, es que alude al año de la muerte del
político griego Demóstenes, también conocido como el padre de los
oradores.
A día de hoy, la sede oficial de los skulls en el campus universitario de
Yale es un edificio de piedra similar a un mausoleo, que los estudiantes
conocen popularmente con el sugestivo nombre de La Tumba. Además, se
sabe que las iniciaciones de la fraternidad tienen lugar en Deer Island, en
propiedades de la empresa Russell Trust.
Entre los primeros skulls encontramos a algunos de los posteriormente
conocidos como cabezas de familia de varias dinastías de capitalistas
estadounidenses y, sin ir más lejos, al encargado de inscribir la asociación
en el registro: William H. Russell, secretario de Guerra en la
Administración Grant.
Otros miembros fundadores son Alphonse Taft (con una larga carrera que
incluye el Consejo de Estado de Connecticut, la Fiscalía General del Estado
y las embajadas de Estados Unidos en Austria y Rusia, y qué además fue el
padre de William Howard Taft, el único mandatario que llegó a ser a la vez
presidente del país y de la Corte Suprema), William Stead (un periodista de
prestigio, próximo a los ambientes teosóficos franceses y a los círculos
fabianos, perteneciente a la logia Apolo de Oxford y muy influido por el
pensamiento de John Ruskin, quien aseguraba repetidamente que «todo el
proyecto mundialista no tiene futuro si no se logra incluir en él a Estados
Unidos») y Cecil Rhodes, cuya aportación a la trama veremos más
adelante, al referirnos a la organización de la Mesa Redonda, que fundó
junto al propio Stead a instancias de la casa Rothschild.
Todos ellos y unos pocos más decidieron consolidar la nueva organización
para entrenar y promocionar a sus «cachorros» a fin de lanzarlos hacia los
puestos de mayor relevancia política, social y económica de Estados
Unidos. El proceso de dominación nacional y, sobre todo mundial, era y
sigue siendo demasiado complejo para permitir que lleguen y se instalen en
él posibles advenedizos no comprometidos con la causa, de la misma forma
en que lo están las sucesivas generaciones del mismo puñado de familias.
Según el historiador Anthony Sutton, la nómina de la sociedad «incluye la
veintena de apellidos con mayor pedigrí de las finanzas y la industria del
este del país». Entre ellos figura el apellido Bush, el de George H., y el de
George W., es decir, el de los dos presidentes, pero también el del padre y
abuelo respectivo, Prescott Bush. El mismo senador Prescott que participó
en la profanación del cadáver de Jerónimo.
Uno de los mayores especialistas mundiales en sectas, el director del
Instituto de Nuevas Religiones, Massimo Introvigne, confirmó en su día la
pertenencia al grupo de los Bush, además de otros miembros muy
destacados de sus respectivos gabinetes como el ex secretario de Estado,
George Schultz. Sin embargo, se esforzó en quitar hierro a la leyenda negra
de los skulls, sobre cuyos verdaderos objetivos cree que «siempre se
fantaseó mucho, hasta el punto de crear a su alrededor una literatura de
complots sin fundamento real». Introvigne sí reconoce la existencia de
determinados rituales macabros, así como la realidad del episodio de la
calavera de Jerónimo. Un suceso que disculpa a medias, al calificarlo de
«satanismo lúdico de clase alta», inspirado en la tradición de la masonería
anglosajona, que, aun utilizando ciertos ritos de aire ocultista, «no presenta
más riesgos que una gamberrada». En SLI opinión, en realidad no tiene
nada de extraño que los elitistas ex estudiantes de una universidad como la
de Yale coincidan posteriormente a la hora de ocupar cargos de relevancia
social.
En cierto modo tiene razón, todo puede ser fruto de la casualidad... si no
fuera porque semejante cadena de «casualidades» a lo largo de los últimos
siglos revela que el porcentaje de posibilidades respecto a esas casualidades
se ha reducido a una cifra tan diminuta como para buscarla con
microscopio.
Volviendo al abuelo Prescott, veamos otro ejemplo de «casualidad» en la
que aparecen enlazados personajes de suficiente importancia como para no
fiarnos del azar. El abuelo de George W. Bush se graduó en Yale en 1917
junto a su amigo Edward
Roland Harriman. Desde el momento en el que ambos ingresaron en The
Skulls and Bones comenzó su meteórico ascenso gracias al apoyo directo
de, entre otros, Pe rey Rockefeller, que según algunas fuentes había entrado
en la orden en 1900. La familia Bush se había enriquecido durante la
primera guerra mundial gracias a Samuel, padre de Prescott, que se dedicó
al rentable negocio de la venta de armas y munición, pero su hijo se dio
cuenta de que el negocio bancario daba todavía más beneficios y fundó la
Union Banking Corporation. Su amigo Harriman prefirió asociarse
directamente a la Banca Brown Brothers. Juntos, se convertirían, como
sabemos, en banqueros y socios comerciales del régimen de Adolf Hitler.
La biografía no autorizada de Bush padre, elaborada por Webster G.
Tarpley y Antón Chaitkin, demuestra que ambos grupos bancarios
participaron en la financiación del cártel alemán del acero del régimen
nacionalsocialista.
Con semejantes antecedentes, no es extraño que investigadores como Ray
Renick acusen a la familia Bush de participar, al final de la segunda guerra
mundial, en el desarrollo de la Organización Gehlen, edificada a partir del
reclutamiento de los nazis huidos del viejo continente, con aytida directa de
los Rockefeller y la Orden de Malta, a la que pertenece a su vez el hermano
mayor de George Bush. Desde el cuartel general de Gehlen, en California,
se diseñó y lanzó una campaña de terror a lo largo y ancho de toda
Hispanoamérica, con diversos objetivos. Por ejemplo, la llamada Operación
Amadeus, que incluía el narcotráfico a gran escala, con la colaboración de
la Cosa Nostra, y la evasión y blanqueo de capitales en las islas Bahamas y
otros paraísos fiscales. Eso fue lo que denunció el ex detective de
narcóticos de la Policía de Los Ángeles, Mike Ruppert, en una Comisión de
Inteligencia del Senado, en la que aportó casos como el de Albert Carone,
un coronel de la inteligencia militar, que, según la definición del ex
detective, «poseía una agenda que parecía un directorio conjunto de la CIA
y de la Mafia». Carone tuvo algunos problemas con Gehlen y expresó
agrias quejas que no debieron de sentarle muy bien a la dirección de la
organización, ya que poco después murió de forma repentina y misteriosa.
Según el informe médico, «víctima de una toxicidad química de etiología
desconocida». Ruppert tuvo acceso a cierta documentación que poseía su
hija. Fila estaba convencida de que su padre había muerto asesinado y de
que Amadeus era el nombre en clave del propio Bush. Los resultados de la
investigación elaborada por la Comisión del Senado no se conocen todavía.
Siguiendo la estela familiar, George W. Bush se inició en Skulls and Bones
en 1968 y, como su padre, decidió decantarse por el negocio petrolero.
Nueve años después dirigía su primera compañía, curiosamente
denominada Arbusto Energy {arbusto es la traducción literal al español de
Bush), que logró arrancar gracias a la ayuda económica de sus camaradas,
empezando por su tío Jonathan, que se encargó de convencer a una
veintena de inversores. Así empezó a consolidar su fortuna personal,
aunque sus comienzos en solitario fueron cualquier cosa menos brillantes.
La carrera económica de Bush hijo fue paralela a la política, llegó a ser
gobernador de Texas, donde batió todos los récords de aplicación de la
pena de muerte, y después, presidente de Estados Unidos. No deja de
resultar sorprendente que un vástago de la familia Bin Laden, con la que la
familia Bush comparte amistad y acciones, se convirtiera precisamente en
uno de sus mayores quebraderos de cabeza. En realidad, no parece que
George W. Bush haya tenido nunca mucha suerte con sus amistades, como
muy bien podría explicar Sadam Husein, ex presidente de Irak, que fue
compañero de negocios petroleros y gran amigo personal.
Señales nocturnas
En el momento de redactar estas líneas nadie sabe si Bush hijo conseguirá
revalidar su mandato en las elecciones presidenciales de noviembre de
2004, como candidato del Partido Republicano. Después de lo ocurrido en
los últimos años, muchos estadounidenses quieren que sea derrotado y
sustituido por el candidato del Partido Demócrata, John F. Kerry. Creen
que así el país recuperará su liderazgo mundial, se combatirá mejor el
terrorismo internacional y se recuperará la economía tanto a nivel nacional
como internacional. Desde luego, la propaganda de los demócratas ha
insistido hasta el hastío en la comparación entre el llorado JFK (John
Fitzgerald Kennedy) y el nuevo JFK, aunque probablemente muchos de
esos norteamericanos ignoran que esa F del apellido de Kerry es la inicial
de Forbes.
La misma familia Forbes que, al igual que otras pocas familias
estadounidenses, como los Cabot, los Perkins, los Lowell, los Coolidge o
los Russell, se hizo millonada con el tráfico de opio en el siglo XIX gracias
a la Compañía de Indias británica. Y la misma familia Forbes, entre cuyos
protegidos y hombres de confianza figuran desde hace muchos años los
Bush.
Claro que Kerry es el mismo político que durante los años noventa del siglo
XX se encargó de la investigación que el Senado llevó a cabo en torno a los
Bush y el escándalo del Bank of Credit and Commerce International, una
entidad creada en 1972 por el Bank of América y la CIA para canalizar los
fondos de la Administración destinados a los «amigos» de la Casa Blanca
en todo el mundo, como el panameño Manuel Noriega o los ya citados
Sadam Husein y Osama Bin Laden. El mismo Kerry que puso sordina a la
susodicha investigación y que posteriormente siempre ha apoyado la
intervención militar estadounidense en Irak. El Kerry que, en un programa
de televisión emitido en directo, fue preguntado por sorpresa por el
periodista Tim Russert si pertenecía a The Skulls and Bones y contestó
asintiendo con la cabeza, sin añadir ni una palabra.
Según diversos expertos, John F. Kerry se convirtió en un miembro de esa
orden en la generación de 1966. Así que, en realidad, ¿importa tanto si
gana Bush o Kerry?
Faber-Kaiser nos advirtió acerca de las presuntas instrucciones de Philip
von Rothschild respecto al significado de un gran apagón en la ciudad de
Nueva York a partir de 1980. El 14 de agosto de 2003, unos 50 millones de
habitantes de la costa este de Canadá y Estados Unidos, incluyendo Nueva
York y Detroit entre otras grandes urbes, se quedaron a oscuras.
Oficialmente, el apagón fue originado por una avería en la central eléctrica
de la región del Niágara, que habría causado una reacción en cadena,
aunque esta explicación nunca satisfizo a nadie. Sobre todo, cuando sólo
dos semanas después, Londres sufrió otro apagón idéntico, aunque algo
más breve, y lo mismo ocurrió con Sidney, la capital australiana. Durante
los meses siguientes, distintos puntos del mundo como Chile, la zona del
Yucatán en México y Malasia también se quedaron a oscuras durante unas
horas. Como si alguien estuviera contestando a la señal lanzada desde
Nueva York. O como si fuera un ensayo general para un apagón mundial;
tal vez un obsequio de los Illuminati para subrayar el próximo comienzo de
una nueva era, definitivamente a su servicio.
Mientras llega ese momento, no nos queda más que tomarlo con humor.
Como hicieron numerosos neoyorquinos que aprovecharon el susto de
agosto del año 2003 para vender todo tipo de recuerdos: delantales de
desayuno, tazas de café, pegatinas, ropa interior... y naturalmente las
inevitables camisetas con frases como «Blackout (apagón) 2003», «I
survived historical blackout in New York City» (Yo sobreviví al histórico
apagón en la ciudad de Nueva York), o «New York, the light of my life»
(Nueva York, la luz de mi vida). La camiseta «oficial» salió a la venta por
sólo 13,99 dólares, impuestos incluidos.
Nada sucede en política por accidente. Si
sucede algo, puedes apostar a que estaba
planeado de ese modo.
FRANKLIN DELANO ROOSEVELT,
presidente de Estados Unidos
Círculos dentro de más círculos
Existe una organización en Estados Unidos que es garantía de trabajo
seguro y bien pagado en la Administración del Estado, el Consejo de
Relaciones Exteriores. Paradójicamente, su nombre no es muy conocido, ni
siquiera en su propio país, pese a que ya en 1961 la revista Christian
Science Monitor, editada por uno de los miembros de la Mesa Redonda,
reconocía que «casi la mitad de los integrantes del Consejo de Relaciones
Exteriores ha sido invitada a asumir posiciones oficiales de gobierno o a
actuar como consultores en un momento u otro». La publicación lo
achacaba a la «exclusiva dedicación» de sus socios al estudio de la política
exterior.
Lo cierto es que, desde la década de 1930 hasta finales de 2004, todos los
Secretarios de Estado norteamericanos, incluyendo al último, Colin Powell,
han sido miembros del Consejo de Relaciones Exteriores, igual que 14 de
los 16 secretarios de Defensa que se sucedieron a partir de la presidencia de
Kennedy, incluyendo también al último, Donald Rumsfeld. De los 20
secretarios del Tesoro desde la presidencia de Eisenhower, 18 han
pertenecido al mismo grupo, e idéntica filiación hay que buscar en todos
los directores de la CIA desde la presidencia de Johnson, así como en la
práctica totalidad de los embajadores estadounidenses ante la ONU y de los
presidentes de la Reserva Federal durante el último medio siglo.
Desde la presidencia de Truman, todos los presidentes estadounidenses,
salvo el actor Ronald Reagan, surgieron de la misma cantera. No es extraño
que uno de los eslóganes no oficiales del consejo sea: «No importa quien
gane, demócratas o republicanos: siempre gobernamos nosotros.»
Traspaso de poderes
Infiltrado por los Illuminati, el Imperio británico fue el primero de la larga
serie histórica que se planteó su expansión sin necesidad de ocupar y
administrar grandes espacios geográficos contiguos como habían hecho sus
predecesores, el español, sin ir más lejos. Mantener el sistema clásico
resultaba muy caro en dinero, hombres y esfuerzos por parte de la
metrópoli, que, al cabo de poco tiempo, no tenía más remedio que empezar
a reclutar extranjeros o criollos para los puestos de cierta responsabilidad y,
a largo plazo, terminaba por agotarse y perder las posesiones. Siguiendo el
viejo lema de Weishaupt «Pocos pero bien situados», los británicos
prefirieron hacerse con pequeños y determinados puntos estratégicos a lo
largo y ancho del planeta, salvo en casos excepcionales como la India,
conocida como «la joya del Imperio», a fin de establecer y consolidar una
red comercial y de influencias global, muy bien comunicados unos con
otros gracias a su poderosa flota.
La sociedad secreta utilizada por los Illuminati para conseguir una exitosa
expansión colonial, según diversos autores, fue la Round Table o Mesa
Redonda, registrada en febrero de 1891, aunque en realidad llevaba varios
decenios operando en diversos escenarios. Por ejemplo, comprando las
acciones de la compañía del canal de Suez a través de la casa Rothschild y
cediéndolas después de manera formal a la corona británica. Su fundador
fue Cecil Rhodes, un masón de la logia Apolo de Oxford, públicamente
conocido como magnate del negocio del oro y los diamantes. Entre los
miembros principales de esta sociedad organizada según los modelos de la
orden jesuita y de la masonería, figuran los inevitables Rothschild, lord
Alfred Milner, lord Albert Grey y otros. Su objetivo declarado era «llevar
la civilización anglosajona a todos los confines del mundo» y, a cambio,
hacerse con todas las riquezas que se hallaran sobre la marcha, en una
especie de parodia cruel de la mítica Orden de la Mesa Redonda del
legendario rey Arturo y su consejero Merlín. La influencia de la
organización fue tan notable que incluso aparece reflejada en El hombre
que pudo reinar, uno de los relatos más populares de Rudyard Kipling,
debido en parte a la versión cinematográfica que rodó John Huston con
Sean Connery y Michael Caine como protagonistas.
Sara Millin, biógrafa de Cecil Rhodes, ha resumido su carácter en siete
palabras, «su deseo primario era gobernar el mundo», aunque parece claro
que no buscaba un dominio unipersonal, como sugiere el hecho de que en
su testamento asignara una cantidad de dinero específica para fomentar «la
extensión de la autoridad británica a través del mundo, [...] la fundación de
un poder tan grande como para hacer las guerras imposibles y promover así
los intereses de la humanidad». Es decir, para que la campaña de conquista
del planeta continuara, aunque él no estuviera ya para dirigirla en persona.
Por cierto, la mayor parte de su herencia la legó al financiero favorito de
sus esforzadas empresas, lord Rothschild.
Para proteger mejor sus intereses a través de diversas alianzas con otros
poderes políticos y económicos, especialmente en los cada vez más
pujantes Estados Unidos, la misma cúpula directiva de la Mesa Redonda
instituyó en 1919, poco después de la primera guerra mundial, el RILA o
Royal Institute of International Affairs (Real Instituto de Asuntos
Internacionales).
Su fundación oficial recayó en Mandell House, el consejero y alter ego del
presidente norteamericano Wilson, en una reunión que mantuvo en el hotel
Majestic de París con un grupo de importantes prohombres de cultura
anglosajona de ambos lados del Atlántico. A medida que fueron pasando
los años y el Imperio británico se extinguía, el objetivo de la institución
adquirió una pátina pro mundialista. Para hacer honor a los deseos de
unificación de todas las culturas del planeta, muchos de sus miembros se
fueron enrolando en otras sociedades que surgieron a lo largo del siglo XX.
Por ejemplo, el director del RIIA a mediados de los años ochenta del siglo
pasado, Andrew Schonfield, era también miembro destacado de la
Comisión Trilateral y del Grupo Bilderberg. Otro de los miembros de la
organización, Edward Heath, prosperó hasta convertirse en primer ministro
del Reino Unido, momento en el que empleó a Nathaniel Víctor Rothschild
como jefe de «un grupo de expertos encargado de examinar los planes
políticos del gobierno y aconsejar su forma de actuación». Cuando dejó la
política, Heath fue, a su vez, contratado por la banca internacional Hill
Samuel.
El equivalente del RIIA en Estados Unidos, y hermanado formalmente con
él, es el CFR o Council on Foreign Relations (Consejo de Relaciones
Exteriores), que comenzó sus trabajos a plena luz en 1921, gracias al
mismo Mandell House y a un pequeño grupo de personajes de peso, entre
las que figuraban los hermanos John y Allen Foster Dulles (el primero,
secretario de Estado y el segundo, director de la CIA), el periodista Walter
Lipman y el banquero Otto H. Kahn. En sus primeros estatutos se
autodefinían como «un grupo de estudios» cuyo objetivo era promover un
«diálogo permanente» sobre «las cuestiones internacionales de interés para
Estados Unidos». S11 táctica sería «reunir especialistas en diplomacia,
finanzas, industria, enseñanza y ciencias» en calidad de consultores,
además de «crear y estimular en el pueblo americano un espíritu
internacional» y cooperar sistemáticamente «con el gobierno y otros
organismos internacionales».
El CFR publica la más influente revista de política internacional, Foreign
Relations (Relaciones Exteriores), que cuenta con una edición en español.
Además de las cuotas de sus miembros, el grupo se financia con
aportaciones de las más poderosas compañías norteamericanas, incluyendo
por supuesto a grupos bancarios como los Morgan, Rockefeller y Warburg
y fundaciones como Ford y Carnegie.
En uno de sus estudios publicado en noviembre de 1959, el CFR ya
abogaba sin más por la construcción «de un nuevo orden internacional, que
refleje las aspiraciones mundiales por la paz, el cambio social y el
económico, [...] incluyendo a los estados que se llaman a sí mismos
socialistas [en referencia a los comunistas]». Esta debía llevarse a cabo por
todos los medios posibles y en ella colaboraban sin duda cada uno de los
miembros del club, aunque a veces los que se encontraran «en posiciones
delicadas pueden verse forzados» a mantener en secreto su pertenencia a la
asociación, según dice otro documento interno publicado en 1952.
El C.FR, o alguno de sus miembros, aparece en todos los acontecimientos
políticos, económicos y sociales de importancia del siglo XX: desde la
construcción de la ONU y la OTAN, hasta la puesta en marcha del Banco
Mundial y el Fondo Monetario Internacional, pasando incluso por el apoyo
político y logístico para la creación de la Unión Europea y la estrategia de
acoso y derribo del bloque soviético. Su penúltima gran estrategia, según
reflejan sus propios documentos, fue el impulso, desde principios de los
años setenta hasta la actualidad, de una auténtica «ola de democracia» en
todo el planeta. Pero no entendiéndola como «el menos malo de los
sistemas políticos posibles», según la definiera Winston Churchill, sino
como el «único sistema posible», lo que ha llevado a intentar exportarla sin
la previa y necesaria educación ciudadana incluso a los países cuyas
culturas ancestrales se alejan profundamente de la idea democrática, como
en algunas tradiciones musulmanas, africanas o asiáticas. Eso ha generado
tensiones importantes que aparecen reflejadas en las noticias diarias en
forma de desestabilización y guerras constantes.
La estrategia en marcha en estos momentos según diversos especialistas es
la de «privatización y concentración», basada en lograr que los gobiernos
nacionales se desprendan de sus grandes empresas «al objeto de resultar
menos onerosas para los contribuyentes y reducir el déficit público». Las
multinacionales compran esas empresas y concentran el poder en diversos
sectores: cada vez más en menos manos. A medio plazo, el resultado final
es que el ciudadano medio se enfrenta progresivamente a mayores costes
personales, porque, como es lógico, las multinacionales no buscan el
interés común, sino su único beneficio.
El hotel holandés
Todas las grandes organizaciones discretas promotoras de los ideales
mundialistas o globalizadores han surgido en torno a la labor de algún
«gran visir» que ha actuado desde dentro del poder, pero sin aparecer nunca
en primera fila, como si no le interesara figurar en el reparto de medallas.
Son muchos los investigadores que sospechan de la filiación Illuminati de
estos personajes, cuya vida personal y méritos generales para aparecer en
los más altos cargos suelen ser desconocidos, aunque a cambio muestran
una notable capacidad de organización y relaciones públicas. Si Rho des
fue el alma fundadora de la Mesa Redonda, y Mandell Hou se ejerció
idéntico papel con el RIIA y el CFR, el Club Bilderberg debe su
nacimiento al polaco Joseph Retinger.
Pocos ciudadanos han oído hablar de Retinger, una referencia anónima en
la Europa del siglo XX. Sin embargo, cuando murió en 1960 el príncipe
Bernardo de Holanda le rindió homenaje en su funeral con estas
significativas palabras: «Conocemos numerosos personajes notables, [...]
admirados y festejados por todos, y nadie ignoró su nombre. [...] Existen
sin embargo otros hombres cuya influencia es todavía mayor, incidiendo
con su personalidad en el tiempo en que viven aunque no sean conocidos
más que por un restringido círculo de iniciados. Retinger fue uno de éstos.»
Nacido en Cracovia en 1888 y educado por un miembro de la Sociedad
Fabiana, Retinger fue iniciado en la masonería de Suecia. A través de su
amistad con Mendell House, trabajó para la Mesa Redonda y el CFR y
realizó diversos viajes por Europa y América, donde se relacionó con las
más altas esferas sociales, políticas y diplomáticas. En México, fue uno de
los principales impulsores de la fundación del partido que se convertiría en
principal referente de la izquierda moderada, el PRI (Partido
Revolucionario Institucional, un nombre contradictorio), y, comisionado
por éste, negoció como diplomático con el Vaticano. Tras colaborar con el
gobierno polaco en el exilio durante la segunda guerra mundial, en 1947
apoyó a Henri Spake en sus primeros pasos hacia la constitución del
.Mercado Común Europeo. Un año después organizó el Congreso de
Europa, del cual emergería la institución que hoy conocemos como
Consejo de Europa.
En 1954 concentró a muchos de los más importantes prohombres del dinero
y la política del momento en el hotel Bilderberg de la localidad holandesa
de Oosterbeck, para «animarlos a trabajar en favor de la comprensión y la
unión atlántica». Los asistentes a este encuentro quedaron tan satisfechos
de los resultados que bautizaron al grupo con el nombre del hotel y
decidieron reunirse a partir de entonces periódicamente, otorgando la
primera presidencia a su entonces anfitrión, el príncipe Bernardo, esposo de
la reina Juliana de Holanda y acaudalado accionista, entre otras, de la
Société Générale de Belgique (otro banco ligado a la casa Rothschild),
además de importante representante de la Royal Dutch Petroleum
(integrada en la Shell). Es inútil decir que los principales miembros son los
mismos que hemos encontrado en otras organizaciones: los Rockefeller, los
Carnegie, los Ford, la banca Kuhn, Loeb & Company, los Warburg, los
Lazard, George Soros... y, naturalmente, los Rothschild.
Las reuniones del Club Bilderberg son secretas y se organizan anualmente
en un hotel distinto de cualquier lugar del mundo, siempre que reúna las
siguientes condiciones: que sea de gran lujo, esté ubicado en una localidad
pequeña y tranquila, rodeado de hermosos paisajes, y se encuentre
protegido con medidas extremas de seguridad. En realidad, el gobierno
anfitrión es el que se responsabiliza de la seguridad de los asistentes, que
no están obligados a seguir las normas legales para entrar y salir del país,
como pasar por la aduana o llevar visados. El club desplaza su propio
equipo de operadoras telefónicas, cocineros, camareros y demás apoyo
logístico.
La última vez que se reunieron en España fue en La Toja, Pontevedra, en
1989, aunque ya antes estuvieron en Palma, Mallorca, en 1975, donde
según algunas fuentes los bilderbergers llegaron a diseñar las líneas
maestras de la transición política española. Su última cita conocida, la del
cincuenta aniversario de su fundación, fue en junio de 2004, en la localidad
italiana de Stresa, junto al lago Maggiore, a pocos kilómetros de Milán.
No todos los asistentes al seminario anual del Club Bilderberg tienen el
mismo nivel. Hay dos tipos de socios: los activos, que sustentan la
organización y entre los cuales se escoge su grupo director, y los
ocasionales, que actúan como ponentes acudiendo a las reuniones por
invitación expresa y sólo para informar acerca de materias concretas
relacionadas con su experiencia profesional o personal. Todos juran antes
de cada reunión que nunca hablarán del contenido de sus discusiones, pero
se sabe que en ellas se analiza exhaustivamente la situación del mundo y se
fija una estrategia conjunta de actuación.
En la actualidad, el grupo está presidido por el vizconde Etienne Davignon,
propietario de casi todas las empresas eléctricas de Bélgica, así como de
uno de sus bancos principales. Tras él, encontramos una larga lista que
concentra a financieros, industriales, políticos, directivos de
multinacionales, ministros de Finanzas, representantes del Banco Mundial,
la Organización Mundial del Comercio y el FMI, ejecutivos de medios de
comunicación y dirigentes militares, así como miembros de algunas casas
reales europeas, como la reina Beatriz de Holanda o el príncipe Felipe de
Bélgica, lodos los presidentes estadounidenses desde Dwight David
Eisenhower han sido «bilderbergers» y, si no lo fueron los anteriores, se
debe única y exclusivamente a que el grupo se creó en 1954, cuando Ike
estaba precisamente en el poder.
Otros miembros conocidos del club son el ex presidente de la comisión
Europea Romano Prodi y su sucesor José Durao Barroso, el gobernador del
Banco Central Europeo, Jean Claude Trichet; el presidente del Banco
Mundial, James Wolfenson; el primer ministro británico, Tony Blair; el
responsable de la política exterior de la UE, Javier Solana; el ex primer
ministro francés Lionel Jospin, el ex secretario de Estado norteamericano,
Henry Kissinger, y el presidente del Washington Post, Donald Graham,
entre otros.
Dennis Healy, uno de los fundadores del Club Bilderberg, explicó en una
ocasión que sus miembros «no se dedican a establecer la política mundial,
sino que se limitan a debatir las grandes líneas a seguir con las personas
que las hacen realidad». El caso es que existe una larga serie de
coincidencias entre los asistentes a sus reuniones y su ascensión al poder.
Veamos algunos casos.
Bill Clinton, un peso pesado en el Partido Demócrata, pero no más que
otros, fue nombrado candidato de esta formación en las elecciones
presidenciales de Estados Unidos, que luego ganó, justo después de asistir a
la reunión del club en 1991. John Edwards, otro de los muchos candidatos
del Partido Demócrata, y no precisamente el que llevaba las de ganar para
presentarse a las elecciones presidenciales de 2004, fue elegido mano
derecha de John F. Kerry, otro bilderberger, apenas un mes después de
participar en la reunión de Stresa.
Al británico Tony Blair le sucedió lo mismo que a Clinton, acudió a la
reunión de 1993 y en julio de 1994 alcanzó la presidencia del Partido
Laborista. En mayo de 1997 era elegido primer ministro del Reino Unido.
El italiano Romano Prodi fue invitado del grupo en 1999 y alcanzó la
presidencia de la Comisión Europea en septiembre del mismo año. En la
OTAN, George Robertson estuvo en el encuentro de los bilderberger en
1998 y, al año siguiente, fue nombrado secretario general de la Alianza
Atlántica.
El investigador Santiago Camacho reprodujo en su libro Las cloacas del
imperio (primera edición de febrero de 2004) parte de la lista de una de las
últimas reuniones de los bilderberger en la que, entre muchos invitados de
diversos países, figuraba la siguiente entrada: «Trinidad Jiménez, Socialist
Party, Madrid.» Un mes después de su publicación, el PSOE ganó las
elecciones generales, y José Luis Rodríguez Zapatero, que ha reconocido
públicamente que Jiménez es una de sus más estrechas colaboradoras como
encargada de las relaciones internacionales del PSOE, se convertía
inesperadamente en presidente del gobierno español.
E igual que se alcanza, se pierde el poder. Varios autores han documentado
que todas las instituciones europeas modernas que trabajan en pro de la
unidad política del viejo continente, desde la Comunidad Europea hasta el
Euratom, fueron diseñadas y materializadas por bilderbergers, y si alguien
entorpece el complicado y a la fuerza lento proceso de integración, se le
aparta sin complejos.
Así parece que sucedió en el Reino Unido cuando su entonces primera
ministra Margaret Thatcher se hizo eco del sentir mayoritario de los
británicos, reforzando sus posiciones nacionalistas y antieuropeístas, y se
negó a diluir más poder en las instituciones europeas desde las que se
construyen los futuros Estados Unidos de Europa. Sin explicar muy bien
por qué, de pronto los principales dirigentes de su propio Partido
Conservador se pusieron en su contra y obligaron a la Dama de Hierro a
abandonar su puesto a favor de uno de sus principales colaboradores, el
anodino y dúctil John Major. Eso acaeció justo después de la reunión del
club en la isla de La Toja, donde, según la publicación norteamericana The
Spotlight se debatió entre otros asuntos el «irritante y exagerado»
nacionalismo de la Thatcher.
Otro ejemplo más cercano. Todos los diarios del mundo especularon a lo
largo de los primeros meses de 2002 con la posibilidad de que Estados
Unidos desatara su segunda y definitiva guerra contra el régimen de Sadam
Husein en Irak durante el verano de aquel mismo año. La Casa Blanca
insistía con argumentos como el de la existencia de armas de destrucción
masiva y las relaciones de Osama Bin Laden con Al Qaeda. Además, la
indignación y ansias de revancha del americano medio tras lo ocurrido en
septiembre de 2001 no se habían calmado con la invasión de Afganistán y
la caída del régimen de los talibanes, sobre todo porque el propio Bin
Laden, que había sido protegido por los integristas islámicos afganos,
según se decía entonces, no aparecía por ningún lado. Así pues, todo
parecía preparado, sin embargo... En junio de 2002, American Free Press
publicó que en la última reunión del Club Bilderberg se había decidido
retrasar la guerra hasta marzo de 2003 por razones no explicadas. La
noticia coincidió con el tira y afloja internacional que se desató entonces
respecto al envío de inspectores de la ONU en busca de las supuestas y
terribles armas. Y, en efecto, al tercer mes del año siguiente, no antes, se
desató la operación militar que originó la caída definitiva de Husein.
David Rockefeller, uno de los socios más respetados del Club Bilderberg,
anunció en su día que «el más íntimo» deseo de sus miembros era
configurar «una soberanía supranacional de la élite intelectual y los bancos
mundiales, que es seguramente preferible a la autodeterminación nacional
practicada en siglos pasados».
Los tres lados del triángulo
De las numerosas organizaciones que aún podríamos examinar sólo
incluiremos una más por razones de espacio, la Comisión Trilateral. En su
libro Sin disculpas, el senador norteamericano Barry Goldwater acusaba
directamente a este grupo de querer hacerse con el control del mundo,
utilizando medios ilegítimos. Según sus propias palabras, «ha sido diseñado
para convertirse en el vehículo de la consolidación multinacional de los
intereses comerciales y bancarios a través del control político del gobierno
de Estados Unidos».
Siguiendo el esquema de los círculos concéntricos utilizado por los
Illuminati, la Trilateral ocuparía, según varias fuentes, un espacio
informativo, más que decisorio. La misión de sus miembros sería la de
realizar análisis políticos, sociales y económicos sobre la evolución futura
de la humanidad, sugiriendo instrucciones y líneas de actuación a seguir.
El hombre clave de la Comisión Trilateral es otro norteamericano de origen
polaco y nombre impronunciable, Zbigniew Brzezinski, que en 1970
publicó Entre dos épocas, un ensayo en el que esbozaba la idea de la
necesaria cooperación entre los tres grandes bloques económicos forjados
en Occidente durante la segunda mitad del siglo XX: el norteamericano,
formado por Estados Unidos y Canadá; el europeo democrático
representado por la UE, y el creciente imperio japonés. Trazando los
límites de estas zonas en línea recta se obtiene un gran triángulo —
precisamente un triángulo—, de donde viene el nombre de Comisión
Trilateral. La organización nació en 1973 para hacer realidad las
sugerencias de Brzezinski «sensibilizando a los gobiernos y dirigentes
sobre la necesidad de mantener sociedades abiertas y allanar las barreras
entre los países capitalistas, comunistas y subdesarrollados, así como
redefiniendo el crecimiento mundial en un marco de economía de libre
mercado».
La sede y la dirección general se encuentran en Nueva York, aunque cada
Lina de las tres áreas posee su propio presidente regional. Cabe destacar,
por otra parte, que el mentor y patrón de Brzezinski fue desde un principio
David Rockefeller. Los miembros de la comisión son grandes
multinacionales, asociaciones patronales, bancos internacionales, líderes de
grandes sindicatos, políticos de relieve, responsables de grandes industrias
de medios de comunicación, etcétera. Entre éstos se encuentran el ex
presidente norteamericano James Carter, el presidente de Hewlett Packard
Company, David Packard; el patrón de la FIAT, Giovanni Agnelli; el
presidente del gobierno alemán, Gerharhd Schroeder; el presidente de la
banca Rothschild Frères y del Israel General Bank, Edmond de Rothschild,
y el presidente de Sony, Akio Morita.
Brzezinski publicó un segundo libro de interés, La Era tecnotrònica, que
proponía quince puntos muy concretos para avanzar en los objetivos de la
Trilateral. Muchos de ellos, si no todos, parecen extraídos del plan original
de los Illuminati. Estos son algunos ejemplos: limitación de las funciones
de los parlamentos, aumentando a cambio el poder de presidentes y
gobiernos; subordinación de los anteriores al Comité Político de la
Trilateral; limitación de la libertad de prensa y control radical de los
medios audiovisuales; introducción de una tarjeta de identidad válida para
todos los estados por igual y que sirva como cédula para votar; proceso
electoral completamente financiado por el Estado, incluyendo la
propaganda política; incremento de los impuestos de la clase media;
legalización progresiva de los inmigrantes ilegales hasta desembocar en
Lina inmigración ilimitada desde el Tercer Mundo, y un nuevo orden
económico mundial.
La sociedad será dominada por una élite de
personas libres de valores tradicionales,
que no dudarán en realizar sus objetivos
mediante técnicas depuradas con las que
influirán en el comportamiento del pueblo y
controlarán y vigilarán con todo detalle a
la sociedad.
ZBIGNIEW BRZEZINSKÍ,
asesor estadounidense
El futuro es hoy
En un artículo publicado a mediados de los años noventa, el periodista
español José María Carrascal reprodujo una especie de nuevas Tablas de la
Ley que circulaban en "Washington para uso de los políticos novatos en las
más altas instancias del Estado. Éstas son sus doce normas de oro, que no
precisan comentarios:
1. No mientas, estafes o robes innecesariamente.
2. Recuerda que siempre hay un hijo de perra más grande que tú.
3. Una respuesta honesta puede traerte un montón de problemas.
4. Si vale la pena luchar por algo, vale la pena luchar sucio por
ello.
5. Los hechos, aunque interesantes, son irrelevantes.
6. «No» es sólo una respuesta interina.
7. No puedes matar una mala idea.
8. Si no consigues algo a la primera, destruye todas las pruebas
de que lo intentaste.
9. La verdad es variable.
10. Un puercoespín con las púas abatidas no es más que un roedor
gordo.
11. Una promesa no es ninguna garantía.
12. Si no puedes contradecir un argumento, abandona la reunión.
Carrascal calificaba estos apuntes como una guía «bastante práctica» para
moverse en las arenas «movedizas y no siempre limpias de la política».
Desgraciadamente, tenía razón. Si hay algo que falta en política en la
actualidad, en cualquier parte del mundo, es honradez. Hemos dado la
vuelta a la máxima que Julio César recomendó a su mujer Calpurnia: «No
vale con que seas honesta, además debes parecerlo.» Hoy la interpretación
más corriente es esta otra: «No importa ser honesto sino parecerlo.»
Esta máxima puede aplicarse a los numerosos grupos que, con más o
menos relación con los Illuminati, hemos examinado hasta ahora. Aún
señalaremos la existencia de uno más, el Bohemians Club (Club de los
Bohemios) que agrupa a ciudadanos privilegiados de todo el mundo
occidental, y cuyo símbolo es un búho. Se cree que fue fundado en 1872 en
San Francisco y que cuenta en estos momentos con unos 3.000 miembros.
Según varios expertos, se trata de una especie de «sucursal» de la
Trilateral. El club posee, entre otras propiedades, 1500 hectáreas de bosque
en California, donde, protegidos por fuertes medidas de seguridad, se
reúnen sus miembros de vez en cuando. Pese a ello, dos investigadores
norteamericanos, Alex Jones y Mike Hanson, se colaron en sus
instalaciones y lograron grabar con una pequeña cámara digital unos
instantes de un curioso ritual. En las imágenes, tomadas de noche y a
distancia, se observa a un grupo de personas ataviadas con largos ropajes,
moviéndose a la luz de las antorchas en torno a una estatua colosal de un
búho, frente a la cual arde Lina hoguera.
Cada cual es libre de entretenerse como quiera, incluso de realizar extraños
rituales en un bosque, como lo hacían Weishaupt y sus compañeros a
finales del XVIII Sin embargo, Jones y Han son relacionaron lo que vieron
con una de las sorpresas que pueden encontrarse en un billete de un dólar si
se lo examina con detenimiento y una lupa: la pequeña imagen de un búho
que figura en una de sus esquinas, con una especie de tela de araña detrás y
entre lo que parecen ser unas ramas de laurel.
Los secretos del billete verde
Desde el final de la segunda guerra mundial, el dólar norteamericano es la
divisa más potente del mundo, aceptada en casi cualquier lugar como antes
lo fue la libra esterlina, quizá porque los Illuminati decidieron apoyarse en
ella, como antes lo hicieran con la moneda inglesa, para proseguir sus
designios. En los últimos sesenta años, las llamadas monedas fuertes, como
el marco alemán, el franco francés o la misma libra esterlina, han
mantenido su posición de privilegio sólo porque actuaban en cierto modo
protegiendo el dólar, pero finalmente, también se inclinaron ante éste.
Y es que el billete verde no es una moneda más, sino que constituye una de
las armas más poderosas de Estados Unidos para mantener SLIS
aspiraciones como primera y única superpotencia mundial. Mientras el
comercio internacional y especialmente el petróleo se rijan por la ley del
dólar, la Casa Blanca podrá estar tranquila, ya que seguirá conservando el
liderazgo entre los gobiernos del tablero internacional. Algunos autores
revelan que una de las razones secretas para desatar la guerra contra el
régimen de Sadam Husein fue la decisión de éste de empezar a cobrar el
petróleo en euros, en lugar de hacerlo en dólares. Según esta tesis, si el
líder iraquí se salía con la suya impunemente, los demás países productores
podrían plantearse también empezar a usar el euro (que, por otro lado,
cumple hoy el mismo papel que las monedas fuertes de decenios atrás), lo
que a la postre haría que el sistema entero de control se tambaleara.
La palabra do llar es de origen alemán. Es una deformación de Thaler o
Daler, a su vez abreviatura de Joachimsthaler. Lo que en España se conoció
como tálero, una moneda acuñada a partir del siglo XVI gracias a la plata
extraída de la mina de Joachimstal, en lo que hoy es la localidad checa de
Jachymov. Esta moneda llevaba grabada en una de sus caras la efigie de
san Joaquín. Los reales de a ocho españoles, conocidos también como
táleros, llevaban impreso el famoso icono de la divisa estadounidense, una
especie de letra s cruzada por dos barras ($), que no era más que Lina
estilización de las dos columnas de Hércules, junto al lema
Plus Ultra (Más allá) que hoy todavía figura en el escudo español.
Si examinamos el billete de dólar y nos fijamos en el anverso, veremos una
pirámide truncada que posee trece escalones, en cuya base está escrito el
número 1776 con caracteres romanos. Corresponde al reverso del gran sello
de Estados Unidos. La explicación oficial de su simbología es que
representa a los trece Estados que ese año firmaron la Declaración de
Independencia respecto a Inglaterra. No deja de resultar llamativo que trece
sea el número de grados iniciáticos de la orden de los Iluminados de
Baviera fundada en el mismo año. Encima de la pirámide y constituyendo
su vértice, apreciamos el clásico ideograma divino: un triángulo radiante
con un ojo en su interior, el Ojo que Todo lo Ve. El mismo que utilizaron
los Illuminati para representar gráficamente su organización y que también
aparecía en las portadas de los textos jacobinos de la Revolución francesa.
Dos lemas escritos en latín enmarcan la pirámide con el ojo. Por arriba,
«Annuit Coeptis», que se traduce por «El (Dios, ¿o quizá "Ella", en
referencia a la orden Illuminati?) ha favorecido nuestra empresa». Por
abajo, «Novus Ordo Seclorum», es decir, «Nuevo orden de los siglos».
Como sabemos, la obsesión por imponer un nuevo orden mundial es
bastante anterior a los encendidos discursos de Adolf Hitler al respecto o de
George Bush padre, cada uno de los cuales utilizó la misma expresión en su
época, pero en el billete de dólar se muestra públicamente y sin ningún
recato.
La frase más conocida del billete es «In God we trust» (En Dios
confiamos). ¿En qué Dios, en realidad? La sociedad norteamericana se
caracteriza por su alto grado de puritanismo, que nació en el Reino Unido
siglos atrás a partir del protestantismo e introdujo una versión más
materialista de la evolución espiritual. En contraposición al dogma católico
de que los pobres eran los preferidos de Dios y, por tanto, de que es más
fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el
reino de los cielos, los protestantes en general y los puritanos en particular
replicaron que una vida próspera en la tierra no tenía por qué significar la
condenación futura, sino todo lo contrario. Negando la posibilidad de que
el hombre pudiera escapar a la predestinación (y de que por tanto, hiciera lo
que hiciese, al final de su vida se salvaría o no según lo hubiera decidido
Dios de antemano), muchos apoyaron la idea de que el enriquecimiento era
equivalente a la aprobación de la divinidad, que se complacía así en tratar
bien a sus preferidos, como una especie de prólogo a la felicidad eterna que
les esperaba tras la muerte.
Esta idea, sumada a las oportunidades que se abrieron en el nuevo
continente a todo el que mostrara la suficiente ambición, ideas y fortaleza
para salir adelante, degeneró con rapidez y acabó convertida en un
auténtico culto al dinero que aparece parodiado en la película They Uve! de
John Carpenter, en la que un obrero mal pagado descubre unas gafas con
las que observa los mensajes subliminales que se esconden en los
periódicos, las revistas, las vallas publicitarias y el mismo papel moneda, y
que no podemos apreciar porque una extraña raza de infiltrados mantiene
hipnotizada a la sociedad. Cuando no lleva las gafas, el billete de dólar le
parece normal, pero al ponérselas lo que ve es un trozo de papel en blanco
en el que figuran mensajes escritos como Compra, Consume o, más
específicamente, Este es tu Dios.
Existen, por otra parte, un par de lecturas alternativas al «In God we trust».
La primera de ellas supone una elipsis en la frase «In God we (have the)
Trust», que se podría traducir por «En Dios (tenemos el) trust» (donde trust
es «corporación financiera» o «negocio»). Y la segunda, más sencilla y
extendida, «In gold we trust»; esto es, «En el oro confiamos». Esta última
versión fue el motivo de una famosa equivocación cometida en la Reserva
Federal, que estuvo a punto de distribuir varias series de billetes con el
«oro» (gold) en lugar de «Dios» (God) como protagonista del lema. Unos
empleados se dieron cuenta a tiempo y se pudo recoger todo el papel
moneda antes de que llegara al bolsillo de los ciudadanos.
Por último, existe un dibujo en el dólar estadounidense que corresponde a
la otra cara del sello nacional, el águila real calva. El águila es un clásico
signo imperial. Desde las legiones romanas hasta la guardia de Napoleón
Bonaparte, pasando por los tercios de Carlos V, todos los ejércitos
europeos y americanos con vocación expansionista han coronado sus
banderas y estandartes con este hermoso animal, relacionado en la
mitología con la tradición solar. Existe la teoría de que esta águila
simboliza, a su vez, el ave Fénix, el legendario pájaro que, cuando
envejece, se inmola hasta quedar reducido a cenizas, de las que poco
después renacerá fuerte y joven con un nuevo cuerpo.
«En todo caso, el águila se presenta con las alas desplegadas y en sus patas
lleva dos símbolos contradictorios. En la derecha, una rama de olivo (con
trece hojas) representando la paz y en la izquierda un puñado de flechas
(trece, de nuevo), representando la guerra.» En teoría ello indica que la
nación estadounidense puede ser indistintamente benevolente o belicosa
con el resto de los países del mundo. Aunque, por otra parte, hay quien ha
querido relacionar el origen judío de la familia de Weishaupt con el hecho
de que sobre la cabeza del águila aparece una constelación de trece estrellas
que forma el símbolo de la estrella de David, el signo de Israel, en el
interior de una nube. A estas alturas ya no nos sorprenderá que el águila
muestre sobre el pecho un escudo compuesto por trece barras.
El billete de un dólar no es el único que ofrece semejantes curiosidades. A
raíz de los atentados del 11S se distribuyó por Internet un curioso ejercicio
de papiroflexia con el billete de 20 dólares, que dejó estupefacto a todo
aquel que quiso hacerlo. Se trataba de plegar un billete nuevo hasta
conseguir una especie de avioncito de papel en el que se podía contemplar,
por una cara un dibujo parecido al Pentágono en llamas y por la otra, una
imagen de las Torres Gemelas del World Trade Center en llamas. No sólo
eso, practicando un simple pliegue en acordeón sobre el billete, se puede
leer «Osama» en su parte superior. La pregunta es: ¿Cuáles son las
posibilidades matemáticas de que tres pliegues en un billete de 20 dólares
contengan accidentalmente una representación de dos ataques terroristas y
además el nombre del supuesto autor de los atentados?
Puestos a buscar simbolismos, se ha llegado a sugerir que la misma forma
del Pentágono, el centro de poder militar más importante del mundo, es
demasiado singular. Si estiramos los ángulos del edificio en un ejercicio de
imaginación veremos cómo aparece una estrella de cinco puntas,
disimulada en su forma geométrica actual. En la tradición ocultista, este
tipo de estrella significa dos cosas. Si tiene una punta hacia arriba, dos
abajo y dos a los lados, es el símbolo del hombre espiritual, tal y como lo
dibujó Leonardo da Vinci en su famoso Estudio de las proporciones del
cuerpo humano. Si tiene una punta hacia abajo, dos arriba y dos a los lados,
es el símbolo del Diablo representado por un macho cabrío, con la barba en
la punta inferior, los cuernos en las superiores y las orejas en los laterales.
Volviendo al dólar, ¿durante cuánto tiempo más continuará siendo el
protagonista de las finanzas internacionales? Quizá no tanto como parece,
al menos en términos históricos. La puesta en marcha del euro ha creado
aparentemente una importante competencia, y tampoco hay que olvidar la
fuerza del yen japonés en los mercados asiáticos. Desde hace varios años,
diversos especialistas monetarios abogan incluso en público por una futura
fusión de las tres monedas en una sola, que se convertiría prácticamente en
la moneda mundial, ya que ninguna economía de ningún país del mundo
podría hacer frente ni rechazar el resultado de esta triple alianza.
En ese sentido, resulta llamativa la «falta de alma» denunciada por muchos
diseñadores en los billetes de euro. Si existe algún continente que haya
alumbrado grandes artistas, filósofos, literatos, científicos e incluso
políticos cuya imagen podría ilustrar una serie de billetes, ése es Europa.
Sin embargo, en nuestro papel moneda apenas se ve otra cosa que puentes
y fachadas arquitectónicas, tristes y solitarios, sin ningún elemento humano
en ellos. El contraste con los simbolismos del dólar es evidente hasta el
punto de que hay quien ha llegado a sugerir que eso precisamente es el
indicio más claro del carácter provisional del euro como moneda.
Caiga quien caiga
Para mantener el control del dólar y, por medio de él, el de la economía
mundial, los Illuminati están dispuestos a lo que sea. Recordemos el
magnicidio de Kennedy. O el de tantos otros líderes políticos que durante el
último siglo murieron víctimas siempre de «tiradores solitarios». Eran
todos de muy diverso pelaje político, pero tenían algo en común: su deseo
de tomar decisiones autónomas, sin seguir los dictados de ningún grupo de
poder específico. Es el caso de Martin Luther King, el Premio Nobel de la
Paz de 1964 y defensor de los derechos civiles de los negros
norteamericanos en un momento en el que los disturbios raciales
amenazaban con sumir Estados Unidos en una auténtica guerra urbana sin
precedentes. Imitando el estilo del Mahatma Gandhi, Luther King defendía
la necesidad de resolver los problemas «a través del amor y la buena
voluntad, luchando contra la injusticia, con un corazón y una mente
abiertos». Un mensaje que no resultaba muy del agrado de los Illuminati.
A finales de marzo de 1968, en la ciudad de Memphis, Tennessee, Martin
Luther King organizó una concentración pacífica que degeneró en un
violento motín, según los testigos por culpa de un grupo de agitadores
negros llamados Los Invasores que no estaban de acuerdo con su estrategia
y querían «la guerra abierta contra los blancos». Luther King escapó por
muy poco a la agresión gracias a sus guardaespaldas y, molesto por lo
ocurrido, programó una nueva visita a la misma localidad a primeros de
abril. Los periodistas negros le criticaron duramente, primero por su «huida
vergonzosa» del primer acto y luego porque a su vuelta había decidido
hospedarse en «el Holliday Inn, propiedad de blancos, y no en el motel
Lorraine, propiedad de negros». Conciliador como de costumbre, King
anuló la reserva en el primer establecimiento para alojarse en el segundo.
Tres días antes de la visita, alguien que se identificó como miembro de su
cuerpo de seguridad se presentó en la recepción del Lorraine y cambió la
habitación prevista en la planta baja del establecimiento por otra en la
segunda. El único acceso a esa habitación era a través de una terraza
exterior. Más tarde, se descubriría que ninguno de los encargados de su
seguridad había hecho esa solicitud. La mañana del día 4, Luther King
comentó en público que «todos debemos pensar en la muerte siempre. Yo
ahora pienso en mi propio funeral». Seis horas después de pronunciar estas
palabras, Martin Luther King fue alcanzado por un francotirador, justo
cuando se encontraba en la terraza del segundo piso del motel: un blanco
perfecto para un experto. Uno de sus colaboradores, Marrel McCullough,
señaló la ventana del cuarto de baño de una casa cercana, asegurando que
el disparo había venido de allí, y, en efecto, se pudo ver a un hombre
huyendo con una bolsa de deporte, que acabó abandonando en la
persecución a la que fue sometido. En su interior estaba el rifle que le
disparó y algunos efectos personales. El hombre subió a un coche y huyó.
Poco después el FBI había «resuelto» el caso con la detención de James
Earl Ray, un criminal de poca monta, ya fichado y con antecedentes
penales: el clásico culpable. Pero no se halló justificación alguna para el
asesinato y, además, Ray había sido capturado cuando realizaba un extraño
periplo. Tras el atentado, había viajado en avión desde Memphis hasta la
ciudad canadiense de Toronto, de allí a Londres, de la capital británica a la
portuguesa, desde Lisboa regresó a Londres de nuevo y fue detenido
cuando se disponía a embarcar rumbo a Bélgica. Nadie supo explicar qué
hacía ni de dónde había sacado el dinero para pagar los gastos del viaje, ya
que carecía de ingresos regulares conocidos. Extraditado a Estados Unidos,
el fiscal encargado del caso, Percy Foreman, le presionó para que se
declarara culpable y se librara de la ejecución, sustituyéndola por la cadena
perpetua.
Años después, Ray empezó a decir que él no había matado a Martin Luther
King, sino que había sido reclutado para una operación de contrabando de
armas. Implicó a Jules Ricco Kimble, un individuo vinculado al Ku Klux
Klan, que tras varios interrogatorios confesó haber participado en una
conspiración de la que Ray era sólo un «cabeza de turco». Según su
versión, a Luther King le disparó un hombre con uniforme de la policía de
Memphis, que era en realidad un agente de la CIA. Las autoridades echaron
tierra sobre el caso, calificando esas declaraciones de «bonita película de
ficción», ya que Ray era «un consumado racista y delincuente, cuyas
huellas dactilares estaban bien marcadas en el rifle del que salió la bala que
mató a Luther King».
Pero los detalles chocantes están ahí. Como el hecho de que el agente del
FBI encargado de la vigilancia de King fuera el mismo que luego se ocupó
del expediente de James Earl Ray. O las conclusiones del Comité de
Investigación de Asesinatos de la
Cámara, que en 1979 demostró que Ray no pudo actuar solo, puesto que
recibió ayuda económica en los meses previos al crimen. O, lo más
sospechoso de todo, que, en 1998, el condenado apareciera en la prensa
estrechando la mano de un sonriente hijo de Luther King mientras
anunciaba que había llegado a un acuerdo con la familia para reabrir la
investigación, aportando datos nunca revelados sobre la conspiración que le
había utilizado... y poco después muriera víctima de una súbita cirrosis
hepática.
Otro magnicidio sorprendente fue el del secretario general del Partido
Laborista de Israel y primer ministro en ejercicio, Isaac Rabin. El 4 de
noviembre de 1995 fue víctima de un atentado mortal tras el mitin que
ofreció a sus partidarios en la plaza de los Reyes de Jerusalén y en el que
insistió en su oferta de llegar a un acuerdo de paz con los palestinos. ¿Paz
en Oriente Medio? Eso no estaba contemplado en el plan de los Illuminati
para la región.
Un fanático integrista judío llamado Yigal Amir fue acusado y condenado
por el crimen, aunque Leah Rabin, viuda del primer ministro, llegó a
afirmar en una entrevista en la televisión israelí que estaba convencida de
que su marido no fue asesinado por Amir. ¿Cómo se explica que uno de los
hombres más protegidos del mundo (entre siete y veinte guardaespaldas se
encontraban en el lugar de los hechos, en un país de especialistas en
seguridad, que ha padecido el mayor número de atentados terroristas de la
historia) pueda ser tiroteado con tanta facilidad? Poco después de expresar
en voz alta su opinión, se agravó el cáncer que padecía desde hacía años y
falleció súbitamente en el año 2000. Su hija Dalia, que piensa lo mismo,
contrajo curiosamente la misma enfermedad.
En ;Quién asesinó a Isaac Rabin?, el investigador judío Barry Chamish
examina todos los detalles que no cuadran. Entre ellos, el hecho de que
Rabin no llevara chaleco antibalas pese a las recientes amenazas de
atentado o que el Shabak, el Servicio de Inteligencia, ordenara desarmar los
detectores de metales en el mitin, aparte de que su director, Carmi Gillon,
se encontraba justo en París cuando todo ocurrió. O que, en medio de todas
las medidas de seguridad, Amir pudiera llegar a disparar hasta cinco veces
según los testigos, antes de ser reducido por unos guardaespaldas que
gritaban «es un arma de juguete, no es real», mientras empujaban a Rabin
al interior del coche oficial. Un coche conducido, además, no por el chófer
habitual, sino por otro distinto, que se dirigió hacia el cercano hospital
Ichilov sin acelerar demasiado. Pese a las graves heridas de Rabin, un
trayecto que según conductores expertos podía haberse completado en dos
minutos, como mucho, duró al menos ocho largos y decisivos minutos... en
los que a nadie se le ocurrió avisar por teléfono al hospital a fin de que
estuvieran preparados para atender de urgencia al primer ministro, que
falleció finalmente en el centro hospitalario.
Dos meses después del asesinato salió a la luz pública una sorprendente
filmación del magnicidio realizada por un aficionado, como la película
Zapruder en el caso JFK. Chamis subraya que en las imágenes se aprecia
cómo Amir dispara con la mano izquierda, aunque es diestro. Se ve a Rabin
volviéndose con curiosidad y relativa tranquilidad tras oír el primer
disparo, sin identificar el ruido ni, desde luego, sentirse herido. Antes de
que le obliguen a introducirse en el coche, por la puerta derecha, se ve
cómo se cierra la de la izquierda, como si alguien estuviera ya en su
interior, ¿tal vez su verdadero asesino?
Antes de morir, Leah Rabin, que apoyaba las teorías «conspiranoicas» de
Chamish, relató que, cuando se oyeron los disparos, los agentes del Shabak
se la llevaron en volandas a las dependencias de su organización en lugar
de dejarla ir con su marido. La última vez que lo vio vivo, al montar en el
coche, le pareció que «estaba bien». En el trayecto, mientras ella
preguntaba a los agentes qué había ocurrido, ellos se limitaban a
responderle: «No es real.» Pero nunca le respondieron a qué se referían.
Otro caso de magnicidio tan reciente como confuso es el de la popular
política sueca Anna Lindh, apuñalada el 11 de septiembre de 2003,
mientras realizaba, sin escolta, unas compras en unos grandes almacenes de
Estocolmo. Olof Svensson, un ciudadano con antecedentes policiales,
carácter violento, problemas con el alcohol y las drogas y trastornos de
personalidad, fue detenido, juzgado y condenado por ese asesinato a cadena
perpetua, posteriormente sustituida por su ingreso en un psiquiátrico. El
viudo de Lindh, el antiguo ministro de Interior, Bo Homlberg, aseguró que
la muerte de su mujer pudo haberse evitado y se quejó de la actitud de la
policía secreta sueca, la SAAPO, por no haber hecho caso de los informes
que aconsejaban mayor protección oficial para ella, ya que había sido
amenazada de muerte sólo dos semanas antes de lo ocurrido.
Los ciudadanos suecos ya habían sufrido una conmoción similar con el
asesinato en parecidas circunstancias del entonces primer ministro Olof
Palme en 1986. Tras una investigación de muchos años, el único acusado
hasta ahora ha sido un sueco alcohólico y toxicómano llamado Christter
Petersson, al que absolvieron por falta de pruebas. En la película 23, de
Hans Christian Schmidt, basada en hechos reales publicados por la revista
alemana Spiegely se cuenta la historia de un grupo de piratas informáticos
alemanes que operaban en Hannover a finales de los años ochenta. El
protagonista, obsesionado con la existencia de los Illuminati y lector
empedernido de la novela Las máscaras de los Illuminati, de Robert A.
"Wilson, consigue infiltrarse en las redes informáticas del gobierno y el
ejército, y empieza a vender información sobre la industria nuclear al KGB,
antes de descubrir que muchos de los más llamativos sucesos
contemporáneos transcurren en torno al número 23. Empezando por el
asesinato de Palme a las 23.23 horas. Otro cineasta, el sueco Kjell
Sundvall, rodó El último contrato, un thriller en el que un policía encargado
de las investigaciones del asesinato de Palme descubre una compleja red de
conspiraciones que llegan a lo más alto del poder político, pero al que sus
jefes no le dejan proseguir la investigación hasta el final.
En mayo de 2002, durante la campaña para los comicios generales en
Holanda, también fue asesinado el controvertido, carismático y, según
todas las encuestas, gran favorito para la victoria final, el candidato de la
ultraderecha, Pym Fortuyn. Entre otras cosas, Fortuyn defendía la salida
inmediata de Holanda de la Unión Europea, así como el cierre de fronteras
a la inmigración. Un «ecologista de personalidad compulsiva» llamado
Volkert van der Graaf le asesinó días antes de las elecciones y fue
condenado a veinte años de cárcel.
La lista es interminable, pero no afecta sólo a grandes personalidades.
Etimológicamente, un magnicidio es un asesinato magno, o grande, pero su
enormidad puede entenderse tanto en cualitativo, alguien importante, como
en lo cuantitativo, una gran cantidad de personas. Los Illuminati son
expertos en ambas especialidades.
El misterio del 11
No cabe ninguna duda de que los salvajes atentados del 11 de septiembre
de 2001, y esa especie de «segunda parte» en Madrid el 11 de marzo de
2004, han marcado un antes y un después en las relaciones internacionales
y los equilibrios de poder el mundo, aproximándonos a ese tercer
enfrentamiento mundial del que hablaran los Illuminati en sus cartas del
siglo XIX No tenemos mucho espacio para tratar estos atentados, pero lo
que está claro es que la versión oficial de lo ocurrido en el 2001 se
desmorona a poco que se examine de cerca. Como recuerda José María
Lesta en Golpe de Estado mundial: existen «literalmente decenas de datos
que aportan serias dudas sobre los acontecimientos sucedidos» y el menos
chocante de ellos no es la publicación, bastante antes de que se produjeran
los acontecimientos, de una novela llamada Operación Hebrón firmada por
un ex agente del Mossad, el servicio secreto exterior de Israel, que dijo
haberse inspirado en informes preventivos de la CIA para redactarla. En
esa novela ya se describía una serie de ataques aéreos terroristas a las
Torres Gemelas, el Pentágono, el Capitolio y la Casa Blanca. A
continuación reseñamos sólo unos pocos hechos extraños, escogidos al azar
de entre muchos otros que no terminan de encajar.
1. Ariel Sharon, que se disponía a realizar su primera visita a Estados
Unidos tras alcanzar el cargo de primer ministro israelí, suspendió el viaje
dos días antes de los atentados por imperativa recomendación del Shabak.
Las agencias de seguridad de medio mundo, incluyendo la israelí, la
francesa y la vaticana, alertaron a Washington de que algo muy extraño
pero peligroso se estaba preparando.
2. Todos los pilotos comerciales consultados tras los ataques
concluyeron que era imposible que unos secuestradores con unas pocas
horas de vuelo en pequeñas avionetas pudieran haber impactado como lo
hicieron con grandes aviones de pasajeros. Eso requiere, dijeron, «muchos
años de experiencia» o una radiobaliza que teledirija la ruta.
3. Se calcula que el World Trade Center daba trabajo cada día a más de
53000 personas, sin contar los empleados de nivel inferior, muchos de ellos
inmigrantes no censados que trabajaban temporalmente. A la hora en que
se produjeron los ataques se calcula que debía haber como mínimo unas 20
000 personas en el interior de las Torres Gemelas. Sin embargo, la cifra
oficial de víctimas mortales, contando bomberos, policías y ciudadanos en
general afectados por el derrumbe posterior, no supera las 2 800. Si ése es
verdaderamente el número de muertos, ¿dónde están todos los demás
trabajadores habituales?, ¿faltaron justo ese día?
4. El ataque al Pentágono no pudo realizarlo uno de los aviones
secuestrados, que, según la versión oficial, impactó contra la fachada.
Aparte de ser uno de los edificios mejor vigilados y protegidos del mundo,
sus propias cámaras de seguridad grabaron una explosión, pero en las
imágenes no se ve ningún avión. Ni siquiera las alas o la cola del aparato,
cuyos restos tenían que haber quedado en el exterior del edificio, dado su
tamaño, y no aparecen por ningún lado.
5. Días antes de los atentados, la Bolsa registró movimientos
especulativos muy característicos, que afectaron, entre otras, a las acciones
de las dos compañías aéreas que iban a sufrir los secuestros aéreos, a la
empresa Morgan Stanley Dean Witter & Company que ocupaba 22 pisos
del World Trade Center y a los grupos de seguros involucrados, Munich
Re, Swiss Re y Axa. Se calcula que las ganancias finales de los misteriosos
inversores alcanzaron un valor de varios centenares de millones de dólares,
lo que oficialmente constituye el «más importante delito por
aprovechamiento ilícito de informaciones privilegiadas jamás cometido».
Al poco tiempo de producirse el 11S alguien descubrió una rara
coincidencia trabajando con su ordenador y la lanzó de in mediato a
Internet en un correo electrónico que corrió como la pólvora. Se trataba de
teclear la siguiente combinación alfanumérica, Q33NY, y a continuación
transcribirla con el tipo de letra llamada Wingdings, incluida en el
procesador de textos de Microsoft. El asombroso resultado era:
¿Es lo que parece?, ¿un avión dirigiéndose contra las Torres Gemelas para
provocar la muerte, junto a la Estrella de David o símbolo de Israel, como
si fuera la firma del atentado? A poco de producirse este atentado, diversos
círculos de «conspiranoicos» escorados hacia la ultraderecha acusaron no a
grupos integristas islámicos, sino a agentes secretos más o menos
vinculados con los servicios secretos israelíes, que se habrían encargado de
manipular a los musulmanes para llevar a cabo el ataque. Y no olvidemos
la secuencia alfanumérica original, Q33NY, que ha llegado a ser traducida
como «Quando» (cuándo en latín), «33» (el grado 33 y el más alto de la
masonería) «NY» (Nueva York) o, un paso más allá: «Cuando el grado 33
ataque Nueva York.»
Parece una interpretación ciertamente paranoica, pero lo que ocurre con el
número 11 sí que es sospechoso. En numerología, este número encarna los
conceptos de vergüenza y castigo. Así, tenemos algunas «coincidencias» de
interés, como que a los 11 girifaltes nazis condenados a muerte en los
juicios de Nüremberg se les hiciera subir a un patíbulo con 11 escalones o
que el político italiano Aldo Moro (que apoyaba una política para Oriente
Medio muy distinta a la que aplicaban las instancias internacionales) fue
secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas con 11 tiros. Pero en el caso
que nos ocupa la saturación de onces va más allá de lo imaginable.
Los atentados del 11S se produjeron exactamente 11 años después de que
George Bush padre declarara la guerra a Irak el 11 de septiembre de 1990.
Muchos nombres relacionados con los sucesos también tienen 11 letras,
como George W. Bush, Colin Powell, El Pentágono, y también la versión
inglesa The Pentágona New York City, que, por cierto está en el estado
número 11 de la Unión; Afganistán; Arabia Saudí, lugar de nacimiento de
Bin Laden... y hasta el día de la independencia de Estados Unidos, que es el
4 de julio, o sea 4+7= 11. El primer avión que se estrelló contra las Torres
Gemelas era el vuelo AA (American Airlines)! 1, y el segundo llevaba a
bordo 65 personas (6+5=11). El número de teléfono de emergencias
norteamericano es el 911 y a partir del 11 de septiembre quedan 111 días
para que termine el año. Cada una de las Torres Gemelas tenía 110 pisos y,
si se las contemplaba desde lejos, parecían dos unos juntos... En el primer
aniversario de los ataques terroristas, los números que ganaron la lotería de
Nueva York fueron: 911.
En cuanto al 11 de marzo en España, el ataque se produjo tres años después
o, quizá mejor, 911 días después. El recuento final de víctimas mortales en
los atentados ferroviarios fue de 191. El número de emergencias en España
es el 112 (interpretable como 11 por segunda vez). La suma de los dígitos
de la fecha del atentado es l1+03+2004=1 + 1+3+2+4=11.
Illuminaten, el nombre original en alemán de los Illuminati, también tiene
11 letras. Y Adam Weishaupt nació el 7 de febrero de 1748. La suma de los
números que componen esta fecha es 7+2+1+7+4+8=29 y 2+9=11.
Por otra parte, en febrero de 2003, la Corporación para el Desarrollo del
Bajo Manhattan seleccionó el proyecto para la construcción del complejo
que sustituirá a las Torres Gemelas de Nueva York en el enorme y
dramático solar donde en su día se levantó el World Trade Center. El
proyecto elegido fue el del arquitecto Daniel Libeskind, cuyo diseño
incluye el que será el edificio más alto del mundo: una torre acristalada
terminada en una antena que alcanzará una altura de 1 776 pies. Es la fecha
de la constitución de los Illuminati, aunque quede camuflada tras el año de
la declaración de independencia de Estados Unidos. El complejo final
incluirá la Cuña de la Luz, una plaza que no proyectará la sombra de los
edificios adyacentes todos los 11 de septiembre entre las 08.46 y las 10.28,
es decir, desde que impactó el primer avión hasta que se derrumbó la
segunda torre. De esta forma, según Libeskind, «el sol iluminará sin
sombras este tributo eterno al altruismo y el valor».
Los sucesores de Mengele
Muy recientemente, un equipo de científicos del Instituto Nacional de
Salud Mental de Estados Unidos que dirige el doctor Barry Richmond ha
anunciado el éxito de sus experiencias para desarrollar una terapia génica
en monos, que transforma a los clásicos primates juguetones en adictos al
trabajo. El equipo de Richmond ha comprobado que para ello basta con
bloquear el gen D2, del que depende la recepción de la dopamina, un neuro
transmisor que controla estados de ánimo como la motivación y el placer
en las células del cerebro. Habitualmente, los monos de laboratorio trabajan
motivados por una recompensa, comida o agua en cantidades extra. El éxito
de la terapia se confirmó cuando, al modificar sus receptores de dopamina,
los monos empezaron a trabajar sin descanso y sin esperar ninguna
recompensa a cambio. El propio doctor Richmond ha recordado que «tanto
los monos como los humanos son propensos a esperar al último minuto
para terminar una tarea. No en vano somos primos hermanos evolutivos. El
caso es que a medida que se aproxima el momento de recibir la
recompensa, los dos tipos de primates se comportan igual, tienden a
trabajar mejor y cometer menos errores. Cuando no es así, trabajan con
menor entusiasmo y mayor lentitud». Alterando la recepción de la
dopamina, «los monos trabajan con el mismo entusiasmo cometiendo
menos errores desde un primer momento durante un período aproximado
de unas diez semanas; después hay que volver a actuar sobre el neuro
transmisor para reproducir el efecto, porque regresan a su estado original».
Según Richmond, esta terapia, aplicada a humanos, «ayudará a las personas
cuya disposición y capacidad para el trabajo haya desaparecido a
consecuencia de una depresión».
¿Sólo a ellas? ¿Acaso no estamos ante uno de los grandes sueños de los
Illuminati? Imaginemos un nuevo marco laboral para el futuro en el que los
trabajadores, con sus receptores de dopamina alterados, produzcan con gran
entusiasmo y eficacia no de lunes a viernes, sino durante diez semanas
seguidas antes de tomarse un fin de semana de descanso y reprogramación
de sus neurotransmisores para engarzar un nuevo ciclo de diez semanas.
No es ciencia ficción. Todo el mundo recuerda los experimentos de los
científicos nazis, como el doctor Josef Mengele, con los prisioneros del
complejo de Auschwitz. Sin embargo existen crímenes aún peores, los
cometidos por científicos y gobiernos de países democráticos contra sus
propios ciudadanos. Existen numerosos ejemplos.
Aunque el asunto fue enterrado con rapidez por parte de las autoridades, en
1995 la productora británica Twenty TV destapó uno de los mayores
escándalos de la investigación médica en el Reino Unido: la utilización no
consentida de mujeres y niños entre 1955 y 1970 en diversos experimentos
nucleares ordenados por sucesivos gobiernos británicos. Las
investigaciones incluían la inyección de partículas radiactivas en la
glándula tiroides de al menos 400 embarazadas tratadas en centros
hospitalarios de Liverpool, Londres y Aberdeen para estudiar su reacción, y
la administración de altas dosis de radiactividad a una serie de pacientes
que «de todas formas sufrían enfermedades malignas incurables» para
observar cómo les afectaba en el hospital Churchill de Oxford, y la
inyección de yodo radiactivo en una veintena de mujeres de origen indio
que no hablaban inglés y vivían en Coventry.
Algunos años antes, el diputado laborista Ken Livingston confirmó que
durante los gobiernos del laborista Harold Wilson y el conservador Edward
Heath millones de británicos sirvieron de conejillos de Indias cuando
Londres y otras doce localidades del sur de Inglaterra fueron rociadas en
secreto con una serie de tres gérmenes concretos, en un ensayo de guerra
bacteriológica. Según el entonces ministro de Defensa Michael Portillo,
esos experimentos «no presentaban ningún riesgo para la salud pública»,
pero diversos microbiólogos consultados al respecto opinaron de modo
diferente, ya que los tres simuladores utilizados podían causar, y quién sabe
cuántos casos se produjeron en aquella época, neumonía, septicemia y
ofitalmitis a niños, ancianos y en general cualquier persona con el sistema
inmunológico debilitado. En un ensayo parecido realizado en San
Francisco en 1950, al menos una persona murió víctima de uno de esos
agentes, la bacteria Servatia marcescens. Otra de esas bacterias, la
Escherichia coli 157, causó una veintena de muertes en Escocia por las
fechas en las que se denunció el experimento.
En Suecia, entre 1946 y 1951, más de 400 deficientes mentales, algunos de
ellos niños, fueron internados en el hospital Vipelhom de la ciudad de Lund
para ser utilizados como cobayas en el estudio de la prevención de la
caries. Se les suministró azúcar, chocolate y unos caramelos especialmente
pegajosos. Los médicos analizaron la saliva de los pacientes 36 veces al día
durante los cinco años que duró el experimento. El ensayo, impulsado por
el gobierno socialdemócrata de la época como «necesario para luchar
contra un problema de salud pública» como la caries, provocó terribles
dolores a sus víctimas, a las que no se les intervenía en la dentadura hasta
que ésta se encontraba muy afectada. Más escandalosa fue la política de
esterilización forzada con el fin de «eliminar tipos raciales inferiores»
promovida por el gobierno de Estocolmo entre 1936 y 1976. Se calcula que
unas 60 000 mujeres fueron esterilizadas a la fuerza durante esos cuarenta
años, siguiendo una iniciativa del físico Alfred Petrén, que ya en 1922
había asegurado que «la asistencia a los retrasados e inútiles en los
hospitales cuesta demasiado caro a la sociedad», por lo que se hacía
«necesario» impulsar políticas para reducir su número.
Los gobiernos democráticos de Francia, Austria, Suiza y Noruega, entre
otros, también reconocieron haber actuado de manera similar. En el caso
francés, según la investigación de Nicole Dietrich, al menos otras 15 000
mujeres fueron esterilizadas a la fuerza por motivos tan dispares como ser
sordomudas, haber sido violadas por sus padres, tener un carácter
«agresivo» u obtener malas calificaciones escolares.
La práctica también se extiende a América. En Perú, por ejemplo, el ex
presidente populista Alberto Fujimori y tres de sus ministros de Sanidad
fueron denunciados por genocidio ante el Congreso por dirigir un plan de
esterilizaciones forzosas, camuflada como una campaña de «prevención de
epidemias», que afectó a más de 200 000 mujeres, la mayoría indígenas,
que entre 1996 y 2000 fueron tratadas «bajo presiones, amenazas e
incentivos con alimentos sin que fueran debidamente informadas» de las
verdaderas consecuencias de lo que les estaban haciendo. Luz Salgado,
Lina ex diputada del partido de Fujimori, dijo textualmente: «No por acusar
a Fujimori de genocidio van a decir que el método fue mal utilizado en el
país. Además, tampoco se puede decir que las 200000 mujeres esterilizadas
no están actualmente contentas.»
Y también en Estados Unidos se reconoce una cifra similar a la de Suecia,
unas 60 000 personas esterilizadas por orden de las autoridades, aunque
con la diferencia de que en este caso el sexo era indiferente: se practicó
tanto en hombres como en mujeres. La mayoría de ellos eran delincuentes,
minusválidos y enfermos mentales. Un estudio elaborado por una comisión
dirigida por el senador Ted Kennedy concluía que «las historias
comparativas de las campañas de esterilización en Estados Unidos y en la
Alemania nazi revelan importantes similitudes de motivación, intención y
estrategia». En 1926, el juez Oliver Wendell Holmes apoyaba públicamente
esta práctica porque «es mejor para todo el mundo que en vez de esperar a
que se ejecute a sus descendientes por los crímenes que puedan cometer, o
que mueran por su imbecilidad innata, la sociedad impide que los
manifiestamente inadecuados tengan descendencia».
No se trata sólo de esterilización. En 1997 la prensa denunciaba el uso de
niños abandonados y deficientes mentales en Ucrania para experimentar
con ellos una serie de implantes con el objetivo de «mejorar su
personalidad». Por las mismas fechas, en el Reino Unido un centenar de
afectados por enfermedades mentales como depresión o fobias denunciaron
a la Seguridad Social por haberlos tratado con el alucinógeno LSD sin su
consentimiento, entre principios de 1950 y finales de los años sesenta. En
los últimos años se ha descubierto también que, durante la guerra del Golfo
de 1991, Francia usó en secreto con sus propias tropas un somnífero no
autorizado del laboratorio Lafon llamado Modafinil. Y el científico Claude
Got, ex director del Instituto de Investigaciones Ortopédicas y responsable
científico del Centro de Estudios de Seguridad y Análisis de Riesgos,
confirmó que varias marcas de automóviles como Renault y Peugeot
habían utilizado durante los últimos treinta años unos 400 cadáveres, entre
ellos los de varios niños, para sus pruebas de seguridad vial. Mientras tanto,
en Estados Unidos, varios científicos confesaron haber utilizado a miles de
mujeres embarazadas de la República Dominicana, Tailandia y algunos
países africanos como cobayas para experimentar un remedio eficaz y
barato contra el sida. Pese al escándalo, algunos de los más preeminentes
expertos norteamericanos consideraron «éticamente válidas» esas
investigaciones.
El presidente norteamericano Bill Clinton tuvo que pedir perdón en nombre
del gobierno a las víctimas del Experimento Tuskegee, que se desarrolló
entre 1932 y 1972 y que si finalizó en esa fecha fue porque los medios de
comunicación descubrieron y denunciaron su existencia. El experimento
consistió en confirmar y documentar la evolución de la sífilis en unos 400
varones de raza negra y pobres, que fueron tratados con placebos en lugar
de con medicamentos por el Servicio Público de Salud del gobierno
federal. El título del documento elaborado por las autoridades sanitarias es
bastante elocuente: «Estudio de Tuskegee sobre la sífilis no tratada en el
macho negro.» Por la misma época, la American Public Health Association
(Asociación Americana de Salud Pública) exigió la indemnización a otros
20 000 ciudadanos víctimas de diversas pruebas bioquímicas, entre ellos,
enfermos mentales inyectados con yodo 131 en la tiroides, reclusos
inoculados con hierro y fósforo, indios y esquimales tratados con el mismo
yodo radiactivo e incluso bebés a los que se inyectó cromo 50.
Según sus cálculos finales, entre 1905 y 1972 sólo en Estados Unidos se
experimentó ilegalmente y por orden del democrático gobierno de turno
con unos 70 000 seres humanos, sin contar las víctimas directas y las de
sucesivas generaciones de las explosiones nucleares en Hiroshima y
Nagasaki. En esta feria de los horrores científicos existen personajes de
novela como el profesor de neurología de la Universidad de Cleveland,
Robert J. White, que desde hace años trabaja en el departamento de
neurocirugía del Metropolitan General Hospital y al que sus colegas llaman
Frankenstein White, porque una de sus principales líneas de investigación
pasa por el trasplante de cabezas, o sólo del cerebro si no fuera posible
hacerlo con toda la pieza, de Lina persona a otra. Este médico ha sido
acusado de haber realizado esos trasplantes en gatos y monos vivos y en
cadáveres humanos en algunas instituciones médicas privadas de Ucrania.
¿Adónde nos lleva este catálogo de insensateces, aparte de demostrarnos
que debemos permanecer muy alertas vivamos en el sistema político en el
que vivamos? En 1998, el genetista estadounidense Lee M. Silver,
catedrático de la Universidad de Princeton, miembro de la Asociación
Americana para el Avance de las Ciencias y una de las principales
autoridades mundiales en biología molecular, explicaba que el ser humano
se enfrenta a un doble y muy real peligro científico en un futuro próximo.
En primer lugar, la implantación en algunos animales de los genes
directores de la inteligencia, con la intención de crear especies a medio
camino entre el hombre y la bestia para dedicarlas a determinadas tareas
como la guerra o la exploración en ambientes extremos. En segundo lugar,
la división de la humanidad en dos «razas» definidas: una minoritaria, rica,
inmune a las enfermedades, cada vez más cercana a la perfección física y a
la inmortalidad, y otra mucho más numerosa, pobre e imposibilitada para
beneficiarse de todos los adelantos científicos, según el ideal Illuminati.
Según Silver, «lo que hoy parece una mera fantasía no sólo se hará realidad
en unos años, sino que algunas cosas ya se están haciendo en secreto», y
citó el caso de las técnicas de reproducción asistida: «Aunque no sea legal,
en Estados Unidos está permitido cualquier tipo de reproducción... siempre
que se haga en lujosas clínicas privadas. Sí, incluso la clonación.»
El arma definitiva
Como hemos visto, la ciencia ha proporcionado a los Illuminati armas
nunca vistas que, sumadas al poder generado por la política y sobre todo
por la economía y las finanzas, pueden permitirles llevar planes de
dominación final hasta el último extremo. El último gran experimento
ahora mismo en marcha para conseguirlo pasa por introducir un sistema de
control que llevarían las personas en su propio cuerpo.
Imaginemos la posibilidad de llevar siempre encima toda nuestra
documentación legal, desde la tarjeta sanitaria al permiso de conducir, y
todo nuestro dinero, sin temor a robos o pérdidas... y que, además,
podamos estar siempre localizados, sin miedo a desaparecer en un
accidente, un secuestro o víctimas de alguna enfermedad mental.
Y ahora dejemos de imaginar, porque esa posibilidad es real, existe ahora
mismo. Aunque en un estadio primitivo, este «código de barras» para
humanos está funcionando ya en varios países de América. Se trata de un
pequeño implante en forma de chip, que desarrolló inicialmente la empresa
Motorola para Master Card sobre la idea de crear una tarjeta de crédito
personalizada e intransferible con el nombre de Mondex Smartcard («Mon»
de money, dinero, y «Dex» de dexterity, o destreza. Smartcard significa
«tarjeta inteligente»). En la actualidad, más de 250 corporaciones de una
veintena de países están involucradas en la distribución del implante o
verichip, que desde 1999 comercializa la empresa Applied Digital
Solutions. Según la propia publicidad de sus fabricantes, el verichip mide
unos 7 mm de largo por 0,75 mm de ancho, más o menos el tamaño de un
grano de arroz, y se inserta bajo la piel de forma rápida e indolora.
Contiene un transponder y una batería de litio recargable. El transponder es
el sistema de almacenamiento y lectura de información, y la batería se
recarga a través de un circuito que produce una corriente eléctrica con
fluctuaciones de la temperatura del cuerpo cuando se pone la mano sobre
un cargador especial. Una vez insertado, el implante no puede ser extraído
sin un grave riesgo para su portador, pues, dada su fragilidad, podría
quebrarse y descargar los restos de litio que al verterse en su cuerpo le
conducirían a la muerte. Cada verichip tiene un único número de
identificación compuesto por 16 dígitos y «se ofrece por un coste módico»
de aproximadamente 150 dólares más IVA.
El gobierno mexicano es un ejemplo del uso y promoción de lo que en un
principio fue bautizado como el Ángel digital, pues a mediados de julio de
2004 se creó el Centro Nacional de Información mexicano, y tanto el
procurador Rafael Macedo de la Concha como sus colaboradores
inmediatos se implantaron un verichip con el fin de que «la Procuraduría
General de la República entre en una nueva etapa tecnológica de eficacia y
seguridad». Ya en 2001 el gobierno británico se planteó la posibilidad de
utilizarlo para localizar personas con enfermedades o desórdenes mentales.
Y, en marzo de 2002, el senador brasileño Antonio de Cunha Lima se hizo
insertar uno «para el control médico de mis constantes vitales y para
demostrar a los ciudadanos de Brasil y del mundo que esta tecnología es
segura».
El primer chip oficial del mundo fue el de Kevin Warnick, jefe del
departamento de cibernética de la Universidad de Reading, Inglaterra, que
en agosto de 1998 se dejó implantar uno durante diez días para estudiar la
reacción de su organismo ante ese elemento. Pero en 1996 ya se hablaba de
las pruebas con implantes realizadas en una decena de reclusos de
California para forzarlos a entrar en un estado de letargo que reducía su
agresividad y los llevaba a dormir hasta 22 horas al día. Y de los extraños
experimentos de la British Telecom, que, con el nombre de Soul Catcher
(Cazador de almas), pretendía instalar un microchip en el cráneo, justo tras
los ojos, para, según el doctor Chris Winter, «grabar los pensamientos y
sensaciones de una persona durante toda su vida y poder reproducirla,
resucitarla en cierto modo, tras su muerte física».
Después de leer lo anterior resulta especialmente inquietante que el mayor
magnate de la informática mundial, Bill Gates, acabe de adquirir en
Estados Unidos la patente del uso de la piel para transmisión de datos. Esa
patente se llama «Método y manera de transmitir energía y datos utilizando
el cuerpo humano», y permitirá avances de telecomunicación tan
espectaculares como el hecho de que un individuo con un chip insertado en
la mano pueda pasar su historial sanitario a su médico con un simple
apretón de manos (lo que ya consiguió IBM en una demostración pública
en 1996, aunque entonces el chip con la información no se llevaba todavía
bajo la piel, sino en unas tarjetas adosadas a la palma de la mano), o que
una persona pueda hablar por teléfono móvil a través de unos pendientes.
Su capacidad personal de trabajo, su voracidad empresarial con Microsoft y
sus enormes ganancias acumuladas en un sector en el que actúa a menudo
con ínfulas de monopolio (bajo acusación constante de prácticas irregulares
y sometido a numerosos juicios en su contra), hacen que Bill Gates sea en
la informática lo que los Rothschild en la banca y los Rockefeller en el
petróleo. Por otra parte, pese a que la mayoría de los ordenadores del
mundo no podrían funcionar hoy día sin su trabajo innovador y visionario,
Gates es un personaje tan envidiado y admirado como odiado. No hay más
que pasear por Internet y encontrarse con páginas literalmente tituladas
«Destruir Microsoft», «Odio a Gates» y otras aún más agresivas. Un
candidato perfecto para la infiltración Illuminati.
Nacido en Seattle en 1955, estudió en la prestigiosa Universidad de
Harvard y en 1976 comenzó su brillante carrera uniéndose a un grupo de
jóvenes informáticos que se buscaban la vida como podían en la recién
nacida industria de los ordenadores personales. Fundó una pequeña
empresa de software llamada Microsoft y diseñó MS DOS, un sistema
operativo que hoy nos parece lento y pesado, pero que entonces constituyó
una revolución al permitir que todos los ordenadores compatibles con el PC
de IBM pudieran ejecutarlo. El éxito fue arrollador. Después vino el
sistema Windows, basado en una forma bastante intuitiva y fácil de trabajar
con el ordenador. Su éxito fue tal que en la actualidad viene incluido de
serie en 9 de cada 10 ordenadores del mundo. El siguiente paso fue
Internet, donde en un tiempo récord consiguió imponer su navegador
personal, el Explorer, y ahora busca apoderarse del sector de las
operaciones con tarjeta de crédito.
Hace mucho tiempo que Bill Gates figura en todos los manuales del buen
conspirador como uno de los principales aspirantes al cargo de Anticristo
oficial, a partir del famoso fragmento del Apocalipsis de san Juan en el que
se describe al enviado de Lucifer como el portador del 666. Este número ya
es de por sí bastante inquietante y juguetón. En números romanos, los que
se usaban en la época de la redacción del texto, 666 se escribía DCLXVI;
es decir, todos los numerales ordenados de izquierda a derecha de mayor a
menor, excepto el mil o M, que se inventó más tarde. A lo largo de los
siglos, muchas personas han sido identificadas con este número, partiendo
del principio numerológico o cabalístico que atribuye un valor numérico a
cada letra: el emperador Nerón, Napoleón Bonaparte, Adolf Hitler, Josef
Stalin y hasta la multinacional Procter & Gamble han sido acusados de ser
el Anticristo.
El número aparece representado, por lo demás, en relación con diversos
aspectos del mundo comercial, político y financiero. Desde su presencia
física en el rascacielos Tishman de la Quinta avenida de Nueva York (en
cuya azotea fueron instalados en 1957 tres grandes seises, cada uno de tres
metros y medio de alto, que permanecieron allí hasta 1992) hasta los 666
rombos de la pirámide del Louvre (que mandó construir François
Mitterrand de acuerdo con sus propias instrucciones), pasando por la orden
de la presidencia norteamericana de Jimmy Carter de que todos los
vehículos de las fuerzas de seguridad de la Casa Blanca utilizaran como
prefijo de sus matrículas el 666; el hecho de que el número de operador
telefónico para llamar desde Israel al extranjero sea el 666; que las nuevas
tarjetas de crédito de Estados Unidos tengan el 666, o que ése sea
precisamente el número de código del Banco Mundial, entre otras
curiosidades.
Pero ¿qué ocurre si utilizamos las propias normas dictadas por la
informática? Es decir, si sustituimos las letras por los números que las
identifican en el llamado Código ASCII que utilizan los ordenadores. Si
hacemos eso con el nombre real de Gates, William Henry Gates III,
aparece una serie de números que, sumados, hacen 666. Y si aplicamos el
mismo sistema a dos de sus sistemas operativos, MS DOS y Windows 95,
también aparece dicho número.
Por cierto, el logotipo de Windows incluye precisamente tres filas de seis
cuadrados negros... Pero hay un hecho aún más curioso: la última versión
de Windows, en la que está trabajando Microsoft y que en principio no se
comercializará hasta el 2006, se llama Longhorn, o cuerno largo. El
logotipo inicial que se ha diseñado para las versiones de prueba que ya
están funcionando recuerda a la clásica marca de ganado utilizada por los
vaqueros. Es como una cabeza de res esquematizada, una gran V roja con
cuernos, sobre un fondo dorado, de cuyo interior parecen irradiar Linos
rayos luminosos. Ahora demos la vuelta al logotipo y, ¿qué obtenemos? En
efecto, ahí está, radiante, nuestra pirámide Illuminati.
La de Microsoft no es la única compañía informática relacionada
gráficamente con el Ojo que Todo lo Ve. Este icono se ve con mayor
facilidad en el logotipo de uno de los mayores colosos de la industria del
ocio y el entretenimiento, la empresa AOL Time Warner, aunque su última
versión haya sido estilizada.
Pero volviendo a Windows, las mejoras de seguridad serán una de las
principales «ventajas» de Longhorn, según la publicidad que ya se está
introduciendo en la red acerca del nuevo sistema operativo. Así, el software
de seguridad desarrollado para este sistema y bautizado como Palladium,
«cumplirá los siguientes ideales dictados por Microsoft: informará de con
quién estás tratando on line y qué está haciendo. Identificará tu PC como
único y podrá limitar lo que llega y ejecuta» y además, entre otras cosas,
«controlará los datos que se envían a través de Internet, usando agentes de
software que aseguren que llegan sólo a la gente adecuada». Por si fuera
poco controlará «toda la información que sale del PC». Es decir, a partir de
entonces, los usuarios de Windows deberán tener claro que cualquier cosa
que escriban o cualquier consulta que realicen en Internet quedará
perfectamente registrada y los señalará como sus autores. Es decir, justo lo
contrario de la política de privacidad que se supone que defiende
Microsoft. Precisamente, que los datos lleguen sólo a «la gente adecuada»
es cuando menos una expresión ambigua: sería interesante saber a quién se
considera adecuado. Finalmente, la tecnología de Microsoft decidirá qué
contenidos puede ver, consultar y exportar el usuario, en lugar de dejarlo a
su libre albedrío.
No deja de ser curioso que el software de control que se utilizará para ello
lleve el nombre en latín del Paladión, la estatua griega de Palas Atenea,
diosa del conocimiento y la sabiduría de la Antigüedad, cuyo símbolo era...
un búho, como el del Bohemians Club.
La vida es muy peligrosa; no por las
personas que hacen el mal, sino por las que
se sientan a ver lo que pasa.
ALBERT EINSTEIN,
físico y matemático estadounidense de
origen alemán
Conclusión
Si el lector nos ha acompañado hasta aquí, es porque considera que, al
menos parte de los hechos que hemos venido relatando en este libro, tiene
cierta base real y no se trata de simples elucubraciones. En realidad, existe
mucha más documentación disponible, pero el espacio para plasmarla es
finito y, además, quien desee ampliar su conocimiento al respecto merece
la oportunidad de encontrar nuevos datos por su propio esfuerzo.
Entonces ¿no hay salida? ¿Estamos abocados a la tercera guerra mundial
provocada por el enfrentamiento entre el sionismo político y el Islam, que
pronosticaban Pike y Mazzini y que conducirá al posterior cataclismo
final? Leyendo algunos comentarios generales, ésa parece ser la pesimista
impresión. En un reciente artículo aparecido en prensa, el filósofo y escritor
español Gabriel Albiac recordaba que uno de los considerados cabecillas de
Al Qaeda, Ayman Al Zawahiri, declaró en 2004 «una guerra global contra
la conspiración cristiano judía para destruir la umma o comunidad de los
creyentes» en los siguientes términos: «la prohibición del velo se inscribe
en el mismo marco que el incendio de las aldeas en Afganistán, la
destrucción de casas sobre las cabezas de sus habitantes en Palestina, la
matanza de niños y el robo de petróleo en Irak». Albiac concluía: «No hay
acciones locales... Nueva York, Madrid, Afganistán, Irak, Israel, Bali,
París, Chechenia son módulos de una guerra mundial, la del Islam más
puro contra el mundo moderno.»
A estas alturas, hay dos opciones. La primera es, en efecto, bajar los
brazos. Total, nuestro destino está predestinado, así que limitémonos a vivir
alegre y despreocupadamente.
La segunda me parece más honorable: mientras hay vida, hay esperanza.
Luchemos, pues, por cambiar el estado de cosas, cada cual a su manera.
Como adelantábamos en el prólogo, a cada uno le corresponde reflexionar
sobre la mejor manera de hacerlo, pero los Illuminati 110 tienen por qué
ganar definitivamente el juego. Ya fallaron antes y pueden volver a
hacerlo: se les puede combatir, ya que si fueran realmente todopoderosos,
habrían aplicado con éxito su plan hace mucho tiempo.
Asumamos nuestra responsabilidad personal sobre la base de que las
conspiraciones sólo pueden operar en la oscuridad, cuando la mayoría de
las personas las ignora. El mero hecho de sacarlas a la luz las debilita y
puede reducirlas a cenizas, como en el alegórico relato de Drácula.
Susan George, vicepresidenta de ATTAC (un movimiento internacional
para el control democrático de los mercados basado en la llamada tasa
Tobin, que intenta lograr ingresos para los países más desfavorecidos a
partir de impuestos específicos aplicados a los mercados financieros) y
autora de El informe Lugano, advertía en una entrevista reciente que «la
rebelión ciudadana contra los tejemanejes de los grandes grupos de poder
no se produce porque los ciudadanos no llegan a enterarse hasta que es
demasiado tarde». Y ponía como ejemplo la llamada directiva bolkestein de
la Unión Europea que «todavía no tiene rango de ley pero que se está
estudiando en este momento». Si se aprueba esta norma, Lina empresa de
servicios podrá instalar su sede social en cualquiera de los 25 países de la
UE y, a partir de ese momento, las leyes del país en cuestión se aplicarán a
las actividades de dicha empresa en toda Europa. «Es decir, usted instala su
sede social en Eslovenia, aunque sólo sea de forma ficticia, registrándola
mediante un documento legal, y todos sus empleados, estén en España,
Francia o Finlandia deberán regirse por las leyes eslovenas, aunque sean
más perjudiciales para los trabajadores que las de sus países de origen. Ésa
es la directiva, que quieren que se apruebe. Y nadie ha oído hablar de ella.
La gente no reacciona porque no sabe.»
Ahora, amigo lector, usted sabe.
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